Las protagonistas de las historias de amor están siempre solas, o se sienten solas. Los protagonistas varones, casi siempre lo están. Solos salvan el mundo. Solas esperan a que llegue El Salvador. Solas se quedan en sus palacios. Solos se van a correr aventuras. La cultura nos vende la soledad heroica como el lugar desde el que puedes encontrar el amor. Únicamente tienes que ser paciente y esperar a que te elija un Príncipe Azul.
La soledad es una construcción cultural, producto del individualismo, que arrasa como una enfermedad en los habitantes de las ciudades del siglo XXI. Nos provoca depresiones, alimenta los miedos, crea multitud de fantasmas, nos hace sentirnos vulnerables y frágiles.
Vivimos en una sociedad que se organiza de dos en dos, de modo que quien no encuentra pareja o no la quiere, se queda solo o sola, rodeada de parejas felices. El individualismo está acabando con las redes de solidaridad y ayuda mutua que aún existen en el ámbito rural: el encierro de las parejitas en sus casas, centradas en sí mismas, aisladas de su comunidad, ha vaciado las calles de gente que antes se juntaba para charlar, pasar el rato, tomar aire fresco, intercambiar noticias, y resolver problemas comunitarios. En esta época posmoderna nos buscamos, nos encontramos, nos fusionamos y nos separamos de dos en dos, siempre buscando ese difícil equilibrio entre la libertad, la autonomía, y la necesidad de afecto que tenemos.
Le pedimos a una sola persona que nos colme de felicidad: ni siquiera sabemos disfrutar del amor como un fin, sino que para nosotros representa un medio para alcanzar otras cosas: felicidad, placer, compañía asegurada, estabilidad, recursos... Nos fabricamos utopías románticas que nos salven de la soledad y de los problemas a los que no podemos hacer frente en solitario, pero cuando los sueños románticos no se cumplen, parece que hemos fracasado.
La búsqueda de pareja nos hace emplear una cantidad de tiempo y energía descomunales que podríamos emplear en otras cosas más útiles y provechosas. Los espejismos románticos sirven para mantenernos entretenidas, sumergidas en fantasías individualistas, cada cual buscando su propio paraíso, ajenos a lo común, a la comunidad. Si nos juntásemos en redes más amplias de amor y afecto, evitaríamos la soledad y seríamos menos vulnerables. Podríamos sentirnos útiles y realizados aportando colectivamente a la mejora y transformación de la sociedad: a los humanos nos gusta mucho hacer sentir bien a los demás, ayudar a la gente que lo necesita.
Solo tenemos que sacar lo mejor de nosotros y dejar a un lado las diferencias, porque estamos divididos por etiquetas que a la vez que nos definen, nos separan y nos enfrentan los unos a los otros, siempre bajo la lógica de que unos son "nosotros", y los demás son "los otros", unos son los buenos, y otros son los malos, unos son los ganadores, y otros los perdedores. Nos hablan mucho de amor desde los púlpitos de las Iglesias o desde la industria cultural, pero no se promueve jamás el amor hacia la colectividad. La gente sufre enfermedades sociales como la homofobia, el racismo, la transfobia, el machismo, la lesbofobia, la xenofobia, y todos los miedos posibles hacia la gente diferente, diversa, o gente que se resiste a ser etiquetada.
Para construir amor del bueno, tenemos que acabar con los discursos de odio, y con estos miedos prefabricados que nos inoculan a unos contra otros. La gente no es mala: son las estructuras de relación las que nos enemistan. Nos relacionamos en base a jerarquías, luchas de poder, intereses personales, envidias, egoísmo: tenemos que encontrar otras maneras, entonces, de querernos más y mejor.
La gente anda buscando la manera de importarle a alguien, de ser especial para alguien, de tener a alguien al lado que le haga sentir vivo/a. No podemos comprar el amor, pero a menudo lo exigimos. Nos cuesta más dar que recibir, nos cuesta tener relaciones desinteresadas, nos cuesta hacer felices a los demás porque todos andamos buscando que nos quiera una sola persona, incondicionalmente y para siempre.
Nuestras relaciones están también marcadas por el miedo a la soledad. Este miedo a quedarnos solos y solas es lo que nos lleva a construir relaciones de dependencia, a aguantar escenas dolorosas, a resignarnos aunque ya no haya deseo o pasión, a suplicar al otro/a, a arrastrarse como almas en pena, a deprimirse profundamente y a dejar de encontrarle sentido a la vida. Nos venden la idea de que sin amor uno no es nada, como decía Amaral en su canción.
La solución para evitar a la soledad es nutrirnos de afectos diversos, construir relaciones de confianza y solidaridad con la gente, expandir las redes de cuido, disfrutar de la gente que te rodea: la familia, los compañeros y compañeras de trabajo, los y las vecinas, las amigas y los amigos.