Llevo mucho tiempo pensando en el placer del sufrimiento. A primera vista pueden parecer dos términos contrapuestos, pero piensen en la cantidad de gente que disfruta pasándolo mal. Una característica esencial de la cultura occidental cristiana es el gusto por la sangre, el dolor, el sacrificio, el martirio. .. toda la simbología cristiana está plagada de espinas, lágrimas, cruces, llagas, sangre... y los nazarenos en semana santa, que se fustigan con deleite ante la admiración y el respeto del público en las procesiones.
De esta cultura cristiana, además, viene nuestro gran sentimiento de culpa
(por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa).
A los humanos, no sé por qué, nos gusta sufrir y hacer sufrir. No he visto ningún animal que acorrale a otro animal mientras los suyos jalean para que lo mate después de marearle con tanta vuelta. Los animales no torturan, no disfrutan viendo a otros matar o maltratar.
Nosotros somos, en ese sentido, una especie sanguinaria y malévola.
En otro nivel están los sadomasoquistas, que sienten el dolor como placer asociado al erotismo. El sadomasquismo es una cuestión de grados, obviamente. Unos lo llevan en silencio, como las almorranas, y otros se meten en club de sados y masos: no se imaginan la cantidad de gente que se coloca en el papel de amo o esclavo, gente a la que le encanta jugar a dominar o someterse, humillar o sentirse humillados, azotar o ser azotados. A mí me parece un juego muy divertido, siempre pienso que es más sano practicar el sadomasoquismo en la cama que fuera de ella (veasé parejas que se maltratan mutuamente en público y en privado).
Conozco mucha gente a la que le gusta sentirse triste porque así parece una persona sensible, desgraciada, y especial. Son muchos y muchas los que creen que el mundo está contra ellos, y en general a todos nos gusta quejarnos, porque es gratis y nos desahoga mucho.
En las reuniones sociales no es frecuente que la gente entone discursos sobre lo feliz que es con lo poco que tiene. A todo el mundo le falta algo: el amor de su vida, un familiar fallecido, una casa más grande, un trabajo mejor... sufrimos de insatisfacción permanente y nos cuesta detenernos a pensar en todo lo que tenemos, en la riqueza de nuestras relaciones afectivas, en las herramientas que hemos adquirido con el paso de los años, en el techo que nos cobija de la intemperie a las noches, en la ducha de agua caliente que nos anima por la mañana, en la comida que tenemos en la nevera, en la sonrisa que nos saluda en las mañanas... Damos el interruptor de la luz pensando que lo natural es que se encienda la bombilla, sin detenernos a pensar en lo afortunados que somos por poder disfrutar algo de lo que nuestros bisabuelos no podían disfrutar, sencillamente porque no existía la luz eléctrica en las casas.
La tristeza se puso de moda en el siglo XIX, y en el XX empezamos a exaltar a todos los suicidas que dejan cadáveres bonitos, gente excesivamente sensible incapaz de adaptarse al mundo cruel que graban unos discos estupendos y luego mueren, como es el caso de Jimi Hendrix o Janis Joplin.
La autodestrucción y la insatisfacción es algo que heredamos del Romanticismo y que nos hace perder mucho tiempo de vida porque nos hace infelices, nos aísla, nos roba las energías. Cuando tenemos techo y comida asegurada, los humanos tenemos la manía de lanzarnos a ahondar en la angustia existencial, el miedo al vacío, la falta de sentido del mundo posmoderno, el miedo a la muerte, el porqué de la vida...
Nos gusta estar depres, melancólicos, tristes, decepcionados, derrotados... es como una actitud permanente ante la vida. Unos porque aman la poesía del victimismo, otros porque así se sienten protagonistas absolutos de un drama folletinesco. Unos lo utilizan para provocarse crisis, otros para crear: narradores y artistas cantan al dolor, la confusión, la sensación de pérdida, el miedo a la soledad. Los cantantes siempre cantan canciones de desamor. Prueba de ello es que apenas hay canciones de amor de verdad, de alegría y entusiasmo. Todas los reclamos son muy parecidos: "¿por qué te vas?, no me dejes, no te vayas de mi lado, no me abandones, ¿porqué me has dejado?, no entiendo lo que pasó, ingrata, ingrato, tengo el corazón partío, sin ti no soy nada", etc.
Nuestras sociedades gustan de catarsis emocionales colectivas, por eso el éxito del fútbol. La gente en televisión siempre sale llorando, exclamando, presos de euforia, arrebatados de emoción, o invadidos por la ira. A muchos les gusta ver cómo se reencuentran las personas después de años de dolor, y las audiencias se decantan por programas en los que se humilla y degrada a los concursantes "por su bien", "para que aprendan", como en Operación Triunfo.
Lo más sorprendente es cómo la gente se presta a estas cosas. Me cuesta entender por qué los concursantes lloran de felicidad cuando son aceptados en OT, o cómo pueden desear ser juzgados y humillados en público de ese modo, y como bajan la cabeza en señal de sumisión y culpabilidad ante el jurado. Operación Triunfo y muchos realities-concurso como Gran Hermano llevan un rollo super sadomasoquista; sus métodos pedagógicos están basados en disciplinas militares basadas en la resistencia al dolor o en la capacidad para someterse a los maestros. El aprendizaje de baile, canto o interpretación no deberían darse en un clima hostil y competitivo; de tanta presión es difícil que surja arte. Es cierto que el dolor puede ser muy creativo; pero no un dolor gratuito, artificial, que no viene a cuento.
Nuestras relaciones amorosas también están determinadas por este gusto por el sufrimiento. A menudo deseamos a personas que no nos desean solo porque no las tenemos, porque no se dejan dominar. Es cuando la gente valora más al amado o la amada: cuando no están, cuando no son objetivos alcanzables (ejemplo: personas casadas, personas que viven lejos, personas que se mueren, o personas que nos abandonan). Despreciamos a los que nos aman y anhelemos los favores de los que no nos estiman. Son desafíos contra uno mismo que acarrean mucho dolor y que suponen un despilfarro emocional y psíquico. Toda esa energía entregada a la causa amorosa nos beneficiaría mucho más, creo yo, si la invirtiésemos en cuestiones más prácticas, más reales.
Luego están los que se quieren y no saben vivir sin pelearse, sobre todo por lo gratas y emocionantes que resultan las reconciliaciones. Gente que cree que para poder hacer el amor salvajemente primero hay que tener una bronca descomunal y después dejarse llevar por las dulzuras de las reconciliaciones... es todo buscar intensidad, al precio que sea, para poder alimentar la pasión.
A la gente le gusta tatuarse en zonas delicadas, o agujerearse el cuerpo, llevar zapatos de tacón aunque duelan, corsés, fajas, sujetadores, cinturones... algunas personas gustan de pasar por quirófanos, abrasarse la piel, injertarse cosas raras, o machacarse con el hambre para poder adelgazar.
Están también los que salen a la calle con ganas de que les peguen una paliza. Es ese tipo de gente que siempre está montándola en un bar, molestando a alguien o provocando para que se les preste atención. A veces es mejor pasar un rato discutiendo y llevarse dos hostias a casa, que volver sin haber interaccionado con nadie. A esta gente que le gusta meterse en líos y demostrar su bravura sabiendo que le van machacar no la entiendo. Pero somos así.
Nos gusta el drama, nos gusta sufrir, nos gustan las películas que nos hacen llorar, nos gusta que nos compadezcan, nos gusta sentir emociones fuertes aunque duelan.... y perdemos de vista que la vida es muy corta, que solo tenemos una para vivirla, que si no disfrutamos ahora, ¿cuándo?. El sufrimiento es una parte inevitable de la vida, pero no debemos aferrarnos a él como estructura vital sobre la que construir nuestro día a día.
Hay que tratar de buscar soluciones cuando tenemos problemas. y mejor si son soluciones colectivas que individuales... porque sólo pre-ocupándonos y ocupándonos de lo que nos pasa a todos podremos hallar soluciones conjuntas, podremos encontrar modos de expandir la alegría de vivir y formas de compartir para poder sentir que no estamos solos/as con nuestras desgracias.
Coral Herrera Gómez
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