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13 de junio de 2018

Desaprender la crueldad






Somos crueles con las mujeres embarazadas, con los bebés recién nacidos, con la persona que se enamora de nosotros, con el anciano que pierde sus facultades, con los niños y las niñas, con los inmigrantes y los refugiados, con la gente diversa en capacidades y orientaciones sexuales, con los raros y los anormales, con los locos, con los animales domésticos y con el ganado que criamos para comer. Somos crueles con los demás en los momentos de máxima vulnerabilidad: cuando las mujeres dan a luz, cuando llegamos al mundo, cuando enfermamos o cuando nos vamos a morir.   

Nuestra cultura sadomasoquista nos hace creer que para amar, para aprender, para adaptarse a este mundo enfermo hay que sufrir. Muchos ejercemos estos malos tratos sin darnos cuenta, sin pensar en si está mal o no, si la otra persona está sintiendo dolor o no. Nos importa poco porque la crueldad con la que nos tratamos entre nosotros hoy en día nos resulta "normal" y "natural": la hemos sufrido, la hemos interiorizado, la reproducimos y la transmitimos a las nuevas generaciones  como parte de nuestra "sabiduría popular".

La cultura de la crueldad es una forma de practicar la violencia y de ejercer nuestro poder que está legitimada y naturalizada en nuestra sociedad patriarcal, del mismo modo que la cultura de la violación. La crueldad, como el amor, es también una construcción social y cultural. Está tan normalizada que no percibimos la crueldad como una forma de violencia: nos parece natural dejar llorar a un bebé que necesita cariño, o pegar a los niños cuando desobedecen. Nos parece normal también devolver el daño que nos hacen los demás: justificamos nuestra violencia con el "derecho a la venganza" y con la filosofía del "ojo por ojo". 

Justificamos la crueldad con los argumentos más disparatados. Nos decimos los unos a los otros que para aprender en la vida hay que sufrir y pasarlo mal, que es lo que toca, que es lo natural: la vida es dura y nosotros tenemos que hacernos duros también. Aprendemos a insensibilizarnos y perdemos la empatía a medida que resistimos los golpes de la vida, y luego interiorizamos esta cultura de la crueldad para reproducirla y transmitirla a las nuevas generaciones. Así es como se perpetúa en cada uno de nosotros el ciclo de la violencia y los malos tratos hacia los demás.  

Nos parecen normales comportamientos monstruosos, como separar a las mamás de sus bebés, o la explotación y el maltrato animal, tan cotidiano en todo el planeta. En las relaciones familiares, en las relaciones laborales, y en las redes sociales nos aplastamos los unos a los otros, nos damos lecciones, nos juzgamos y nos insultamos sin piedad, nos  imponemos a los otros para ganar todas las batallas. No sabemos resolver conflictos sin usar la violencia, no sabemos discutir sin insultarnos, no sabemos expresar nuestras emociones sin hacer daño a los demás. 

También en el ámbito del amor romántico la crueldad se justifica y se sublima: las relaciones de pareja están atravesadas por el sufrimiento porque antes de llegar al paraíso hay que atravesar este valle de lágrimas. En la cultura patriarcal, parece natural que los hombres casados mientan y sean infieles a sus esposas, o que las maten cuando son ellas las infieles. Todo el amor romántico está impregnado de violencia machista disfrazada de violencia pasional: a las mujeres nos hacen creer que si nos pegan es porque nos quieren mucho, que quien bien nos quiere nos hace llorar, que si nos sacrificamos al final tendremos nuestra recompensa. A ellos les hacen creer que el amor es una guerra que hay que intentar ganarla como sea, y que la única forma de tener a sus pies a una mujer es combinando los buenos y los malos tratos para que se muera de amor por ti y así poder dominarla. 

Sufrimos la crueldad de los demás, y la ejercemos nosotros también, dependiendo del lugar que ocupemos en la jerarquía de poder. Cuando somos hijas, cuando somos madres, cuando somos empleadas, cuando empleamos a alguien, cuando somos novias, cuando somos amantes, cuando somos ancianas: con cada persona sostenemos nuestras luchas de poder para resolver los conflictos y para lograr lo que queremos, lo que deseamos o lo que necesitamos. 

El mundo sería un lugar mejor si pudiésemos entender los mecanismos con los cuales hacemos daño a los demás y a nosotras mismas, y si pudiésemos aprender a relacionarnos desde la ternura y el amor. En lugar de dejarnos llevar por nuestro Ego y su ansia de poder, podríamos poner en el centro los cuidados, construir relaciones igualitarias, ampliar nuestras redes de afecto. El mundo sería un lugar mucho mejor sin violencia, y sin la estructura de explotación que ejercemos unos sobre otros: hay que empezar a hablar de los malos tratos, y de la cultura de la crueldad que los justifican, para poder desaprenderlos y aprender otras formas de relacionarnos y de querernos.  

He llevado a cabo un breve análisis con propuestas incluidas para desmontar esta cultura y los argumentos que justifican el dolor, el sufrimiento y la crueldad como si fueran necesarios para sobrevivir y para relacionarse. La sufrimos y la ejercemos en el nacimiento y en la infancia, en la adolescencia, en el amor romántico, en la vejez, y en la muerte:



Crueldad en el nacimiento y la infancia

El pez grande se come al chico. Con la infancia es con quien más nos cebamos a la hora de aplicar nuestra maldad sin ningún tipo de remordimientos. Un ejemplo es cuando nace un bebé y alguien te pide que dejes al niño en la cuna. No te pide que dejes al bebé recién nacido solo y desamparado porque sea mala persona, sino porque a ella le dieron el mismo consejo transmitido por generaciones y generaciones bajo los más absurdos argumentos: "No le cojas mucho en brazos que se malacostumbra". 

¿Qué tiene de malo que un ser humano se acostumbre a los brazos, a los besos, a los mimos, al calor humano, a las palabras de amor?, ¿hay algo malo en un bebé que necesita cariño y demanda atención?

La cultura de la crueldad consiste en creer que hay que separar al niño y a la madre porque les viene bien a los dos: "así ella descansa, así el niño descansa, así se le pasa el calor, está mejor solito en su cuna". Es lo que siempre se aconseja, por lo tanto ya es una costumbre, por lo tanto no se cuestiona. 

La crueldad empieza desde antes de salir del útero de las madres. Las mujeres embarazadas tenemos que llevar el seguimiento de nuestro embarazo en una estructura patriarcal como la Medicina moderna, que nos trata como a enfermas, que nos toma por ignorantes, que nos somete a pruebas dolorosas e invasivas, que toma decisiones sin consultar sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas, que nos trata mal cuando no nos informan de lo que está pasando, que no nos deja parir en la posición que nos pide el cuerpo en ese momento, que nos medica sin nuestro consentimiento.

Cuando aceleran el parto sin respetar los ritmos de la mamá y el bebé, cuando nos hacen miles de tactos innecesarios, cuando nos gritan de malos modos para que pujemos, cuando nos aplican procedimientos que no hemos autorizado, cuando nos hacen cesáreas innecesarias. Todo se hace por el “protocolo”, y  aunque ya hay muchos países tratando de adaptarse a las nuevas recomendaciones de la OMS sobre el parto respetuoso, lo cierto es que el personal sanitario tiene unos horarios terribles, unos turnos de trabajo inhumanos, y unos salarios indecentes que les hacen víctimas y a la vez agentes de la crueldad del sistema laboral y médico. 

El parto es un momento trascendental en nuestras vidas, pero puede ser una experiencia hermosa o una auténtica tortura. En webs como ElPartoEsNuestro podéis leer historias de violencia hacia las madres en uno de los momentos en los que somos más vulnerables. El maltrato a las parturientas es una práctica común en muchos países del mundo: damos a luz la vida en condiciones de estrés, agotamiento, miedo, angustia, y dolor. Nada más nacer el personal sanitario suele tener mucha prisa para separar a madre e hija, y llevarse al bebé a hacer unas pruebas que podrían hacerse perfectamente estando el bebé sobre el pecho de la madre. Pero no lo hacen porque el primer acto de crueldad cultural es separar al bebé y a la mamá: así les demostramos a ambos quién manda sobre sus cuerpos, sobre su salud, sus afectos y sus vidas. 

Están más que comprobados los beneficios físicos, mentales y emocionales de los partos respetados en lo que no se separa a los bebés de sus madres en sus primeras horas de vida. Cuando ambos están juntos les mejora la presión sanguínea y la respiración, se regula la temperatura corporal, se estabiliza el latido cardiaco, y no hay cuna ni incubadora en el mundo que pueda sustituir a una madre o un padre haciendo el piel con piel con su bebé. Las máquinas no susurran palabras de tranquilidad al oído, no huelen a nada, no proporcionan consuelo frente al miedo, no cantan la canción que los bebés han estado escuchando durante meses en el vientre materno.

Y si la madre se rebela ante la crueldad de la separación, todo el mundo le exige que sea obediente, paciente, y se resigne a las normas obsoletas y crueles del hospital. 

Desde estas primeras horas en adelante, toda la sabiduría popular consiste en machacar a la madre para que no mime demasiado al hijo. Para que sea dura y firme, para que no se deje manipular por el pequeño bicho que quiere tiranizarla. Este es más o menos el argumento para justificar todos los comentarios acerca de lo importante que es la disciplina para un bebé desde los inicios de vida: dejarlos llorar para que ensanchen los pulmones, dejarlos resignarse para que se duerman después de pedir auxilio durante un rato a lágrima viva, dejarlos que se den cuenta de que sus necesidades no son importantes. 

La crueldad ignora la extrema vulnerabilidad de un bebé, que necesita sentirse seguro y protegido todo el tiempo. Su supervivencia depende de nosotros, de la atención que pongamos, de los cuidados que le brindemos, y esto nos hace sentirnos poderosos. En lugar de despertar ternura, en muchos adultos y adultas se despierta una sensación de triunfo: "este ser es mío, depende de mí, yo mando en él". 

Es curioso que cuando un familiar llora en una celebración nadie dice: "dejarle solo que le viene bien para ensanchar pulmones, no le hagáis ni caso". Generalmente nuestro impulso natural es ir a consolar a nuestro ser querido. Pero en los bebés es diferente: se entiende que lloran para molestarte, para interrumpirte, para llamar la atención, para tiranizarte. Entonces se les aplica esta forma sutil de maltrato para que su cerebro entienda que la vida es dura y cruel desde sus primeros segundos de vida hasta los últimos.

Desde los primeros días de vida se nos fuerza de manera más o menos violenta a tener horarios, a distinguir entre el día y la noche, a comer cuando dice el pediatra, (no cuando tengamos hambre) a dormir cuando dice el pediatra (no cuando estemos cansados). Se escriben miles de libros con consejos para obligar a los niños a dormir toda la noche sin despertarse, para que sean niños-mueble que no den guerra durante el día, para que madruguen, para que corran a cumplir con los horarios del colegio y las extraescolares, para que no griten y no molesten, para que obedezcan en todo y no den problemas. Pero no encontramos la solución: es imposible tratar de conciliar el capitalismo con la infancia. 

Los niños y las niñas tienen otro ritmo, y necesitan mucho amor y mucha libertad de movimientos. Necesitan estar al aire libre, en contacto con la naturaleza, haciendo ejercicio y jugando. Los obligamos a permanecer miles de horas sentados en clase y ir de un lado a otro para cumplir con todas las obligaciones del día: es cruel que sólo puedan estar con su familia dos o tres horas al final del día, cuando todos están cansados y sin ganas de jugar, cuando a los adultos les toca hacer la cena, preparar el baño, recoger la habitación y la cocina. Cuando todo el mundo está de mal humor, vaya, y con prisas para desactivar por fin a los niños.

La cultura de la crueldad se aprende en las escuelas. Aún hay maestros y maestras que creen que la letra con sangre entra. Que para aprender hay que sufrir, hay que pasarlo mal, hay que disciplinarse y soportar estoicamente los gritos, insultos y golpes de los profesores. Ello incluye también los abusos sexuales, no sólo en la escuela, también en la familia: vivimos en una sociedad monstruosa que viola a los niños y a las niñas. Y no es para satisfacer el deseo sexual de los adultos: es para ejercer el poder y el control sobre los seres más débiles y más vulnerables. 

Las niñas son más vulnerables que los niños, pero toda nuestra cultura se vuelca en hacerle aprender que las niñas tienen que aguantarse, y que si los niños las pegan es porque les gusta. Sin embargo, cuando un niño se queja de maltrato, se le invita a hacer frente a su agresor y a convertirse en agresor a su vez: “defiéndete y ataca, que sepa que mandas tú y que no puede tratarte mal".  Es decir, a las niñas les hacemos ver que el maltrato es una prueba de amor, y a los niños, que la violencia es algo normal y que tienen que aprender a ser violentos si no quieren recibir hostias por todos lados, y a diario.

Los niños entonces nos imitan: establecen jerarquías de poder y tratan mal a los que están por debajo de ellos. Utilizan motes para reírse de las singularidades de cada cual (gordo, orejón, cabezón, gafotas, enano, moro, chino, negro, loco, etc.), y reproducen todo el racismo, el clasismo, la homofobia, el machismo, y los odios que aprenden en casa y ven en la tele. En un aula de niños de 9 años, ya hay supremacismo blanco y patriarcado en cantidades industriales: ya hay grupitos de niños alfa haciendo de matones con los más débiles. Toda la crueldad con la que tratan a sus compañeros la han aprendido viendo a los adultos y adultas relacionarse, pero también tiene que ver con sus instintos primarios, y sobre todo, con su necesidad de tener el poder y el control.


Crueldad en la adolescencia

En la adolescencia, la crueldad se reproduce en las relaciones de pareja. Los hombres tratan a las mujeres como objetos, como trofeos, como piezas de caza. Les han enseñado que ellos son superiores, y que solo han de relacionarse con ellas a través del sexo, sin enamorarse y sin desnudar su alma. Les han enseñado que el amor es una guerra y hay que ganarla sea como sea. El que se enamora pierde. 

A nosotras sin embargo no nos hablan de luchas, sino de sufrimiento. Nos cuentan cuentos para que creamos que lo normal al enamorarnos es pasarlo mal, sacrificarnos, renunciar a nuestra gente y a nuestros proyectos, y vivir una vida dramática e infernal. Creemos incluso que cuanto más suframos, más grande será nuestra recompensa y antes llegaremos a nuestro paraíso romántico, pero no. No hay recompensa: sufrir es malo para nuestra salud emocional y mental, y no sirve para que te quieran más, ni para que te quieran mejor. 

En los grupos de amigos y amigas también las relaciones están basadas en esta cultura de la crueldad, que se plasma en las bromas que se hacen entre ellos, algunas con mucho cariño y otras con mucha mala leche, y en las pruebas absurdas y a veces peligrosas que se hacen pasar unos a otros para mostrar su valía. Los chicos lo pasan muy mal con esto: se les va mucha energía en intentar que los demás no se rían de ellos ni cuestionen su virilidad. Tienen que estar constantemente demostrando su hombría y es agotador: todos necesitamos ser aceptados por el grupo, sentir que pertenecemos a uno, que formamos parte de algo. Por eso los chicos se someten a los líderes y sueñan con llegar a serlo: es cuestión de ir escalando en la jerarquía. 

Las mujeres también construimos nuestras jerarquías en los grupos de amigas, y también intentamos impresionar a las amigas, gustarles, y ser aceptadas. También competimos entre nosotras, como los chicos, pero en nosotras no es un tema de fuerza o de agresividad, sino justo lo contrario: quién es más guapa, más femenina, más mujer. Sufren las que no tienen tetas o las que tienen demasiado, las que se desarrollan sexualmente muy pronto o muy tarde, las que están gordas, las que son etiquetadas como feas, las raras, las anormales, las extranjeras, las lesbianas, las que se rebelan a los mandatos de género.   

En todos los grupos hay gente más popular y más admirada, y gente que menos, y todo el mundo sueña con ser aceptado, en ser deseado, en ser popular y despertar la admiración, el respeto y la envidia de los demás. Y sin embargo, en realidad lo que necesitamos es el amor y el cariño de nuestra gente más próxima: todo lo demás es una cuestión de Ego y de acumulación de poder.


Crueldad en el amor romántico

En la vida adulta, continúa esta cultura de la crueldad, sobre todo en las relaciones de pareja. Concebimos el amor como una guerra en la que cada cual utiliza sus estrategias para conseguir lo que quiere, lo que desea o lo que necesita. La pareja romántica es una unión de dos seres con sus intereses, su egoísmo, y sus luchas de poder, y esto hace bien complicado que podamos querernos bien y que podamos disfrutar del amor. 

En la guerra del amor, todo vale con tal de ganar. Las mujeres y los hombres tenemos estrategias diferentes a la hora de batallar: para las mujeres patriarcales, el objetivo principal es encontrar a su media naranja, seducirla, y mantener la pareja (vigilar a las rivales, vigilar al pajarito que se quiere salir de la jaula, complacer al pajarito para que se quede tranquilito, etc.). 

Para los hombres patriarcales, el objetivo principal es mandar en la pareja y evitar que el amor limite su libertad. Los hombres asumen que lo natural es que las mujeres se queden en casa y abandonen su trabajo y sus proyectos para criar y cuidar a la familia, y natural es también que ellos sigan manteniendo cierta cuota de libertad para poder disfrutar de una vida sexual y amorosa diversa. 

Los hombres necesitan sentir que llevan los pantalones y evitan a toda costa que les pongan la etiqueta de "calzonazos" que les expongan a las burlas de sus compañeros. En España el calzonazos es el hombre sumiso y manipulado por su esposa: el terror de cualquier varón joven con poder y con privilegios. 

Desde estas posiciones, el afán por dominar al otro y por domesticar al otro nos lleva a relaciones de dependencia, malos tratos y violencia psicológica, emocional e incluso física. Ya en el proceso de cortejo vivimos la seducción como una lucha: "yo quiero conquistarla, tiene que ser mía", "lo quiero de rodillas suplicando y llorando por mi amor". Se trata de derribar al enemigo para que se derrita con nuestros encantos y caiga en las redes del amor, y en todo el proceso de construcción de la pareja utilizamos nuestras estrategias para ser el centro de la vida de la otra persona, para imponerle nuestro modelo amoroso, para enamorarla perdidamente. Y estas estrategias pueden ser muy crueles: mentir, engañar, manipular, controlar, chantajear, amenazar, victimizarse, maltratar a la otra persona para que se someta. 

Tratar de aislar a la otra persona de su gente querida y de sus redes sociales, machacar su autoestima para hacerla dependiente, hacerle creer a la otra persona que está loca, hacerle creer un ser inferior y que sin ti no es nada, ponerle los cuernos a la vez que limitas su libertad sexual, no utilizar anticonceptivos, utilizar a los hijos para asegurarse que permanece a tu lado...ejercemos la maldad de las formas más crueles cuando nos enamoramos.

Nuestra cultura amorosa es muy violenta y mitifica el sufrimiento y el masoquismo femenino. Porque las mujeres somos educadas para aguantar, para obedecer, para ser comprensivas, para perdonarlo todo, para someternos a lo que nos ha tocado, para resignarnos, para renunciar, para sacrificarnos, para tener la esperanza de que algún día cambiará. Y así es como aguantamos todo tipo de desprecios, humillaciones y malos tratos: lo hacemos por amor. También nos dejamos explotar por amor. Hacemos todo el trabajo necesario para la supervivencia y nos encargamos de los cuidados a bebés, familiares enfermos o discapacitados, ancianos y ancianas de la familia. No podemos con todo, porque además hay que trabajar para pagar las facturas, pero lo intentamos porque creemos que es lo que hay. 

Los hombres siguen aprovechándose de los privilegios que obtienen gracias al amor romántico. Todos ellos obtienen un plus de cariño, de cuidados, de amor y de sexo porque nos hacen creer a las mujeres que nacemos todas con un don para entregar nuestra vida a los demás. Y eso nos pone a todas en relaciones desiguales en las que nos toca hacer de subordinadas, especialmente cuando empezamos a envejecer y perdemos nuestra belleza y nuestra capacidad reproductiva. 

Estas relaciones basadas en la necesidad (necesito un príncipe azul, necesito una princesa) son generalmente muy conflictivas y dolorosas, porque sólo es posible quererse bien en relaciones libres e igualitarias basadas en la honestidad, la complicidad, el respeto mutuo, el compañerismo y el amor del bueno. 

El romanticismo patriarcal nos sigue seduciendo para que creamos que hay premio a nuestro sufrimiento, y que cuanto peor lo pasemos, más grande será la recompensa que el amor nos tiene guardada. Y no: no hay paraíso romántico. Lo que hay son guerras románticas e infiernos conyugales en los que derrochamos mucho tiempo y mucha energía para poder vencer, o al menos, para que no nos sometan y nos machaquen. 

No sabemos amarnos en libertad. 

La monogamia se inventó para nosotras, es un mito perfecto para que nos sometamos voluntariamente a los hombres de los que nos enamoramos. Ellos sólo tienen que intentar que no les pillen, y si les pillan, que les perdonen. Por eso sienten que sus mentiras, sus engaños, su doble moral son normales, naturales y legítimos: los hombres se ven obligados a "sentar cabeza" a una edad y se casan con mujeres policía para jugar al ratón y al gato toda la eternidad. 

La cultura de la crueldad romántica justifica toda la violencia que hay en las parejas con algunos refranes populares como: "Los que más se pelean son los que más se desean", "Quien bien te quiere, te hará llorar", "Del amor al odio hay un paso". Por eso gente que se quiso mucho acaba odiando a la otra persona y haciendo la guerra en todos los niveles, yendo a dar allí donde más duele, tratando de aniquilar al enemigo: los divorcios de hoy en día son una pesadilla. 

Toda la violencia machista está justificada también con la idea de que a las mujeres, como a los niños y los animales, hay que domesticarlos y meterlos en cintura. Hay que enseñarles las normas, castigarles cuando desobedecen, explotarles para beneficio propio, matarles o abandonarles cuando ya no sirven o matarles cuando se quieren ir de su lado. Somos objetos de propiedad privada y nuestras vidas están a merced del dueño. 

Nuestra cultura amorosa culpa a las víctimas de la violencia que sufren: por malvadas, por desobedientes, por rebeldes, por mentirosas, por traicioneras... los medios justifican los asesinatos mostrándolos como un acto de amor: "la maté porque era mía". 


Crueldad con la gente mayor 

Para las ancianas y los ancianos, también hay toda una cultura de la crueldad que justifica los malos tratos hacia ellos. En primer lugar, la gente adulta mayor pierde su status de adulta a medida que envejece, hasta que deja de ser sujeto de derechos, y pasa a ser un ser dependiente como en la infancia, tutelado por sus hijos y nietos. 

Las opiniones y deseos de la gente anciana suelen degradarse al estatus de "ocurrencias graciosas" de alguien a quien ya no le funciona bien la cabeza. A los ancianos se les trata como a los locos: se les da la razón y se les oculta información. Se les habla como si fueran niños, a gritos. No se cuenta con ellos a la hora de tomar decisiones, y se pisotean todos los derechos que tenían antes porque han bajado de status en la jerarquía familiar: alguien toma las riendas en su lugar. 

Las relaciones de la persona que es cuidada con los y las cuidadoras suelen estar condicionadas por las luchas de poder entre ambos bandos. Igual que los bebés, la gente anciana tendrá que pelear para no ser torturada cuando necesita descanso, para no obligarle a cumplir horarios, para no someterle a dietas sin sal, sin grasas, sin azúcar, para no ser manipulado en temas de herencia, para que respeten su autonomía o para que le ayuden si lo necesita. 

En todas las familias hay gente que se desentiende de los cuidados, y gente que los asume en su totalidad. El epicentro de los rencores familiares es la figura de la anciana o anciano, por eso sufren tantos malos tratos por parte de su familia. Sufren muchos ajustes de cuentas cuando las posiciones de poder cambian: la esposa, el esposo, los hijos e hijas que han sufrido la crueldad de sus ancianos, la devuelven con creces a veces. Hay muchas heridas, mucho dolor en todas las relaciones con madres y padres, y con abuelos y abuelas. 

Hemos llegado a un estado de insensibilidad permanente que no nos permite empatizar con los demás. Nos gusta ser necesarios e imprescindibles para los demás, nos sube el Ego tener la sensación de control, pero podemos llegar a ser extremadamente crueles con los más vulnerables. Los argumentos más comunes para justificar la crueldad son parecidos a los de los bebés: "Quiere manipularte", "Es una tirana", "No sabe lo que dice", "siempre ha tenido muy mal carácter", etc.

Los dominados dominan a los dominadores victimizandose y tratando de hacerles sentir malas personas y hacerles sentir culpables. Los dominadores ejercen su poder también: dejar la silla de ruedas apartada en una conversación como si no existiesen, no cambiarles el pañal durante días, dejarlos a la puerta del hospital y regresar a por ellos a la vuelta de las vacaciones, quitarles la pensión y toda capacidad económica, dejarlos aparcados en residencia y desentenderse por completo, son todo formas de violencia contra la gente más débil que nos da una idea del grado de deshumanización en el que vivimos. 


Crueldad en la muerte 

No nos dejan morirnos tranquilos. El protocolo médico de hacer lo imposible por conseguir que un cuerpo siga con vida se convierte en un modelo absurdo y cruel de actuación cuando llega el final de una vida humana. No hay medicina ni tratamiento que pueda detener la muerte cuando llega de forma natural a un cuerpo envejecido, y aún así, se sigue sometiendo a la gente a todo tipo de procedimientos incómodos, dolorosos, innecesarios, que convierten la experiencia de la muerte en una enfermedad, cuando en realidad es un proceso natural que deberíamos poder vivir con tranquilidad. 

Sin dolor, ya sea en casa o en el hospital, manteniendo la lucidez para cuando llegue el gran momento. Podernos morir a nuestro ritmo, sin presiones para que sigamos luchando cuando ya no queremos o cuando ya no podemos más. Poder elegir cómo, cuándo y con quién morir: al fin y al cabo, junto con el nacimiento, la muerte es el momento más importante de la vida de un ser humano. 

No es el momento de reanimarle con electro shocks, ni de cambiar pañales o lavarlo, ni de extraerle sangre, o pincharle mil medicamentos: es el momento para dejarles a gusto con sus recuerdos, con sus pensamientos, con sus emociones, y con su gente querida. Todos merecemos que se respete este gran evento: no es justo que no permitan a la naturaleza seguir su curso. 

Necesitamos morir en silencio o con las voces de los nuestros, necesitamos paz y soledad, o la compañía de toda nuestra gente, necesitamos el tiempo de nuestros seres queridos sin limitaciones por horarios absurdos o regímenes de visitas estrictos. Necesitamos tener tiempo para hablar, para cerrar pendientes, para dar información útil, para despedirnos con amor. Sin interrupciones, sin intervenciones de gente desconocida. Morir en paz es un derecho humano fundamental: los protocolos médicos deben de garantizarnos una muerte digna, respetuosa y libre de crueldad. 


Desaprender la crueldad

Necesitamos poner de moda la cultura del buen trato y fabricar las herramientas que nos permitan solucionar nuestros problemas, construir nuestras relaciones, analizar desde una perspectiva crítica toda esta naturalización, normalización y mitificación de la crueldad, el sufrimiento y el dolor con el que construimos nuestras relaciones afectivas, sexuales y sentimentales. 

Es urgente ponernos a pensar en cómo podríamos hacer para poner en su lugar la cultura del buen trato basada en la igualdad, el respeto, la empatía, la solidaridad y la ternura. No sólo con nuestros bebés, con nuestras parejas, con nuestros padres y madres, con nuestros mayores, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros vecinos: también con la gente desconocida. 

Se trataría de construir un mundo mejor en el que desaprendamos toda esta cultura de la dominación y la violencia, y aprendamos a disfrutar del amor, los cuidados y los afectos. Porque lo personal es político y es la única manera de cambiar el mundo: transformar nuestras emociones, nuestros cuerpos, nuestro deseo, nuestra sexualidad, y cambiar nuestra forma de organizarnos y de relacionarnos. 

Es una tarea colectiva apasionante: desaprender la crueldad, poner en práctica la cultura del buen trato, disfrutar de relaciones libres e igualitarias, cuidarnos a nosotras mismas y cuidar a los demás. Asumir como filosofía de vida que aprender es un placer y que es posible querernos bien, y tratarnos bien.   


Coral Herrera Gómez