Cuando era una adolescente, yo no tenía filtros. Me compartía con los demás con una generosidad brutal. Me abría en canal, me mostraba desnuda, hablaba de mis emociones, de mis sentimientos, de mis recuerdos y mis sueños con una inocencia y una transparencia brutal.
La gente llevaba sus máscaras de protección y yo me quitaba la mía con la esperanza de que los demás se quitasen la suya y pudiesemos conversar de tú a tú, pero no me funcionaba, y no entendía por qué. Yo me desnudaba y la mayoría seguían vestidos y acorazados, cada cual con su armadura.
Esto me hacía sentir diferente y especial, y sobre todo, me sentía muy valiente. Una mujer sin miedo al qué dirán, una mujer capaz de decir lo que piensa y lo que siente, y capaz de darse a los demás sin temor alguno, así me sentía yo. Generosa y alegre, me veía yo desde fuera. Hoy me miro y me veo a mí misma demasiado inocente, y demasiado ingenua.
Cuando me empecé a preguntar por qué los demás tenían tanto miedo a ser ellos y ellas mismas, me di cuenta de que la información es poder y que cuanta más información tienen los demás sobre ti, más vulnerable eres y más daño pueden hacerte. Poco a poco (muy poco a poco) me fui dando cuenta de que la gente solo se quitaba la coraza cuando estaban en espacios seguros con gente confiable y querida. Yo lo hacía en todos lados, me desnudaba en todas partes.
Había un tema de ego ahí: la gente se quedaba boquiabierta con mi capacidad para ser yo misma en todos lados. No tenía miedo, no desconfiaba de la gente, y yo quería provocar. De alguna forma me parecía muy transgresor el poder hablar de mis cosas más íntimas en un mundo en el que todos se quedan en la superficie.
La gente cuando se encuentra por la calle habla del tiempo. Los grupos de amigos y amigas hablan de política nacional e internacional, y comentan las noticias. En los centros de trabajo se habla de cosas del trabajo. A mí me aburrían mucho las conversaciones superficiales, y me fascinaba encontrar gente capaz no solo de hablar de lo político, sino también de lo personal.
Hoy en día me sucede lo mismo, valoro muchísimo a la gente capaz de hablar de sí misma, de sus sentimientos, de sus experiencias, capaz de abrirte su corazón para que entres un ratito en él, y capaz de entrar en tu corazón para que te conozca como realmente eres.
Pero soy muy consciente hoy en día de lo difícil que es intimar con las personas. Como he viajado mucho, he notado que para muchas personas es más fácil abrirse con desconocidas que con la gente con la que se relaciona a diario. Y me siento muy afortunada cuando las mujeres con las que trabajo se desnudan y me regalan sus historias de vida.
Ahora he aprendido yo también a analizar con quién puedo y no puedo desnudarme, pero me ha costado bastante. Cuando me abrí las redes sociales en 2010, era muy espontánea e impulsiva, y publicaba todo lo que se me venía a la cabeza. Claro, era un tiempo en el que yo tenía 300 amigas, no tenía seguidoras, no era un personaje público, y apenas aparecían personas desconocidas a comentar en mi muro.
Al principio en las redes sociales se podía debatir, recuerdo que yo participaba en hilos sobre muchísimos temas y que aprendía mucho conversando con mujeres de todos los países hispanohablantes. Poco a poco el odio empezó a aparecer, y los algoritmos empezaron a visibilizar las publicaciones más polémicas. Empezaron los linchamientos públicos, los ataques organizados, y los influencers que se dieron cuenta de que solo podían aumentar su pòpularidad creando polémicas y escándalos, y atacando a otras figuras públicas.
Zuckerberg y los chicos de Silincon Valley se dieron cuenta de que el odio mueve muchísimo dinero, y que la única forma de engancharnos a todos y a todas en las redes era a través de las peleas. Las redes son como los circos romanos: la gente acude en masa cuando hay sangre, cuando hay alguien sufriendo, bien para disfrutar del dolor ajeno, bien para desahogarse haciendo daño a los demás.
Así que empecé a tener más cuidado, pero tardé un poco de tiempo en darme cuenta de lo peligroso que era hablar de mi vida personal, tanto en redes sociales como en la vida real. Cuando sufrí mi primer linchamiento lo pasé fatal y experimenté una gran crisis, y recuerdo que me despedí de mis redes sociales para siempre, y empecé a usarlas como escaparate para mostrar mi trabajo.
Desde entonces solo muestro al personaje de Coral Herrera Gómez para presumir de mis éxitos y así conseguir que me inviten a impartir charlas y conferencias, y vender libros.
Me autocensuro constantemente, es un ejercicio diario y agotador. Pienso mucho en lo que voy a decir y cómo, y siempre pienso en mis haters, en cómo pueden hacerme daño: llevo ya varios años amordazada, cuidando cada vez más de mi intimidad, protegiendome con mi coraza.
Sin embargo, en estos últimos años he creado dos espacios virtuales en los que puedo ser yo misma: la Comunidad de Mujeres del Laboratorio del Amor, un refugio seguro en el que todas podemos expresarnos con libertad, y en el que no tenemos miedo de que nos ataquen, porque nos guiamos por los valores y principios de la Ética del Amor y la Filosofía de los Cuidados.
Ahora he abierto mi página en Patreon, y he empezado un diario personal para poder compartirme con mis suscriptoras, y me siento muy feliz pensando que en esta comunidad solo entran mujeres y hombres que apreciáis mi trabajo.
Si queréis seguir mi diario personal podéis
haceros suscriptoras de mi página en Patreon
o inscribiros en el Laboratorio del Amor.
Gracias y bienvenidas todas,
Coral Herrera Gómez