Somos crueles con las mujeres embarazadas, con los bebés recién nacidos, con la persona que se enamora de nosotros, con el anciano que pierde sus facultades, con los niños y las niñas, con los inmigrantes y los refugiados, con la gente diversa en capacidades y orientaciones sexuales, con los raros y los anormales, con los locos, con los animales domésticos y con el ganado que criamos para comer. Somos crueles con los demás en los momentos de máxima vulnerabilidad: cuando las mujeres dan a luz, cuando llegamos al mundo, cuando enfermamos o cuando nos vamos a morir.
Nuestra cultura sadomasoquista nos hace creer que para amar, para aprender, para adaptarse a este mundo enfermo hay que sufrir. Muchos ejercemos estos malos tratos sin darnos cuenta, sin pensar en si está mal o no, si la otra persona está sintiendo dolor o no. Nos importa poco porque la crueldad con la que nos tratamos entre nosotros hoy en día nos resulta "normal" y "natural": la hemos sufrido, la hemos interiorizado, la reproducimos y la transmitimos a las nuevas generaciones como parte de nuestra "sabiduría popular".
La cultura de la crueldad es una forma de practicar la violencia y de ejercer nuestro poder que está legitimada y naturalizada en nuestra sociedad patriarcal, del mismo modo que la cultura de la violación. La crueldad, como el amor, es también una construcción social y cultural. Está tan normalizada que no percibimos la crueldad como una forma de violencia: nos parece natural dejar llorar a un bebé que necesita cariño, o pegar a los niños cuando desobedecen. Nos parece normal también devolver el daño que nos hacen los demás: justificamos nuestra violencia con el "derecho a la venganza" y con la filosofía del "ojo por ojo".
Nuestra cultura sadomasoquista nos hace creer que para amar, para aprender, para adaptarse a este mundo enfermo hay que sufrir. Muchos ejercemos estos malos tratos sin darnos cuenta, sin pensar en si está mal o no, si la otra persona está sintiendo dolor o no. Nos importa poco porque la crueldad con la que nos tratamos entre nosotros hoy en día nos resulta "normal" y "natural": la hemos sufrido, la hemos interiorizado, la reproducimos y la transmitimos a las nuevas generaciones como parte de nuestra "sabiduría popular".
La cultura de la crueldad es una forma de practicar la violencia y de ejercer nuestro poder que está legitimada y naturalizada en nuestra sociedad patriarcal, del mismo modo que la cultura de la violación. La crueldad, como el amor, es también una construcción social y cultural. Está tan normalizada que no percibimos la crueldad como una forma de violencia: nos parece natural dejar llorar a un bebé que necesita cariño, o pegar a los niños cuando desobedecen. Nos parece normal también devolver el daño que nos hacen los demás: justificamos nuestra violencia con el "derecho a la venganza" y con la filosofía del "ojo por ojo".
Justificamos la crueldad con los
argumentos más disparatados. Nos decimos los unos a los otros que para aprender
en la vida hay que sufrir y pasarlo mal, que es lo que toca, que es lo
natural: la vida es dura y nosotros tenemos que hacernos duros también.
Aprendemos a insensibilizarnos y perdemos la empatía a medida que resistimos
los golpes de la vida, y luego interiorizamos esta cultura de la crueldad para
reproducirla y transmitirla a las nuevas generaciones. Así es como se perpetúa
en cada uno de nosotros el ciclo de la violencia y los malos tratos hacia los
demás.
Nos parecen normales comportamientos
monstruosos, como separar a las mamás de sus bebés, o la explotación y el
maltrato animal, tan cotidiano en todo el planeta. En las relaciones
familiares, en las relaciones laborales, y en las redes sociales nos aplastamos
los unos a los otros, nos damos lecciones, nos juzgamos y nos insultamos sin
piedad, nos imponemos a los otros para ganar
todas las batallas. No sabemos resolver conflictos sin usar la violencia, no sabemos discutir sin insultarnos, no sabemos expresar nuestras emociones sin hacer daño a los demás.
También en el ámbito del amor
romántico la crueldad se justifica y se sublima: las
relaciones de pareja están atravesadas por el sufrimiento porque antes de llegar al paraíso hay que atravesar este valle de lágrimas. En la cultura patriarcal, parece natural que los hombres casados mientan y sean
infieles a sus esposas, o que las maten cuando son ellas las infieles. Todo el
amor romántico está impregnado de violencia machista disfrazada de violencia
pasional: a las mujeres nos hacen creer que si nos pegan es porque nos quieren
mucho, que quien bien nos quiere nos hace llorar, que si nos sacrificamos al
final tendremos nuestra recompensa. A ellos les hacen creer que el amor es una
guerra que hay que intentar ganarla como sea, y que la única forma de tener a
sus pies a una mujer es combinando los buenos y los malos tratos para que se
muera de amor por ti y así poder dominarla.
Sufrimos la crueldad de los demás, y
la ejercemos nosotros también, dependiendo del lugar que ocupemos en la
jerarquía de poder. Cuando somos hijas, cuando somos madres, cuando somos
empleadas, cuando empleamos a alguien, cuando somos novias, cuando somos
amantes, cuando somos ancianas: con cada persona sostenemos nuestras luchas de
poder para resolver los conflictos y para lograr lo que queremos, lo que
deseamos o lo que necesitamos.
El mundo sería un lugar mejor si pudiésemos
entender los mecanismos con los cuales hacemos daño a los demás y a nosotras
mismas, y si pudiésemos aprender a relacionarnos desde la ternura y el amor. En
lugar de dejarnos llevar por nuestro Ego y su ansia de poder, podríamos poner
en el centro los cuidados, construir relaciones igualitarias, ampliar nuestras
redes de afecto. El mundo sería un lugar mucho mejor sin violencia, y sin la
estructura de explotación que ejercemos unos sobre otros: hay que empezar a
hablar de los malos tratos, y de la cultura de la crueldad que los justifican,
para poder desaprenderlos y aprender otras formas de relacionarnos y de querernos.
He llevado a cabo un breve análisis
con propuestas incluidas para desmontar esta cultura y los argumentos que
justifican el dolor, el sufrimiento y la crueldad como si fueran necesarios
para sobrevivir y para relacionarse. La sufrimos y la ejercemos en el
nacimiento y en la infancia, en la adolescencia, en el amor romántico, en la
vejez, y en la muerte:
Crueldad en el nacimiento y la
infancia
El pez grande se come al chico. Con la
infancia es con quien más nos cebamos a la hora de aplicar nuestra maldad sin
ningún tipo de remordimientos. Un ejemplo es cuando nace un bebé y alguien te
pide que dejes al niño en la cuna. No te pide que dejes al bebé recién nacido
solo y desamparado porque sea mala persona, sino porque a ella le dieron el
mismo consejo transmitido por generaciones y generaciones bajo los más absurdos
argumentos: "No le cojas mucho en brazos que se malacostumbra".
¿Qué tiene de malo que un ser humano se
acostumbre a los brazos, a los besos, a los mimos, al calor humano, a las
palabras de amor?, ¿hay algo malo en un bebé que necesita cariño y demanda
atención?
La cultura de la crueldad consiste en
creer que hay que separar al niño y a la madre porque les viene bien a los dos: "así ella descansa, así el niño descansa, así se le pasa el calor, está mejor
solito en su cuna". Es lo que siempre se aconseja, por lo tanto ya es una
costumbre, por lo tanto no se cuestiona.
La crueldad empieza desde antes de
salir del útero de las madres. Las mujeres embarazadas tenemos que llevar el seguimiento de
nuestro embarazo en una estructura patriarcal como la Medicina moderna, que nos
trata como a enfermas, que nos toma por ignorantes, que nos somete a pruebas dolorosas
e invasivas, que toma decisiones sin consultar sobre nuestros cuerpos y
nuestras vidas, que nos trata mal cuando no nos informan de lo que está
pasando, que no nos deja parir en la posición que nos pide el cuerpo en ese
momento, que nos medica sin nuestro consentimiento.
Cuando aceleran el parto sin respetar
los ritmos de la mamá y el bebé, cuando nos hacen miles de tactos innecesarios,
cuando nos gritan de malos modos para que pujemos, cuando nos aplican
procedimientos que no hemos autorizado, cuando nos hacen cesáreas innecesarias.
Todo se hace por el “protocolo”, y aunque ya hay muchos países tratando de adaptarse
a las nuevas recomendaciones de la OMS sobre el parto respetuoso, lo cierto es
que el personal sanitario tiene unos horarios terribles, unos turnos de trabajo
inhumanos, y unos salarios indecentes que les hacen víctimas y a la vez agentes
de la crueldad del sistema laboral y médico.
El parto es un momento trascendental
en nuestras vidas, pero puede ser una experiencia hermosa o una auténtica
tortura. En webs como ElPartoEsNuestro podéis leer historias de violencia hacia
las madres en uno de los momentos en los que somos más vulnerables. El maltrato
a las parturientas es una práctica común en muchos países del mundo: damos a
luz la vida en condiciones de estrés, agotamiento, miedo, angustia, y dolor. Nada
más nacer el personal sanitario suele tener mucha prisa para separar a madre e
hija, y llevarse al bebé a hacer unas pruebas que podrían hacerse perfectamente
estando el bebé sobre el pecho de la madre. Pero no lo hacen porque el primer
acto de crueldad cultural es separar al bebé y a la mamá: así les demostramos a
ambos quién manda sobre sus cuerpos, sobre su salud, sus afectos y sus vidas.
Están más que comprobados los
beneficios físicos, mentales y emocionales de los partos respetados en lo que
no se separa a los bebés de sus madres en sus primeras horas de vida. Cuando
ambos están juntos les mejora la presión sanguínea y la respiración, se regula
la temperatura corporal, se estabiliza el latido cardiaco, y no hay cuna ni
incubadora en el mundo que pueda sustituir a una madre o un padre haciendo el
piel con piel con su bebé. Las máquinas no susurran palabras de tranquilidad al
oído, no huelen a nada, no proporcionan consuelo frente al miedo, no cantan la
canción que los bebés han estado escuchando durante meses en el vientre
materno.
Y si la madre se rebela ante la
crueldad de la separación, todo el mundo le exige que sea obediente, paciente,
y se resigne a las normas obsoletas y crueles del hospital.
Desde estas
primeras horas en adelante, toda la sabiduría popular consiste en machacar a la
madre para que no mime demasiado al hijo. Para que sea dura y firme, para que
no se deje manipular por el pequeño bicho que quiere tiranizarla. Este es más o
menos el argumento para justificar todos los comentarios acerca de lo
importante que es la disciplina para un bebé desde los inicios de vida:
dejarlos llorar para que ensanchen los pulmones, dejarlos resignarse para que
se duerman después de pedir auxilio durante un rato a lágrima viva, dejarlos
que se den cuenta de que sus necesidades no son importantes.
La crueldad ignora la extrema
vulnerabilidad de un bebé, que necesita sentirse seguro y protegido todo el
tiempo. Su supervivencia depende de nosotros, de la atención que pongamos, de
los cuidados que le brindemos, y esto nos hace sentirnos poderosos. En lugar de
despertar ternura, en muchos adultos y adultas se despierta una sensación de
triunfo: "este ser es mío, depende de mí, yo mando en él".
Es curioso que cuando un familiar
llora en una celebración nadie dice: "dejarle solo que le viene bien para
ensanchar pulmones, no le hagáis ni caso". Generalmente nuestro impulso
natural es ir a consolar a nuestro ser querido. Pero en los bebés es
diferente: se entiende que lloran para molestarte, para interrumpirte, para
llamar la atención, para tiranizarte. Entonces se les aplica esta forma sutil
de maltrato para que su cerebro entienda que la vida es dura y cruel desde sus
primeros segundos de vida hasta los últimos.
Desde los primeros días de vida se nos
fuerza de manera más o menos violenta a tener horarios, a distinguir entre el
día y la noche, a comer cuando dice el pediatra, (no cuando tengamos hambre) a
dormir cuando dice el pediatra (no cuando estemos cansados). Se escriben miles
de libros con consejos para obligar a los niños a dormir toda la noche sin
despertarse, para que sean niños-mueble que no den guerra durante el día, para
que madruguen, para que corran a cumplir con los horarios del colegio y las
extraescolares, para que no griten y no molesten, para que obedezcan en todo y no den problemas. Pero no
encontramos la solución: es imposible tratar de conciliar el capitalismo con la
infancia.
Los niños y las niñas tienen otro
ritmo, y necesitan mucho amor y mucha libertad de movimientos. Necesitan estar
al aire libre, en contacto con la naturaleza, haciendo ejercicio y jugando. Los
obligamos a permanecer miles de horas sentados en clase y ir de un lado a otro
para cumplir con todas las obligaciones del día: es cruel que sólo puedan estar
con su familia dos o tres horas al final del día, cuando todos están cansados y
sin ganas de jugar, cuando a los adultos les toca hacer la cena, preparar el
baño, recoger la habitación y la cocina. Cuando todo el mundo está de mal
humor, vaya, y con prisas para desactivar por fin a los niños.
La cultura de la crueldad se aprende
en las escuelas. Aún hay maestros y maestras que creen que la letra con sangre entra. Que para aprender hay que sufrir, hay que pasarlo mal, hay que disciplinarse y soportar estoicamente los gritos, insultos y golpes de los profesores. Ello incluye también los abusos sexuales, no sólo en la escuela, también en la familia: vivimos en una sociedad monstruosa que viola a los niños y a las niñas. Y no es para satisfacer el deseo sexual de los adultos: es para ejercer el poder y el control sobre los seres más débiles y más vulnerables.
Las niñas son más vulnerables que los niños, pero toda nuestra cultura se vuelca en hacerle aprender que las niñas tienen que aguantarse, y que si los niños las pegan es porque les gusta. Sin embargo, cuando un niño
se queja de maltrato, se le invita a hacer frente a su agresor y a convertirse
en agresor a su vez: “defiéndete y ataca, que sepa que mandas tú y que no puede
tratarte mal". Es decir, a las niñas les hacemos ver que el maltrato
es una prueba de amor, y a los niños, que la violencia es algo normal y que
tienen que aprender a ser violentos si no quieren recibir hostias por todos
lados, y a diario.
Los niños entonces nos imitan:
establecen jerarquías de poder y tratan mal a los que están por debajo de
ellos. Utilizan motes para reírse de las singularidades de cada cual (gordo,
orejón, cabezón, gafotas, enano, moro, chino, negro, loco, etc.), y reproducen
todo el racismo, el clasismo, la homofobia, el machismo, y los odios que
aprenden en casa y ven en la tele. En un aula de niños de 9 años, ya hay
supremacismo blanco y patriarcado en cantidades industriales: ya hay grupitos
de niños alfa haciendo de matones con los más débiles. Toda la crueldad con la
que tratan a sus compañeros la han aprendido viendo a los adultos y adultas relacionarse,
pero también tiene que ver con sus instintos primarios, y sobre todo, con su
necesidad de tener el poder y el control.
Crueldad en la adolescencia
En la adolescencia, la crueldad se
reproduce en las relaciones de pareja. Los hombres tratan a las mujeres como
objetos, como trofeos, como piezas de caza. Les han enseñado que ellos son
superiores, y que solo han de relacionarse con ellas a través del sexo, sin
enamorarse y sin desnudar su alma. Les han enseñado que el amor es una guerra y
hay que ganarla sea como sea. El que se enamora pierde.
A nosotras sin embargo no nos hablan
de luchas, sino de sufrimiento. Nos cuentan cuentos para que creamos que lo
normal al enamorarnos es pasarlo mal, sacrificarnos, renunciar a nuestra gente
y a nuestros proyectos, y vivir una vida dramática e infernal. Creemos incluso
que cuanto más suframos, más grande será nuestra recompensa y antes llegaremos
a nuestro paraíso romántico, pero no. No hay recompensa: sufrir es malo para
nuestra salud emocional y mental, y no sirve para que te quieran más, ni para
que te quieran mejor.
En los grupos de amigos y amigas
también las relaciones están basadas en esta cultura de la crueldad, que se
plasma en las bromas que se hacen entre ellos, algunas con mucho cariño y otras
con mucha mala leche, y en las pruebas absurdas y a veces peligrosas que se
hacen pasar unos a otros para mostrar su valía. Los chicos lo pasan muy mal con
esto: se les va mucha energía en intentar que los demás no se rían de ellos ni
cuestionen su virilidad. Tienen que estar constantemente demostrando su hombría
y es agotador: todos necesitamos ser aceptados por el grupo, sentir que
pertenecemos a uno, que formamos parte de algo. Por eso los chicos se someten a
los líderes y sueñan con llegar a serlo: es cuestión de ir escalando en la
jerarquía.
Las mujeres también construimos
nuestras jerarquías en los grupos de amigas, y también intentamos impresionar a
las amigas, gustarles, y ser aceptadas. También competimos entre nosotras, como
los chicos, pero en nosotras no es un tema de fuerza o de agresividad, sino
justo lo contrario: quién es más guapa, más femenina, más mujer. Sufren las que
no tienen tetas o las que tienen demasiado, las que se desarrollan sexualmente
muy pronto o muy tarde, las que están gordas, las que son etiquetadas como
feas, las raras, las anormales, las extranjeras, las lesbianas, las que se
rebelan a los mandatos de género.
En todos los grupos hay gente más
popular y más admirada, y gente que menos, y todo el mundo sueña con ser
aceptado, en ser deseado, en ser popular y despertar la admiración, el respeto
y la envidia de los demás. Y sin embargo, en realidad lo que necesitamos
es el amor y el cariño de nuestra gente más próxima: todo lo demás es una
cuestión de Ego y de acumulación de poder.
Crueldad en el amor romántico
En la vida adulta, continúa esta
cultura de la crueldad, sobre todo en las relaciones de pareja. Concebimos el
amor como una guerra en la que cada cual utiliza sus estrategias para conseguir
lo que quiere, lo que desea o lo que necesita. La pareja romántica es una unión
de dos seres con sus intereses, su egoísmo, y sus luchas de poder, y esto hace
bien complicado que podamos querernos bien y que podamos disfrutar del
amor.
En la guerra del amor, todo vale con
tal de ganar. Las mujeres y los hombres tenemos estrategias diferentes a la
hora de batallar: para las mujeres patriarcales, el objetivo principal es
encontrar a su media naranja, seducirla, y mantener la pareja (vigilar a las
rivales, vigilar al pajarito que se quiere salir de la jaula, complacer al
pajarito para que se quede tranquilito, etc.).
Para los hombres patriarcales, el
objetivo principal es mandar en la pareja y evitar que el amor limite su
libertad. Los hombres asumen que lo natural es que las mujeres se queden en
casa y abandonen su trabajo y sus proyectos para criar y cuidar a la familia, y
natural es también que ellos sigan manteniendo cierta cuota de libertad para
poder disfrutar de una vida sexual y amorosa diversa.
Los hombres necesitan sentir que
llevan los pantalones y evitan a toda costa que les pongan la etiqueta de
"calzonazos" que les expongan a las burlas de sus compañeros. En
España el calzonazos es el hombre sumiso y manipulado por su esposa: el terror
de cualquier varón joven con poder y con privilegios.
Desde estas posiciones, el afán por
dominar al otro y por domesticar al otro nos lleva a relaciones de dependencia,
malos tratos y violencia psicológica, emocional e incluso física. Ya en el
proceso de cortejo vivimos la seducción como una lucha: "yo quiero
conquistarla, tiene que ser mía", "lo quiero de rodillas suplicando y
llorando por mi amor". Se trata de derribar al enemigo para que se derrita
con nuestros encantos y caiga en las redes del amor, y en todo el proceso de
construcción de la pareja utilizamos nuestras estrategias para ser el centro de
la vida de la otra persona, para imponerle nuestro modelo amoroso, para
enamorarla perdidamente. Y estas estrategias pueden ser muy crueles: mentir,
engañar, manipular, controlar, chantajear, amenazar, victimizarse, maltratar a
la otra persona para que se someta.
Tratar de aislar a la otra persona de su
gente querida y de sus redes sociales, machacar su autoestima para hacerla
dependiente, hacerle creer a la otra persona que está loca, hacerle creer un
ser inferior y que sin ti no es nada, ponerle los cuernos a la vez que limitas
su libertad sexual, no utilizar anticonceptivos, utilizar a los hijos para
asegurarse que permanece a tu lado...ejercemos la maldad de las formas más
crueles cuando nos enamoramos.
Nuestra cultura amorosa es muy
violenta y mitifica el sufrimiento y el masoquismo femenino. Porque las mujeres
somos educadas para aguantar, para obedecer, para ser comprensivas, para
perdonarlo todo, para someternos a lo que nos ha tocado, para resignarnos, para
renunciar, para sacrificarnos, para tener la esperanza de que algún día
cambiará. Y así es como aguantamos todo tipo de desprecios, humillaciones y
malos tratos: lo hacemos por amor. También nos dejamos explotar por amor.
Hacemos todo el trabajo necesario para la supervivencia y nos encargamos de los
cuidados a bebés, familiares enfermos o discapacitados, ancianos y ancianas de
la familia. No podemos con todo, porque además hay que trabajar para pagar las
facturas, pero lo intentamos porque creemos que es lo que hay.
Los hombres siguen aprovechándose de
los privilegios que obtienen gracias al amor romántico. Todos ellos obtienen un
plus de cariño, de cuidados, de amor y de sexo porque nos hacen creer a las
mujeres que nacemos todas con un don para entregar nuestra vida a los demás. Y
eso nos pone a todas en relaciones desiguales en las que nos toca hacer de
subordinadas, especialmente cuando empezamos a envejecer y perdemos nuestra
belleza y nuestra capacidad reproductiva.
Estas relaciones basadas en la
necesidad (necesito un príncipe azul, necesito una princesa) son generalmente
muy conflictivas y dolorosas, porque sólo es posible quererse bien en
relaciones libres e igualitarias basadas en la honestidad, la complicidad, el
respeto mutuo, el compañerismo y el amor del bueno.
El romanticismo patriarcal nos sigue
seduciendo para que creamos que hay premio a nuestro sufrimiento, y que cuanto
peor lo pasemos, más grande será la recompensa que el amor nos tiene guardada.
Y no: no hay paraíso romántico. Lo que hay son guerras románticas e infiernos
conyugales en los que derrochamos mucho tiempo y mucha energía para poder
vencer, o al menos, para que no nos sometan y nos machaquen.
No sabemos amarnos en libertad.
La monogamia se inventó para nosotras,
es un mito perfecto para que nos sometamos voluntariamente a los hombres de los
que nos enamoramos. Ellos sólo tienen que intentar que no les pillen, y si les
pillan, que les perdonen. Por eso sienten que sus mentiras, sus engaños, su
doble moral son normales, naturales y legítimos: los hombres se ven obligados a
"sentar cabeza" a una edad y se casan con mujeres policía para jugar
al ratón y al gato toda la eternidad.
La cultura de la crueldad romántica
justifica toda la violencia que hay en las parejas con algunos refranes
populares como: "Los que más se pelean son los que más se desean",
"Quien bien te quiere, te hará llorar", "Del amor al odio hay un
paso". Por eso gente que se quiso mucho acaba odiando a la otra persona y
haciendo la guerra en todos los niveles, yendo a dar allí donde más duele,
tratando de aniquilar al enemigo: los divorcios de hoy en día son una
pesadilla.
Toda la violencia machista está
justificada también con la idea de que a las mujeres, como a los niños y los
animales, hay que domesticarlos y meterlos en cintura. Hay que enseñarles las
normas, castigarles cuando desobedecen, explotarles para beneficio propio,
matarles o abandonarles cuando ya no sirven o matarles cuando se quieren ir de
su lado. Somos objetos de propiedad privada y nuestras vidas están a merced del
dueño.
Nuestra cultura amorosa culpa a las
víctimas de la violencia que sufren: por malvadas, por desobedientes, por
rebeldes, por mentirosas, por traicioneras... los medios justifican los
asesinatos mostrándolos como un acto de amor: "la maté porque era
mía".
Crueldad con la gente mayor
Para las ancianas y los ancianos,
también hay toda una cultura de la crueldad que justifica los malos tratos
hacia ellos. En primer lugar, la gente adulta mayor pierde su status de adulta
a medida que envejece, hasta que deja de ser sujeto de derechos, y pasa a ser
un ser dependiente como en la infancia, tutelado por sus hijos y nietos.
Las opiniones y deseos de la gente
anciana suelen degradarse al estatus de "ocurrencias graciosas" de
alguien a quien ya no le funciona bien la cabeza. A los ancianos se les trata
como a los locos: se les da la razón y se les oculta información. Se les habla
como si fueran niños, a gritos. No se cuenta con ellos a la hora de tomar
decisiones, y se pisotean todos los derechos que tenían antes porque han bajado
de status en la jerarquía familiar: alguien toma las riendas en su lugar.
Las relaciones de la persona que es
cuidada con los y las cuidadoras suelen estar condicionadas por las luchas de
poder entre ambos bandos. Igual que los bebés, la gente anciana tendrá que
pelear para no ser torturada cuando necesita descanso, para no obligarle a
cumplir horarios, para no someterle a dietas sin sal, sin grasas, sin azúcar,
para no ser manipulado en temas de herencia, para que respeten su autonomía o
para que le ayuden si lo necesita.
En todas las familias hay gente que se
desentiende de los cuidados, y gente que los asume en su totalidad. El
epicentro de los rencores familiares es la figura de la anciana o anciano, por
eso sufren tantos malos tratos por parte de su familia. Sufren muchos ajustes
de cuentas cuando las posiciones de poder cambian: la esposa, el esposo, los
hijos e hijas que han sufrido la crueldad de sus ancianos, la devuelven con
creces a veces. Hay muchas heridas, mucho dolor en todas las relaciones con
madres y padres, y con abuelos y abuelas.
Hemos llegado a un estado de
insensibilidad permanente que no nos permite empatizar con los demás. Nos gusta
ser necesarios e imprescindibles para los demás, nos sube el Ego tener la
sensación de control, pero podemos llegar a ser extremadamente crueles con los
más vulnerables. Los argumentos más comunes para justificar la crueldad son
parecidos a los de los bebés: "Quiere manipularte", "Es una
tirana", "No sabe lo que dice", "siempre ha tenido muy mal
carácter", etc.
Los dominados dominan a los dominadores
victimizandose y tratando de hacerles sentir malas personas y hacerles sentir
culpables. Los dominadores ejercen su poder también: dejar la silla de ruedas
apartada en una conversación como si no existiesen, no cambiarles el pañal
durante días, dejarlos a la puerta del hospital y regresar a por ellos a la
vuelta de las vacaciones, quitarles la pensión y toda capacidad económica,
dejarlos aparcados en residencia y desentenderse por completo, son todo formas
de violencia contra la gente más débil que nos da una idea del grado de
deshumanización en el que vivimos.
Crueldad en la muerte
No nos dejan morirnos tranquilos. El
protocolo médico de hacer lo imposible por conseguir que un cuerpo siga con
vida se convierte en un modelo absurdo y cruel de actuación cuando llega el
final de una vida humana. No hay medicina ni tratamiento que pueda detener la
muerte cuando llega de forma natural a un cuerpo envejecido, y aún así, se
sigue sometiendo a la gente a todo tipo de procedimientos incómodos, dolorosos,
innecesarios, que convierten la experiencia de la muerte en una enfermedad,
cuando en realidad es un proceso natural que deberíamos poder vivir con
tranquilidad.
Sin dolor, ya sea en casa o en el
hospital, manteniendo la lucidez para cuando llegue el gran momento. Podernos
morir a nuestro ritmo, sin presiones para que sigamos luchando cuando ya no
queremos o cuando ya no podemos más. Poder elegir cómo, cuándo y con quién
morir: al fin y al cabo, junto con el nacimiento, la muerte es el momento más
importante de la vida de un ser humano.
No es el momento de reanimarle con
electro shocks, ni de cambiar pañales o lavarlo, ni de extraerle sangre, o
pincharle mil medicamentos: es el momento para dejarles a gusto con sus
recuerdos, con sus pensamientos, con sus emociones, y con su gente querida.
Todos merecemos que se respete este gran evento: no es justo que no permitan a
la naturaleza seguir su curso.
Necesitamos morir en silencio o con
las voces de los nuestros, necesitamos paz y soledad, o la compañía de toda
nuestra gente, necesitamos el tiempo de nuestros seres queridos sin
limitaciones por horarios absurdos o regímenes de visitas estrictos.
Necesitamos tener tiempo para hablar, para cerrar pendientes, para dar
información útil, para despedirnos con amor. Sin interrupciones, sin
intervenciones de gente desconocida. Morir en paz es un derecho humano
fundamental: los protocolos médicos deben de garantizarnos una muerte digna,
respetuosa y libre de crueldad.
Desaprender la crueldad
Necesitamos poner de moda la cultura
del buen trato y fabricar las herramientas que nos permitan solucionar nuestros
problemas, construir nuestras relaciones, analizar desde una perspectiva
crítica toda esta naturalización, normalización y mitificación
de la crueldad, el sufrimiento y el dolor con el que construimos nuestras
relaciones afectivas, sexuales y sentimentales.
Es urgente ponernos a pensar en cómo
podríamos hacer para poner en su lugar la cultura del buen trato basada en la
igualdad, el respeto, la empatía, la solidaridad y la ternura. No sólo con
nuestros bebés, con nuestras parejas, con nuestros padres y madres, con
nuestros mayores, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros vecinos:
también con la gente desconocida.
Se trataría de construir un mundo
mejor en el que desaprendamos toda esta cultura de la dominación y la
violencia, y aprendamos a disfrutar del amor, los cuidados y los afectos.
Porque lo personal es político y es la única manera de cambiar el mundo:
transformar nuestras emociones, nuestros cuerpos, nuestro deseo, nuestra
sexualidad, y cambiar nuestra forma de organizarnos y de relacionarnos.
Es una tarea colectiva apasionante:
desaprender la crueldad, poner en práctica la cultura del buen trato, disfrutar
de relaciones libres e igualitarias, cuidarnos a nosotras mismas y cuidar a los
demás. Asumir como filosofía de vida que aprender es un placer y que es posible
querernos bien, y tratarnos bien.
Coral Herrera Gómez