Los datos de 2007 sobre los índices de divorcio en España se resumían así : por cada cuatro matrimonios se divorcian tres: "Se produce un divorcio cada 3,7 minutos, es decir, 16 cada hora, y 386 al día", según un informe del IPF.
Separarse, romper la unión, deshacer los lazos, ha sido y es un fenómeno corriente en la historia de la Humanidad, aunque según Barash y Lipton (2003) también es un fenómeno común en el reino animal. Las causas que los sociobiólogos han encontrado en el divorcio entre los animales tienen que ver con la incompatibilidad (conductual, genética, fisiológica) entre los miembros de la pareja, en cuyo caso la separación es juzgada como beneficiosa para ambos. Una visión alternativa, propuesta recientemente, es la llamada hipótesis de la mejor opción, que sugiere que el divorcio es resultado de una decisión unilateral tomada por uno o los dos miembros de la pareja establecida, que aspiran a mejorar su situación.
Entre los humanos, el divorcio es un fenómeno con una historia legal muy reciente. Hasta hace poco, las personas o permanecían juntas toda la vida, o su convivencia cesaba sin ningún tipo de bendición religiosa o reconocimiento legal o jurídico. En este sentido, el divorcio, igual que el matrimonio, ha sido siempre cosa de las clases altas.
Según Helen Fisher (2007), el divorcio es frecuente “en las sociedades donde tanto las mujeres como los hombres son dueños de tierras, animales, dinero en efecto, información u oros bienes valiosos o recursos, y donde ambos tienen el derecho de redistribuir o intercambiar sus patrimonios fuera del círculo de la familia inmediata. Cuando hombres y mujeres no dependen el uno del otro para la supervivencia, una pareja con problemas puede divorciarse, y de hecho a menudo lo hace”.
Esta correlación entre independencia económica y divorcio se verifica en numerosas culturas. Por ejemplo, entre los yoruba del África occidental son las mujeres quienes controlan el complejo sistema económico: manejan el cultivo, transportan la cosecha hasta el mercado semanal, y venden la mercancía. Como resultado de esto, las mujeres traen a casa no sólo provisiones sino también dinero y artículos santuarios, lo que Fisher denomina riqueza independiente: “Hasta un 46% de matrimonios yoruba terminaban en divorcio. La autonomía económica personal, pues, genera libertad para separarse”.
En cambio, el divorcio disminuye en sociedades desiguales en los que la gente se relaciona en torno a la discriminación de género, es decir, cuando los cónyuges dependen unos de otros para la subsistencia:
“La más notable correlación entre dependencia económica y una baja tasa de divorcios se verifica en la Europa preindustrial y en todas las sociedades que trabajan la tierra con arado, como es el caso de la India y China. (…) Además, existe una ineludible realidad ecológica: las parejas de agricultores se necesitan para sobrevivir. Los agricultores estaban atados a la tierra, uno al otro, y a una compleja parentela que formaba una red inalterable. En estas circunstancias, el divorcio no era una alternativa práctica”(Fisher, 2007).
Existen numerosas sociedades donde no se practica el divorcio, o donde es difícil conseguirlo, o donde ha sido prohibido por la religión y el poder político (los antiguos incas no lo practicaban, la Iglesia católica apostólica romana lo prohibió, en la religión musulmana solo puede divorciarse el hombre; la mujer solo puede ser abandonada). Para Fisher la diferencia entre la sociedad occidental y otras es que existen comunidades que no hacen del divorcio una cuestión moral, aunque entiendan que es un proceso doloroso y difícil:
“Si dos personas no pueden vivir juntas armoniosamente, mejor será que se separen” es el lema de los engoles de Liberia.
En el cristianismo, al principio los padres de la Biblia tenían las opiniones divididas acerca del tema del divorcio, a pesar del consejo de Jesús en torno al matrimonio: “Lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe”. No obstante algunos pasajes de la Biblia enviaban mensajes contradictorios y algunos eruditos piensan que los primeros cristianos tenían el derecho tanto legal como religioso divorciarse de su esposa por adulterio o por no ser creyente.
El divorcio sin embargo nunca fue común entre los cristianos agricultores, ni antes ni después de la decadencia romana, según Fisher (1992). “No todos nuestros antepasados labriegos creían en Dios. No todos esos hombres y mujeres formaban parejas felices. A no todos ellos les entusiasmaba la idea de volver a casarse. Pero la inmensa mayoría de esas personas vivan del sol y de la tierra. Los labriegos estaban uncidos a sus tierras y a sus parejas… para siempre” (Fisher, 1992).
Se piensa que San Agustín fue el primer líder de la Iglesia que consideró el matrimonio un sacramento sagrado, y con el paso de los siglos prácticamente todas las autoridades cristianas determinaron que el divorcio es impensable en cualquier circunstancia para los miembros de la Iglesia católica.
Durante la Edad Media, la Iglesia trató de imponer su visión sobre la indisolubilidad del matrimonio y luchó contra el repudio de la mujer por parte del esposo, según Leah Otis-Cour (2000): “Se aceptó de manera creciente que sólo la Iglesia tenía jurisdicción en tales cuestiones. Una separación no era un mero asunto familiar, sino una cuestión que debía ser resuelta por los tribunales de la Iglesia, que se volvieron más uniformes y consecuentes en sus decisiones. Pero tuvieron que pasar muchas generaciones antes de que se impusieran en la sociedad las nuevas normas matrimoniales. En el mundo celta siguió existiendo el divorcio, y en la Península Ibérica el repudio de las mujeres”.
Si en el pasado el matrimonio había sido un estado del que se podía salir con facilidad, hacia el final de la Edad Media ciertos hombres lo consideraban una “auténtica cárcel, una trampa de la que teóricamente no había escapatoria”. En términos generales, esta situación fortaleció la posición de la mujer según Otis-Cour, pues en el pasado el divorcio había equivalido, en la mayoría de los casos, al repudio de la mujer por parte del hombre.
La Revolución Industrial modificó la relación económica entre hombres y mujeres, y contribuyó a estimular el surgimiento de modelos más modernos de divorcio. En el siglo XX la gente se casa por amor, y se separa por lo mismo. Es decir, tratamos de conjugar institución y emociones pese a que el matrimonio es una estructura sólida pensada para durar, y el amor romántico en cambio es perecedero, imprevisible y difícil de controlar a voluntad propia.
En la actualidad, el divorcio legal es posible para todo el mundo en las sociedades democráticas, pero no lo es a nivel económico, ya que muchas parejas no pueden permitírselo, sobre todo desde el boom inmobiliario que ha atado a las parejas en un contrato económico del que es difícil desligarse.
Autores como Jaeggi y Hollstein (1985) han resaltado el el coste económico de los divorcios para las naciones, y el coste psíquico y emocional para las personas:
“Hasta ahora nadie ha pensado ni ha calculado lo que en el ámbito de la economía nacional se ha gastado y se sigue consumiendo en fuerzas, recursos y dinero por culpa de las crisis de la pareja, de las angustias del amor y de los esfuerzos para superar el dolor. Pero, a pesar de la falta de datos y de números concretos, se puede concluir que, para la economía nacional, la separación se ha convertido en un problema que absorbe una parte considerable del producto interior bruto”.
Las razones principales por las que se divorcian las personas son: el agotamiento del amor, el aburrimiento, la infidelidad, los problemas de convivencia, la falta de intimidad, la ausencia de comunicación, los reproches mutuos y las discusiones amargas, la carga doméstica no compartida, las adicciones, el rechazo o la indiferencia sexual …
Según Helen Fisher, los motivos que hombres y mujeres dan para querer interrumpir el vínculo matrimonial son tan variados como los que tuvieron para casarse, pero hay algunas circunstancias comunes a todas las personas que eligen terminar una relación:
- El adulterio manifiesto encabeza la lista. En un estudio sobre 160 sociedades, la antropóloga Laura Vestí demostró que la infidelidad (sobre todo la femenina) es la razón más comúnmente alegada para pedir el divorcio.
- La frigidez, la esterilidad y la impotencia sexual.
- La violencia masculina.
- La personalidad y la conducta del cónyuge: entre las razones más aducidas están el mal carácter, tener celos en exceso, regañar constantemente, ser totalmente dependiente del otro, no ser respetuoso, no contribuir al trabajo en común, la indiferencia sexual, la violencia, el estar siempre ausente o la existencia de otra pareja.
La característica más peculiar y sobresaliente del divorcio es que se produce a los pocos años del casamiento, alrededor de la época del cuarto año. Esto es una realidad transcultural que la antropóloga Fisher (2007) ha constatado en sus estudios:
- En las 24 sociedades sobre las cuales los anuarios de las Naciones Unidas ofrecen información, el riesgo de divorcio alcanza su pico máximo entre los 25 y los 29 años para los hombres, mientras que para las mujeres tiene un doble pico máximo, entre los 25 y los 29, y entre los 20-24. El 81% de todos los divorcios ocurre antes de los 45 años en el caso de las mujeres.
- En los grupos de mayor edad, el divorcio se vuelve menos y menos frecuente. Y ya en la edad madura el divorcio es un fenómeno raro.
- El 39% de las parejas que se divorciaron no tenía hijos dependientes, el 26% tenía un solo hijo dependiente, el 19% con dos hijos, el 7% en parejas con tres; el 3% eran parejas con cuatro, y las parejas con 5 o más hijos raramente se separaron. Por lo tanto cuantos más hijos tiene una pareja, menos probable es que los cónyuges se divorcien.
- El período promedio entre divorcio y nuevo casamiento es de tres años. El 80% de todos los varones divorciados norteamericanos y el 75% de las mujeres divorciadas norteamericanas vuelven a casarse.
En España el divorcio se legalizó en el año 1981, lo que supuso un avance gigantesco en la lucha por la igualdad que sostenía el feminismo. Antes de 1981 una mujer no podía separarse y si abandonaba el domicilio conyugal era buscada por la policía y devuelta a su casa; la paliza que esperaba a la mujer rebelde era de morirse, porque los maridos de entonces tenían el respaldo de la ley para ejercer la violencia con sus esposas. A los asesinatos de mujeres se les denominaba "crímenes pasionales", y eran condenados por la sociedad, que se escandalizaba ante las mujeres que reclamaban sus derechos y libertades. Sobre todo, lo más importante fue la batalla por la independencia femenina a nivel económico (gracias a su introducción masiva al mercado laboral en los años 80), y la soberanía total de sus cuerpos (gracias a la píldora y al condón).
También los hombres se han beneficiado de esta ley porque les permitió acabar con los dobles matrimonios (el oficial y el oculto), o con matrimonios rotos basados en el odio mutuo que se mostraban como perfectos de puertas para fuera. Dentro, la gente pudo acabar con sus infiernos conyugales gracias a una ley que por fin eximía a las mujeres de estar bajo la tutela de nadie, y que legalizaba su autonomía personal.
Como ya vimos en el post dedicado al desamor, los divorcios no son solo separaciones sentimentales, sino que a menudo suponen la destrucción de la estructura de vida, basada en la familia nuclear, y también la eliminación del status de casado/a, que tiene consecuencias fiscales y sociales. Se dejan atrás vivencias compartidas, recuerdos buenos y malos, sueños y decepciones, proyectos en común, guerras internas, amistades y espacios compartidos. Se rompe el pacto económico, pero si hay hijos se crean otros. Se rompen unas dependencias, pero surgen otras nuevas.
Así que el divorcio posee varias dimensiones: la social, la económica, la sentimental... y es que los procesos de separación a menudo se ven inundados por una amalgama de sentimientos intensos (despecho, desprecio, tristeza, nostalgia, amargura, desesperación u odio), y pueden ser amistosos, o largos y complicados. Muchas personas actúan vengativa o cruelmente e involucran a sus hijos e hijas en el conflicto; pero muchas otras hacen fiestas de divorcio y se separan amistosamente (en Estados Unidos están de moda las empresas que organizan eventos de este tipo).
El matrimonio Beck (2001) aporta una idea novedosa para las ciencias sociales actuales: el concepto de “matrimonio postmatrimonial” y el concepto de “divorcio intramatrimonial”:
“De manera similar a alguien que ha perdido el brazo, pero que sigue utilizándolo, los divorciados siguen manteniendo durante muchos años un matrimonio sin matrimonio; pues el otro está presente con toda la intensidad de la ausencia y del dolor que su pérdida provoca. Sólo quien equipara el matrimonio con sexualidad, amor y convivencia, puede caer en el error de creer que el divorcio significa el final del matrimonio. Si se ponen en el centro los problemas económicos de la manutención, los hijos o la biografía vivida conjuntamente, se ve claramente que el matrimonio ni siquiera termina en el ámbito jurídico con el divorcio; más bien pasa a una nueva fase del “matrimonio de separación”. Los divorciados quedan unidos, a pesar de todo, por múltiples y diversos vínculos, como los hijos comunes y el recuerdo de la vida, “hasta que la muerte los separe”.
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