27 de diciembre de 2015

Educación para la igualdad y la diversidad para acabar con las enfermedades de transmisión social







Conozco a mucha gente que pide ayuda a psicólogos y terapeutas para tratarse la tristeza, el vacío existencial, las angustias y los miedos, pero no conozco a nadie que quiera curarse de enfermedades sociales como el racismo, el machismo, el clasismo, la xenofobia, la homofobia, la lesbofobia o la transfobia. 

Vivimos en un mundo competitivo, violento y jerárquico en el que unos seres humanos tienen más valor que otros: no nos educan para amarnos los unos a los otros en las escuelas ni en las universidades, y no hay especialistas a los que acudir cuando experimentamos un odio profundo hacia colectivos de personas o minorías. 


Las religiones tampoco promueven el amor hacia la gente: generalmente los curas, sacerdotes, rabinos o imanes nos incitan al odio acusando de herejes e infieles a todos aquellos que no siguen su doctrina. Es frecuente escuchar en las iglesias, las mezquitas y las sinagogas discursos de odio hacia las mujeres que no se someten a los dictados del patriarcado, o hacia lesbianas y gays, pero sus autores no son acusados ni encarcelados por hacer apología de la discriminación y la violencia desde sus púlpitos. 


Vivimos en una cultura muy romántica, pero muy poco amorosa. Si bien el racismo es una enfermedad social que con los años se ha convertido en un fenómeno políticamente incorrecto, los chistes sobre negros, latinos, árabes, etc siguen fomentando el uso de estereotipos negativos  que se asumen como algo "natural" y gracioso, lo mismo que los chistes machistas que denigran a las mujeres. 


Cuando nos acusan de ser personas que discriminan, que odian o que rechazan a otros seres humanos, generalmente nos justificamos empezando con la tan conocida y estúpida frase: "Yo no soy racista pero... no soporto a los gitanos", "Yo no soy homófobo pero... a mi que no se me acerque un gay", "Yo no soy machista pero... las mujeres no están capacitadas para ciertas tareas", "Yo no soy clasista pero... creo que los pobres son unos vagos". 


Es curioso que a poca gente le de vergüenza expresar en voz alta su miedo o su odio hacia otros seres humanos y que nadie quiera curarse de estas enfermedades sociales que provocan tanta violencia. Hasta cierto punto es demencial que enseñemos a los niños y a las niñas a comportarse con corrección en público (dar los buenos días, no tocarse los genitales en público, rezar por las noches), pero luego tengan que oír en casa chistes y comentarios despreciativos hacia los inmigrantes, las lesbianas o las personas transexuales, como si discriminar a otras personas no fuera un acto violento. 


Los seres humanos sentimos terror hacia las personas que no son como nosotras, por eso siempre estamos buscando la integración en los grupos, y por eso buscamos a los que son semejantes para formar grupos frente a otros grupos de gente que no son como nosotros. En nuestro sistema patriarcal, nos han convencido de que hay gente "normal" y gente "anormal", que hay un "nosotros" y un "ellos", que están los "buenos" y los "malos", que por fuerza has de ser "masculino" o "femenina"... todo nuestro pensamiento es binario, es decir, nuestra forma de pensar está determinada por los opuestos: blanco/negro, positivo/negativo, válido/inválido. 


La gente normal es aquella que cumple con los patrones y las normas del capitalismo patriarcal, es aquella que se puede etiquetar y definir, es aquella que encaja con una definición exacta. Toda la gente que no "encaja" es rara, es extraña, es extravagante, y por lo tanto es susceptible de recibir nuestro rechazo y nuestras burlas. Esto es lo que ocurre con las personas transexuales o las personas transgénero: nuestro cerebro trata de averiguar si estamos frente a un hombre o una mujer, y nos sentimos mal si no logramos definir con exactitud el género al que pertenece la persona que tenemos en frente. 


Y sin embargo, en la naturaleza nada es blanco o negro: vivimos en un mundo diverso con gente de todos los colores, tamaños, creencias, habilidades, capacidades, costumbres y formas de ser. En nuestro mundo hay mujeres masculinas, hombres femeninos, hermafroditas, personas que transitan, personas que se disfrazan, hombres travestidos, y toda clase de gente que no se adapta a ninguna etiqueta patriarcal. Nos cuesta gozar con esta ruptura de esquemas porque necesitamos que nuestro mundo sea estable, parecido al mundo simple que nos muestran los medios de comunicación: la diferencia nos da miedo, y por eso atacamos a personas que tienen otras creencias religiosas, otras formas de vestir, otros acentos e idiomas, otras orientaciones sexuales, otras costumbres y tradiciones....


Las enfermedades sociales producen discriminación, y la discriminación lleva a la violencia. Por eso la gente que vive esa violencia por ser diferente sufre tanto, por eso hay tantos niños y niñas diversas que se suicidan, por eso hay tantas personas adultas que son asesinadas cada año en todo el mundo. Por ser diferentes, por ser extranjeros, por ser raros...


Para acabar con las fobias sociales, hace falta integrar en la educación el respeto hacia las personas, y el amor hacia la diversidad del mundo en el que vivimos. No sirve de nada que nos aprendamos los nombres de los ríos y sus afluentes, o la lista de los reyes visigodos, si somos incapaces de entender que no se puede discriminar a nadie por su color de piel, por su forma de amar, por su identidad de género. No sirve de nada que tus hijos e hijas saquen buenas notas si luego acosan a sus compañeras con insultos, humillaciones, golpes y desprecios... no sirve de nada que hablemos de paz y de amor en Navidad si seguimos fomentando el odio contra colectivos de personas que no son como nosotros. 


Tenemos que condenar todos los discursos de odio que nos hacen creer que hay personas inferiores y superiores, y que justifican la violencia contra las personas diversas. Tenemos que callar la boca a toda esa gente que utiliza esa maldita frase de: "Yo no soy machista pero..., yo no soy racista pero... yo no soy homófobo pero...." 


No hay peros que valgan. Todas las enfermedades sociales tienen cura: la mejor medicina contra la intolerancia, los miedos y la violencia es la educación en valores. Tenemos que romper con las etiquetas que nos reducen la libertad para ser y para sentir, y cuestionar profundamente los conceptos de "normalidad" y "anormalidad", porque en realidad somos todos gente diversa


Tenemos que ensanchar nuestras pequeñas mentes para que ser capaces de entender que la diversidad no es ninguna amenaza, que nos enriquece en la medida en que nos abre horizontes de realidad, y que la gente diversa merece respeto y amor. Tenemos que trabajar colectivamente, junto con los medios de comunicación, las familias y las instituciones, para promover una ética basada en el amor hacia la gente que nos rodea, sin exclusiones ni discriminaciones de ningún tipo. 



Coral Herrera Gómez



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23 de diciembre de 2015

El poder de las brujas


 
Revista Mente Sana, número 120 (noviembre-diciembre)


Las brujas existen, y aunque no las vemos, haberlas, haylas, y por todas partes. A diferencia de otros seres mitológicos como los duendes o las hadas, que existen sólo como figuras narrativas, las brujas de carne y hueso nos acompañan desde hace muchos siglos.

La primera referencia documentada que tenemos de ellas es del siglo X DC, y en la actualidad se cree que hay más de 200 millones de brujas en el mundo. Las brujas posmodernas son muy diversas: algunas son curanderas que ejercen en sus pueblos; unas son clandestinas y llevan una doble vida, otras son famosas y ricas; unas son brujas hippies que dominan las técnicas de sanación oriental como el reiki, la acupuntura, el yoga; otras se dedican al activismo político y social y a la defensa de los derechos de las brujas…. 

Las brujas profesionales de hoy en día estudian en academias y universidades de Brujas,  investigan y publican en revistas, se reúnen en encuentros internacionales y congresos de brujería, y fundan asociaciones y colectivos de brujas en todo el mundo.  Gracias a Internet, hoy conocemos mucho más acerca de ellas, podemos seguirlas en Facebook y Twitter, leer sus blogs, asistir virtualmente a sus conferencias, cursos y talleres, y contratar sus servicios vía skype o whattsap.

En los relatos de nuestra cultura las brujas son seres muy longevos con poderes especiales, mujeres de acción que cuando se juntan son imparables: no están solas, como las princesas, y tampoco esperan a que alguien les resuelva los problemas. Viven en sus casas con su gato negro, sus libros, sus instrumentos de trabajo, su escoba y sus hierbas, generalmente sin marido que las mande. Saben hacer y deshacer hechizos, usan pócimas mágicas, curan o provocan enfermedades, saben leer el pasado y el futuro, hacen profecías, inventan conjuros nuevos, te ponen en contacto con seres del más allá, te dan consejos sensatos o te destrozan la vida.

Los cuentos de brujas nos fascinan y nos dan miedo a partes iguales porque el poder quería que las viésemos como seres monstruosos: ellas representan a todas las mujeres libres que los hombres temen. Nos las dibujan como seres indomables y rebeldes que ponen en peligro el orden establecido con su feminidad transgresora. En el imaginario colectivo, ellas son la peor pesadilla para el poder patriarcal, porque son mujeres poderosas capaces de transformar la realidad a su antojo.

Sin embargo, en la realidad, las brujas eran tan solo mujeres cono conocimientos, como su propio nombre indica (la palabra bruja en inglés, “witch”, procede del verbo “wit”, que significa “conocimiento”). La mayor parte de ellas fueron científicas que tenían acceso a la lectura y la escritura de libros, sabias que aprendían de sus maestras y transmitían sus conocimientos a otras de su clan.

Algunas eran líderes espirituales de su comunidad, otras eran médicas, curanderas, biólogas, nutricionistas, chamanas, artesanas, científicas … todas se consideraban peligrosas para el patriarcado porque se organizaban en grupos sororarios, tenían secretos, conocían bien el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, sabían controlar su fertilidad y ayudaban a muchas a elegir y decidir sobre su maternidad.

La Ciencia occidental se propuso eliminarlas a medida que se fue imponiendo la visión masculina en todas las áreas de investigación y conocimiento. El cuerpo de las mujeres pasó a ser “cosa de hombres”: los científicos pronto se dieron cuenta de que si les impedían ejercer la medicina, y les despojaban de sus saberes, lograrían controlar los cuerpos de todas las demás mujeres.

Para poder crear un rechazo colectivo hacia ellas, la Iglesia las convirtió en monstruos y las satanizó. Se les acusó durante mucho tiempo de trabajar para el Demonio, de asesinar a niños y niñas, de provocar catástrofes medioambientales, de enloquecer a los hombres…  por eso en todos los cuentos y canciones se las representaba como mujeres malvadas, raras, feas o deformes, salvajes, misteriosas, viejas y locas que dan miedo.

Desde el principio de los tiempos, el miedo masculino al poder de las mujeres se ha expresado a través de figuras monstruosas que chupan la sangre a los hombres, que les despojan de su voluntad, que se aprovechan de ellos, que los atraen con sus encantos para destrozarles el corazón. Las mujeres malas de nuestra cultura son desobedientes, insaciables, caprichosas, irracionales, rebeldes, violentas y por eso aparecen como hienas, serpientes, sirenas, vampiresas, diablesas, magas, hechiceras…

Las maléficas (del latín maleficae) fueron, y aún son, el monstruo femenino más grande creado por nuestra cultura. Para hacernos temer el poder de la feminidad sin domesticar, nos las han pintado como la encarnación de la belleza más perversa y la fealdad más horrenda. Ellas representan las fuerzas incontrolables de la naturaleza, son las hijas de la noche y el misterio, son las que navegan por el lado oscuro de la realidad. Son las mujeres salvajes cercanas a la locura, el éxtasis, la vida y la muerte, las drogas, la divinidad y la animalidad…

La caza de brujas que asesinó a 9 millones de mujeres durante los siglos XVI y XVII, no sólo quiso acabar con el acceso de las mujeres al conocimiento y a la Ciencia, sino también con la relación de todas nosotras con nuestra sexualidad, nuestra salud, nuestros cuerpos y nuestra maternidad. El resultado de esta guerra contra las mujeres libres fue una verdadera matanza de la que aún sabemos muy poco. No sólo quemaron vivas a las brujas, sino también a mujeres que fueron acusadas de brujería por no seguir los mandatos de género o no someterse al orden patriarcal. Por eso las ejecutaban en público: eran asesinatos ejemplares con el objetivo de impedir el contagio de la feminidad rebelde.

La Iglesia Católica y muchos Estados de Europa y América se obsesionaron con las mujeres desobedientes y se propusieron acabar con todas ellas utilizando los métodos más crueles y sanguinarios. Fueron perseguidas, violadas, y sometidas a las torturas más horrendas porque el poder necesitaba domesticarlas (o mejor, eliminarlas), para instaurar el capitalismo patriarcal moderno, según nos cuenta Silvia Federici en su libro “Calibán y la bruja”.

La Historia silenció este genocidio hasta que en el siglo XX el feminismo reivindicó la importancia de las brujas, y denunció la invisibilización de la masacre de mujeres por parte de los historiadores. Hoy, muchas feministas nos consideramos herederas de esos colectivos de mujeres rebeldes a las que tanto temían los gobiernos, la Iglesia y la Ciencia. Desde que salió a la luz la represión que han sufrido las brujas en toda la Historia, son muchas las mujeres feministas que se han dedicado a estudiar su historia, a mostrarnos  su enorme diversidad, y a reivindicar el papel fundamental que ellas jugaron durante tantos siglos de patriarcado. 


¿Cómo ser bruja hoy?


Coral Herrera Gómez Blog

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