¿Es revolucionario el amor romántico?
No hay nada más excitante y pasional que los amores
imposibles y los amores prohibidos. Los occidentales vivimos oleadas de
invasión romántica como si fueran tsunamis emocionales que trastocan nuestra
vida entera. Así, el amor se compara con los hechizos, las borracheras que
anulan nuestra sensatez, las enajenaciones transitorias que traicionan nuestra
ideología, la fuerza poderosa que anula nuestros principios más sólidos.
El amor romántico rompe familias, destroza parejas, altera
el orden social y arrasa nuestras certezas sobre como deberían ser las cosas o
como nos gustaría que fuesen. Por eso tiene un potencial revolucionario: idealizamos
el amor romántico como un proceso que nos sirve para romper con cadenas que nos
aprisionan, y para alcanzar la felicidad eterna.
Y es cierto que la fuerza arrasadora del amor romántico es profundamente
transgresora porque, cuando estalla en intensidades incontroladas, perturba
seriamente nuestros estados de ánimo y rompe, a menudo, con las estructuras morales,
sociales y políticas, y desafía a todas las religiones, porque no entiende de
normas que lo frenen en su goce.
El amor revoluciona nuestra vida cotidiana: de pronto alguien
entra en nuestra vida y pone patas arriba nuestra realidad: son muchos los que lo
dejan todo y se cruzan medio mundo por amor. Nuestra rutina y horarios,
lugares, ritmos y costumbres son alterados por nuestros sentimientos, a menudo
contradictorios y casi siempre intensos.
Y es que no es fácil ni frecuente enamorarse locamente, por eso es un suceso extraordinario que nos atrae irremediablemente, sean cuales sean las consecuencias. Un enamorado arrebatado es capaz casi de cualquier cosa por su amor, pasando a menudo por encima de sus prejuicios, creencias, costumbres, manías, y normas. Enamorarse fuera del matrimonio, por ejemplo, le sucede incluso a gente que cree firmemente en el matrimonio y permanece fiel muchos años. Les pasa a los que ponen el grito en el cielo frente al adulterio. Les pasa a muchos y a muchas: las cifras demuestran que no somos seres excesivamente monogámicos y que nos gusta lo prohibido.
Coincio con Marcuse (1955) en la idea de que el fin de la represión instintiva, y la liberación sexual humana no supondrían el final de la civilización. Para Marcuse la liberación de la represión humana sería tal que permitiría la gratificación, sin dolor, de las necesidades, y la dominación ya no impediría sistemáticamente tal gratificación. La liberación de Eros podría crear nuevas y durables relaciones de trabajo; el mundo no se acabaría y los seres humanos no nos destruiríamos los unos a los otros. Marcuse añade un nuevo término para explicar este proceso: la autosublimación de la sexualidad: “El término implica que la sexualidad puede, bajo condiciones específicas, crear relaciones humanas altamente civilizadas sin estar sujeta a la organización represiva que la civilización establecida ha impuesto sobre el instinto”.
Otros autores como Charles Fourier hablaron a mediados del siglo XIX del amor como motor social, es decir, como clave del proceso revolucionario. Para este socialista utópico la verdadera libertad sólo podía alcanzarse sin amos, sin el trabajo y sin la supresión de las pasiones; que es destructiva para el individuo y para la sociedad en su conjunto. Antes de la invención de la palabra homosexual, Fourier reconocía que tanto hombres como mujeres tenían un amplio espectro de necesidades y preferencias sexuales que podían cambiar a lo largo de la vida, incluyendo la sexualidad entre personas del mismo sexo y la androgénité. Defendía que todas las expresiones sexuales deberían ser disfrutadas, mientras no se abusara de las personas, y que «afirmar las propias diferencias» de hecho podía mejorar la integración social. Creía en la bisexualidad como una condición natural del ser humano, y en la necesidad de la igualdad de hombres y mujeres para tener relaciones bonitas, equilibradas y abiertas a la colectividad. Este filósofo francés acuñó el concepto de amor libre como sistema amoroso contrario al orden patriarcal e ideal para las mujeres; era un hombre que criticaba el individualismo y creía profundamente en la sociabilidad natural del homo sapiens. Defendía que las relaciones sexuales y afectivas libres podían hacer de esta sociedad un mundo más amable, más solidario y cooperativo, y por supuesto, más pacífico.
Ejemplos de la rebeldía del amor romántico son la doncella
que se niega a casarse con el marido asignado por su padre, la esposa enamorada
de su masajista (alguien más joven y de nivel económico inferior, pongamos por
ejemplo), el árabe enamorado del israelí, la adolescente enamorada de su
profesor, el padre de familia numerosa de la mejor amiga de su compañera, la
mujer blanca de la mujer negra, el abogado enamorado de su compañero de
trabajo...
La historia de la Humanidad está plagada de amores
prohibidos por diversos motivos; en el caso de Julieta y Romeo, por ejemplo, su
amor desafía al orden patriarcal, que les impide vivir su amor con plenitud. La
afrenta de los Capuleto y los Montesco es el obstáculo ideal para encender la
llama de la pasión de estos jovencitos que viven su libertad a través del amor
y la muerte, burlandose así de la autoridad de los pater de familia. Lo mismo
sucede en la Celestina; el amor de Melibea por Calisto es rebelde porque se
empeña en no someterse a las órdenes que la obligaban a conservar su virginidad
hasta que encontrasen un marido viejo y rico para ella, como era la costumbre
entonces (y como sigue siendo en muchas partes del mundo).
Pese a la sumisión a la que se obliga a las mujeres que son
consideradas objetos de la propiedad privada del padre primero, y del marido
después, el amor femenino es una vía de liberación, porque muchas mujeres
sumisas sienten, cuando les llega la flecha de Cupido que no pueden evitar
desobedecer y sentir lo que sienten. Es entonces cuando se rebelan contra un
sistema que no las considera sujetos autónomos con libre albedrío para tomar
decisiones.
Normalmente las heroínas de los relatos son mujeres para las
que el amor es un incentivo para la rebelión y se convierte en el leitmotiv de
su lucha por la libertad. Por eso, son duramente castigadas por su
atrevimiento, y son condenadas a la muerte, al ostracismo social o la pobreza.
Sin embargo, a menudo se presenta como solución la boda: el matrimonio es la
vía para lograr una independencia parcial o mejor, una dependencia voluntaria, es
decir, no impuesta por el pater sino asumida gustosamente (gracias al colocón
anfetamínico que provoca el buen sexo y el amor).
El amor, así, no entiende de orientaciones sexuales,
religiones, de idiomas, de moral, de normas, de edad... aunque nosotros
impongamos ciertas normas para controlar la libido. Freud y Marcuse plantearon
que la base de nuestra civilización occidental está basada en la represión.
Gracias a ella, supuestamente logramos convivir en paz, porque, según Freud,
nadie puede ir por la vida cumpliendo todos sus deseos ni desarrollando todo su
potencial erótico con alegría y sin problemas de ningún tipo.
Nos adaptamos en lo posible, para no desentonar con la
sociedad, al modelo amoroso hegemónico: heterosexual, entre dos personas de
aproximadamente similar edad y estatus socioecómico, con capacidad reproductiva
y que practique la repartición patriarcal de roles. Fuera de este modelo
estereotipado, las parejas interraciales, homosexuales, las parejas formadas
por un menos de edad, os tríos, los intercambios de pareja y otras formas de
amarse están invisibilizadas, a veces penalizadas y (casi) siempre al margen.
Y sin embargo, desde el principio de los tiempos la gente se
ha enamorado y se ha relacionado con gente que no debía; porque el deseo se
exacerba con la prohibición, los obstáculos, la imposibilidad. Porque nos atrae
lo diferente, y porque resulta muy difícil reprimirse sin descanso, toda la
vida. Porque, al parecer, Cupido dispara sus flechas aleatoriamente y la
principal norma del juego es que no se puede elegir a la persona ideal. Si no
que se lo pregunten a Ana, la Regenta, enamorada de un cura, a Emma Bovary,
apasionada adúltera por aburrimiento, o a Ana Karenina.
Otros autores como Charles Fourier hablaron a mediados del
siglo XIX del amor como motor social, es decir, como clave del proceso
revolucionario. Para este socialista utópico la verdadera libertad sólo podía
alcanzarse sin amos, sin el trabajo y
sin la supresión de las pasiones; que es
destructiva para el individuo y para la sociedad en su conjunto. Creía
en la bisexualidad como una condición natural del ser humano, y en la necesidad
de la igualdad de hombres y mujeres para tener relaciones bonitas, equilibradas
y abiertas a la colectividad. Este filósofo francés acuñó el concepto de amor libre como sistema amoroso contrario al
orden patriarcal e ideal para las mujeres; era un hombre que criticaba el
individualismo y creía profundamente en la sociabilidad natural del homo
sapiens. Defendía que las relaciones sexuales y afectivas libres podían hacer
de esta sociedad un mundo más amable, más solidario y cooperativo, y por
supuesto, más pacífico.
Marx y Engels calificaron la teoría de Fourier como ingenua
y utópica. Yo creo que para lograr la liberación del amor haría falta un cambio
de mentalidad total y global; muchos años de adaptación para borrar de nuestros
cuerpos, emociones y mentes el orden heterosexual, monogámico, adulto y
reproductivo del patriarcado.
De momento, de vez en cuando, el amor revoluciona nuestras
vidas y las de nuestros allegados cuando desafía la ley, las instituciones, la
propiedad privada, la fidelidad, y por consiguiente, provoca escándalo social.
En el siglo XX, el anarquismo libertario y el movimiento
hippie estadounidense reivindicaron el amor libre y lo practicaron, en pequeñas
comunas y en grandes colectividades como conicertos de rock, festivales y
eventos pacifistas. La idea del amor como un motor revolucionario, como sucede
por ejemplo con la rabia, que sirve para organizarse políticamente, es
sumamente seductora porque supondría el fin de la represion y la extensión de
nuestro amor mucho más allá de la pareja; que se presenta como una estructura
cerrada y egoísta, centrada en sus propios problemas.
La verdadera revolución creo, consistiría en colectivizar el
amor.
La expansión y apertura del amor a nuestros semejantes
supondría amar a nuestra familia, nuestros amigos, compañer@s de trabajo,
vecin@s del barrio, ciudadan@s sin distinciones de clase social, raza, género o
religión; sería un amor expandido y trans, más allá de las etiquetas y de las
prohibiciones. Un amor donde no habría engaños, traición, propiedad privada ni
exclusividad. Tampoco existiría el adulterio, los celos, el maltrato, ni el
asesinato, pues la envidia y el miedo estarían eliminados en un sistema donde
la gente se relacionaría con transparencia, respeto y cariño. Y con pasión, que
es lo más excitante.
Coral Herrera Gómez