“No, el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso, voraz”.
Me decía un alumno en un trabajo que a todos los hombres, en el fondo, les encantaría ser un poco Don Juan, quizás porque su idea sobre el mito masculino remite a la imagen de un hombre hedonista que gozaba como un loco de todas las mujeres que deseaba. Sin embargo, hay estudios que lo describen como un individuo permanentemente insatisfecho, y poseído por los miedos. Un hombre cobarde, mentiroso, tramposo y obsesionado por la cantidad de trofeos femeninos que podía lograr.
El mito de Don Juan es internacional pero nació en la cultura española; hoy podemos ver en todas las películas de habla anglosajona reproducciones de este macho insaciable o al menos, restos de esas ansias de promiscuidad y apetito sexual desatado. El mito ha pasado a insertarse en el imaginario colectivo como una actitud chulesca y desafiante ante la vida y las mujeres, demostración de la superioridad masculina y de la fuerza de su libre albedrío, connatural al macho humano.
Elena Soriano piensa que Don Juan representa en nuestra cultura al macho por antonomasia, con todas sus facetas, tanto negativas como positivas: “es el símbolo del instinto animal, la libido humana, la belleza, el sex appeal, el deseo, el amor, la rebeldía, el pecado, el castigo, el ansia de lo absoluto, el idealismo, el sentido fáustico, la pasión del conocimiento, la aspiración al absoluto, la angustia existencial, la fuerza del destino, en fin, Eros y Tánatos, los dioses griegos de la vida y la muerte” (Elena Soriano, 2000).
Dado que Don Juan es el prototipo de hombre al que le gustan todas las mujeres, y cuya identidad se construye a base de conquistas y abandonos, Rosa Pereda define el donjuanismo como una conducta cazadora, expoliadora, característica del varón cuya meta en la vida consiste en acumular conquistas femeninas. Según sus múltiples versiones, a Don Juan no le atraen las mujeres deshonestas, las rameras, las de fama galante y licenciosa, y de ningún modo las prostitutas (es incapaz de pagar su placer). A él le gustan las doncellas virginales, las casadas o prometidas honestas, las novicias de convento, en fin, las únicas que pueden darle ocasión de burlar el honor de los hombres que las custodian:
“En cada caso es más importante que el botín mismo, el nombre del hurtado, del despojado: el marido a quien ha burlado y son centenares, el prometido que llevará al altar a una mujer tocada, cuando no remendada por las artes de Celestina, y el padre, que guarda la castidad de la niña porque en ella está su respetabilidad. Don Juan no desea placer, para él es una cuestión de carácter metafísico, una lucha y una demostración” (Rosa Pereda, 2001).
El nacimiento del personaje con nombre y apellidos definitivos se debe al fraile mercedario Gabriel Téllez, más conocido como Tirso de Molina, que esbozó el tipo en su comedia El rey don Pedro en Madrid, y lo perfiló más en otra titulada ¿Tan largo me lo fiáis?. Según Soriano, su versión es la primera que define por completo con eficacia dramática la doble personalidad de su protagonista, Don Juan Tenorio, joven sevillano, apuesto, rico, valeroso, fanfarrón. Don Juan cumple su función arquetípica mediante embustes, disfraces, suplantación de personas y promesas de matrimonio para seducir a cuatro mujeres representativas de las diferentes clases sociales: la pescadora Tisbea, la labradora Aminta, la duquesa Isabela y doña Ana. Aunque el drama de Tirso no tuvo gran difusión teatral en España, el caso del Burlador se puso de moda y los plagios, imitaciones y recreaciones de su Don Juan Tenorio se multiplicaron en Europa.
Elena Soriano cree que el cambio trascendental del carácter de Don Juan se debe a Molière, que es el primero en intelectualizar el personaje y que, según los historiadores del mito, tuvo escaso éxito al estrenar en 1665 Don Juan ou le festin de Pierre, en París. La obra estuvo en cartel tan sólo quince días debido al escándalo y por la campaña que se desató en su contra. Molière presenta al protagonista como ateo y suicida que lleva a cabo una sarcástica defensa del libertinaje y la hipocresía de la sociedad francesa de entonces: “Este Don Juan aristócrata que, para satisfacer un capricho, rapta a una novicia de su convento y no duda en casarse con ella para abandonarla en seguida, demuestra cultura, elegancia, talento, capacidad razonadora y otras dotes intelectuales insólitas, en sus antecesores, y las aplica a defender su libertad de amar, de pensar y de obrar, y rechazar el falso honor de la fidelidad argumentando que: “la constancia es ridícula”, que “todo el placer del amor está en el cambio”, “toda mujer tiene derecho a ser amada” (Soriano, 2000).
El Don Juan de Molière no representa al pecador, sino al rebelde social; es el “héroe negativo”, en su historia el primero absolutamente ateo, pero humanista, es decir, representante perfecto del librepensador de la sociedad francesa del siglo XVII. Para Elena Soriano, esta racionalización del mito y su desvinculación religiosa son decisivas en su evolución: don Juan no es castigado por sus fechorías eróticas, sino por su talante librepensador. El caso es que, si Molière tuvo una intención satírica contra la conducta de la aristocracia francesa, paradójicamente su obra ha quedado para la crítica moderna como una apología de la “libertad de amar”.
A finales del XIX se escribe la recreación española del Burlador más estimada y conocida popularmente; el Don Juan Tenorio de José Zorrilla, subtitulado Drama fantástico religioso, escrito en verso y estrenado en Madrid en 1844. Está considerado el más Don Juan de todos los don juanes, y el más humano. Si los autores extranjeros, con Molière a la cabeza, intelectualizan el mito, es el español Zorrilla es quien lo sentimentaliza, es decir, lo convierte en la expresión del “triunfo del amor” y por ello es el más conocido y admirado por el público medio:
“Entre unos y otros, el rudo modelo primitivo se convierte en un soñador, un filósofo, un poeta, un sentimental, un aspirante al amor único y eterno, con lo que adquiere un enorme prestigio erótico. El don Juan de Zorrilla es, como sus antepasados, fanfarrón, embustero, pendenciero, insolente, pero también gracioso, tierno, apasionado, y sobre todo, el único don Juan que es capaz de amar” (Soriano, 2000).
La salvación del personaje pecador viene por el amor que nace en Don Juan por doña Inés. Dios le perdona porque ha logrado amar y sufrir, y porque se ha arrepentido del mal que ha hecho destrozando corazones a diestro y siniestro con discursos amorosos falsos de carácter romántico. La mujer que logra domesticarlo a través del amor es Doña Inés, la elegida para el trono junto al rey de la virilidad, el hombre que no se dejaba atrapar, el galán que huia de todas, despreciándolas.
Entre los muchos sucesores de Don Juan –más bien copias o meros homónimos del primigenio- Soriano señala el Don Juan de los años sesenta: James Bond, creado por Ian Fleming, que compartía con Don Juan su necesidad de promiscuidad sexual, la voluntad de poder, y la licencia para matar.
“James Bond intentó ser el aglutinante de la manera de pensar de la sociedad burguesa occidental en la nueva era atómica, a la vez cientifista y tecnócrata, violenta y utilitaria, pornográfica y antisentimental, materialista y exaltada ante la perspectiva de emociones ilimitada, y sobre todo, sometida a una tremenda tensión por sistemas políticos antagónicos, el comunismo y el capitalismo, que en “guerra fría” se disputaban el dominio del mundo”.
Las chicas de James Bond son mujeres fatales explosivas que caen en sus brazos sin que él se moleste en cortejarlas con discursos líricos prometiendo amor eterno ni matrimonio, como hacía don Juan. Bond, igual que su antecesor, tiene buen cuidado de no enamorarse, y “en el mejor de los casos, no vuelve a estar más de dos o tres veces con la mujer conquistada” para no enajenar su voluntad ni malgastar su precioso tiempo ni caer en peligrosas trampas, pues sus misiones secretas tienen mayor importancia que todos los encantos femeninos juntos.
El comportamiento promiscuo y donjuanesco pudo constituirse en mito precisamente por la condición sagrada e idealizada del personaje. Son muchos los hombres que simulan una pulsión vital donjuanesca para reafirmar su virilidad y para sentirse una especie de héroe maldito, de superhombre dotado que consigue lo que los demás no tienen: que las mujeres caigan a sus pies. Ser el centro de los cuidados y la atención femeninos ha sido siempre una necesidad masculina que en este mito se exacerba pero se disimula, porque Don Juan desprecia a las mujeres que conquista. Lo único que necesita es saberse deseado por mujeres, pero huye de la intimidad con ellas, del compromiso emocional.
El subidón de adrenalina no lo tiene en la alcoba de la mujer deseada, sino saltando la tapia del patio prohibido dada la posibilidad de que le pillen in fraganti. Así, Don Juan es una creación literaria que ha querido poner de manifiesto la hipocresía de la sociedad patriarcal porque pretende hacernos creer que las mujeres son burladas, que no poseen deseo sexual, sino, únicamente, sentido del honor. Sin embargo, la realidad es que las mujeres de don Juan quieren vivir la vida tan intensamente como él, y gozar de lo prohibido de igual modo. Por eso escuchan a las alcahuetas y celestinas que desean concertarlas citas con pretendientes jóvenes, por eso luego les piden que les reparen los virgos, por eso los padres las vigilan con ansiedad.
La inicial resistencia femenina no es más que una fórmula tradicional de cortejo, como sucedía con todas las jóvenes en esa época. A nivel social se presupone que la gran desgracia es su perdida del honor, pero realmente, lo que sucede es que las mujeres se convierten en seres libres que quieren gozar. Pese a ello, don Juan no quiere repetir, porque se le acaba el deseo con la culminación de la conquista, porque no disfruta de las mujeres, sino del acto transgresor. Ellas, en cambio, piden más goce, y él huye temiendo no poder dar a una sola mujer todo el placer que demanda.
En realidad, la historia de Don Juan es la de un adolescente inseguro en una perpetua huida hacia delante, una evasión continua de cualquier tipo de compromiso o contrato que aniquile su independencia, su autonomía y su voluntad. Don Juan es un personaje egoísta, miedoso e inmaduro; su autoestima sólo se eleva cuando aumenta la cifra de mujeres burladas. Porque sólo entonces se siente un héroe activo, que supera obstáculos (virginidades, vigilancias parentales, muros y resistencias morales o religiosas) gracias a sus dotes de seducción.
Don Juan necesita sentirse siempre deseado por todas las mujeres, porque lo que más le preocupa es “el qué dirán”, su prestigio social como semental irresistible. Conquistando mujeres, Don Juan reafirma su identidad, su virilidad y, sobre todo, su poder, basado en su patrimonio sexual y amoroso. Don Juan desea suscitar envidia en los demás machos y quiere, en parte, marcharse de la vida de las mujeres mancilladas para permanecer en sus corazones como el hombre ideal, el amor inalcanzable, la espinita clavada, el deseo no satisfecho.
Soriano afirma que las mujeres que atraen a Don Juan carecen de cualidades propias de los hombres, es decir, artísticas, literarias, científicas, políticas, intelectuales… todas son tan ignorantes y tontorronas como virtuosas, y su única función en la vida es defender a ultranza su virtud, sea real o fingida: “Dado que antaño la máxima aspiración y única perspectiva existencial de toda mujer soltera era conseguir marido, se explica que cuando esta aspiración era burlada se convirtiera en pertinaz perseguidora de don Juan y no porque lo amara apasionadamente, sino haciendo un esfuerzo desesperado por obtener la convencional reparación de la honra familiar, incluso llevando el caso ante el mismo rey”.
Ortega y Gasset (1941) afirma que Don Juan no es el hombre que hace el amor a las mueres, sino el varón a quien las mujeres hacen el amor. También, basándose en el donjuanismo como actitud ante la vida, cree que los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron.
Si Don Juan atrae a las mujeres es porque se lo trabaja, es decir, emplea sus dotes seductoras a través de la poesía. En esa situación en el que las palabras, con su belleza e intensidad, embaucan a las que las oyen, el deber de las mujeres es resistir (como Ulises de las Sirenas), pero lo prohibido es precisamente lo que desata el deseo en todas ellas.
Él se va, y ellas se enamoran precisamente porque se va, y su persona queda mitificada por la distancia y la imposibilidad de satisfacer el deseo. Don Juan es, pues, deseable, porque es efímero, porque no es marido, sino amante fugaz. El Don Juan que finalmente se enamora es el mito más dañino para el imaginario femenino, porque fantasea con la posibilidad de la rendición final del cazador, que se convierte en el cazador cazado. Es decir, anima a las mujeres a enamorarse de hombres inmaduros cuya posesión es difícil o imposible. Pero muchas se atreven porque constituye un desafío, y porque su objetivo es ambicioso: lograr poner a sus pies lo que ninguna otra hembra ha conseguido. Así, ellas se sienten especiales cuando logran que el eterno vividor asiente la cabeza junto a ellas; el mérito es mucho mayor si es más difícil conseguirlo.
¿Y quién consigue ocupar el corazón del chavalito miedoso?. La mujer más inocente, más dulce y más virginal de todas, aquella capaz de amarle con devoción, incondicionalmente. Su imagen está representada en Doña Inés, una monja que logra salvar al pecador a través del amor.
La necesidad de publicidad que posee a don Juan ha sido señalada por diversos autores como un síntoma de soberbia, de vanidad machista, de orgullo fálico, más que como un pecado de lujuria incontenible. De hecho existen teorías que incluso cuestionan la potencia sexual de Don Juan, o que creen que su necesidad de demostrarse viril es para ocultar y reprimir su homosexualidad.
La teoría más importante en torno a esta cuestión fue formulada por Gregorio Marañón en su tesis doctoral publicada en 1940. En “Don Juan. Ensayo sobre el origen de su leyenda”, el doctor Marañón afirma que la belleza física de Don Juan dota al personaje de una indecisa virilidad, porque no lo ve como un ser rudo y tosco, sino más bien poseedor de una belleza delicada y unos gestos femeninos que lo van a convertir en una persona de carácter ambigüo. Según Jorge Luis Mora López (1980), Marañón no admite abiertamente el carácter homosexual de Don Juan, pero sí deja entrever la posibilidad de que padezca una desviación sexual.
Tanto Marañón como Ramón Pérez de Ayala han hablado también de la presunta esterilidad de Don Juan, el incansable conquistador de mujeres. Pérez de Ayala pretende atribuir dicha esterilidad a su escasa virilidad: “Don Juan –enorme paradoja- el garañón estéril. No se sabe que Don Juan haya tenido hijos.” Gregorio Marañón también insistirá en la ausencia de hijos de un hombre que supuestamente va derrochando su semilla por doquier, y no lo retrata como un hombre feliz, sino como un joven inseguro y eternamente insatisfecho que necesita demostrar que es el mejor y el más varonil.
Releyendo una vez más la obra, vuelvo a reírme con el fragmento más famoso de Don Juan, el monólogo en el que él trata de vencer las resistencias de Doña Inés con un discurso que, sea o no falso, se merece un aplauso por lo cursi y lo currado que está:
¡Cálmate, pues, vida mía!
Reposa aquí, y un momento
olvida de tu convento
la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando al día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?
Esa armonía que el viento
recoge entre esos millares
de floridos olivares,
que agita con manso aliento;
ese dulcísimo acento
con que trina el ruiseñor
de sus copas morador
llamando al cercano día,
¿no es verdad, gacela mía,
que están respirando amor?
Y estas palabras que están
filtrando insensiblemente
tu corazón ya pendiente
de los labios de don Juan,
y cuyas ideas van
inflamando en su interior
un fuego germinador
no encendido todavía,
¿no es verdad, estrella mía,
que están respirando amor?
Y esas dos líquidas perlas
que se desprenden tranquilas
de tus radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse, a no verlas,
de sí mismas al calor;
y ese encendido color
que en tu semblante no había,
¿no es verdad, hermosa mía,
que están respirando amor?
¡Oh! Sí, bellísima Inés
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos,
como lo haces, amor es:
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando, vida mía,
la esclavitud de tu amor.
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