El amor es una construcción humana
sumamente compleja que posee una dimensión social y una dimensión
cultural. Ambas dimensiones influyen, modelan y determinan nuestras relaciones eróticas y afectivas, nuestras metas y anhelos, nuestros gustos y nuestros sueños románticos. Tanto la sexualidad como las
emociones son, además de fenómenos físicos, químicos y hormonales,
construcciones culturales y sociales que varían según las épocas históricas y
las culturas. El amor se
construye en base a la moral, las normas, los tabúes, las costumbres,
creencias, cosmovisiones y necesidades de cada sistema social, por eso va
cambiando con el tiempo y en el espacio, y por eso no aman igual en China que en Nicaragua, ni los bibri aman del mismo modo que los semais.
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Son numerosos los autores que defienden la idea de que el amor es una constante humana universal porque existe en todas las culturas y porque la capacidad de amar parece formar parte de nuestra condición. Teóricos como Wilson y Nias (1976) defienden la universalidad del amor romántico, señalando que el fenómeno amoroso romántico no es de origen reciente ni está restringido a nuestra cultura: “Aunque no siempre concebido como un necesario preludio para el matrimonio, el amor romántico y pasional ha existido en todos los tiempos y lugares”. Por su parte, los antropólogos Jankowiak y Fisher (1992) documentan la existencia de lo que ellos definen como “amor romántico” en casi un 90 por 100 de las 168 culturas analizadas.
El amor romántico nunca ha tenido tanta importancia en la vida de los humanos como en la actualidad. Hoy en día la gente que no tiene que preocuparse a diario por la supervivencia, gasta una gran cantidad de tiempo y energía en encontrar al amor de su vida. Nos buscamos en las redes y en los bares, consumimos películas románticas, desea mos vivir historias de pasión, nos enamoramos platónicamente alguna vez en la vida, nos juntamos y nos separamos, nos olvidamos, volvemos a soñar con una relación ideal.
El amor romántico nunca ha tenido tanta importancia en la vida de los humanos como en la actualidad. Hoy en día la gente que no tiene que preocuparse a diario por la supervivencia, gasta una gran cantidad de tiempo y energía en encontrar al amor de su vida. Nos buscamos en las redes y en los bares, consumimos películas románticas, desea mos vivir historias de pasión, nos enamoramos platónicamente alguna vez en la vida, nos juntamos y nos separamos, nos olvidamos, volvemos a soñar con una relación ideal.
Y es que gracias al impresionante desarrollo de la comunicación de masas en el siglo XX, el amor romántico ha experimentado un proceso de expansión paulatina hasta instalarse en el imaginario colectivo mundial como una meta utópica a alcanzar, cargada de promesas de felicidad.
Esta utopía emocional colectiva está
preñada de ideología pese a que se presenta fundamentalmente como una emoción
individual y mágica que acontece en lo más profundo del interior de las personas. La
ideología hegemónica que subyace a esta utopía emocional es de carácter
patriarcal, y en ella la moral cristiana ha jugado un papel fundamental, porque nos ha conducido por la vía del modelo heterosexual y monogámico con una orientación reproductiva.
El amor romántico es, en este sentido, un ideal mitificado por la cultura, pero con una gran carga machista, individualista, y egoísta. A través del amor romántico se nos enseña a relacionarnos, a reprimir nuestra sexualidad y orientarla hacia una sola persona. A través de las ficciones que creamos y los cuentos que nos contamos, aprendemos cómo debe de ser un hombre, y como debe de ser una mujer, y muchos siguimos estos modelos de masculinidad y feminidad tan limitados para poder integrarnos felizmente en esta sociedad y encontrar pareja.
La prueba más patente es que toda la imaginería colectiva
amorosa occidental está formada por parejas de adultos de distinta identidad
genérica; son uniones de dos en dos cuyo final está, como en el caso de la
moral cristiana, orientado al matrimonio y a la reproducción. Además, los sistemas emocionales y
sexuales alternativos (amor
en tríos, cuartetos y grupos grandes, amor entre ancianos, amor entre niños,
amor entre personas del mismo sexo/género o de diferentes clases
socioeconómicas, razas o culturas) siguen
siendo considerados desviaciones de la norma, y penalizados, por tanto,
socialmente.
La heterosexualidad y la monogamia,
en este sentido, se contemplan como características normales, es decir, naturales, porque siguen los dictados de la naturaleza. La Ciencia se ha encargado de
legitimar esta visión, hasta llegar incluso a concluir que el mito de la
monogamia y la fidelidad sexual es una realidad biológica y universal.
La necesidad de la exclusividad
sexual ha sido mitificada por necesidades del sistema patriarcal a través de
las narraciones religiosas y profanas, a pesar de que la monogamia no es un
estado natural y muy pocas especies la practican.
Lo paradójico de la reificación de la monogamia es que el adulterio y la
prostitución forman parte del sistema monogámico. Son la otra cara de la
moneda, su contrario y a la vez su complemento. La fidelidad y la exclusividad
son fenómenos, en este sentido, que atentan contra el statu quo y la organización de la sociedad en familias cerradas.
El amor, pues, en su dimensión política y económica, se nos presenta como un mecanismo del sistema para
perpetuarse. Para que todo siga igual, hacen falta parejas heterosexuales que traigan al mundo a nuevos consumidores/trabajadores que se casen y permanezcan dentro del modelo de familia considerado "normal". Por eso nos seducen con amor mitificado.
¿Cómo logran que nos lo creamos?
No sólo la sexualidad humana, sino
también las emociones, son políticas y poseen una dimensión simbólica; dicho de
otro modo, nuestros
sentimientos están predeterminados y moldeados por la cultura y la sociedad en
la que vivimos. Son numerosos los autores que han puesto el acento en la
dimensión literaria del amor como constructor de realidad, y como modeladora de
las emociones y los sentimientos. Martha Nussbaum y Antonio Damasio defienden
la idea de que los sentimientos y las creencias, las emociones y la razón son
lo mismo y están localizadas en partes del cerebro que trabajan conjuntamente.
Por eso entienden que tanto la teoría científica como las narraciones humanas
tienen un papel preponderante en la construcción sociocultural de las
emociones: “Los relatos construyen en primer lugar y después invocan (y
refuerzan) la experiencia del sentir” (Nussbaum, Martha 2005).
La filósofa estadounidense afirma que
las emociones son aprendidas en la cultura, a través de los relatos y los
mitos. En los relatos hay una estructura de sentimiento, una estructura
expresiva, y una fuente o paradigma de emociones: “Los relatos son una
fuente principal de la vida emocional de cualquier cultura”. Lo importante
de su teoría es la idea de que si los relatos se aprenden, se pueden
desaprender; si las emociones son construcciones, se pueden derribar. Por eso
es importante analizar los relatos: para poder entender cómo y por qué amamos.
También es muy interesante la
idea de Nussbaum acerca de los deseos que engendran las narraciones: afirma que
son respuestas al sentido de infinitud. El miedo, la esperanza, el anhelo son
emociones ligadas al sentimiento de tener la vida fuera de control, y expresan
una trascendencia, una reflexión profunda acerca de la muerte.
Es tal la proliferación de relatos
amorosos en diversos soportes (canciones, poemas, cuadros, esculturas, novelas,
películas, libretos, folletines, etc. etc.), que a menudo parece un sentimiento
que pertenece a la ficción. Es decir, que parece constituir otra realidad
diferente a la realidad
suprema . Esto sucede porque nos alejamos de nuestra cotidianidad y nos
sentimos transportados a otra dimensión del mismo modo que cuando construimos
una realidad ficticia,
pese a que la línea que separa la ficción de la realidad es frágil, y a menudo
inconsistente. Una prueba de ello es que cuando vemos una tragedia amorosa en
el cine, por ejemplo, lloramos con los protagonistas que tienen que despedirse
para siempre, y nos sentimos tan tristes como ellos. Los relatos, en este sentido,
construyen emociones para ser sentidas, no sólo para ser contempladas.
Estas emociones fabricadas inciden en nuestro cuerpo del mismo
modo que las emociones reales, es decir, las que sentimos en la interacción
cara a cara con nuestros semejantes. Quizás varía en intensidad, pero su
correlato físico es evidente: las emociones ficticias nos aceleran el latido cardiaco, nos
hacen segregar endorfinas y nos hacen gritar de miedo o llorar conmovidos. Esto
no se debe únicamente a la capacidad de empatía humana, sino también al
fenómeno de la proyección e identificación de las audiencias con los productos
culturales que consumen. Así, las emociones son sentidas realmente a través del cuerpo, y nos
provocan unas reacciones físicas y orgánicas del mismo modo que cuando estamos
viviéndolas en persona. Esas reacciones crean pautas de conducta amorosa que
aprendemos en los relatos y luego aplicamos a nuestra vida real.
La mayor parte de los mitos en torno
al amor romántico surgieron en la época medieval; otros han ido surgiendo con
el paso de los siglos, y finalmente se consolidaron en el XIX, con el
Romanticismo. El principal
mito que encontramos en el amor es en la frase que concluye los relatos: “yvivieron felices, y comieron perdices”. La
estructura mítica de la narración amorosa es casi siempre la misma: dos
personas se enamoran, se ven separadas por diversas circunstancias (dragones,
bosques encantados, monstruos terribles) y barreras (sociales y económicas,
religiosas, morales, políticas). Tras superar todos los obstáculos, la pareja
feliz por fin puede vivir su amor en libertad. Evidentemente, como mito que es,
esta historia de impedimentos y superaciones está atravesada por las ideologías
patriarcales, que ponen la misión en manos del héroe masculino, mientras que la
mujer espera en su castillo a ser salvada: él es activo, ella pasiva (el
paradigma de este modelo es la
Bella Durmiente, que esperó ni más ni menos, CIEN años).
En otros relatos, en cambio, se incide en la valentía de la mujer que lucha contra el orden patriarcal, contra la ley del padre, y se le otorga un papel activo, como es el caso de Julieta, Melibea, Catalina Earnshaw, Emma Bovary, Anna Karenina, la Regenta o el mito español de Carmen, mujer indomable que subyuga a los hombres.Para Denis de Rougemont, lo característico de nuestra sociedad es que el mito del matrimonio y el mito de la pasión se han unido pese a que son contrarios. La contradicción reside en que la pasión es perecedera, indomable, intensa, contingente, y preñada de miedo a perder a la persona amada. La pasión se exacerba con la inaccesibilidad y representa en nuestro imaginario el delirio arrebatado, el éxtasis místico, la experiencia extraordinaria que nos trastoca la rutina diaria. El matrimonio, en cambio, ofrece estabilidad, seguridad, una cotidianidad, una certeza de que la otra persona está dispuesta a compartir con nosotros su vida y su futuro. Ambas instituciones son, pues, incompatibles, por mucho que nos esforcemos en aunarlas bajo el mito del matrimonio por amor y para siempre.
Los relatos amorosos constituyen una
constante en las narrativas y las mitologías humanas desde la Antigüedad hasta
nuestros días. Sin embargo, a mediados de la década de los noventa se produjo
un fenómeno social conocido como “La Revolución Romántica”, concepto ideado por
la cultura estadounidense. Los años de la transición entre el siglo XX y el XXI
estuvieron marcados, entre otros acontecimientos culturales, por el auge de los
productos del sentimiento. El
primer signo de esa Revolución Romántica, según Rosa Pereda (2001), fue el
vuelco del gusto general hacia la novela sentimental y las películas que
narraban historias de amor.
En general, la mitología romántica ha
cobrado una importancia fundamental en el siglo XXI, hasta llegar a adquirir el
estatus de utopía colectivade carácter emocional. Esta
utopía nos presenta el amor como una fuente de felicidad absoluta y de
emociones compartidas que amortiguan la soledad a la que está condenado el ser
humano. En un mundo tan competitivo e individualista como el nuestro, en el que
los grupos se encuentran fragmentados en unidades familiares básicas, las
personas encuentran en el amor romántico la forma de enfrentarse al mundo. El
amor, es, en este sentido, un nexo idealizado de intimidad que se establece con
otra persona y gracias al cual podemos sentir que alguien que nos escucha, nos
apoya incondicionalmente y lucha con nosotros contra los obstáculos de la vida.
A menudo, el enamoramiento, si es
correspondido, nos transporta a un estado de felicidad que es extraordinario,
porque está cargado de intensidad. En nuestra sociedad este estado de felicidad permanente es el estado ideal en el que la gente
querría vivir siempre; por eso el
amor tiene tanta importancia en la actualidad. Es una forma de ser y de estar
en el mundo en el que los golpes de la vida se ven amortiguados. Además,
dispara nuestro afán soñador y utópico, porque nos sentimos capaces de superar
miedos y de dejar atrás el pasado, y porque creemos que, bajo los efectos del
amor, todo es posible porque es una fuerza avasalladora y transformadora que arrasa con todos los obstáculos (las
distancias físicas y temporales, la oposición de las familias, o incluso
nuestros prejuicios en torno a la edad, la raza, el estatus socioeconómico de
las personas, etc.).
A nivel narrativo y mitológico, el amor
pasional ha sido comparado con los venenos, los brebajes mágicos, con la
enfermedad del cuerpo y el alma, con los hechizos y embrujamientos, como si
fuese algo que sentimos ajenos a nosotros mismos, y que provoca fuertes
reacciones emocionales que escapan a nuestro control. El amor se ha asociado
también a la locura, al éxtasis, a la borrachera, a los estados de trance y a
los accesos místicos: estados mentales, emocionales y sexuales que nos
transportan a otras dimensiones de la realidad.
Literariamente este poder mágico ha dado lugar a millones de
metáforas y figuras literarias que comparan el amor con los huracanes, los
terremotos, las inundaciones, los incendios, los volcanes, los abismos
oceánicos, los desiertos, las tormentas y todo tipo de desastres naturales
frente a los que el ser humano no puede hacer nada. El amor también ha sido
comparado con la muerte, el infinito, la eternidad y la inmensidad del Cosmos,
porque son ámbitos de la conciencia que superan nuestra capacidad de
asimilarlos o de abarcarlos con nuestra pequeña mente. El amor se nos antoja,
entonces, algo incomprensible e inconmensurable, como la existencia o la eternidad.
El romanticismo surgió en el momento en que los artistas, a través del amor, tomaron conciencia de la muerte y de la vida como procesos
inseparables. Y es que el amor nos produce una sensación de poder abarcar la totalidad del ser,
porque nos vuelve hacia nosotros mismos, y en ese proceso podemos conocer la
realidad desde la propia realidad, como si fuese la de la Humanidad entera. En este sentido, el amor es una fuerza grandiosa que revela al ser humano de su
insignificancia y su breve paso por este mundo. Y eso sucede porque el amor es
un deseo de eternidad que nos arroja a la cara la precariedad de nuestra
existencia, nuestra vulnerabilidad e insignificancia.
La pasión amorosa se acaba; explota
con violencia o se extingue lentamente, pero se acaba, como la vida. Por eso el
amor nos pone en relación con la vida y la muerte; por eso lo experimentamos de
un modo tan trágico y pasional, y por eso hay autores que afirman que el amor
es una religión. El amor, además de su dimensión religiosa, posee también una
dimensión mítica, porque ha sido idealizado en todas las épocas y porque muchas
veces se nos presenta como el modo de llegar a alcanzar la felicidad, la
plenitud, la vivencia del presente más pura y auténtica que hayamos vivido.
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