14 de septiembre de 2022

Masculinidad, amor romántico y relaciones de pareja




Masculinidad, amor romántico y relaciones de pareja 

Coral Herrera Gómez, doctora en Humanidades y Comunicación Audiovisual. 


Este capítulo forma parte del libro: Hombres, Masculinidad (es) e Igualdad , coordinado por Bakea Alonso e Isabel Tajahuerce, de la Editorial Aranzadi.

En él colaboran también Beatriz Ranea Triviño, Octavio Salazar , Jordi Cascales, Krizia Nardini, Miguel Lázaro, Beatriz Gimeno, Virginia Carrera Garrosa, Edurne Nieves Aranguren Vigo, Anastasia Téllez, y Magdalena Suarez.

En este capítulo vamos a tratar de responder a la pregunta: ¿es posible construir relaciones sanas e igualitarias, basadas en la libertad, el respeto, el apoyo mutuo, la solidaridad, el disfrute y los cuidados?, ¿es posible que los seres humanos podamos llegar algún día a acabar con el sufrimiento romántico y la violencia machista?, ¿cómo transformar el amor y aprender a querernos bien?. ¿qué cambios necesitamos para poder disfrutar del sexo y del amor en pareja?, ¿qué cambios necesitan hacer los hombres para poder construir relaciones igualitarias, libres de abuso y explotación?


Educación para el amor y los cuidados 

La primera cuestión para abordar el tema es entender por qué nos resulta tan difícil querernos, y cuales son las diferencias de la educación sentimental que recibimos hombres y mujeres, y la relación que tenemos con el amor romántico. 

Los hombres reciben una educación emocional diferente a la de las mujeres. La única emoción que pueden permitirse mostrar es la ira y la rabia. Todo lo demás está prohibido para ellos , excepto en el campo de juego cuando meten un gol. Fuera de él, cuando los hombres se atreven a expresar otras emociones, reciben las burlas y los comentarios humillantes de todos los hombres a su alrededor: un hombre debe ser duro, ocultar y reprimir sus emociones, y rechazar todo aquello que tenga que ver con las mujeres. 

El amor es cosa de mujeres. La ternura, el cariño, la sensibilidad, los cuidados, las muestras de afecto son cosas de mujeres. Todo lo que sostiene a esta sociedad: los cuidados, el amor, la solidaridad, las muestras de afecto y de cariño, tiene muy poco valor porque se consideran cuestiones femeninas. Todo lo que tiene que ver con nosotras carece de importancia y de valor: lo que de verdad importa en nuestra sociedad es la capacidad de acumular poder y riquezas,para destruir, dominar y someter, para aniquilar y para utilizar a los demás en beneficio propio. 

Son los valores del capitalismo unidos a los del patriarcado: a las niñas les hacemos creer que han venido al mundo a cuidar a los demás, y que las necesidades de los hombres son prioritarias, y  superiores a las necesidades propias. Desde pequeñitas, las niñas somos engañadas con la idea de que hemos venido al mundo a complacer, a amar y a servir a los hombres. 

Desde su más tierna infancia, el patriarcado educa a los varones para que valoren y defiendan su libertad, y a nosotras nos educan para que pongamos el amor romántico en el centro de nuestras vidas. A ellos les hacen creer que siempre habrá una mujer cuidándolos: primero mamá, luego la esposa. Y a nosotras, nos hacen creer que nacimos para cuidar a nuestros padres, hermanos, maridos e hijos. El papel de ellos es recibir cuidados, el nuestro, darlos. 

Pese a que hemos avanzado mucho en estas últimas décadas, las niñas siguen recibiendo mensajes contradictorios. Por una lado les pedimos que estudien y trabajen, y tengan su propio proyecto de vida, pero por otro seguimos contándoles los mismos cuentos de siempre para que sean adictas a las historias románticas y para que desarrollen una fe ciega en el paraíso del amor. El mito  romántico sigue teniendo un impacto descomunal en la construcción de la identidad femenina, y todas las niñas que no se someten a los mandatos de género son castigadas socialmente. 

¿Cómo castigamos a las desobedientes? Con comentarios cargados de reproches, y preguntas cargadas de mandatos: ¿cuando te echas novio?, ahora que tienes novio, ¿cuando te casas?, ahora que te has casado, ¿cuando tienes hijos?, ahora que tienes un hijo, ¿para cuando la parejita?. La presión social para que las niñas se casen y formen una familia feliz sigue siendo tan fuerte como hace un siglo. También las críticas hacia las que no obedecen los mandatos de género son brutales: Una mujer cuya meta vital no sea el matrimonio ni la maternidad es señalada como rara, considerada una oveja negra, y una proyecto de persona fracasada, incluso en las familias más modernas y abiertas. 

Esta presión social que reciben las mujeres que no se amoldan al estereotipo y al rol tradicional del heteropatriarcado demuestra que aún nos queda muchísimo por hacer. La sociedad no soporta a las mujeres libres, a las desobedientes, ni a las que se desvían de la norma. Todas ellas reciben muestras de rechazo por parte de su comunidad, y presiones variadas hasta que salen de su etapa fértil. 

En cambio a los hombres no se les presiona. A los hombres se les seduce con la idea de que si se casan, podrán llevar una doble vida (con los privilegios del hombre casado y del hombre soltero a la vez), y podrán vivir como reyes, con una cuidadora fiel y entregada que asumirá sus responsabilidades y obligaciones en el hogar y en la crianza. 

Desde muy pequeños les enseñamos a clasificar a las mujeres en dos categorías: las buenas y las malas. Las buenas son las mujeres que cumplen con el estereotipo y el mito de la princesa. Una mujer que pone en el centro de su vida el amor romántico, y que dedica todo su tiempo, energía y recursos en esperar a ser elegida por el príncipe azul. Una vez que lo logre, encontrará las puertas del paraíso: un enorme palacio en el que tendrá que vivir sola esperando a que su amado regrese de vivir sus aventuras. 

Como Penélope esperó a Ulises durante 30 años. 

Las princesas son mujeres sumisas, discretas, dulces, alegres, bondadosas, empáticas, generosas y altruistas. Son mujeres que no existen: no tienen pasado sexual ni amoroso, nunca piensan en sí mismas, y siempre están dispuestas a sacrificarse por los demás: su marido, sus padres, sus hijos, y demás hombres de la familia. 

Las princesas no se quejan, no tienen deseos propios, no tienen proyectos de vida más allá de cuidar a su amado y su prole hasta el fin de sus días. Las princesas son elegantes, cuidan su imagen física, se mantienen en forma, tienen la piel clara y el cabello rubio, son mujeres especiales que destacan por encima de las demás. 

Las mujeres buenas son las adecuadas para asentar la cabeza y formar una familia, las malas en cambio son las mujeres de usar y tirar. Las mujeres libres que tienen deseo sexual y disfrutan del sexo sin miedo y sin culpa, son señaladas por el patriarcado como mujeres malvadas, interesadas, manipuladoras, perversas, degeneradas, locas, desobedientes, salvajes e irracionales. 

Así funcionan las etiquetas del patriarcado, que les dice a los hombres que las buenas son respetables, y las malas no merecen respeto. Unas pertenecen a un hombre, y las otras a todos porque no tienen dueño. 

Los hombres creen que hay muy pocas “mujeres buenas”, y por eso se lo piensan muy bien antes de vincularse y comprometerse emocionalmente . Desconfían de las mujeres porque en el imaginario colectivo del patriarcado, persiste el miedo y el odio a las mujeres indomables que no se dejan domesticar ni someter. 

A los niños no les educamos para que se relacionen con las mujeres como compañeras. Nosotras somos siempre “las otras”, y de alguna manera, cuanto más desconfían de nosotras, más difícil les resulta tratarnos como a iguales: en la “guerra del amor”, somos las “enemigas” de las que deben defenderse. 

El patriarcado nos muestra a las mujeres como seres caprichosos con estados de ánimo cambiantes.   Son muchos los personajes de ficción que declaran no entender en absoluto a las mujeres, o que hablan en sus tramas de lo raras que somos y lo difícil que resulta relacionarse con nosotras. Somos incomprensibles porque no nos escuchan.

El miedo al poder de las mujeres es lo que ha construido el sistema defensivo de la masculinidad hegemónica patriarcal. Ya lo decía Eduardo Galeano: “El machismo es el miedo de los hombres a las mujeres sin miedo”. Sobre este miedo a las mujeres libres se ha edificado todo el imaginario colectivo en torno a la feminidad: nos han hecho creer que las mujeres que obedecen los mandatos del patriarcado van al cielo, y todas las demás, vamos al infierno. 

¿Por qué tanto miedo a la libertad y al poder de las mujeres? Porque a los hombres les educamos para que luchen por ascender en la jerarquía social, y para que se dominen unos a otros. Es un sistema muy competitivo en el cual ninguno de ellos debe dejarse dominar por las mujeres, pero sí por los demás hombres: cada uno de ellos tienen a otros por encima y por debajo, y van alternando sus posiciones de poder según con quién se relacionan. Por eso se someten al superior en el ejército, en la empresa, en los cuerpos de seguridad del Estado, en las instituciones, en sus sindicatos, partidos políticos y asociaciones, pero todos tienen el premio de consolación: sea cual sea su grado de superioridad, en su casa mandan ellos. 



Impacto de los privilegios masculinos en las relaciones sentimentales 

Ni en las sociedades más democráticas los hombres han dejado de ejercer de reyes de sus hogares: la mayor parte de ellos tienen una o varias sirvientas a su disposición. Hasta el hombre más pobre del planeta tiene una para él solo, gratis, las 24 horas del día, los 365 días de la semana. Su única obligación consiste en traer un salario a casa. Salario que a veces se gastan nada más salir de la fábrica o del campo de trabajo en fiestas, juegos, burdeles, apuestas y juergas varias. 

En los países más avanzados, los hombres están renunciando a algunos de sus privilegios y están “ayudando” en las tareas domésticas, de crianza y de cuidados. Sin embargo, las cifras sobre el uso del tiempo libre nos permiten entender que ellos siguen gozando del doble de tiempo libre que las mujeres. 

Según el Informe sobre el desarrollo mundial 2012 del Banco Mundial, en nuestro planeta las mujeres emplean 5,10 horas a los cuidados del hogar y las personas de su familia, y los hombres una media de 2 horas al día. En los países menos avanzados, las mujeres dedican, según el Informe de Oxfam, unas 14 horas al día a las labores de cuidados esenciales, y en total todo el tiempo que dedicamos las mujeres a trabajar gratis tiene un valor de 11 billones de dólares. 

¿Qué implican estas cifras? Que los hombres, en casi todos los países del mundo, tienen más tiempo para cuidarse, hacer ejercicio físico, dedicarse a sus pasiones, disfrutar de su gente querida, tener amantes y amigas, prepararse unas oposiciones, consolidar o adquirir nuevos idiomas, hacer masters o doctorados, o invertir en su carrera profesional.  

Y mientras, las mujeres, vivimos con una doble jornada laboral que daña nuestra salud mental, emocional y física: la sobrecarga de trabajo dentro y fuera de casa nos mantiene agotadas, pero también presas. Nos prometieron que el trabajo remunerado nos haría libres, pero la realidad es que como los hombres nunca se incorporaron masivamente al trabajo de cuidados, nosotras nos vimos atrapadas en dos trabajos, y condenadas a la precariedad. En España se estima que el 52 por ciento de las mujeres al frente de una familia monoparental se encuentran excluidas del mercado laboral o trabajan en condiciones de precariedad, ya que el cuidado de los hijos y la falta de medidas de conciliación les impide optar a empleos con mayores jornadas e ingresos, según datos del Informe “Más solas que nunca” de la ONG “Save the children” en 2020. 

¿Es posible, en estas condiciones, que las relaciones heterosexuales puedan llegar a ser igualitarias?  Obviamente, no. 

Para asegurar la autonomía económica de las mujeres, habría que transformar el sistema entero para garantizar el derecho a tener ingresos de todas las mujeres. No es posible construir una relación sana desde la dependencia.

Pero además, los cambios políticos tendrían que hacerse también en todos y cada uno de los hogares.  

En principio el problema parece fácil de resolver: se trataría de que los hombres renunciasen privilegio de tener una asistenta personal que hiciese de criada, y se implicasen en las tareas de cuidados (de sí mismos, de sus familiares, de su hogar, y del planeta).



La monogamia femenina y la honestidad masculina 

Sin embargo, resulta más complicado que los hombres renuncien al privilegio que les permite tener una doble vida: una como respetable padre de familia, y otra como juvenil soltero de oro. Uno de los mitos fundamentales del amor romántico es la monogamia, un sistema de exclusividad sexual pensado sólo para nosotras. La doble moral disculpa a los hombres y culpa a las mujeres de las infidelidades masculinas: nosotras somos las que no vigilamos a nuestros maridos, o las que tentamos a los hombres para robarles los maridos a las otras. Según la doble moral del patriarcado, ellos son simplemente animales con un apetito sexual inconmensurable que les convierte en víctimas de nuestros caprichos. 

La doble moral condena a las mujeres adúlteras al ostracismo o a la muerte: incluso en los países en los que ya no es legal asesinar a tu esposa infiel, muchas mujeres siguen muriendo a manos de sus esposos sólo por el hecho de ser sospechosa de adulterio. Sin embargo, el castigo para las “canitas al aire” de los hombres, sigue siendo leve: duermen tres días en el sofá de su casa y después son perdonados y pueden regresar al lecho conyugal. 

Los hombres siempre han gozado de una vida sexual y amorosa diversa, gratis o de pago. A la vista están los aparcamientos de los burdeles que hay en todos los pueblos, carreteras y barrios de ciudades de España, repletos de vehículos de hombres casados que rompen con las normas de la monogamia mientras sus mujeres esperan haciendo la cena en casa. 

La construcción de la masculinidad hegemónica se basa fundamentalmente en la deshonestidad: los hombres no podrían vivir sus dobles vidas si fuesen sinceros con sus compañeras, y con el resto de su entorno familiar y afectivo. Ser honesto y disfrutar de sus privilegios es completamente imposible: los hombres se ven forzados a firmar un contrato monogámico para asegurarse de que sus esposas van a ser leales y fieles al compromiso. Pero esto no implica que ellos tengan que serlo también. 

Porque en nuestro imaginario colectivo, los hombres de verdad son hombres con capacidad para dominar su entorno (o el mundo), para conquistar mujeres, y para sembrar el mundo de hijos. Estas son las tres leyes principales de la masculinidad patriarcal, junto con la ley de la libertad: casados o solteros, los hombres nacen y mueren libres. 

¿Cómo lograr que los hombres desobedezcan estas leyes, y desmonten estas estructuras de relación con las mujeres? Es complicado, porque los cambios generalmente se producen como consecuencia de una necesidad, ¿y qué necesidad tienen los hombres de cambiar, si les va bien tal y como estamos?

Los hombres tienen a su disposición millones de mujeres hermosas dispuestas a amar, y a darlo todo con tal de tener pareja. En todos los países del mundo, las mujeres han sido educadas para ser adictas al amor, para buscar a su príncipe azul, para entregarse por completo y sufrir por amor. Muchas mujeres sufren una baja autoestima y una gran dependencia emocional, y muchas creen que son mitades incompletas que necesitan a un hombre en sus vidas para ser felices. 

Son muchos años consumiendo canciones románticas, novelas, cuentos, películas, series, cómics, revistas, y productos que perpetúan el mito del amor romántico, los estereotipos y roles de género, y muchos años de terapia los que se precisan para recuperarse de la estafa romántica. 

Casi todas las niñas, gracias a los dibujos animados y los juguetes de la infancia, sueñan con ser salvadas y mantenidas por un príncipe azul, y se ven a sí mismas como futuras princesas. Cuando se dan cuenta de que en realidad son sirvientas a disposición de un hombre, entonces el mito cae por sí solo. Algunas se rebelan, y otras se hunden: la decepción y la frustración requieren de mucho trabajo personal, y en ocasiones, de apoyo terapéutico. 

Cuando las mujeres podamos liberarnos del mito y aprendamos a cuidarnos, entonces quizás los hombres se vean obligados a cambiar su forma de relacionarse. Si logramos trabajar nuestra autonomía emocional y económica, y elevar nuestros niveles de autoestima, entonces no estaremos dispuestas a vivir el engaño de la monogamia, ni a cuidar de por vida a un rey. 

El feminismo lleva muchos años luchando por la liberación de las mujeres, pero nuestra cultura patriarcal sigue educando a nuestros niños y niñas para que aprendan a ser hombres y mujeres tradicionales, y para que aprendan a relacionarse entre ellos con las mismas estructuras que sus abuelos y abuelas. 

Es necesaria entonces una revolución amorosa, tanto educativa como cultural, que nos permita transformar nuestra forma de organizarnos y de relacionarnos. 



La revolución amorosa, paso a paso

La base del patriarcado es el trabajo gratis de las mujeres, y su explotación emocional, sexual, laboral, reproductiva y doméstica. 

Sin el amor y los cuidados de las mujeres, nuestro sistema no podría funcionar. Así que uno de los primeros pasos para acabar con el patriarcado consistiría en cambiar nuestro modelo productivo para poner en el centro los cuidados, de manera que fueran una responsabilidad social compartida por todos los miembros de la sociedad. 

Podríamos empezar con las instituciones educativas para que pusieran los cuidados en el centro: uno de los pilares de la educación sería enseñar a los niños y a las niñas a cuidarse a sí mismas, a cuidar a los demás, a cuidar sus hogares y los espacios en los que estudian, trabajan y se divierten, a cuidar la naturaleza,  los demás seres vivos y el planeta. 

¿Cómo educar a los hombres para que aprendan a relacionarse desde la igualdad y puedan construir relaciones libres de explotación y violencia? Proporcionándoles herramientas para aprender las artes de la comunicación no violenta, para gestionar sus emociones, para desarrollar la empatía y la ternura, para resolver conflictos sin violencia, para controlar su ego y subir su autoestima, para aprender a tratarnos bien incluso cuando dejamos de querernos. 

Es decir, el cambio educativo supondría abandonar la filosofía competitiva del “sálvese quién pueda” y de “el pez grande se come al chico”, para abrazar la filosofía de los cuidados, basada en la igualdad, el apoyo mutuo, la empatía y la solidaridad. 

Además, tendríamos que tener también las herramientas para aprender a usar nuestro poder de manera que no haga daño a nadie, es decir, usar nuestro poder no sólo para el beneficio propio, sino orientado al Bien Común. 

Hombres y mujeres podríamos adquirir las habilidades necesarias para entrenar en el arte de la autocrítica amorosa, que nos permitirían entender qué es el patriarcado, cómo lo sufrimos y cómo lo ejercemos, y nos permitiría también trabajar juntos para liberarnos de la estructura opresiva y de las jerarquías que utilizamos para explotarnos los unos a los otros. 

El cambio educativo tendría que venir de la mano con el cambio cultural. Ahora mismo los héroes de nuestra cultura son hombres malvados que acaparan los recursos, y que explotan y hacen sufrir a miles de personas para poder acumular dinero y riquezas sin parar. La mayor parte de los héroes masculinos son asesinos, lo mismo los héroes para adultos que para niños. Son robots sin sentimientos y sin escrúpulos que aniquilan a sus enemigos y coleccionan mujeres como si fueran trofeos. So, en su mayoría, tipos traumados por algo que les pasó en su infancia, pero también egocéntricos, narcisistas, mentirosos, ambiciosos, mutilados emocionales que les hacen creer a los niños que para ser feliz hay que tener el poder. Son el ejemplo a seguir para todos los niños, y les muestran que el más violento es el que más poder acapara. Son héroes que jamás piensan en construir, sólo destruyen, jamás piensan en el Bien Común, sólo en el suyo propio.  

Los héroes son narcos, mafiosos, empresarios poderosos, militares, guerreros, policías, detectives. Nunca se elige como héroes a hombres que estén luchando por salvar el planeta de la contaminación y la destrucción, ni a hombres que se entregan en cuerpo y alma a luchar por los derechos de los seres vivos, los bosques, los animales o los derechos humanos. Los héroes son siempre mala gente: muy atractivos físicamente, pero sin ética ni principios. 

El cambio en las masculinidades está en manos de los productores de cultura y entretenimiento, que siguen obsesionados con reproducir los estereotipos y los mitos patriarcales a través de las princesas y los matones.

 ¿Cómo hacer para que empiecen a ofrecernos otros modelos de masculinidades no violentas y no dominantes, otros modelos de feminidad, otras tramas narrativas y otros finales felices? 

La única manera de hacerlo es a través de la educación. El cambio educativo no sólo transformaría nuestra cultura, también nuestras emociones, sentimientos y formas de relacionarnos. Si la base fundamental del amor de pareja fueran los cuidados mutuos, podríamos acabar con la explotación, el sufrimiento y la violencia romántica. 

Para liberar el amor del machismo y de toda su carga patriarcal, deberíamos poder desmontar la idea de que el amor y los cuidados son cosa de mujeres. Para que los niños y los adultos varones se atrevan a desobedecer el patriarcado,  tienen que entender el mundo en que vivimos: en las escuelas, institutos y universidades nos hablan mucho de capitalismo, pero apenas nos explican qué es el patriarcado. 

El sistema educativo debería poder explicar por qué ha pasado tantos años ocultando y silenciando a las mujeres, y por qué fueron expulsadas de todos los libros de texto. También debería ofrecer herramientas para entender por qué los medios de comunicación y las industrias culturales siguen cosificando o invisibilizando a las mujeres, y por qué siguen insistiendo en inocularnos los valores del patriarcado a través de los mitos. 

Es preciso explicar también los intereses económicos de todos los actores implicados en la perpetuación del patriarcado, y la manera en que nos aprovechamos todos y todas del trabajo esclavo o gratuito de las mujeres en el mundo. 

Una vez que tomemos conciencia, entonces podremos hacer el trabajo individual que necesitamos para llevar a cabo el cambio social. Como lo personal es político, hay que empezar desde uno mismo/a, y creo que una de las claves para contribuir a estos cambios es que podamos reconocer al policía patriarcal que habita dentro de cada una de nosotras y nosotros. El patriarcado interior no sólo nos oprime y nos somete, también lo utilizamos para oprimir y someter a los demás. 

Cuando podamos identificar esos valores patriarcales con los que nos han educado, entonces podremos empezar a liberarnos por dentro, y a despatriarcalizarlo todo: la masculinidad, el sexo, el amor, las relaciones que construimos, y nuestra forma de organizarnos. 

Despatriarcalizar la Ciencia, la Religión, la Comunicación, el Arte, la Justicia, las leyes, la economía, es tan importante como despatriarcalizar nuestras emociones y nuestras relaciones: todo lo que es personal es político, y viceversa.  

Si para cambiar el mundo necesitamos empezar el proceso de transformación en nosotros y nosotras mismas, entonces es fundamental que proporcionemos a los varones las herramientas que necesitan para tomar conciencia y para hacer autocrítica amorosa. 

Quizás en ese momento, los hombres puedan empezar a cuestionar la forma en que se relacionan con las mujeres de su vida, y puedan por fin empezar a renunciar a sus privilegios para poder tratar bien a sus madres, hermanas, vecinas, amigas, amantes, compañeras de trabajo y de estudios, y compañeras de vida. 

Es desde la empatía como los varones pueden tomar la decisión de quitarse la corona para relacionarse en igualdad, y para aprender a amar a las mujeres de su vida desde el respeto, la ternura y el compañerismo. 

La clave para el cambio está en transversalizar los valores del feminismo en la educación, el arte, la cultura, la comunicación, y en poner el centro los cuidados. Si enseñamos a las nuevas generaciones a cuidarse a sí mismos, los chicos no necesitarán una criada que les cuide. Si les enseñamos a relacionarse con las mujeres desde los cuidados mutuos, será más fácil para ellos relacionarse desde el buen trato y el respeto. Si les enseñamos a cuidar su hogar y su planeta, es posible que estemos a tiempo de salvarnos de la autodestrucción. 

Es fundamental, en este punto, entender que necesitamos nuevos héroes, hombres o seres fantásticos que sean capaces de utilizar sus habilidades emocionales y su inteligencia para resolver sus problemas, cumplir con sus misiones, o conseguir lo que quieren, lo que necesitan y desean. Así que debemos pedirle a los productores culturales que apuesten por otros relatos, otros modelos a seguir, otros finales felices. 

Sin los hombres, este cambio podría durar siglos. Necesitamos, pues, mucha coeducación y mucha sensibilización para poder involucrar a todos los varones en esta transformación de nuestra sociedad: los cambios personales son políticos, y lo romántico también es político. 

Para poder querernos bien, tenemos que desmontar la idea de que el amor es una guerra, y todos los mitos románticos que nos hacen creer que amar es sufrir, sacrificarse, renunciar, someterse y entregarse a un hombre. Es una labor ingente la que nos queda por hacer: desmitificar el amor romántico y transformar las masculinidades será una de las tareas principales de la revolución amorosa. 


Coral Herrera Gómez 



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