Resulta
difícil quererse bien a una misma cuando los medios de comunicación nos
bombardean a diario con mensajes en los que nos recuerdan lo imperfectas que
somos. Resulta difícil, también, no sucumbir a la amenaza de que si somos feas,
gordas o viejas nadie nos va a querer (ni el príncipe azul, ni las demás
mujeres, ni el mercado laboral).
La
industria de la belleza nos impone unos cánones de belleza irreales que muy
pocas mujeres logran cumplir (aproximadamente sólo unas ocho mil mujeres en
todo el planeta, según Naomi Klein,
periodista e investigadora canadiense). A pesar de ello, somos muchas
las que hacemos grandes esfuerzos para mantenernos jóvenes y guapas: invertimos
mucho tiempo, energías y recursos en parecernos a las mujeres más bellas del
planeta, pero resulta muy frustrante porque no hay fórmulas mágicas para luchar
contra el paso del tiempo y la fuerza de la gravedad.
Una gran mayoría de mujeres vive acomplejada
por sus carencias e imperfecciones físicas. Vivimos en permanente lucha contra
nosotras mismas: contra nuestros kilos de más, nuestras arrugas, y esos pelos
que florecen en todas las partes de nuestro cuerpo.
Asumimos
las exigencias de la tiranía de la belleza como propias, por eso nos torturamos
físicamente con dietas terribles de adelgazamiento, extenuantes sesiones en el
gimnasio, invasivos tratamientos de belleza, cirugías peligrosas para modificar
nuestros imperfectos cuerpos, etc., y decimos que lo hacemos por nosotras
mismas, para sentirnos bien.
Lo
perverso de esta tiranía es que somos capaces de poner en peligro nuestra salud
e invertir todos o gran parte de nuestros escasos recursos en estar bellas
porque así creemos que nos van a admirar y a querer más. Y como nunca logramos
parecernos a esas modelos despampanantes, nos sentimos frustradas, y culpables.
En
los anuncios nos venden métodos y productos milagrosos, y la filosofía de que
todo es posible: sólo tienes que poner de tu parte, tener fuerza de voluntad, desearlo
con fuerza, invertir al máximo, y lograrás todo lo que te propongas… No sólo
estar bella, sino también ganar la lotería o encontrar a un hombre millonario
que se enamore locamente de ti.
Por
eso nos sentimos tan mal cuando rompemos con la dieta, cuando dejamos de ir al
gimnasio, cuando nos negamos a pasar por el quirófano una vez más. Nos sentimos
culpables si no adelgazamos, si se nos caen los pechos, si nuestra piel pierde
elasticidad, si no hacemos nuestros sueños realidad. Y al sentirnos culpables,
batallamos más contra nosotras mismas y nuestros cuerpos: nunca nos aceptamos
tal y como somos, porque (nos dicen) podríamos ser mejores.
En
esta guerra que se libra en nuestro interior, tendemos a castigarnos en lugar
de dedicar nuestras energías a buscar el placer y el bienestar propio. Y es
porque vivimos en una cultura que sublima el sufrimiento y el sacrificio femenino
en la que nos convencen de que para estar bella hay que sufrir, y que cuanto
mayor es el sacrificio, mayor es la recompensa.
Además
de la tiranía de la belleza física, las mujeres tenemos otros monstruos internos
y externos que amenazan nuestra autoestima a diario. Vivimos en una sociedad
muy competitiva que nos exige estar siempre a la última, que nos motiva a ser
las mejores en todo. El mito de la súper
mujer o la super woman aparece en
todas las revistas de moda, y resulta difícil no compararse con esas súper madres, súper hijas, súper
esposas, súper profesionales que aparecen en los medios de comunicación.
La súper
mujer no sólo es exitosa en su vida laboral (no renuncia a ascender en su
trabajo y a dar lo máximo de sí misma a
su empresa), sino que también es una gran ama de casa que cocina de maravilla.
La súper mujer limpia sin mancharse, cuida a las mascotas, cambia pañales, cose
los disfraces para el colegio de los niños, va a la compra, quita la grasa,
plancha cerros de ropa, y además tiene tiempo para formarse y reciclarse
profesionalmente, cuidarse a sí misma, hacer deporte, acudir a sesiones de
terapia, hacer el amor y disfrutar de su pareja.
Las
súper mujeres no se cansan, ni se quejan: siempre están de buen humor y tienen
energía para levantar un camión si hace falta. Nosotras las admiramos, al
tiempo que no podemos evitar sentirnos malas madres, malas trabajadoras, malas
hijas y nietas, malas compañeras, malas amigas… porque no llegamos a todo,
porque no sabemos cómo ser las mejores en todo, y porque encima nuestra
relación de pareja no es tan maravillosa como habíamos soñado.
La
conciliación entre la vida laboral, personal y familiar es otro mito de la
posmodernidad que complementa al mito de la super
woman según el cual todo es posible: si nos lo proponemos, podemos
disfrutar mucho de nuestros diferentes roles sin tener que renunciar a nada. Podemos
ser buenas madres, buenas profesionales, buenas esposas, buenas hijas, buenas
amigas de nuestras amigas, y todo sin perder la sonrisa.
Sin
embargo, la realidad es que la conciliación sólo existe en los países nórdicos,
y que por mucho que lo intentemos, no somos esas super mujeres que vemos en la
televisión y en la publicidad. Nosotras, las mujeres de carne y hueso, estamos
sometidas a una gran presión interna y externa para ser las mejores en todo.
Queremos
ser mujeres modernas sin deshacernos de nuestro rol femenino tradicional:
queremos cumplir con los mandatos de género para que se nos admire como una
“verdadera mujer”, y a la vez, queremos ser tan buenas en todo como cualquier
hombre.
La
diferencia es que los hombres al salir de su jornada laboral van al gimnasio, y
nosotras a nuestra segunda jornada de trabajo en la casa. En las estadísticas
es fácil ver como ellos viven mejor gracias a la modernidad: dedican de media
una hora al día a las tareas domésticas, y nosotras entre cuatro y cinco.
Esto
quiere decir que ellos tienen más tiempo libre, en general, y por tanto tienen
mayor calidad de vida. Nosotras seguimos viviendo por y para los demás, y
seguimos, de algún modo, sometidas a la tiranía del “qué dirán”. Nuestra
condición de mujer tradicional, moderna y posmoderna nos lleva a querer agradar
y complacer a los demás, a necesitar la aprobación y el reconocimiento de los
demás: sólo así podemos valorarnos a
nosotras mismas.
Nuestro
estatus y prestigio está condicionado por los aplausos y la admiración que
somos capaces de generar a nuestro alrededor. Como está mal visto que una mujer
hable bien de sí misma en público, se espera que seamos humildes y nos
ruboricemos cuando alguien nos aplaude o nos halaga. Muchas de nosotras tendemos
a atribuir nuestros éxitos a los demás: nos cuesta aceptar interior y
exteriormente que somos buenas en algo, o que valemos mucho.
Por
eso si los demás no nos reconocen, nos sentimos insignificantes, poca cosa, incapaces…
Para que los demás nos admiren y nos quieran, las mujeres aprendemos a
sacrificarnos, a entregarnos de un modo absoluto, y a pensar más en la salud,
el bienestar y la felicidad de los demás que en la nuestra propia.
En
la cultura patriarcal, las mujeres nos sentimos culpables y egoístas cuando pensamos
en nuestras necesidades o en nuestro placer. Nos enseñan que una mujer de verdad es aquella que
piensa más en los demás que en sí misma, una mujer que se entrega sin pedir
nada a cambio y sin perder la sonrisa.
Sin
embargo, lo cierto es que para poder cuidar a los demás, tenemos que estar
bien, sentirnos a gusto con nosotras mismas, y empoderarnos, es decir, confiar
en nuestras capacidades y habilidades, y tener una buena percepción de nosotras
mismas y de nuestras pequeñas y grandes hazañas.
Por
eso es tan importante trabajar la autoestima femenina: aprender a querernos
bien a nosotras mismas no solo mejora nuestra calidad de vida, sino la de todo
el mundo a nuestro alrededor. Si nos queremos bien a nosotras mismas, podremos
querer bien a los demás: el amor es una energía que se mueve en todas las
direcciones, y que cuanto más se expande, a más gente llega.
Cuando
tenemos una buena autoestima, somos capaces de querernos a nosotras mismas, y
de aceptar nuestras imperfecciones. Si nos conocemos bien, y apreciamos nuestra
valía, dejamos automáticamente de compararnos con las demás y comprendemos que
somos seres únicos, y que somos humanas.
Si
aprendemos a aceptarnos tal y como somos, y si nos centramos en aprender a
querernos bien a nosotras mismas, podríamos acabar con las torturas y
auto-castigos porque pensaríamos más en nuestro bienestar que en la opinión de
los demás. No nos sentiríamos tan presionadas a cumplir con las expectativas
ajenas o los mandatos de género: pensaríamos más en nuestro derecho al placer, a
disfrutar del tiempo libre, a hacer lo que más nos gusta.
Elevar
nuestros niveles de autoestima nos permitiría delegar y compartir
responsabilidades con la pareja, y con el resto de los miembros de la familia:
aprenderíamos a trabajar en equipo sin hacer tantos sacrificios personales, y
sin hacer tantas renuncias: compensaríamos la balanza entre las obligaciones y
los placeres, y estando más contentas, nuestro entorno también se verá beneficiado.
Tu
pareja, tus compañeros y compañeras de trabajo, tus hijos e hijas tendrán una
madre con más salud mental, física y emocional, con menos preocupaciones, sin
sentimientos de culpa y frustración, sin decepciones con una misma por no estar
a la altura. No llegar a todo no nos generaría tanta insatisfacción y malestar:
seríamos más comprensivas con nosotras mismas, viviríamos más relajadas, y por
tanto, tendríamos más energía para disfrutar de la vida.
Quererse
bien a una misma: todo son ventajas.
Coral
Herrera Gómez
Artículos relacionados:
- El poder de las brujas
- El mito de la belleza femenina
- La tiranía de la edad, de los pelos y de los kilos
- Mujeres en la Prehistoria: mitos, estereotipos y roles de género
- El poder femenino en la Edad Media
- El poder de las mujeres