Siempre he pensado que el poder compartido, el poder del
grupo, es mucho más interesante que el poder individualizado. Es decir, me
emociona mucho más ver a las Mujeres de Negro manifestándose contra las
guerras, o a las Abuelas de Plaza de Mayo denunciando al régimen dictatorial,
que la subida al poder de mujeres relevantes. Que Isabel la Católica gobernara
durante unos años no creo que significase el fin del machismo en la España de
la época; era una excepcionalidad, más bien, que confirmaba la regla. Nadie más
patriarcal que ella.
Herederas suyas son las españolas Esperanza Aguirre, Ana Botella, Cospedal, Santamaría, Rato, Fabra, etc. Todas ellas mujeres de derechas sin ninguna solidaridad con el resto de las mujeres; todas ellas al servicio de los mercados y no de la ciudadanía. Se le cae a una el alma al suelo pensando en que son mujeres tan o más patriarcales que los hombres de su partido político.
Son muchas las mujeres que han tenido poder, tanto
individual como colectivamente. Durante la Edad Media muchas monjas fueron intermediarias
del poder dentro de la Iglesia; otras ejercieron enorme influencia en el mundo
mercantil. En el 1400 algunas mujeres pertenecientes al mundo islámico del
Imperio Otomano eran dueñas de tierras y barcos. Durante el Renacimiento
europeo, una cantidad importante de mujeres autodidactas y cultivadas contribuyeron al desarrollo del movimiento
artístico e intelectual que recorrió Europa, aunque sus aportes han sido
ninguneados o apropiados por sus maridos o padres.
Las teorías feministas han llevado a cabo minuciosas revisiones de
ideas científicas que hasta ahora parecían verdaderas e inmutables, como la
teoría occidental de que la dominación del hombre sobre la mujer es universal.
Desde este proceso de crítica y revisión, y a la luz de nuevas investigaciones,
han surgido nuevos modos de comprender las relaciones entre los géneros en las
diversas culturas de la Tierra, tanto las que aún existen como las que
desaparecieron. Hay autores y autoras que afirman, por ejemplo, que la
jerarquía no es una cualidad única, monolítica, que pueda medirse de una sola
manera (en términos foucaltianos, el poder se mueve en todas las direcciones).
Otros aseguran que el dominio absoluto de los machos, si implica poder sobre
las hembras en todos los aspectos de la vida, es un mito.
Según un estudio de la antropóloga Susan Rogers, en las sociedades campesinas contemporáneas en las que los hombres monopolizan todas las posiciones de prestigio y autoridad, las mujeres suelen tratarlos con deferencia cuando están en público, pero en la intimidad poseen una gran influencia informal. Rogers entiende que a pesar de los alardes y actitudes masculinas de poder, ninguno de los dos sexos considera realmente que los hombres dominan a las mujeres, y llega a la conclusión de que el poder entre los sexos está más o menos equilibrado.
Para la antropóloga norteamericana Helen Fisher, el aporte fundamental de estos estudios fue demostrar que las mujeres de muchas otras culturas tradicionales eran relativamente poderosas hasta la llegada de los europeos: “Antes del movimiento feminista de los años 70, los antropólogos norteamericanos y europeos simplemente daban por sentado que los hombres eran más poderosos que las mujeres y en sus investigaciones reflejaban sus convicciones. Por ejemplo en el caso de los aborígenes australianos, los estudios posteriores reflejaron que ningún sexo domina al otro, un concepto que aparentemente resultaba inconcebible para los eruditos occidentales”
(Helen Fisher, 2000).
Antes de que Colón desembarcara en el Caribe, antes de que los misioneros franceses cruzaran a remo los grandes lagos de Norteamérica, antes de que el capitán Cook arribara a Tahití, antes de que los europeos se introdujeran en África, Australia y el Ártico, las mujeres de muchas sociedades aborígenes poseían bienes e información que podían vender, trocar o regalar. Las mujeres hopis, blackfoot, iroquesas y algonquinas de Norteamérica contaban con un sustancial poder económico. Las mujeres pigmeas del Congo tenían autoridad dentro de sus comunidades, al igual que las balinesas, las semang, las polinesias, las indias tlingit, mujeres de las islas Trobiand, y mujeres de regiones de los Andes, África y el Caribe.
Muchas de ellas tenían un estatus económico y social considerable. (Etienne y Leacock, 1980; Dahlberg, 1981; Sacks, 1979).
Las mujeres navajo forman parte de una comunidad matrilineal (aproximadamente el 15% de las sociedades humanas son matrilineales, es decir, trazan su ascendencia por vía femenina). Son las que heredan las propiedades familiares, curan medicinal y espiritualmente a sus semejantes, y gozan de un enorme poder económico y social. Su deidad más poderosa es femenina, “la Mujer cambiante”.
Las investigaciones de Martin Whyte, que exploró el Archivo del Área de Relaciones Humanas, (un avanzado banco de datos que contiene información sobre más de 800 sociedades) y otras fuentes etnográficas, fueron muy importantes por varias razones. En primer lugar, acabaron con el mito del matriarcado como sistema de poder semejante al patriarcal, pero revelaron la existencia de sociedades igualitarias.
Este es un tema muy controvertido porque hay autores y autoras que sí defienden la idea de que han existido y existen sistemas matriarcales, especialmente en las culturas prehistóricas cuando todo apuntaba a que los hombres no tenían ningún papel decisivo en la reproducción.
En segundo lugar, demostraron que muchas mujeres tenían poder e influencia en unas áreas y en otras no, pero que eso no significaba que estuvieran sometidas en todas las sociedades.
El estudio lo realizó basándose en la investigación de 93 culturas preindustriales. De ellas, un tercio eran cazadores-recolectores nómadas, otro tercio granjeros labriegos, y el último de agricultores y/o ganaderos. El espectro de pueblos estudiados iba desde los babilónicos en el 1750 a.C. hasta las culturas tradicionales modernas. Gracias a estos resultados se vio que el equilibrio de poderes entre hombres y mujeres era polifacético y variable en intensidad. Según Helen Fisher (2000), Whyte no encontró ninguna sociedad donde las mujeres dominaran a los hombres en la mayoría de las esferas de la vida social.
“El mito de las mujeres amazonas, las historias de matriarcas que gobernaban con puño de terciopelo eran solo eso; mitos e historias. En el 67% del total de culturas (principalmente en el caso de los pueblos agricultores) los hombres parecían haber controlado a las mujeres en la mayoría de los ámbitos de actividad. En una cantidad importante de sociedades (30%) hombres y mujeres parecían haber detentado jerarquías equivalentes, en especial en el caso de los pueblos dedicados a la horticultura y en el de los cazadores-recolectores. Y en el 50% del total de las culturas, las mujeres tenían mucha más influencia informal de la otorgada por las reglas de la sociedad. Aun en las sociedades en que las mujeres tenían varias propiedades y ejercían considerable poder económico, no necesariamente contaban con derechos políticos amplios o influencia religiosa, lo que demuestra que el poder en un sector de la sociedad no se traduce siempre en poder en los demás ámbitos. Estados Unidos es el paradigma: en 1920 las mujeres lograron el derecho al voto y su influencia política aumentó. Pero continuaron siendo ciudadanas de segunda clase en lo laboral. Whyte demostró asimismo que no existe nada parecido a una posición social femenina única, que tampoco existe en el caso de los hombres”.
Helen Fisher.
Entendiendo que el poder tiene múltiples dimensiones y que la sumisión también puede ser una fuente de poder sobre el dominador, los teóricos de ambos sexos han puesto el acento en otras variables como son las socioeconómicas, las raciales, laborales, psicológicas, etc. La mayor parte de ellas se han dado cuenta de que la variable de la edad es sumamente importante a la hora de valorar el poder femenino en todas las culturas de la tierra. Además, en muchos rincones del planeta a las mujeres mayores se las considera “parecidas” a los hombres, según la antropóloga Judith Brown (1982).
Numerosos estudios demuestran que en casi todas las culturas
las mujeres, al llegar a la madurez, alcanzan la independencia, el dinero, las
propiedades y las relaciones que les dan poder económico y prestigio. En
nuestras sociedades, por ejemplo, las mujeres maduras poseen mayor esperanza de
vida y mayor capacidad adquisitiva. Un dato importante, según Helen Fisher, para
la industria y la política, pues se
calcula que para 2020 el 45% de los votantes norteamericanos serán personas
mayores de 55 años, y mayoritariamente mujeres.
Pero no solo las mujeres ancianas tienen poder e influencia,
sino que ha habido, y hay, muchas mujeres empoderadas en las diferentes
culturas de la Tierra. La diferencia con el poder patriarcal está en nuestra
capacidad para empoderarnos juntas. Incluso en sociedades no patriarcales, las
mujeres no han ejercido el poder bajo la violencia o la imposición a la fuerza de
un sistema político y económico de signo matriarcal. Los grupos de mujeres más
comunes no son jerárquicos, sino horizontales: este fenómeno se da porque desde
siempre hemos sabido trabajar unidas y nos hemos organizado para lograr objetivos
comunes.
En contra de la estereotipada imagen que muestra a las
mujeres como malas compañeras de trabajo (envidiosas, competitivas,
autoritarias y chismosas), la realidad es que se nos da muy bien coordinar en
red y trabajar en equipo. Cuando hay hambre las mujeres hacemos ollas comunales
en las que cada una aporta lo que puede para que coma todo el pueblo, cuidamos
de los bebés de nuestras amigas y hermanas, compartimos saberes y recursos, nos
enseñamos unas a otras, nos apoyamos y nos organizamos contra las guerras y la
violencia, por la tierra y el agua, por el derecho a la maternidad libre, por
el derecho a tener salarios dignos, por el derecho a votar, a la libertad de
movimientos, a la ciudadanía plena.
Gracias a esta
capacidad para organizarnos y defender nuestros derechos, hemos logrado cambiar
la legislación democrática de muchos países, despertar la conciencia en mucha
gente, y hemos logrado, también, que se
unan los hombres igualitarios a nuestras luchas, cada vez más plurales e inclusivas:
las alianzas entre mujeres árabes y católicas, mujeres indígenas, mujeres
afrodescendientes, mujeres transexuales, mujeres ecologistas, mujeres
sindicalistas, mujeres lesbianas, mujeres discapacitadas, mujeres migrantes,
mujeres campesinas, mujeres empresarias, etc se están traduciendo en una mejora
de la calidad de vida de las poblaciones. Luchando todas juntas por los
derechos humanos con este enfoque de género podremos crear un mundo más
igualitario, sin discriminaciones por razón de edad, género, orientación
sexual, etnia, religión, capacidades, etc.
Por esto el empoderamiento femenino
no consiste en que unas pocas mujeres lleguen a tomar el poder; se trata de
cuestionar ese poder para transformarlo y para trabajarlo colectivamente, en
pro del bien común.
Coral Herrera Gómez