23 de junio de 2015

Lo Romántico es Político





Otras formas de quererse son posibles

Sálvame: la utopía romántica de la transformación personal.

El amor romántico es hoy una utopía emocional colectiva: en nuestro mundo posmoderno la gente busca la fusión (con la media naranja y con el Cosmos), la salvación, la transformación y la felicidad a través del amor de pareja. El romanticismo es también una especie de religión individualista, con sus paraísos hechos a medida y con sus múltiples infiernos, con sus rituales de unión y separación, con sus propios símbolos, mitos, héroes y heroínas, y con sus mártires del amor.

Como cualquier utopía, el romanticismo posmoderno es un espacio mágico cargado de promesas de cambio y transformación. El amor es un proceso revolucionario personal porque trastoca nuestras vidas enteras, y construye puntos de inflexión en nuestras biografías: nos revuelve las emociones, desbarata nuestros  horarios y costumbres, nos lleva a tomar decisiones importantes, nos sitúa en estados extraordinarios que alteran nuestra cotidianidad, y nos eleva el espíritu hacia la inmensidad del Universo, la eternidad, la pureza, la perfección y la felicidad.

En los cuentos que nos cuentan, la magia del amor nos cambia la vida: las chicas pobres se convierten en princesas, los adolescentes inmaduros se convierten en hombres adultos y valientes, las ranas se transforman en príncipes azules, los monstruos recuperan su Humanidad, las hadas te paralizan (te duermen, o te congelan), las brujas preparan brebajes para enloquecer a sus víctimas, los muertos resucitan, los pájaros hablan, los dragones vuelan, y el amor lo puede todo. 

El amor no sólo puede cambiarnos la vida a mejor, sino que también contiene una promesa de salvación. Las protagonistas de los cuentos se salvan de la explotación laboral o del encierro en la torre a través del amor, pero también en la vida real el amor nos salva: la periodista que por amor se transforma en Reina de España, o la plebeya que se transforma en Princesa de Gales. Ninguna de las dos tendrá que hacer frente, como sus compañeras de generación, a la precariedad femenina,  a los vaivenes del mercado laboral, a las crisis económicas y el desempleo.

Letizia y Kate fueron elegidas por un príncipe azul europeo, pero no son las únicas: también las novias de los futbolistas multimillonarios se salvan de la angustia económica cuando son elegidas por los héroes de la posmodernidad. Las mujeres que logran emparejarse con líderes que acumulan recursos y poder se salvan todas (siempre y cuando logren mantener la pareja), por eso no es de extrañar que haya tantas mujeres en el mundo que en lugar de trabajar por su autonomía económica prefieren esperar a ser elegidas por algún hombre que las mantenga de por vida.



Las novias de los narcos son otro ejemplo de cómo se puede salir de la pobreza gracias al amor. En muchos países de Centroamérica y América Latina, las adolescentes sueñan con ser elegidas por los líderes: a través de ellos lograrán una posición social y económica que no obtendrían por si solas en una economía controlada por el narcotráfico.

Pero esto del amor no es sólo una cuestión de recursos y poder, también va cargado de promesas de felicidad, eternidad, perfección, y compañía asegurada. Al amor le pedimos que nos haga sentir únicas y especiales, que nos espante el miedo a la soledad, que nos arregle los problemas, que nos quite el aburrimiento mortal, que llene todos nuestros vacíos y colme todas nuestras necesidades, que nos  haga sentir auto-realizados/as, que nos ofrezca seguridad y estabilidad, que nos proporcione emociones intensas y hermosas y que sea para siempre.

A los posmodernos nos gusta mucho vivir otras realidades y escapar del presente que mediante los relatos, las drogas, las fiestas y celebraciones, o los deportes de riesgo. Nos gusta ver películas, leer novelas, y ponernos en la piel de otras personas que sí logran encontrar a su media naranja. Nos encanta la magia y por eso nos gusta, también, construir mundos de ilusión colectiva como las navidades, la semana santa, el día de San Valentín…   

A los que habitamos en las islas de la posmodernidad nos encanta estar en varios sitios a la vez, y nos cuesta estar donde estamos. Por eso amortiguamos el impacto del momento presente cubriéndonos con pantallas, jugamos con el espacio-tiempo a través de las redes sociales, hacemos muchas cosas a la vez, construimos nuestra biografía virtual en la Nube digital, nos conocemos y nos enamoramos en webs de contactos por Internet. Las fronteras entre realidad y ficción son difusas, y todos podemos construir nuestro mundo virtual a nuestro gusto, aunque no coincida mucho con nuestra cotidianidad del día a día.

Cuanto más dura es la realidad, más ganas tenemos de escapar de ella: el romanticismo es la excusa perfecta para soñar con otras vidas posibles, para olvidarnos de un mundo que no nos gusta, para imaginar otras realidades mientras nos evadimos de la nuestra. Además, soñar con el amor no sólo nos sirve para evadirnos de una realidad que no nos gusta, sino que también nos quita la responsabilidad sobre nuestra propia felicidad.

Nos cuesta comprometernos con nosotras mismas, así que le pedimos a alguien externo que se comprometa con nosotras. Nos cuesta querernos y aceptarnos tal y como somos, así que delegamos en el amado o la amada pensando: “yo estoy llena de inseguridades, pero si viene otra persona a decirme que soy maravillosa, será más fácil que me lo crea”. Como no soy feliz,  le pido a mi amado o amada que me haga feliz. Como no estoy bien, me junto a alguien que esté bien y que me contagie su alegría.

Esta idealización del amor y de su capacidad de transformación mágica implica que en lugar de poner las energías y la ilusión en trabajar por nuestro bienestar y el de los demás, preferimos esperar a que la vida nos traiga a alguien que nos solucione los asuntos. Alguien que nos de fuerzas para vivir, nos devuelva la esperanza y la ilusión, nos suba la autoestima, nos motive para hacer todas las cosas que no hacemos porque nos da miedo. O pereza. O porque creemos que solas no podemos.

Amar es un acto de fe, por eso hay gente que se junta para amarse contra viento y marea, y que es capaz de hacer cualquier cosa “por amor”: cambiar de ciudad o de país, dejar atrás un proyecto de vida para comenzar otro, romper con la pareja, romper con la familia si se opone a nuestro amor… 

Ejemplos de este poder de transformación hay miles en nuestra cultura: la periodista que se convierte en reina de España, la prostituta que se convierte en esposa de Richard Gere,  la chica que está en coma y se salva con un beso de amor, la Bestia que se convierte en príncipe…

Todos y todas queremos cambios, solo que mientras hay gente que trabaja duro para mejorar nuestras condiciones de vida en movimientos sociales y políticos, en colectivos y organizaciones, la gran mayoría sueña con paraísos románticos personalizados siguiendo el lema del: “Sálvese quien pueda”. 

Al capitalismo posmoderno no le viene nada bien que la gente se junte para propiciar un cambio político, social y económico que mejore las vidas de todos, por eso la industria del romanticismo nos vende estos paraísos  hechos a medida: así permanecemos entretenidas buscando a la media naranja en lugar de juntarnos a los demás para luchar por nuestros derechos y libertades.

El amor es un potente mecanismo de control social y político que sirve para que todos y todas adoptemos voluntariamente un estilo de vida basado en la desigualdad, la producción y el consumo. Pero también puede ser una vía revolucionaria para transformar colectivamente la realidad en la que vivimos.


Lo romántico es político

Amamos como vivimos: nuestra utopía romántica está cargada de ideología hegemónica, invisibilizada por la magia del amor. Nuestras estructuras de relación erótica, amorosa y afectiva condicionan (y están condicionadas por) la forma en que nos organizamos económica, política y socialmente. A través de la familia, el proceso de socialización, la educación y la cultura, heredamos unas estructuras de relación con la gente y con el mundo basadas en los principios del patriarcado y el capitalismo: la propiedad privada, el interés personal, el egoísmo, las jerarquías, la desigualdad, la explotación, el individualismo, las luchas de poder y la violencia. 

Lo romántico es político porque el amor es un fenómeno universal y colectivo: ha existido en todas las épocas y todas las culturas, y todas ellas lo construyen en base a la ideología que domina todo el sistema de organización política y económica. Cada cultura amorosa tiene sus propios mitos, sus normas, costumbres, tabúes, prohibiciones, reglamentos y castigos para las y los disidentes sentimentales.   

El romanticismo capitalista y patriarcal es tan desigual y violento como el sistema económico. Nos relacionamos con la gente de un modo jerárquico, y siempre velando por nuestras necesidades (poder y recursos): en el trabajo, en la comunidad de vecinos, en el parlamento, en el sindicato, en el partido político, en los deportes, en la familia, en el grupo de amigos, en la pareja.

Lo primero que aprendemos cuando integramos los mandatos del romanticismo tradicional en nuestras vidas es que somos dueñas y dueños de las personas a las que amamos. Esto implica una profunda tiranía: “si yo te amo, tú me perteneces”. “Como yo te amo, tengo derecho a saber qué haces, a limitar lo que haces, a controlar tu vida, y a reprocharte que no seas como yo esperaba que fueses”.

La sublimación de esta violencia romántica es la que provoca que la gente malgaste su vida en tratar de dominarse mutuamente. Violencia y romanticismo son términos contrapuestos en apariencia, pero la realidad es que nuestras relaciones personales son como nuestras relaciones internacionales: explotamos a la gente, abusamos de la gente, ejercemos nuestro poder absolutista, colonizamos a las personas que amamos, y nos metemos en horribles guerras por recursos y luchas de poder entre nosotros.

Por eso no resulta extraño encontrarse con gente que se declara “romántica” o “amorosa” y hace gala de su extrema “sensibilidad” ante las “muestras de amor” (por ejemplo, regalar ramos de flores, joyas, cenas de lujo, etc.), pero se relaciona con su mundo cotidiano desde el odio. No hay contradicción, por ejemplo, en la persona que llora con una película romántica y que dos horas después, en una conversación con amigos, se dedique a insultar y a justificar la inferioridad de las mujeres, o la violencia contra las personas migrantes. Es esa gente que llora en las bodas y siente asco por los mendigos, esa gente que sueña con verse de blanco desfilando hacia el altar y se cambia de sitio en el metro si se le sienta una mujer extranjera al lado.

Hay mucho romanticismo en nuestra cultura, pero muy poco amor. Los medios de comunicación y la publicidad nunca nos muestran el  amor colectivo si no es para vender seguros o productos de telefonía móvil.  Nunca se nos muestra la capacidad que tenemos las personas para unirnos, luchar juntos por una buena causa y cantar victoria, porque pondría en grave peligro el orden establecido. El sistema nos quiere solas, o de dos en dos, puesto que así somos más vulnerables y obedientes, sumergidos en estructuras de dependencia mutua por voluntad propia.

Hay gente que desea salvarse a sí misma, y gente que trabaja en la construcción de estructuras económicas alternativas al capitalismo hegemónico como los bancos de tiempo, los mercados de trueque, las redes de solidaridad y ayuda mutua, los espacios de reciclaje, los huertos colectivos, los bancos de semillas, las monedas sociales… Existen multitud de espacios en los que la gente se está juntando para hacer frente a la precariedad, la pobreza y la violencia de nuestro sistema actual. Sin embargo, las mayorías siguen los caminos marcados por el sistema hegemónico bajo la ley del más fuerte: cada uno se salva como puede.


Por el interés te quiero, Andrés.

Aunque no es cierto que tener esposo o marido te saque de la pobreza (hay muchos maridos en el mundo que se gastan el salario en alcohol, en el juego o en la prostitución y dejan a sus ocho hijos sin comer todo el mes), los relatos de nuestra cultura nos hacen creer que la única solución para que las mujeres puedan salir de la pobreza es enamorar a un hombre que nos mantenga y que nos quiera.

La educación patriarcal consiste en hacernos creer que las niñas necesitan a un padre protector y proveedor de recursos, y después, un sustituto del padre protector. A los niños les hacen creer que siempre habrá en sus vidas una mujer-criada que les resuelva las necesidades básicas (comida, higiene, cuidos, placer).

De este modo, en nuestra educación patriarcal no existe la autonomía: somos medias naranjas que sólo se completarán encontrando a alguien con quien encajar. Alguien que tenga lo que nosotras no tenemos para hacer frente a la vida, que posea conocimientos y habilidades que nosotras no tenemos para que nos resuelvan los problemas básicos.

Si bien es cierto que a los niños se les enseña a amar su libertad y a defenderla, no se les proporciona las herramientas para que adquieran una autonomía total: no se les enseña a cocinar, a coser, a cuidar, a curar, a lavar, etc. para que siempre necesiten una criada a su lado.

A las mujeres nos educan desde pequeñitas para adorar  a las figuras masculinas de nuestro entorno: ellos son los poderosos que nos protegen y que se sacrifican para traernos dinero, comida y recursos.

Para que nos creamos que los hombres son fundamentales en nuestras vidas, somos representadas en los relatos siempre solas.  Las mujeres de los cuentos nunca tienen madre, hermanas, primas, amigas, vecinas, tías, o compañeras. Cuanto más solas, más vulnerables, y más dependientes son.

La soledad de la chica justifica la existencia de un príncipe azul, que no tendría apenas importancia si las protagonistas tuvieran una sólida red social y afectiva a su alrededor. La dependencia femenina también justifica la grandiosidad del Salvador: si las heroínas confiasen en sus propias capacidades para salir adelante, no permanecerían inactivas dando pena mientras esperan a que alguien las rescate.

El mensaje que se nos lanza desde la narrativa patriarcal es que esperar a solas es la única acción efectiva para salir del encierro o para liberarse del hechizo: tenemos que tener fe, tener paciencia, y mantenernos bellas y encantadoras para que, cuando llegue el momento del amor, podamos seducir al príncipe con nuestros encantos.

En las historias románticas el Salvador tiene una doble misión: rescatar a una damisela en apuros, y salvar a su pueblo-comunidad-reino o planeta de feroces enemigos (el dragón volador, los orcos, los comunistas, los extraterrestres,  la mafia, los ciberterroristas, los robots pensantes, etc.). Los hombres protagonistas de nuestras historias se sacrifican mucho “por amor” a la Humanidad: llegan al límite de sus fuerzas, se encuentran cara a cara con la muerte, derrotan sus propios miedos, pasan sed, hambre y sueño, soportan el dolor físico y las heridas sangrantes, se empoderan para ganar todas las batallas…

La existencia masculina gira en torno al eje éxito/fracaso constantemente.  Ningún hombre desea ser el perdedor, por eso vale cualquier medio para lograr el fin: la violencia es un medio como otro cualquiera para evitar la caída, para evitar la muerte, para imponer tu poder, para obtener recursos, para hacerse con el tesoro, para tomar el gobierno, para secuestrar a la amada, para salvar al planeta. El uso de la violencia patriarcal entonces, se justifica por una cuestión de supervivencia para el macho: la derrota es la muerte.

Nosotras somos parte del éxito, somos el premio al esfuerzo, somos el botín de guerra, somos las que cuidamos a los guerreros entre batalla y batalla, somos las eternas agradecidas por haber sido liberadas de nuestro encierro o de la explotación laboral. Cuando no hay mujeres generalmente este papel lo cumplen los escuderos, esos acompañantes que siempre son más bajitos que el héroe. O son negros. O son gorditos. O son torpes. O son adolescentes inexpertos. O son gays y viven enamorados del héroe, felices de poder servirle y estar cerca de él.

Las mujeres nos sentimos atraídas por machos alfa poderosos, con recursos, con fuerza física, con capacidad para ganar, porque jugamos con una enorme desventaja. El mundo es de los hombres. Ellos son los que poseen el 98% de las tierras, ellos son los que acumulan riquezas, ellos son los que dirigen mayormente países, bancos, empresas, ejércitos, iglesias, sindicatos y organizaciones mundiales. Nosotras somos más pobres, más analfabetas, sufrimos más desnutrición  y violencia.

Es normal, entonces, que el patriarcado nos eduque para juntarnos en parejas complementarias en las que uno tiene el poder y los recursos, y la otra tiene el don de la abnegación, el servicio, el sacrificio, la entrega. Uno se encarga de las tareas de bricolaje, la otra de las tareas domésticas. Unos mandan, otras obedecen. Unos son agresivos y autoritarios, las otras somos sensibles y generosas: mientras todos cumplan con su papel, el equilibrio parece perfecto.

Este espejismo romántico de la complementariedad no funciona, sin embargo: no nos sirve para ser felices, ni nos sirve para tener una mínima calidad de vida. Las tasas de divorcio demuestran que este equilibrio ni es eterno ni es perfecto, y que las relaciones sentimentales, como todas las demás, están atravesadas por constantes luchas de poder. Las tasas de mujeres asesinadas por sus compañeros sentimentales demuestran también que esta fantasía de la complementariedad romántica es desigual, injusta, dolorosa  y muy violenta.

La dominación masculina se sublima y se mitifica en nuestra cultura (todas las películas de acción de la industria Hollywoodiense ensalzan el poder del macho violento), pero la realidad es que el patriarcado es un desastre y sus estructuras no nos sirven para ser felices. Es cierto que a unos pocos les va muy bien en este sistema de dominación por jerarquías, pero a la gran mayoría nos hace muy infelices porque no nos permite crear relaciones bonitas basadas en el placer, la ternura o el amor.

El romanticismo patriarcal es útil para crear poesía, dramas, tragedias, óperas y obras maestras en el cine, para perpetuar eternamente la batalla de los sexos, para justificar los privilegios de unos pocos varones blancos ricos y heterosexuales, para justificar la violencia patriarcal y las guerras personales y colectivas.

Pero no nos sirve para construir un mundo mejor, más amable, más solidario, más amoroso y más pacífico.

Nuestras relaciones románticas son interesadas y violentas del mismo modo que el resto de las relaciones sociales y afectivas: nos juntamos a una persona para construir una alianza que nos permita hacer frente al mundo.  La vida humana, como la del resto de los animales, está condicionada por la búsqueda y obtención de recursos: todos los animales, desde que se levantan hasta que se acuestan, tienen que procurarse una dosis mínima de alimentos que les permita sobrevivir, atacar a otros semejantes para defender su territorio, y defenderse de otros predadores que también necesitan su dosis de alimento.

Algunos animales luchan en solitario, otros se organizan en comunidades para salir adelante. Nosotros pertenecemos al segundo grupo: sobrevivimos como especie gracias a nuestra capacidad para trabajar en equipo, repartirnos las tareas, y ayudarnos mutuamente.

Sin embargo, a pesar de ser animales gregarios que se necesitan para la supervivencia individual y colectiva, en nuestras historias de ficción el protagonismo no es del grupo: solo hay un vencedor, un héroe. Del mismo modo que pasamos de las religiones politeístas a las monoteístas, los relatos paganos también mitifican al héroe solitario que salva a todos los demás.

Dios nos salva del pecado, el macho alfa nos salva de las invasiones alienígenas: siempre son varones, y siempre están solos. Mitificar al héroe solitario y mitificar la búsqueda de la felicidad individual es el mejor método para alejarnos de la tentación de la felicidad colectiva.

El coste de optar por la salvación personal es alto, sin embargo. En nuestra cultura el amor siempre se asocia al sacrificio, a la renuncia, al sufrimiento, a la devoción y la entrega absolutas. A las mujeres se nos cuenta que nacemos con un don para amar y cuidar a los demás, para entregarnos sin pedir nada a cambio, para olvidarnos de nosotras mismas, de nuestras necesidades y deseos. Podremos ser felices si encontramos a alguien que quiera ser amado por nosotras, y si cumplimos nuestro rol histórico con fidelidad y abnegación.

En nuestros relatos y leyendas, renunciar a la libertad y la autonomía personal es una prueba de amor que nos traerá más amor. Por eso puedo renunciar a lo que sea y exigirle al otro que haga lo mismo: si yo dejo de salir con mis amigos, tú dejas de salir con los tuyos. Si yo sólo pienso y ti y construyo mi vida en torno a ti, tú tienes que hacer lo mismo.

Sin embargo, la renuncia y el sacrificio no es lo mismo para las mujeres que para los hombres. La libertad de las mujeres es anulada en todo el mundo bajo la excusa de que somos seres salvajes que han de ser domesticados. Millones de niñas son mutiladas en el mundo para que no disfruten con el sexo bajo la creencia de que así serán menos infieles a sus maridos. Miles de mujeres son lapidadas en público por ejercer su libertad, y muchas otras son asesinadas en sus casas a diario. La prensa no habla de asesinatos: en la mayor parte de los titulares, las mujeres mueren por sí solas. Si el marido se puso violento es porque le desobedeció, le mintió, le traicionó o le abandonó: los “crímenes pasionales” siempre tienen algún motivo,  y las culpables somos nosotras por rebelarnos ante la autoridad patriarcal. Los feminicidios no se tratan como una cuestión política porque son cosas que pasan en el ámbito privado, es algo que ocurre entre un hombre y su propiedad, y los demás no tenemos por qué opinar (algo habrán hecho las mujeres para recibir un castigo de tal calibre: ellas se lo buscaron al salirse de su rol sumiso)

La doble moral sexual sirve para justificar la libertad masculina y condenar la femenina. El mundo está lleno de hombres que se escapan a los puticlubs todas las semanas, que mantienen dos familias a la vez, que echan canitas al aire cuando lo necesitan. En cambio las mujeres son satanizadas cuando practican la promiscuidad, cuando se marchan de casa o cuando desobedecen a sus maridos. El castigo para las mujeres que ejercen la libertad es monstruoso: ostracismo social o expulsión del grupo, cárcel, latigazos, apedreamientos hasta la muerte.

El amor patriarcal es una estructura muy eficaz para la perpetuación de esta desigualdad porque las mujeres caemos en la trampa del paraíso romántico pensando que podremos liberarnos y ser felices teniendo parejas. Como no nos cuentan qué hay después de la boda, nos toca vivirlo en carne propia. Descubrimos tarde que la realidad es distinta a la que nos cuentan los cuentos: el mundo está lleno de mujeres atrapadas en su palacio de cristal o su choza de cartón, mujeres decepcionadas, resignadas,  cansadas, sobrecargadas, frustradas y dolidas. Algunas pueden divorciarse y otras no, dependiendo de su situación económica y del número de hijos e hijas que tengan. Algunas vuelven a enamorarse y a construir otro paraíso pensando que esta vez sí, otras se resignan pesando que han tenido mala suerte y se quedan esperando que ocurra un milagro (que mi marido vuelva a enamorarse de mí, que aparezca un príncipe azul que me salve del Ogro, que me toque la lotería y no tenga que depender de nadie económicamente, que el tiempo pase rápido para que mis hijos se hagan mayores pronto y poder atreverme a vivir la vida que quiero vivir…).

Lo cierto es que los mensajes que nos lanzan a las mujeres posmodernas son sumamente contradictorios: de niñas nos hacen soñar con la “salvación romántica”, y a la vez nos exigen que saquemos buenas notas en el colegio. De jóvenes nos piden que nos emparejemos y que nos formemos para el mercado laboral, de adultas se nos pide que seamos buenas esposas y madres, y que también seamos exitosas en nuestro trabajo. El mercado laboral nos lo pone muy  difícil, pero casi todas soñamos con la independencia económica mientras dependemos emocionalmente del amor. Y lo curioso es que, por muchos esfuerzos que hagamos, al final resulta que nuestros títulos universitarios no nos sirven para salir de la precariedad: la solución más práctica en estos tiempos de capitalismo salvaje sigue siendo encontrar a alguien con el que complementar tu salario y hacer frente a la intemporalidad de tus contratos, o a los despidos por maternidad.

El amor invisibiliza con su magia esta cuestión económica, y oculta el coste que supone sumergirse en las estructuras románticas de la dependencia mutua, sobre todo para nosotras. A nosotras se nos pide que renunciemos a todo a cambio de amor feliz, seguro y eterno: por eso sufrimos tanto cuando nos damos cuenta de que es todo mentira, o no se parece en nada a lo que nos habían prometido.

Se sufre mucho, si, amando bajo estas estructuras patriarcales mitificadas e idealizadas. Nos relacionamos con el amor pidiéndole tantas cosas que el nivel de decepción que sentimos es similar a la que experimentamos cuando haces una lista de regalos para los Reyes Magos y no te traen nada de lo que piden: sólo te dejan carbón y te preguntas qué has hecho tú para merecer esto.


El placer del sufrimiento y la violencia romántica

Sin sufrimiento y conflictos no hay historias de amor: si los Capuleto y los Montesco hubieran comido paella juntos todos los domingos, no habrían puesto trabas al amor de Julieta y Romeo, se hubieran casado felices, y no habría drama shakesperiano ni poesía de la tragedia. No hubiera habido muertos, ni sangre, ni armas ni venenos de por medio, no habría buenos ni malos en la historia.  

A los humanos nos encantan los retos románticos, los amores clandestinos, las relaciones imposibles, las causas perdidas, las emociones fuertes, los estados de excepción. Por eso nos aburrimos cuando tenemos una relación bonita, estable o equilibrada: sin conflicto dramático la vida es menos intensa y emocionante.  

Apenas existen poemas de amor o canciones que canten al amor: todos los boleros, tangos, coplas, canciones de pop nos hablan de desamor. Todas tienen algún reproche o insulto hacia la persona amada, todas tienen una carga de sufrimiento, algunas son muy victimistas, y la mayoría nos sitúan en dos polos opuestos: o somos los buenos (los que aman), o somos los malos (los que se desenamoran, los que no aman, los que reparten su amor con otra gente, los que se saltan la norma de la exclusividad).

En el siglo XIX el Romanticismo sublimó y mitificó el sufrimiento amoroso, lujo que sólo se podían permitir las clases altas y la incipiente clase burguesa. La gran mayoría de los mortales no tenían tiempo para perderse en sufrimientos imaginarios: tenían que trabajar de sol a sol y asegurar la supervivencia (la suya propia y la de sus hijos e hijas).

Muchos siglos antes, nuestra cultura cristiana asoció indisolublemente el amor a lo sagrado, y el amor con el dolor: Jesús sufrió una agonía terrible sólo porque nos amaba y quería salvarnos a todos de nuestros pecados. Él es el máximo exponente de cómo el amor es sacrificio, renuncia y dolor: es un mártir del amor.

Gracias a su sacrificio, todos nosotros en la actualidad pensamos que el amor verdadero implica pasarlo mal. Y que cuanto peor lo pasamos, más divinos parecemos, más elevados espiritualmente, más sensibles y amorosos. Hemos mitificado a la figura de la persona romántica que no soporta la realidad, que nunca trabaja por transformarla, y que impone su amor con actos trágicos o violentos como el “suicidio por amor”.

La mitificación del suicidio romántico en el XIX nos presenta la violencia hacia una misma como la máxima prueba de amor, aunque desde mi perspectiva es pura violencia basada en el chantaje emocional. El mensaje es claro: “si no me quieres como yo quiero, me mato, para que te sientas mala persona y te coma la culpabilidad”.

La violencia romántica también provoca asesinatos a diario, lo que hoy conocemos como el feminicidio: son millones los hombres resuelven sus conflictos amorosos matando a las mujeres que no les aman o no les obedecen. Toda nuestra cultura justifica con explicaciones esta violencia pasional masculina: “la mató porque le cegaron los celos”, “le golpeó porque no quería perderla”, “le arrojó ácido a la cara porque le llevó la contraria”, “le sacó los ojos porque ella fue infiel”.

Las mujeres también ejercemos nuestra propia forma de violencia, pero no solemos usar tanto la fuerza física. Desde una posición de sumisión, podemos utilizar diversos mecanismos para dominar al que nos domina: insultos, humillaciones, reproches, acusaciones, amenazas, chantajes,  manipulación. Las mujeres también nos vengamos, también amargamos la vida al enemigo amado, también construimos infiernos llenos de odio, dolor, y maldad.

En nuestra cultura las mujeres también somos capaces de todo con tal de lograr el amor: las protagonistas de los culebrones son mujeres llenas de odio, pero muy románticas. Las malas compiten con otras mujeres por un hombre, y no tienen escrúpulos para conseguir sus objetivos. Las buenas son las víctimas que sufren y que esperan sentadas a que las cosas se resuelvan por sí solas y a que actúe la justicia romántica.

Esta es una de las razones por las que nos separamos haciendo la guerra: empezamos una relación con amor, y casi siempre la terminamos con odio. Al principio damos lo mejor de nosotros mismos, y al final mostramos nuestro lado más violento y mezquino. No sabemos separarnos con cariño: construimos un conflicto para hacer dos bandos: unos son los culpables y otros son las víctimas. Bajo las normas del romanticismo, las víctimas pueden ejercer la violencia legítimamente: tienen todo el derecho del mundo a joder la vida de la persona que les ha destrozado el corazón.  

Esta justicia romántica patriarcal que divide el mundo entre buenos y malos, permite a “los buenos”  desarrollar su afán de venganza utilizando todo tipo de armas y estrategias, bajo el lema de que “el amor y el odio son las dos caras de la misma moneda”.  En nuestra cultura amorosa el odio romántico es una prueba sublime de amor, por eso nos hemos creído esto de que “los que se pelean, son los que más se desean”, “quien bien te quiere te hará llorar”, “del amor al odio hay un paso”, “para amar hay que sufrir”. Por eso nuestra cultura ensalza tanto el sadismo y el masoquismo romántico: nos gusta sufrir, nos gusta que sufran por nosotros, nos gusta dominar y que nos dominen, nos gusta vivir la catarsis, la tragedia, y el drama.

El mejor ejemplo lo tenemos en la cosmogonía griega en la que Hera, mujer obsesiva compulsiva que pasa siglos vengándose de su marido, tratando de controlarlo, de someterlo para que le sea fiel, de castigarlo cuando no se porta bien. El motor vital de Zeus es tratar de escapar al poder de su esposa, burlar su vigilancia, ejercer su libertad, y buscar el placer violando a cuantas diosas, semi-diosas y humanas  se crucen en su camino. La historia del matrimonio divino está basada, entonces, en una estructura circular que se repite constantemente: ella vive para vigilarle, él vive para escaparse, ella le descubre y le castiga, él se vuelve a escapar.

Gracias a Hera, las mujeres del siglo XXI siguen el mismo esquema vital y establecen su vida en torno a la titánica tarea de dominar al otro. Seguimos siendo el freno de mano que limite la libertad y la voluptuosidad promiscua de los hombres. Son millones las mujeres que siguen bajando al bar para llevarse a su marido a casa, que siguen tratando de impedir que se gaste los recursos del mes en prostitutas, que se emborrache con los amigos y ponga su vida en riesgo, o que destine demasiado presupuesto para mantener a sus amantes más jóvenes. El papel de las mujeres patriarcales es dedicarse a vigilar, regañar y castigar a sus compañeros como si fuesen chiquillos rebeldes a los que hay que aplicar mano dura. Son también muchos los hombres que buscan mujeres con capacidad para controlarles, regañarles, soportar su mal comportamiento, aguantar carros y carretas, perdonarles y quererles incondicionalmente, como hacían sus mamás cuando eran pequeños.

Y esto no sucede solo en parejas heterosexuales: también gays y lesbianas se sumen en guerras románticas y violencias pasionales, también construyen relaciones de dominación y sumisión, también crean sus propios infiernos domésticos. La violencia patriarcal es transversal a nuestro sistema amoroso, y la practicamos todos en la medida en que necesitamos ejercer nuestro poder, acceder a  recursos y sentirnos importantes para alguien.

Nos relacionamos con el amor como un medio para alcanzar otros fines. El amor actual se asemeja a una inversión para alcanzar el paraíso prometido en la que ponemos mucha energía, tiempo  y recursos. Por eso si nos dejan, sentimos que hemos fracasado. Que hemos perdido el tiempo, porque hemos dado amor y no hemos obtenido lo que necesitábamos o lo que queríamos (una pareja feliz y duradera).

No sabemos relacionarnos en estructuras horizontales e igualitarias porque nuestro mundo es completamente jerárquico. Aunque nos queremos mucho, no sabemos querernos bien. Nos apasiona el romanticismo pero no tenemos herramientas para sufrir menos, y disfrutar más de las relaciones y de la vida.

No sabemos manejar nuestras emociones: en la escuela y en la familia se nos obliga a reprimirlas y a no manifestarlas públicamente. Cuando nos llenamos de ira, se nos obliga a ocultarla pero no se nos dan herramientas para aliviar una emoción tan fuerte. Tampoco nos enseñan a manejar la tristeza, la alegría desbordante, el deseo sexual o el terror: nuestros miedos son signos de debilidad que deben de ser ocultados, especialmente en el caso de los hombres.

Aprendemos a sentir y a relacionarnos sexual y afectivamente a través de los relatos, construidos a partir de un esquema narrativo basado en la pareja heterosexual, monógama, joven y con afán reproductivo. Este esquema se viene repitiendo por los siglos de los siglos, aunque cambian los nombres y los rostros. Sublimando esta forma de relación, hemos reducido el concepto de amor a la historia de chico-conoce-chica, chico-salva a la chica, chico-obtiene a la chica. Todos los finales felices son iguales: acaban con la boda como el día simbólico en el que triunfa el amor…es obvio por qué no nos cuentan qué hay después de la boda.

No sólo en los relatos románticos, sino en todos los géneros y formatos, los protagonistas de las historias utilizan la violencia para resolver conflictos y obtener lo que desean. Por eso a la gente le gusta tanto la historia del rapto por amor: el hombre quiere tanto a la princesa, que tiene que usar la violencia para poder tenerla en sus brazos y poseerla. El secuestro romántico es la lucha de un hombre contra otros hombres para obtener el botín de guerra: generalmente es la lucha del novio contra la ley del pater familias. Los mozos roban a las novias porque las mujeres son propiedad del  padre y después del esposo, aunque ellas no lo ven como un traspaso entre dos amos, sino como una liberación: véase Julieta desafiando a su padre con valentía para unirse a Romeo y convertirse en su esposa.

Julieta se realiza como mujer y como adulta a través de su lucha por alcanzar la fusión con Romeo. Este es el gran sueño que nos mantiene a todos alejados de los asuntos de la polis, y ocupados en la búsqueda de nuestra media naranja. El amor romántico es el medio para liberarse y salvarse a sí mismo: es uno de los proyectos personales más importantes de nuestras vidas. No es de extrañar, entonces, que este ensimismamiento romántico nos tenga a todos solos y solas, ilusionadas y decepcionadas, y ajenas a un mundo que no nos gusta.

 




Otras formas de quererse son posibles

El amor es una construcción (cultural, social, política), y por eso, lo mismo que se construye, se puede deconstruir, reformar, eliminar, reconstruir, y transformar.  El amor no es un virus mortal ni una enfermedad a la que una ha de enfrentarse en solitario: no estamos condenados a padecer el hechizo del amor que nos roba el juicio y la sensatez, que nos quita horas de sueño, que nos hace infelices y desgraciados, que nos enloquece y nos enajena sin que podamos hacer nada por evitarlo.  

Yo estoy convencida de que el amor puede vivirse con alegría, y puede construirse desde otras perspectivas. Podemos desmontar el amor para volver a reinventarlo: es urgente ponernos manos a la obra, individual y colectivamente, porque tenemos que contrarrestar de algún modo el desastre de mundo en el que vivimos. Para acabar con este mundo basado en la explotación de la naturaleza, los animales y las personas, y en la violencia de todos contra todos, necesitamos una transformación política, económica, social, afectiva, sexual, y cultural.  

Necesitamos un cambio radical profundo en nuestras formas de relacionarnos con las personas, con los animales, con la naturaleza, con los pueblos y los países. Para lograrlo, necesitamos crear redes de solidaridad y ayuda mutua, acabar con la cultura del “sálvese quien pueda”, y trabajar colectivamente para mejorar las vidas de todos y todas.

Necesitamos derribar la desigualdad de género para poder construir relaciones basadas en la libertad, no en la necesidad y el interés egoísta de cada sexo.  Tenemos que desaprender lo que significa ser mujer o ser hombre, para poder ser como queramos sin tener que someternos a las “normas de género” que nos imponen un estilo de vida, unos estereotipos y unos roles, y nos encierran en una identidad inmutable.

Despatriarcalizar el amor nos permitirá amarnos y querernos de tú a tú, sin jerarquías, sin dominación y sin violencia. Desmitificar todas nuestras historias de amor nos permitirá querernos los unos a los otros tal y como somos. Para poder desmontar el romanticismo patriarcal y capitalista, tenemos que ensanchar el concepto de amor a toda la comunidad, sin reducirlo a una única persona.

Tenemos que contarnos otros cuentos e inventar otros finales felices, mostrar la diversidad amorosa y sexual del mundo real, construir protagonismos colectivos y crear personajes capaces de salvarse a sí mismos, alejados de la masculinidad o la feminidad hegemónica.

Es necesario derribar las antiguas estructuras de dependencia e inventarnos otras formas de relacionarnos basadas en la solidaridad, la empatía, la libertad y la ternura social. Así podremos acabar con las guerras románticas, aprender a juntarnos y a separarnos con cariño, relacionarnos con amor con todo el mundo, y diversificar afectos.

Queriéndonos bien podremos acabar con las fobias y las enfermedades sociales como el machismo, la misoginia, el racismo, la xenofobia, la homofobia, o el clasismo. Con las guerras que hacemos contra los vecinos o los compañeros de trabajo, contra los raros y los diferentes… con más amor común, tendremos más herramientas para construir un mundo más pacífico y habitable.

Para aprender, organizarnos, celebrar, y transformar colectivamente el mundo que habitamos necesitamos mucho amor del bueno: es un asunto político que nos concierne a todos y todas, por eso es tan importante sacar el debate a las calles y a las plazas, a los congresos y las academias, a las asambleas y a los bares, a los medios de comunicación y a los espacios de discusión pública: tenemos que reivindicar el buen trato, el derecho al placer y al gozo, el respeto mutuo, las relaciones entre iguales, la expresión de nuestras emociones, la alegría de vivir y construir con más gente.

Tenemos que repensar colectivamente el amor, liberarlo de las estructuras que lo constriñen, romper con las normas del romanticismo tradicional y la doble moral sexual, derribar el régimen heterosexual, acabar con la sacralidad del dúo, cuestionar todos nuestros tabúes.

El reto es apasionante, porque una vez analizado y desmontado el amor, tenemos que lanzarnos sin referencias ni fórmulas mágicas a construirlo de nuevo, a probar nuevas vías de relacionarse sexual  y sentimentalmente, a crear otros romanticismos que nos permitan sufrir menos. Y nos dejen querernos más, y mejor.

Otras formas de querernos son posibles….

hay que lanzarse a la Revolución Amorosa sin miedo.


Coral Herrera Gómez


También puedes leerlo en inglés.




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