12 de enero de 2011

Ética para Amador@s.






Se dice que el amor desata nuestras más bajas pasiones. Y es que cuando nos enamoramos solemos mostrar nuestra cara más amable, visibilizamos nuestras virtudes con más alegría, exhibimos nuestras bondades para agradar a la persona a la que deseamos conquistar. Sonreímos mucho, nos mostramos generosos/as, nos mostramos hospitalarios/as y con ganas de ayudar… pero esta actitud no dura para siempre. Curiosamente, los amores pasionales también sacan a la luz nuestros miedos, nuestra cobardía, nuestra dificultad para ser sinceros/as, y a menudo nos hacen caer en los actos más viles y las miserias más humillantes. Lo que jamás haríamos a un amigo o amiga, sí se lo hacemos a los amantes. Podemos hablar de la importancia de la paz mundial, pero tener una verdadera guerra infernal en casa.

Y es que a menudo no nos relacionamos desde el amor, sino en base a luchas de poder para dominar o someterse al otro. Esto nos hace “guerreros” de una batalla en la que todos salimos heridos, porque a menudo nos hacemos daño a diario y apenas nos damos cuenta de que convertimos el mal trato en algo cotidiano. Mucha gente hace uso de su veneno para maldecir al amante que nos traiciona, para convertir el miedo en odio, para dominar al otro o para mostrarle nuestro más profundo desprecio. Un amante despechado puede ser terrible si no se controla a sí mismo: puede ser violento, egoísta, cruel. Cuando no somos correspondidos, o cuando nos abandonan, es frecuente que nos invada un victimismo egoísta que se traduce en cascadas de dolientes reproches hacia nuestro objeto de deseo. Nos cuesta entender que no nos amen del mismo modo y con la misma intensidad que nosotros amamos, nos hiere la indiferencia del otro o la otra hacia la pureza de nuestras emociones, nos parece que siempre estamos en desventaja y nos sentimos como muñecos de trapo en manos de nuestro amada, completamente a merced de su santa voluntad.

Sin embargo cuando somos objeto de deseo amoroso, o sea, cuando nosotros no tenemos el problema sino que lo tiene otro, a menudo nos comportamos de forma cruel porque no llegamos a percibir lo que los demás sienten y piensan, o no nos conmueve tanto como cuando nos pasa a nosotros. Creo que al amor romántico le falta, pues, grandes dosis de empatía, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar del otro: amores pasajeros, amigos, ex novios, ex novias, ex amantes, amores cibernéticos, aspirantes y pretendientes. A veces somos nosotros los que caemos rendidos, y otras veces son los otros o las otras; y es fácil que cuando el amor no se da con la misma intensidad en las dos personas, se cree un desequilibrio doloroso.

Si la amistad se caracteriza por la transparencia, los amores, creo, son opacos. A pesar de que tratemos de ser sinceros al cien por cien, es inevitable cierta ambigüedad, cierto misterio, una incertidumbre que al enamorado le destroza por dentro. Por eso lo ideal sería que no lanzásemos  mensajes ambiguos que despierten falsas esperanzas del enamorado o la enamorada. Cuando un@ está bajo el encantamiento del romanticismo, tiende al autoengaño y al desarrollo sin trabas de la fantasía; por eso es importante que los noes y los síes de la amada o el amado sean rotundos, claros. Cuanta más información se le proporcione a la persona hechizada, más herramientas tiene para luchar contra el poder de la imaginación deseante, y para poder situarse en la realidad de la relación. Sin embargo, todos coincidimos en lo difícil que es ser cien por cien transparentes y sinceros. Es bien difícil ser claro cuando las aguas andan revueltas en nuestro interior.

Sin embargo, pese a esta dificultad, hay gente que logra separarse en términos amistosos. Hay gente que cuida a la persona que ha querido o que quiere, y gente que es abandonada y no acumula rencor. Es complicado, sí, pero hay personas que tienen claro que las relaciones empiezan y terminan y que mientras duren hay que disfrutarlas. Y cuando se acaban, asumen con mayor tranquilidad el final, dando alas al amante para que vuele en solitario o junto con otros amores. 







Creo que es importante tratar con cariño a las antiguas y nuevas parejas, es decir, aplicar la ética de la amistad y el compañerismo con los amantes para limar las diferencias de intensidad y de sentimientos. Que dos personas estén super enamoradas a la vez y en el mismo grado de intensidad es casi una utopía, de modo que no nos queda más remedio que aceptar a que a veces estamos arriba y otras veces estamos abajo; el poder, como dijo Foucault, cambia de dirección con facilidad.


En una relación amorosa el poder lo tiene siempre la persona que goza de mayor lucidez, autocontrol e independencia, porque tiene menos inseguridades y mayor capacidad para ser realista. El que cae bajo el influjo del enamoramiento en cambio ve todos sus esquemas vitales desordenados; baja la autoestima, aumentan las dudas, se confunde realidad con sueños, y se sufre mucho ante la incertidumbre. Y unas veces nos toca estar en lado, y otras en otro.








Los amantes doloridos suelen pedir información para saber si son correspondidos; si no lo son se puede comenzar a transitar por los caminos del olvido. Pero si no sabe si es correspondida, comienza la tortura interna tratando de descifrar los signos que emite la persona amada. Lo decía Deleuze en un estudio sobre Proust: "Enamorarse es individualizar a alguien por los signos que causa o emite. Es sensibilizarse ante esos signos, hacer de ellos el aprendizaje. Es posible que la amistad se alimente de observación y conversión, sin embargo, el amor nace y se alimenta de interpretación silenciosa. El ser amado aparece como un signo, un 'alma': expresa un mundo posible desconocido para nosotros. El amado implica, envuelve, un mundo que hay que descifrar, es decir, interpretar. Se trata incluso de una multiplicidad de mundos. [...] Amar es desarrollar estos mundos que permanecen envueltos en lo amado. ¿Cómo podríamos acceder a un paisaje que no es el que vemos, sino al contrario aquel en el que somos vistos?"  (G. Ddeleuze: Proust y los signos, pp.: 15s.)


Así pues, el amor es una especie de espejismo a través del cual nuestra percepción de la realidad se distorsiona; los enamorados se encuentran a merced del engaño ilusorio que sufren, pero no por ello renuncian a la realidad, sino más bien al revés. La necesitan desesperadamente para no caer en los abismos de la locura, para no arrojarse al poder de la obsesión, para no perder su autonomía en pos de un amor fabricado desde la propia mente. 


Obviamente las personas que sufren la ebriedad del amor romántico también han de tener un comportamiento ético: creo que la base es no centrar el mundo en las necesidades y carencias propias ("necesito verte", "sin ti mi vida no tiene sentido", "me mataré si me dejas", "cuando no estoy contigo creo que me muero", "no puedo dejar de pensar en ti", "por favor dame una sexta oportunidad", etc). Normalmente estas exigencias y amenazas sólo consiguen agobiar a la persona objeto de su obsesión, que ante la falta de misterio o ante las cascadas de reproches huye sintiéndose, además, culpable de nuestra infelicidad.  


La persona que sufre el encantamiento amoroso debe evitar al amado esa responsabilidad por su estado de ánimo. Nadie tiene la culpa de la soledad que nos acompaña de por vida, de modo que no podemos exigir que nos la quiten de encima con acompañamiento perpetuo. Es deber de un enamorado, una vez declarados sus sentimientos, evitar que estos aprisionen a la amad@; por eso es importante evitar el chantaje emocional, contar las mismas cosas de diferentes maneras,  asediar con la tecnología a mensajes y llamadas de atención, responsabilizar al otro de nuestra necesidad de afecto y seguridad.


Otro factor a tener en cuenta para los amantes es que el tiempo no discurre de la misma forma para un enamorado que para alguien que no se encuentra bajo los efectos de la ansiedad amatoria: dos horas pueden ser eternas, dos días pueden ser una tortura. Pero eso es siempre un problema que ha de sobrellevar el que se enamora, de modo que es importante practicar la contención en cuanto a la expresión de las zozobras que sacuden a los hechizados (para eso están los amigos y las amigas, pacientes escuchadores). Y de igual modo es importante no tener a nuestro enamorado horas y días esperando una llamada que prometimos hacer.


 También los amantes apasionados han de evitar los reproches, las amenazas, las exigencias de reciprocidad, el ataque a la intimidad del otro (cotillear el móvil, entrar en su correo o su facebook, etc) en busca de signos de amor o de pruebas de infidelidad. La inseguridad que padecen los y las afectadas por el estado febril del amor no ha de ser alimentada por el amante caprichoso, pero tampoco los demás deben de cargar con celos imaginarios, indirectas amargadas, preguntas inquisitivas de doble sentido, insultos producto de la rabia, o llantos desgarrados e irracionales propios de los amantes despechados.






En el caso de las personas que son amadas, creo que es importante no lanzar mensajes equívocos, no abusar de la ambigüedad, no prometer cosas que no sienten o no se pueden cumplir. A tod@s nos gusta gustar, pero creo que el acto de generosidad más grande que puede haber en una relación amorosa es liberar al otro, es decir, dejarlo marchar en busca de otras relaciones que le satisfagan más. Un@ tiene que ser capaz de ser sincero aun sabiendo que puede perder a esa persona; ser 
generos@ y ser capaz de renunciar a alguien a quien no correspondes con la misma intensidad. Simplemente para evitar que sufra. 




Y es que cuando el amor no goza de igualdad de condiciones, es inevitable pasarlo mal por esa descompensación. Ocurre por ejemplo en gente que quiere relaciones abiertas y se une a gente que busca una pareja estable. O en el caso de gente casada que tiene una aventura con alguien soltero o soltera, ya saben, pueden pasar los años y el casado o la casada seguir prometiendo que se separará para iniciar una nueva vida junto a su amante. El que asume ese desnivel en la relación ha de conformarse con lo que recibe del otro, y cuando no quiera conformarse, dejarlo. Pero precisamente es esa descompensación la que mantiene al amante en una inseguridad radical, y a veces una dependencia y sumisión que lo hace menos atractivo todavía a ojos de su amado/a. 


Del mismo modo que cuidamos a nuestros amigos y amigas, deberíamos cuidar a la gente con la que tenemos relaciones sexuales y amorosas; y cuidar supone ser sinceros, no alimentar falsas esperanzas, y ser asertivos con la otra persona para no tener que mentir o dar un plantón cuando no nos apetece quedar. 


Esto es especialmente difícil con una pareja a la que queremos dejar y no sabemos cómo. Le queremos, pero no deseamos hacerle daño de ninguna manera. Se lo digamos antes o después, va a pasarlo mal; así que muchas veces dilatamos el proceso hasta que estamos completamente seguros de que no queremos nada con la otra persona. Pienso que cuanto mayor es la dilatación, más se acrecienta la angustia, aunque se comprende que todo el mundo pasa por periodos críticos, dudas y procesos de desamor más o menos lentos. 


Debido a lo complicado que es romper lazos con alguien después de mucho tiempo, y a la natural torpeza de los humanos en sus relaciones afectivas, hay amantes que se dedican a putear al otro para que el otro reaccione y sea el que tome las riendas de la ruptura. Putear significa "mentir para no hacer daño", quedar y desquedar como si el otro no tuviese otra cosa que hacer que estar pendientes de nuestra agenda y apetencias, lanzar mensajes confusos "te quiero pero no sé", o peticiones como "necesito un tiempo", que solo dilatan el ya de por sí doloroso proceso de la ruptura. 


Lo lógico cuando hemos compartido cama, afectos, sexo, vivencias, intimidades y experiencias vitales es cuidar a la otra persona, entablar conversaciones largas donde cada uno pueda expresarse y desahogarse, darse muestras de cariño, como abrazos que nos hacen sentir queridos pese a la lejanía angustiosa que sentimos cuando nos estamos separando de alguien. Si hay terceras personas, creo que es importante hablarlo; el enamorado, por muy dolido que esté, debe aceptar que es mejor saberlo que no saberlo (antes podrá rehacer su vida), y también acepat que no es algo que podamos controlar; nadie puede elegir de quién se enamora y cuanto tiempo. Es decir, debe asumir que el amor se acabó o que le queda poco, y aceptar la impotencia que nos invade cuando dejamos de ser amad@s, pues no podemos obligar a nadie a que permanezca a nuestro lado sabiendo que no nos ama.




Por eso, creo, debe prevalecer el cariño, que en cierta medida es consolador, porque nos hace sentir humanos. Acabar una relación nunca es fácil, pero sin duda se puede tratar de hacer bien, o sumirnos en un mar de torpezas que provoquen el odio doliente de nuestra pareja. Siendo el amor como es, tan opaco, creo precisa, en la medida de lo posible, una transparencia informativa, es decir, una plena sinceridad con nosotros mismos, primero, y con nuestra relación, después. 


Esta es la razón por la cual mucha gente conserva a sus parejas como amigos especiales a los que se quiere para toda la vida; ex amores con los cuales poder compartir en un nivel mucho más profundo que el del amor, porque la amistad, creo, es menos egoísta, más empática y menos inestable que las tormentas pasionales. Los códigos de la amistad están basados en la ayuda mutua, la lealtad inquebrantable, la complicidad sin necesidad de palabras, el cariño desmedido (porque no hay necesidad de contención ni de disimulo, como sucede a veces en el amor no correspondido). 


Por todo y por esto, abogo por un trato más humano entre amantes, ex amantes, matrimonios, parejas de hecho, follamigos, amigos con derecho a roce, adúlteros y adúlteras, amantes virtuales, amores platónicos... Creo que una solución ética al problema del desamor o del desencuentro amoroso es la plena comunicación basada en el nivel emocional del discurso: "yo me siento así...", "pues yo me siento asá". Desahogarse, expresar la pena, la rabia, el miedo, recordar buenos momentos, darle un final bonito a la historia, con abrazos y muestras de cariño. Hacerle saber al otro que fuimos felices, que lo disfrutamos, que fue importante en nuestras vidas a pesar de la ruptura. 


 Otra solución es ponernos en el lugar del otro, evitar lo que no nos gustaría que nos hiciesen (plantones, misterios sin resolver, mentirijillas, verdades ocultas, actitudes cambiantes o contradictorias, huidas sin explicaciones, justificaciones absurdas...). 


Portarse bien, además, nos libera mucho de la culpa que nos acompaña siempre en estos casos, tanto cuando amamos, como cuando somos amados y no podemos corresponder en la misma medida. Es por esto por lo que hay que ser valiente y practicar la generosidad; aun temiendo hacer daño a la otra persona. Aunque es cierto que va a sufrir si nos alejamos de su lado, si nuestro grado de compromiso con la relación no es el mismo que el suyo, o si le contamos que nuestros sentimientos no son tan fuertes o duraderos como los suyos, hay formas elegantes y cariñosas de hacerlo. La sinceridad es uno de los factores principales de esta buena praxis, porque el engaño solo añade dolor, y de eso sí somos responsables cuando nos relacionamos amorosamente con alguien.  


Así que querámonos un poquito más, y dejemos las estrategias de guerra para los juegos de cama... Que el mundo ya es suficientemente cruel, injusto y desigual como para andar jodiéndonos los unos a los otros. 




Coral Herrera Gómez



El Arte de Amar (Tributo a Erich Fromm)




10 de enero de 2011

Los filósofos clásicos y el Amor Romántico






Los tratados sobre el amor no han sido las obras centrales de los “grandes” filósofos, exceptuando quizás a PlatónLas tesis que han favorecido determinados estilos amorosos han sido llevadas a cabo por autores que, o bien estaban a favor de la moral sexual de su época, o bien en contra; sin embargo, una gran mayoría de estos filósofos estan impregnados de una moral patriarcal que impregnaba toda su obra, porque caían en las dicotomías tradicionales y ello no les daba margen para pensar más allá de sus limitadas estructuras de pensamiento. 

Las ideologías amorosas han sido muy diferentes en Oriente y Occidente. Según Octavio Paz (1993), en Oriente el amor fue pensado dentro de una tradición religiosa; en Occidente, en cambio, la filosofía del amor fue concebida y pensada fuera de la religión oficial y, a veces, frente a ella. 

El pensamiento oriental, según Francesco Alberoni (1979), más que buscar un único objeto no ambivalente de amor que sacie la sed, trata de superar esa sed; antes que la felicidad total y entusiasta, busca la superación al mismo tiempo de la felicidad y del dolor: «el Nirvana es esa beatitud privada de pasión. Por eso, en lugar del enamoramiento existirá un arte erótico, gracias al cual obtener placer de sí mismo y de otras personas, pero sin depender de esa única e inconfundible persona, perdida la cual se pierde todo». Este tipo de erotismo en Oriente nunca tuvo la pretensión de colocarse en la base de la pareja conyugal, y por lo tanto, de la familia, porque el erotismo estaba separado del matrimonio, de la pasión, separada hasta de la alianza con una sola persona.

En Occidente, en cambio, la evolución fue totalmente contraria: el Eros pasional englobó en sí la sexualidad, la alianza, el matrimonio, hasta la procreación. El amor se desplegó frente a la religión, fuera de ella y aún en contra. La libertad es un concepto central en la concepción amorosa occidental, y con ella otros dos conceptos: la responsabilidad de cada uno por nuestros actos y la existencia del alma.

En Platón el pensamiento sobre el amor es inseparable de su Filosofía; y en ella el pensador critica los mitos y a las prácticas religiosas (por ejemplo, la plegaria y el sacrificio como medios para obtener favores de los dioses).

Platón es el fundador de nuestra filosofía del amor. Octavio Paz cree que su influencia dura todavía sobre todo por su idea del alma; sin ella no existiría nuestra filosofía del amor o habría tenido una formulación muy distinta y difícil de imaginar. Para Platón el amor es una mezcla de la belleza, la verdad y el bien; es un ansia de perfección, de alcanzar lo absoluto y la inmortalidad.

Para el filósofo griego, la realidad se presenta dividida en dos mundos distintos y contrapuestos: por una parte, el mundo superior, invisible, eterno e inmutable de las ideas y, por otra, el universo físico, visible, material, sujeto a cambios y a mutaciones.

 Para Purificación Mayobre (2007), la filosofía de Platón es la causante de una importante jerarquía entre espíritu y naturaleza, mente y cuerpo, hombre y mujer, a pesar de que Platón admite una cierta interconexión entre ambos mundos. La filosofía platónica es amor a la sabiduría y no solamente la posesión de la sabiduría, por lo que «Eros» (el amor) desempeña un papel muy importante de mediador entre el mundo sensible y el inteligible. Sin embargo, el Eros estará reservado solo a los varones y será precisamente ese amor homosexual lo que permite a los hombres hacer filosofía.

Sócrates definió el amor en El Banquete como el deseo de engendrar belleza. Diotima y  Sócrates hablaron de Eros, ese demonio o espíritu en el que encarna un impulso que no es puramente animal ni espiritual:

Eros puede extraviarnos o llevarnos a la contemplación más alta. El Amor hijo de Poros y de Penia, al que ningún humano ni dios alguno puede resistirse: travieso y traicionero, lanzando sus flechas a destiempo, cazador caprichoso, juguetón, risueño y zalamero, con una voz cantarina, musical, que no puede compararse ni con la de la golondrina ni con la del ruiseñor. El amor es locura divina, «remembranza placentera, ante la presencia del amado, de esa Belleza ideal, que el insensato Amor despierta con su flecha en el corazón del hombre. (Platón, Fedro).  Citado en Lourdes Ortiz (1997).

Pausanias dice que Eros, como hijo de la doble diosa, también es un dios doble: uno, el que inspira las relaciones masculinas, las únicas bellas y perdurables, por estar basadas en la fuerza y la inteligencia, don engendrador de hijos espirituales que nunca mueren. El otro es el Eros de naturaleza femenina que inspira la atracción grosera y despreciable entre los cuerpos de mujer y hombre y que no puede ser constante, puesto que los cuerpos físicos tampoco lo son.

Esta teoría amorosa legitima la homosexualidad masculina practicada por los griegos y fue completada por el discurso de otro discípulo socrático, Aristófanes, que escribió sobre la constitución de los primeros seres humanos creados por Zeus con doble sexo, doble rostro, cuatro brazos y cuatro piernas.

Esta dualidad les daba una fuerza y unas cualidades físicas enormes, lo que originó en ellos una soberbia que el propio Zeus castigó dividiéndolos por la mitad. Desde entonces los seres humanos, sus descendientes, buscan acoplarse en su identidad primitiva, doblemente femenina, doblemente masculina, o hermafrodita, o sea, el amor lesbiano, el amor sodomita, y el amor heterosexual, todos ellos igualmente naturales.


El amor en la Antigüedad, según Lourdes Ortiz (1997), quedó establecido como manía, locura, delirio de la mente y los sentidos, búsqueda anhelada de la otra mitad perdida. El amor es esa esfera partida en dos que sueña con recomponerse en la fusión de dos almas y dos cuerpos.

Platón nos habla en Fedro y en El banquete de un furor que va del cuerpo al alma para trastornarla con humores malignos. Distingue dos tipos de amor: por un lado el que nos lleva a la sublimación, el que nos acerca a los dioses y a la aspiración del infinito.



Eros y Psique

Para Platón el amante está junto al ser amado «como en el cielo», pues el amor es la vía que sube por grados de éxtasis hacia el origen único de todo lo que existe, lejos de los cuerpos y de la materia, lejos de lo que divide y distingue, más allá de la desgracia de ser uno mismo y de ser dos en el amor mismo. El Eros, el Deseo total, es la Aspiración luminosa, el impulso religioso natural llevado a su más alta potencia, a la a extrema exigencia de pureza. (De Rougemont, 1939).

El otro tipo de amor es el amor entusiasmo, una especie de delirio que no se engendra sin alguna divinidad ni se crea en el alma dentro de nosotros: es una inspiración extraña del todo, un atractivo que actúa desde fuera, un arrebato, un rapto indefinido de la razón y del sentido natural.

Para la teología cristiana, Dios es Amor. Según Julián Marías (1994), el Nuevo Testamento está lleno de referencias al amor, en todos los contextos imaginables. El Dios de los cristianos (y solo él, entre todos los dioses que se conocen, según De Rougemont) no se apartó de sus criaturas, sino que al contrario, fue «el primero en amarnos» en nuestra forma y con nuestras limitaciones.

El nuevo símbolo del Amor ya no es la pasión infinita del alma en busca de luz, sino el matrimonio de Cristo y de la Iglesia. Un amor así, concebido a imagen del amor de Cristo por su iglesia, es un amor feliz, según De Rougemont (1939), porque el creyente, al amar a Cristo y a su prójimo elige la salvación y la sumisión, de modo que se siente también como recíproco, ya que Jesús nos ama como somos, y nos perdona en su infinita misericordia.
Sin embargo, en su dimensión pasional y erótica, el amor entre dos personas puede ser pecaminoso si no se orienta hacia actividades reproductoras. Es cierto que San Agustín incidió mucho en la necesidad de que existiese afecto en la pareja, pero en realidad fue un elemento de decoración del matrimonio, para que este tuviese un sentido más allá de sus motivaciones económicas y políticas. La religión cristiana condenó claramente el placer y la pasión: «El cristianismo hizo del paraíso el reino de la satisfacción inmediata —y también eterna... pero entendiendo como última consecuencia o recompensa de un esfuerzo previo. [...] únicamente confirió al goce del instante un sentido de culpabilidad respecto al resultado final.» (Georges Bataille, 1961)

Tendremos que esperar al siglo XVII para encontrar nuevas teorías filosóficas acerca del amor. Según Marías (1994), la aportación de la Filosofía moderna a la educación sentimental se concentra en dos conceptos: las pasiones en el XVII, y los sentimientos en el XVIII. En la teoría de las pasiones pesa decisivamente la tradición griega, sobre todo el estoicismo. 


El racionalismo cartesiano se resiste a lo sentimental: 

Descartes opina que las pasiones son estados del alma, pero con una causa en el cuerpo, e insistirá en la conexión de ambas cosas.

Su definición de las pasiones es: «Percepciones, o sentimientos, emociones del alma y que son causadas, sostenidas y fortificadas por algún movimiento de los espíritus.» 

Las pasiones principales son: admiración, (dentro de la cual caben la estimación y el desprecio, la generosidad o el orgullo, la humildad y la bajeza, la veneración y el desdén; en forma extrema, y que Descartes mira con desconfianza, el asombro); amor y odio (que incitan a unirse o separarse de lo que parece conveniente o perjudicial); deseo (que no tiene contrario), alegría, tristeza. Las demás pasiones son composiciones o derivaciones o especies de estas.

Otros autores que han hablado del amor en su teoría filosófica fueron:

Pascal: Las pasiones principales, origen de otras muchas, son el amor y la ambición, que se debilitan o se destruyen recíprocamente. Solo se es capaz de una gran pasión, y una vida es feliz cuando empieza con el amor y termina con la ambición. Lo más original de su teoría es la negativa pascaliana a excluir la razón del amor, porque son inseparables. Los poetas se equivocan al pintar ciego al amor; hay que quitarle la venda y devolverle el uso de los ojos.

Spinoza: Ve en el deseo (cupiditas) la esencia misma del hombre, a quien ve como una realidad desiderativa en su misma condición. El deseo (apetito con conciencia de sí mismo), la alegría (el paso de una perfección menor a una mayor) y el amor (la alegría acompañada de la idea de su causa exterior) son los elementos principales de la doctrina spinoziana de las pasiones, que a última hora habrán de someterse a la potencia del entendimiento para conseguir la libertad.

Francis Bacon habla de «buscar la serenidad sin destruir la magnanimidad», pero tiene gran desconfianza del amor cuando es concreto, individual y sensual (lo que él llama wanton love), porque corrompe y rebaja.

Leibniz tiene en cuenta las inquietudes y también las que llama inclinaciones sensibles. Las pasiones son para él «tendencias, o mejor dicho modificaciones de la tendencia que vienen de la opinión o del sentimiento y que están acompañadas de placer o desagrado». La inquietud no es incompatible con la felicidad, sino que por el contrario le es esencial: no es una perfecta posesión que haría a las criaturas pasivas y estúpidas, sino progreso continuo hacia mayores bienes. Y habla de placeres razonables y luminosos, en una actitud muy propia de quien pensaba que la verdadera felicidad consiste en el amor de Dios.

— En Locke el fundamento de las pasiones está en el placer y el dolor, y las causas que los producen. Define el amor como el fruto de la reflexión sobre el placer (no necesariamente solo físico) que alguien puede producirnos.

Hume llevó a cabo una clasificación de las pasiones: las simples (la alegría, la tristeza, el deseo, la aversión, la esperanza, el temor) y las complejas (la asociación de emociones semejantes). Nunca se obra más que por la pasión: la razón es una «pasión general y tranquila» que no destruye la previsión.

— Para Maquiavelo el amor es un instrumento social engalanado con las joyas de la felicidad. En su Príncipe subraya que el amor es el deseo de «fama, riqueza y poder disfrazado de deseo de verdad, bien y belleza».

Hobbes afirma en su Leviatán que el amor es un producto del miedo a no ser reconocido, estar solo y resultar indiferente: «Llamamos amor por una persona concreta al deseo de ser deseados por ella».

En el siglo XVIII, según Julián Marías (1994), se produce una «reacción sentimental » contra el racionalismo ilustrado. Autores como Diderot, Rousseau, y algunos prerrománticos, como Senancour, Richardson, Swift, etc. se muestran contrarios al intento de explicarlo todo racionalmente. Se va abriendo camino la idea del misterio y del amor a la naturaleza y a todos los seres animados; entre ellos, la mujer, idealizada y descrita como la quintaesencia de la belleza y la ternura. En las pasiones se estima su salvajismo natural, y esta idealización culminará con la teoría del «buen salvaje» frente a la maldad del hombre civilizado.

Stendhal elaboró su teoría de la cristalización en la que considera que el amor es una ficción que oscila entre el idealismo y el pesimismo. Según Ortega y Gasset (1941), Stendhal cree que el amor es, por esencia un error: «Según Stendhal, nos enamoramos cuando sobre otra persona nuestra imaginación royecta inexistentes perfecciones. Un día la fantasmagoría se desvanece, y muere el amor. Esto es peor que declarar, según viejo uso, ciego al amor. Para Stendhal es menos que ciego; es visionario».

Tanto Nietzsche como Schopenahuer ven el amor como una trampa para perpetuar la especie. Schopenahuer (1976) cree que la atracción sexual y la unión amorosa es la voluntad de vivir manifiesta en toda la especie: “La naturaleza necesita esa estratagema para lograr sus fines, ya que por desinteresada que pueda parecer la admiración por una persona amada, el objetivo final en realidad no es otro que la creación de un ser nuevo, y lo que lo prueba así es que el amor no se contenta con un sentimiento recíproco, sino que exige el goce físico”.


Para Schopenhauer las mujeres, por su condición de eternas menores de edad y su mayor debilidad de carácter, necesitan mucho más el amor que los hombres. Como ellos son superiores y pueden proporcionarle un hogar para criar a los hijos, las mujeres tratan de embaucarlos y seducirlos amorosamente; para ellas el amor es necesario porque no saben valerse por sí mismas. Los hombres también necesitan el amor para reproducirse, por ello caen en la trampa femenina del coqueteo y el encantamiento amoroso. No solo este filósofo, sino también muchos de sus contemporáneos, justificaron y legitimaron la sujeción de la mujer al varón basándose en que la monogamia y la fidelidad sexual son lógicas y necesarias para ellas.

Entendieron el amor como un mal necesario, pero con unos objetivos claros: no el goce erótico o el ansia de autorrealización personal, sino la procreación.
A menudo estos filósofos se lamentaban del efecto esclavizador que tiene el amor sobre los hombres.

«El primer momento del amor es cuando yo siento que no quiero ser una persona independiente», afirmó Hegel. 

El amor era la trampa (Proust por ejemplo creía que enamorarse era tener muy mala suerte) y la mujer el símbolo de ese engaño o encantamiento. Se reconocía la utilidad del matrimonio porque las esposas son siempre buenas criadas que llevan el peso del hogar; pero el amor en cambio se sentía como un poder simbólico que afectaba a las emociones y el intelecto de los hombres. Tanto la magia como la mujer se consideran perversas, traicioneras, más próximas a la locura y la irracionalidad, la naturaleza y nuestro salvajismo.

Kierkegaard, a mediados del XIX, también ofrece una teoría original sobre el amor. Siguiendo a Javier Sádaba (1993), para este filósofo el amor por un lado se podía entender como ilusión, y por otro como un sentimiento que anularía o absorbería a la moral. Su máxima expresión es el amor romántico, definido por Kierkegaard como un encuentro inmediato entre aquellas personas que son tocadas o elegidas por el amor.

Para Kierkegaard, la seriedad de un amor eterno no es estar en serie, que es propio del tiempo, de la sucesión temporal, sino de la decisión apasionada que mata el tiempo dando un salto por encima de él. Amar es sacar jugo a lo que existe hasta la locura de modo que lo existente se transforme en algo superior sin perder nada de lo que fue. 

Con respecto al tiempo el amor puede tomar tres posturas:

— El carpe diem, que acabará en la desesperación puesto que el paso de un instante a otro es disolución sin acumulación, es un continuo asomarse a la pasión que, así, se aniquila.

— La persona que se resigna a la sucesión temporal e inaugura el matrimonio canonizado por la Iglesia y el Estado. El aburrimiento y el hastío son el sino de esta institución, cuyos miembros se creen compensados por la seguridad, la tranquilidad y una paz que le hace reposar ese tiempo que no trae sobresaltos.

— La que trata de hacer eterno el amor: la pasión dominada por la Voluntad no se detiene en el instante, sino que pasa o se suprime a una categoría diferente, a la de lo eterno.

Coral Herrera Gómez



BIBLIOGRAFÍA


1) ALBERONI, FRANCESCO: Enamoramiento y Amor, Gedisa, Barcelona, 1988
2) DE ROUGEMONT, DENIS: El amor y Occidente, Editorial Kairós, Barcelona, 1976 (8 ed.).
3) MARÍAS, JULIÁN: La educación sentimental, Alianza, Madrid, 1994.
4) ORTIZ, LOURDES: El sueño de la pasión, Planeta, Barcelona, 1997.
5) PAZ, OCTAVIO: La llama doble. Amor y erotismo, Seix Barral, Barcelona, 1993.
6) SÁDABA, JAVIER: El amor contra la moral, Libertarias/Prodhufi, Madrid,1993.
7) SCHOPENHAUER, ARTHUR: El Amor y otras pasiones, Alba, Madrid, 1999.





Otros artículos de la autora:

El amor romántico desde una perspectiva científica. ¿Por qué y para qué estudiar el amor?

Lo romántico es político


Teorías Críticas del Amor Romántico

29 de diciembre de 2010

La dependencia emocional femenina


LA DEPENDENCIA FEMENINA EN LA POSMODERNIDAD


“Yo no sé qué me pasa, pero cada vez que me pongo en pareja me vuelvo idiota, medio tonta. Cuando estoy sola sé quién soy y no me pongo a esconder mi inteligencia ni mi lucidez. Es más, las pongo en práctica cuando conozco a un hombre, porque forman parte de mi atractivo y seducción. Pero al poco tiempo empiezo a perderme a mí misma, a encogerme, a jugar el juego del otro, a vestirme como le gusta… Creo que me encojo porque temo que la relación corra peligro, pero en realidad lo único que consigo es que la relación termine siendo un fiasco. A veces siento que me achico para estar a su mismo nivel, es como ponerme debajo de un alero que parece más seguro” .

“Cuando para ser amada trato de ser como el otro quiere, lo único que consigo es alienarme en cada relación que tengo. Es una pretensión absurda porque si yo no me acepto a mí misma como soy, ¿cómo puedo esperar que otro me acepte? Muchas veces me pregunto qué le pedimos al amor realmente. Creo que la aceptación de una misma”. 

Testimonios de Mujeres en el libro de Clara Coria, 2005 

    
Creo que la contradicción principal de las mujeres posmodernas reside principalmente en el amor a la libertad por un lado, y la adicción al amor por otro. Esta profunda contradicción entre la autonomía y el deseo de tener pareja nos causa tormentosas luchas internas. Por un lado, somos profundamente dependientes en el terreno emocional de los hombres y nuestra autoestima está muy ligada al deseo masculino (es decir, en nuestro estado de ánimo influye el grado la atracción que ejercemos sobre ellos). Pese a que hoy estamos formadas (y seguimos mejorando nuestra formación), hablamos idiomas, somos expertas profesionales, lideramos empresas y partidos políticos, criamos hijos e hijas, etc. las mujeres seguimos dando mucha importancia al amor romántico y a las relaciones sentimentales y sexuales. De hecho, existe una especie de competición entre nosotras y contra nosotras mismas por estar jóvenes y guapas: es sorprendente la dosis de sufrimiento de las mujeres que se someten a la tiranía de la belleza operándose, gastandose fortunas en cosméticos y tratamientos, y luchando contra la vejez hasta la muerte .

Deseamos conciliar nuestra vida profesional y familiar, tener tiempo para nosotras mismas, y disfrutamos de la libertad que nuestras abuelas no tuvieron, sabiendo que somos afortunadas. Sin embargo, necesitamos sentirnos amadas para sentirnos completas, y seguimos siendo incapaces de acabar con la batalla de sexos que existe desde hace milenios. Y esto afecta por igual a mujeres heterosexuales y homosexuales, dado que la dependencia es transversal a nuestra educación femenina.

Según Lipovetsky (1999), las mujeres hemos tomado distancia respecto del lenguaje romántico, y nos hemos mostrado cada vez más reacias a sacrificar estudios y profesión en el altar del amor, “pero su adhesión privilegiada al ideal amoroso se ha mantenido, han seguido soñando masivamente con el gran amor, siquiera sea fuera del matrimonio. (…) No hay que hacerse ilusiones: incluso en lo más álgido del período contestatario, las mujeres jamás han renunciado a soñar con el amor. Lo que se ha eufemizado es el discurso sentimental, no las expectativas ni los valores amorosos”.

Tras la revolución sexual de los años 60 y 70 en Occidente, las relaciones igualitarias se convirtieron en el modelo ideal a seguir, pero desafortunadamente sigue siendo, hoy en día, una utopía emocional. El mito de la media naranja se ha insertado en el imaginario colectivo de una forma perniciosa, porque ha supuesto que 1 más 1 es 1, no 2. Es decir, en toda relación de dos personas, siempre hay que tener en cuenta de que se trata de dos personas, no de un solo individuo. Cada persona tiene sus aficiones, su red propia de amigos íntimos, su familia, sus creencias, sus costumbres, sus maneras de entender la vida. En el amor ambas esferas se complementan, y a menudo los seres humanos encuentran multitud de afinidades y semejanzas entre su mundo y el de su pareja, lo que hace felices a los amantes. En una relación amorosa compartir tiempo y aficiones es fundamental, pero también es importante tener un espacio y un tiempo propios, y no perder la identidad y las redes sociales cuando establecemos una relación íntima con alguien.


Tras el proceso de enamoramiento, normalmente las parejas encuentran una especie de equilibrio entre sí mismos y la otra persona. Las diferencias entre los enamorados enriquecen la relación, porque el amor es una apertura al otro y al mundo, es una forma de ampliar nuestros estrechos horizontes, es una posibilidad de conocer otra forma de entender la realidad, proceso que es en sí fascinante. Sin embargo, hay parejas que se encierran en esa realidad formada por la unión de dos realidades, del mismo modo que el pensamiento occidental se encerró en pares de opuestos (masculino/femenino, orden/desorden, cultura/naturaleza, buenos/malos, etc.) para entender y clasificar la Realidad. Así se empobrece el pensamiento y las experiencias vitales, dado que la Realidad es sumamente colorida y compleja, atravesada por multitud de factores interdependientes.

Las relaciones afectivas de las personas están compuestas por un complejo entramado de relaciones en los que participan multitud de personas: nuestros vecinos, nuestras familias, nuestros amigos y amigas, nuestros conocidos, compañeros de estudios o de trabajo, etc. Todas estas personas nos enriquecen porque nos hacen ver la realidad desplegada en mil formas de entender la vida y de vivirla. Por eso, un error grave que cometen muchas personas es abandonar sus redes emocionales pensando que la pareja podrá colmar toda la necesidad de afecto y de interacción que tenemos con el resto de la sociedad. Muchas veces esas relaciones, si no mueren, al menos se desplazan a un segundo plano en la vida de muchas personas, que se centran en su amor de un modo exclusivo.

Para Claria Coria, las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres es el lugar en el que se aprecian visiblemente las diversas formas de subordinación femenina promovidas y legitimadas por los roles sociales asignados a las mujeres. Estas asignaciones adoptan diversas formas y podemos encontrarlas en los distintos órdenes de la sociedad:
- En los países “avanzados” las mujeres se desprenden de su apellido (y a veces también de su nombre) al casarse.
- Las normas sociales no escritas pero ampliamente difundidas colocan a las mujeres en situación de postergar sus estudios o desarrollos laborales para hacerse cargo de los hijos en común, haciendo posible la promoción laboral de sus maridos.
-  La sexuación del dinero sigue estando presente en todas las culturas occidentales judeocristianas, lo que mantiene a las mujeres marginadas del poder económico.

En estas condiciones, cuando el amor se acaba, las mujeres no sólo pierden la relación amorosa sino también su estilo de vida ideal, sus sueños y su proyecto vital, y el eje en el que centraron sus vidas.

“Para el que se cuelga de otro, la soledad es terrorífica porque pierde la base de sustento. La cosa es estar con el otro desde una, no desde el centro del otro” .

Para Clara Coria (2005), es fundamental visibilizar el coste psíquico y emocional que la entrega y el autosacrificio tienen en las mujeres. Tener que perder, sostener, ceder, postergar, etc. ha sido reificado en el imaginario colectivo, convertido en “condiciones naturales femeninas que terminan resultando obvios para todo el mundo, y en consecuencia, invisibles”. Coria define los costos como inversiones humanas (afectivas, de tiempo, de espacios, asunción de responsabilidades, etc.) que son asumidas unilateralmente por una gran cantidad de mujeres: “El ocultamiento de los costos es una de las contradicciones más fraudulentas del imaginario social porque no existe nada, absolutamente nada en la vida que deje de estar acompañado por su costo”.

Para Coria el imperio femenino del aguante es una de las manifestaciones de la opresión. Supone tolerar presiones, contener emociones, silenciar opiniones, inhibir acciones, posponer anhelos y realizar una cantidad inimaginable de acomodos al servicio de aplacar . También los hombres han de pagar un precio por la dependencia que se instala en las relaciones pasionales. Si la compañera es dependiente, ellos se verán más constreñidos y se sentirán siempre culpables en su relación con la mujer. Si son ellos los que se sienten dependientes, a menudo sufren, por ejemplo, los que buscan en sus compañeras un amor maternal e incondicional. Los varones que se agarran a este tipo de relaciones, especialmente los varones que sueñan con ser libres de todo tipo de ataduras emocionales, experimentan una lucha interna sin cuartel entre sus deseos de ser libres y su necesidad de alguien que los apoye incondicionalmente.

Las mujeres “maternales” por su parte pierden la oportunidad de instalarse frente a sus parejas en un vínculo de pares, “ya que el modelo de amor materno filial es necesariamente un modelo de dependencia entre una parte que abastece, cuida, orienta, estimula y otra que requiere ser cuidada, abastecida, estimulada, etc. (…) La sumisión inconsciente a un modelo de relación que convierte al ser amado en una especie de rey al que hay que satisfacer a costa de cualquier renunciamiento, instala a quien así lo hace en un lugar de súbdito, con su correspondiente actitud de servicio. Así, cuando el modelo de amor maternal se traslada a las relaciones entre adultos, se instala algo parecido a una monarquía virtual”.

Es por esto por lo que muchas mujeres buscan desesperadamente el amor, para lo cual están dispuestas a acomodarse incondicionalmente al varón. Coria (2005) pone de ejemplo ciertas mujeres jóvenes y solteras que toleran vínculos con hombres casados durante años sin poder formar una familia porque su enamorado sigue haciendo hijos con su esposa, o mujeres que aceptan las propuestas masculinas de mantener un vínculo amoroso “libre” que termina siendo unilateral “porque significa tolerar las relaciones amorosas de su amado con otras mujeres mientras ellas siguen prisioneras de lo que para ellas es su “único y verdadero amor”.



Para Clara Coria (2005) el problema fundamental estriba en lo que ella denomina las distintas formas del cajoneo, que consiste en acomodarse forzadamente al gusto ajeno, privilegiar exclusivamente los anhelos del ser querido o esconder lo más auténtico de la propia personalidad, aunque el coste sea anularse como persona. Para Coria resulta claro que el motivo evidente que origina muchos de estos “cajoneos” tiene su origen en el deseo de agradar que han heredado culturalmente las mujeres a través de la educación:

“Dicho deseo es, sin duda, una necesidad muy humana (…) resulta muy reconfortante despertar el interés y la aceptación de quien nos atrae. Sabemos que cuando el afecto es correspondido se consolida nuestra estima, se regocija el corazón y se apaciguan los temores de abandono. Cuando esto sucede, se abre ante nosotras la promesa de un futuro compartido. El agrado recíproco hace de la esperanza un puerto confiable, un lugar donde recalar, un rincón de certeza en la vastedad incierta que es la vida” (Coria, 2005).

A las mujeres se las ha educado en la cultura patriarcal para que sean entregadas, para que se autosacrifiquen por los demás, para que antepongan las necesidades de los demás a las suyas propias. Algunas terminan confundiendo amor con servilismo, otras caen en el rencor absoluto (hacia los demás y hacia sí mismas):

Algunas personas exageran sus afanes por satisfacer las demandas del ser querido, dispuestas a “sacrificarse” con la remota esperanza (consciente o inconsciente) de que dichos “sacrificios” les garanticen un amor vitalicio. Con frecuencia, estos sacrificios son en realidad renuncias unilaterales que no hacen sino intensificar las expectativas de retribución por parte de quien así se sacrifica. Expectativas que, con frecuencia, se transforman en demandas asfixiantes hacia el beneficiario de dichos “sacrificios”, (…) que suele sentirse tan agobiado por el peso de la demanda que el vínculo amoroso se transforma en un cautiverio infernal”. (Clara Coria)



Dar exigiendo lo mismo a cambio no es actuar desinteresadamente, sino con vistas a hacerse imprescindible para el otro; de este modo la pareja es una relación contractual con derechos y obligaciones. Ese contrato es lo que ahoga el amor en ocasiones, porque uno pierde la inocencia en su entrega cuando el otro exige la misma intensidad que da y cuando una se pone a calcular lo que le da la otra persona. Y, sin embargo, la libertad y la entrega son consustanciales al amor, que no se puede explicar como un pacto racional, pese a que nosotros lo encuadremos en instituciones como el matrimonio.


La posesividad que sienten algunas mujeres hacia sus parejas (homo y heterosexuales) corresponde a un miedo terrible a perder, de ahí el deseo de acumulación, la necesidad de controlar el futuro, de establecer unas pautas marcadas para que todo siga siempre igual. Este miedo es lo que nos hace ser posesivos; y además demuestra que el amor romántico es individualista y egoísta, porque a veces exigimos un nivel de reciprocidad que convierte a las relaciones humanas en inversiones de las que tenemos derecho a obtener resultados visibles.

En la posmodernidad existe una tendencia del hombre posmoderno a aprovechar la libertad de su soltería (especialmente en la juventud), y de la mujer a querer vivir una aventura amorosa excitante y prolongada, a querer encontrar la plenitud y la vida en sus relaciones sexuales y sentimentales. Esta tendencia va transformándose con el paso del tiempo, porque las mujeres valoramos cada vez más nuestra independencia y autonomía, y ya no necesitamos recursos, protección ni ayuda de los hombres.

No los necesitamos, pero seguimos deseándolos, lo que demuestra que la cultura amorosa patriarcal está inserta muy dentro de nuestros subconscientes, actuando de transfondo de nuestras emociones. Y es que creo que es en el amor donde se encuentra el último reducto del patriarcado, ya que es en el seno de la pareja donde cristaliza ese juego de dependencias mutuas. 


 Del mismo modo que los hombres necesitan poder, las mujeres también necesitamos sentirnos poderosas con respecto a ellos. Muchas construyen su autoestima en torno a la valoración que le otorga su pareja, por eso las rupturas con un ser amado también conllevan muchas otras pérdidas personales y la cristalización de muchos de nuestros miedos. Ahora tenemos independencia económica, pero antes solo podíamos alcanzar estatus y acceso a los recursos a través del matrimonio.

Las mujeres posmodernas desean moverse en el ámbito masculino (el mundo público) con libertad y en igualdad de condiciones, y el amor sigue siendo una forma de relacionarse con los hombres en ese ámbito. A veces nos acusan de utilizar nuestras habilidades en el ámbito de los sentimientos para sentir que tenemos el poder sobre ellos; las pesadillas masculinas siempre tratan de huir de las mujeres insaciables que les devoran y les anulan la personalidad, aislándolos de su entorno vital y sobre todo, de su mundo masculino.

A pesar de los miedos, es muy importante apreciar el hecho de que las mujeres vamos conquistando lentamente la independencia emocional. Una prueba de ello es el aumento de las que viven solas y tienen relaciones libres esporádicas o estables con otros hombres con los que no desean comprometerse. A menudo prefieren la soledad porque vivir en compañía es difícil, la convivencia es muy dura, y en ocasiones nos sentimos encerrados cuando formalizamos una relación. 


Por eso en ocasiones el hombre y la mujer posmoderna tratan de enfriar las relaciones y mantener al amor o la pasión en un segundo plano, de modo que no desequilibre sus vidas; la soledad es cómoda porque no plantea problemas. La desventaja de la soledad es que es también muy dura, especialmente cuando enfermamos, o cuando pasamos malas épocas (en el trabajo, con la familia, con nosotros mismos) y necesitamos que nos escuchen y nos apoyen.

Lo curioso es, sin embargo, que la tercera generación de mujeres, las que en la actualidad son adolescentes, establecen unas relaciones amorosas muy tradicionales. Si en mi generación las mujeres hemos hecho alarde de ser libres, y hemos roto definitivamente las cadenas que ataban a nuestras madres (hemos hablado de sexo antes de practicarlo, usamos con naturalidad píldoras, condones, dius y anillos, no necesitamos casarnos para nada, y podemos tener relaciones con quien queramos), la nueva generación parece volver a la idea del “tú y yo para siempre”. Psicólogos, educadores sociales y asistentes sociales muestran su asombro al comprobar cómo muchas de estas niñas, especialmente las de clase baja y ambientes marginales, se someten voluntariamente a su macho, permiten que su macho se pelee con otros “por ella”, permite que su macho la vigile y la lleve a casa cuando el macho considera que es el momento de seguir divirtiéndose solo o con amigos.

Estas adolescentes por un lado se presentan como mujeres duras, y se visten como guerreras hiphoperas, aunque su atuendo de gala se caracterice por un uso exagerado del bolso y los zapatos de tacón que llevaban nuestras abuelas y madres. Entenderemos este fenómeno mejor si pensamos en la Juani de Yo soy la Juani. Este tipo de niñas-mujeres sufren una contradicción enorme entre lo que son cuando están sin novio y en lo que se convierten cuando lo tienen; es frecuente que muchas piensen que no es malo que tu pareja te de un cachete de vez en cuando. Están insensibilizadas con respecto a la opresión patriarcal, no saben de feminismos, y lo de violencia de género lo asumen como violencia pasional. A las novias fieles, los niños-hombre las dotan de un estatus de respetabilidad; a las mujeres que tienen relaciones libres se las llama guarrillas: la doble moral sigue inserta en lo más profundo del imaginario colectivo.

Es un fenómeno que sin embargo hasta ahora no ha sido analizado con suficiente profundidad; pero queremos subrayar su complejidad porque también se ha percibido una integración de los modelos amorosos latinoamericanos en los amores adolescentes de la calle o del instituto. De algún modo, los valores latinos, su pasionalidad, su división de roles y sus rígidos estereotipos (ellas están locas por tener novio a toda costa, ellos siempre tratan de ponerlas los cuernos sin que ellas los dejen), están mezclándose en nuestro país con los modelos amorosos posmodernos.


Habrá que ver el resultado de esa mezcla, porque es un fenómeno radicalmente contrario al ambiente urbano juvenil en general. Las generaciones de mujeres universitarias que han surgido desde la transición española hasta la actualidad, nos sentimos orgullosas de estudiar, de ser autónomas. Valoramos nuestra independencia y las oportunidades que hemos tenido, porque nuestras abuelas no las tuvieron. Deseamos relaciones igualitarias con hombres que sean capaces de disfrutar de una relación sin miedos e inseguridades. Controlamos nuestra capacidad reproductora y somos más dueñas de nuestros cuerpos que nunca; por supuesto no permitiríamos que un macho alfa se pelease con otro alfa por nosotras, porque no somos propiedad de nadie.

Nuestras formas de relacionarnos con el otro sexo oscilan entre el romanticismo idealizado, la pasión turbulenta o los períodos de descanso emocional y desenfreno sexual. Muchas buscan a su príncipe azul y mientras se divierten; otras ya lo tienen y lo disfrutan; unas se cansan pronto y buscan de nuevo otro príncipe azul.

Nuestras abuelas admiten que aguantaron demasiado, “pero vosotras no aguantáis ná”. La mujer posmoderna es exigente porque desea un hombre que cumpla sus expectativas: un hombre que no sea machista, que no nos sustituya por su madre, que no nos huya como a las esposas, que sea capaz de relacionarse libre e igualitariamente con nosotras. Queremos hombres seguros de sí mismos, inteligentes, con sentido del humor, independientes, guapos y con habilidades sociales, y huimos del macho ibérico de doble moral, que va perdiendo poco a poco su atractivo. Queremos demasiado, quizás.

En ese querer demasiado residen las frustraciones femeninas; quizás es cierto que empleamos excesivo tiempo y energía en la empresa amorosa, cuando nunca obtenemos de ella más que decepciones, luchas de poder, traiciones, huidas y sufrimiento. Esto es así cuantas más expectativas tenemos puestas en el amor como la meta ideal de nuestra vida, o como solución a todos nuestros problemas. Si además de amor queremos lograr a través de él la felicidad, al final nos perdemos en abstracciones inevitablemente decepcionantes que no nos sirven para relacionarnos con los demás; sólo amando a los que nos rodean tal y como son podemos realmente crear redes emocionales contra la soledad y hacernos la vida más fácil unos a otros.

Es curiosa la afirmación de los estudios sociológicos, que revelan que la verdadera emancipación de las mujeres no se produce al enamorarse y emparejarse, sino después, cuando se separan o enviudan. Las mujeres más mayores están situándose como una de las fuerzas sociales más poderosas en Occidente, pues tienen salud, energía, poder adquisitivo, experiencia en la vida, y redes sociales que les reportan gran satisfacción. Estas mujeres no necesitan ya hombres, y, si establecen relaciones con ellos, es bajo la fórmula de “tú en tu casa y yo en la mía” (especialmente si pueden permitírselo económicamente). Porque, una vez alcanzada la autonomía y la independencia, las mujeres menopáusicas no quieren renunciar a ellas por la llegada del amor. Ya no lo es todo en sus vidas, y muchas prescinden de él. Porque no lo necesitan para sentirse completas.







Coral Herrera Gómez
Mayo 2010







Bibliografía

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1)     Berger, Peter y Luckmann, Thomas: “La construcción social de la realidad”, Amorrortu ediciones, Buenos Aires, 1997.

2)     De Beauvoir, Simone: “El segundo sexo. La experiencia vivida”, Ediciones Siglo  XX, Buenos Aires, 1949.
3)     Coria, Clara: “El amor no es como nos contaron… ni como lo inventamos”, Paidós, Buenos Aires, 2005.
4)     Dowling, Colette: “El complejo de Cenicienta”, Mondadori, Barcelona, 2003.
5)     Gil Calvo, Enrique: “Medias miradas. Un análisis cultural de la imagen femenina”, Anagrama, Barcelona, 2000.
6)     Lipovetsky, Gilles: “La tercera mujer”, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.




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