Este artículo lo escribí para la Tesina:
Herrera Gómez, Coral: "TELEVISIÓN Y ESPECTÁCULO. CRÓNICAS MARCIANAS COMO NUEVO MODELO DE ENTRETENIMIENTO", Universidad Carlos III de Madrid, 2004.Efectos intangibles de los medios de (in)comunicación.
“Las derrotas de las utopías históricas construidas en los últimos siglos han representado también la derrota de la Comunicación como instrumento de emancipación.” Manuel Vázquez Montalbán
La perspectiva que hemos decidido adoptar aquí con respecto a la cultura es desde una concepción amplia y transdisciplinar que incluye no sólo los aspectos relacionados con la historia, las tradiciones, las costumbres, las manifestaciones artísticas y el imaginario colectivo, sino que también engloba la economía, la organización política y social, y la construcción social de la realidad. Y atendiendo especialmente a su dimensión económica, es pertinente analizar, como vimos en el primer apartado, quién crea y difunde masivamente esa cultura, y cómo incide en la realidad de la sociedad. Como afirma Grossberg (1983), “admitir que el conjunto de la cultura refleja la realidad y la reproduce confiriéndole un sentido, no nos exime de examinar los intereses particulares que se manifiestan en tal o cual reflejo”.
Utilizaremos en este sentido el concepto gramsciano de hegemonía, que señala “el rol preponderante de las clases dominantes en la producción de significaciones generalizadas y muestra la manera en que se construye un asentimiento “espontáneo” a la organización de las relaciones sociales”. Según Bernal (2002), cuando el trabajo en torno los procesos de convergencia e integración simbólica (… ) dependen de un grupo social más o menos sólidamente aliado, tenemos un estado relativo de hegemonía, que implica el reconocimiento, sea activo o pasivo, de la autoridad y legitimidad cultural de la propuesta simbólica que elabora un cierto grupo social para los demás.
Desde que Umberto Eco (1968) hacía notar la paradoja de esta cultura de masas actual que no se crea y expande en todas las direcciones, sino que es monodireccional y parte de arriba hacia abajo, se hace pertinente, pues, analizar qué comunican las industrias culturales y tecnológicas, cómo lo hacen, de qué modo afecta a la población en vida cotidiana, y hasta qué punto se sirven los poderes políticos y económicos de ellas para condicionar, influenciar y perpetuar el orden económico (capitalismo) y político (democracias) vigente.
Mucchielli (2002) define la influencia como un asunto de creación de
significados: “Influir es hacer surgir por medio de manipulaciones contextuales ad hoc, un sentido que se impone a los interlocutores y los lleva a obrar en conformidad con él. La influencia es el fenómeno fundacional de la comunicación: la comunicación es influencia. Es la construcción en común, por parte de los actores, de una situación de referencia en la que los objetos cognitivos de la misma, a través de su puesta en relación, permiten desembocar en una acción conclusiva que se impone (...) existe una completa homogeneidad entre los fenómenos de propaganda, venta, persuasión, publicidad y seducción”.
Según Roiz (2002), persuadir significa “intentar modificar la conducta de las personas sin parecer forzarlas ni coaccionarlas (...), pero cualquier forma de persuasión tiene algo de coacción (...), presión que se fundamenta en la comunicación imperativa mediante el empleo de argumentos, verdaderos o falsos, por medio de técnicas de carácter lingüístico, semántico, psicológico y psicoanalítico para conseguir que determinados colectivos (como grupos profesionales, amas de casa., consumidores, ciudadanos públicos o audiencias) adopten ciertas creencias, actitudes, o conductas acordes con las instituciones, fines u objetivos de quienes emplean la persuasión”.
Desde una perspectiva sociosemiótica de la comunicación de masas, toda la sociedad en sus diferentes ámbitos gira alrededor de las redes o conjuntos de significados que, con intención persuasora, han codificado los emisores, generalmente institucionales. Según Mauro Wolf, “los medios (sin excluir otros agentes de socialización) proveen marcos cognitivos, contextos de percepción de la realidad social; su rol es significativo en el modelado de los saberes. La cultura mediática constituye un importante universo simbólico, que orienta los valores, las actitudes y los puntos de referencia sociales”. Es por ello por lo que, según González Requena (1999), existe un fuerte predominio en el discurso televisivo de las funciones expresiva, conativa, referencial y fática (la de contenido informativo más pobre; su código es el más simple).
Y tanto en los spots publicitarios como en los programas, se utilizan técnicas semánticas para otorgar sentidos, y se repiten incesantemente elementos del lenguaje y la elaboración de frases clave, como eslóganes o lemas. El rumor o los tópicos y clichés (a nivel general) o las valoraciones (positivas o negativas) sobre cualquier aspecto, por parte de grupos u organizaciones –sobre todo cuando existe persistencia y permanencia en los procesos –crean, en fin, significados que circulan por el espacio social. La vocación de los códigos, nos dice Roiz (2002), es traducir la realidad y controlar de la forma más eficaz posible su ámbito de aplicación (...) nos ofrecen sentimientos de protección e incluso de esperanza, que son falsos porque se nos imponen como mecanismos de control comunicativo y porque siempre estamos expuestos debido a la propia condición humana, a la inseguridad, y sobre todo, a la incertidumbre.
El hombre, codificando y descodificando los signos y los símbolos del entorno, no se siente sólo; adquiere conciencia de lo colectivo como algo necesario, es decir, social”. Como los códigos son sistemas, las reglas de combinación de elementos de un repertorio se combinan a su vez con otros códigos, formando significados del mundo, lo que algunos semiólogos denominan “sistemas ideológicos” (Eco, 1981)”. El ser humano procesa y trasforma sus experiencias por medio de símbolos que le servirán como modelos de juicio y actuación. Y en este proceso, el ser humano se institucionaliza e internaliza las normas y el funcionamiento de la sociedad a la que pertenece.
Es por ello que el Estado de la Paleotelevisión aspiraba a poseer un férreo control sobre sus contenidos mediáticos; porque la televisión es un mecanismo de control social básico. Angel Benito (1982) destaca que este control social por parte de los medios es un arma de doble filo porque son utilizados como resistencia al cambio y para impedir la renovación de las estructuras. Según Ross , la formas de control social son básicamente de dos tipos: coactivas (aquellas prácticas sociales e instituciones denominadas propiamente “de control” por cuanto se apoyan en la fuerza directa: el sistema jurídico, legal, y policial; las fuerzas armadas, de propaganda y contrapropaganda), y persuasivas (las prácticas de comunicación e información, tanto a nivel interpersonal como institucional y de difusión pública).
Tanto Ross como Durkheim y Comte, creen que el problema principal de la sociedad es el del orden social, es decir, el de las formas y mecanismos para preservarlo o reconducirlo, evitando el conflicto permanente individuo-grupo-cultura. Dentro de los contenidos de influencia, afirma Roiz (2002), los emisores suelen imponer sus criterios sobre el mundo y la sociedad e incitan o provocan reacciones a su favor: “una de las formas de dominación más importantes en la sociedad de la información y el conocimiento es la que emana de la propiedad y el control directo de las empresas de comunicación, consideradas como transmisoras de información, entretenimiento, publicidad y propaganda, así como canalizadoras de la opinión pública. Esta dominación económica y empresarial, en última instancia, es política, y desde luego también ideológica”.
Un ejemplo claro de este poder mediático es el Informe de Fundesco de 1994, en el que se contempla, entre otras cosas, que “el 84.2% de los directores de prensa señala haber recibido indicaciones tácitas o expresas de los anunciantes. El 50 % de las respuestas matiza esa vinculación como razón para la inversión publicitaria, y el 75% refiere como expresión negociadora del anunciante la amenaza de retirar la inversión” . En este sentido, Lolo Rico (1994) opina que “la programación televisiva no es más que un pretexto para intercalar la publicidad y está hecha, en consecuencia, a gusto y medida de los publicitarios (...) dichos programas no pueden presentar contenidos que contradigan o se opongan a la falsa realidad que presenta y propone la publicidad” .
Como también entiende Eco, uno de los mayores problemas de esta cultura de masas se encuentra en que los operadores culturales actuales no pertenecen al sector de la cultura, sino al sector financiero y económico; y obviamente sus fines son lucrativos, no culturales.
La nuestra no es, pues, una cultura en la que sus receptores son también emisores o donde exista un intercambio, una verdadera comunicación. La realidad es más bien que una minoría ofrece información, entretenimiento y que construye espacios simbólicos en un proceso de comunicación unidireccional. Habermas (1999) distingue claramente dos formas de comunicación: la acción comunicativa (que supone el intercambio y la interacción de informaciones) y la discursiva (a través de la cual se busca dotar de validez al sistema de valores a través de su justificación). El primer caso, obviamente, ilustra la base de la comunicación humana entre dos o más individuos que intercambian información y conocimientos, y el segundo caso ilustra el modo en que un grupo o varios grupos comunican algo a una gran mayoría.
González Requena (1999) va más allá incluso al afirmar que “hablar de medio de comunicación de masas se descubre, de una manera cada vez más evidente, como la coartada ideológica de un tipo de fenómeno espectacular en el que la comunicación es tendencialmente abolida. El consumo televisivo no es comunicativo, sino escópico; gira todo él en torno a un determinado deseo visual. En este consumo espectacular hay una ausencia de descodificación, no hay comunicación sino simulacro de comunicación”.
Mc Luhan (1967) entiende que este proceso de comunicación monodireccional se produce “desde el Norte al Sur y al Este creando efectos de dependencia económica y cultural, porque la información es mercancía e ideología a la vez”. El etnocentrismo occidental, además, margina no sólo información acerca de los países del Tercer Mundo, sino también sus productos culturales y artísticos, y ello conlleva un empobrecimiento de la psique humana, que está perdiendo su capacidad de abstracción y como consecuencia de ello su capacidad para comprender las cosas y afrontarlas racionalmente. Es decir, nuestra capacidad cognitiva se empobrece (Gubern, 2000), y se reduce a lo que nos ofrecen las televisiones: los mismos temas, los mismos personajes, los mismos escenarios, repetidos hasta la saturación.
En este contexto se establece lo que algunos autores, como Noam Chomsky (1992), denominan darwinismo cultural: “No sería demasiado extraño que la imagen del mundo que ellos nos presentan no fuera sino un reflejo de los puntos de vista o de los intereses propios de los vendedores, los compradores y el producto en cuestión (...) las grandes empresas que se anuncian en televisión raramente patrocinan programas que aborden serias críticas a las actividades empresariales, tales como el problema de la degradación medioambiental, las actividades del complejo militar industrial o el apoyo de estas empresas a las tiranías del Tercer Mundo y los beneficios que obtienen del mismo”.
Esta frontera cada vez más invisible entre publicidad y programación elimina o desplaza, por tanto, la función cultural de la televisión publicitaria, y por supuesto coloca a la masa bajo la etiqueta de consumidores, alejando así a la sociedad que consume televisión de la posibilidad de participar activamente en la creación de los símbolos, mitos, creencias e imaginario social. Y coloca a sus miembros en la filosofía que aboga por comprar todo lo que necesita, a consecuencia de la especialización progresiva del trabajo del mundo occidental. De este modo en la actualidad se instaura la cultura del derroche frente a la cultura del reciclaje, la cultura del idiota que sólo sabe de lo suyo y lo demás ha de adquirirlo, y siempre bajo la máxima de la novedad tecnológica o los imperativos de la moda, con productos al alcance de cualquiera que sin embargo no poseen una esperanza de vida duradera. Esto convierte a los miembros de la sociedad en seres cada vez más dependientes, menos creativos, menos participativos, y más aislados. Nunca se presentarán en los medios propuestas autogestionarias al margen del mercado y los estados, ni tampoco la posibilidad de funcionar conjuntamente con el resto de los miembros de la sociedad en proyectos que mejoren su calidad de vida.
Para hablar de la ideología subyacente a los centros de poder mediáticos, utilizaremos el concepto propuesto por Berger y Lukman (1997) según el cual la ideología corresponde a una definición particular de la realidad anexionada a un interés de poder concreto. Es decir, cuando una persona o grupo de personas quieren transmitir su cosmovisión o su modo de entender y construir la realidad a otro grupo de personas e intentan imponerlo, o, como lo expresa Roiz: “La televisión, y en buena medida, la radio y la prensa, se han convertido, a medida que han ido eliminando su inicial vocación informativa y cultural, en máquinas de trasladar las ideas de los poderosos a los ciudadanos, concebidos claramente como públicos, audiencias, incluso como masas”.
David Morley , en este sentido, recalca que todo mensaje conlleva elementos directivos respecto de la clausura del sentido, y aunque es cierto que un mensaje no es un objeto dotado de una “significación real” y exclusiva, los mecanismos significantes que pone en juego promueven ciertas significaciones y suprimen otras, y así es como se imponen las significaciones preferenciales. Además, opina que “el poder de reinterpretación de los telespectadores está lejos de ser equivalente al poder discursivo inherente de las organizaciones mediáticas centralizadas. Son éstas las que definen lo que el espectador deberá interpretar. Poner unas y otras en un pie de igualdad resulta sencillamente absurdo”. Habermas (1999) entiende que es la función de las ideologías es "bloquear el diálogo, y eliminar responsabilidades por ambas partes”.
Si en los regímenes totalitarios que precedieron a los sistemas democráticos actuales se imponían las ideologías por la fuerza, es decir, existía una autoridad de la que emanaban todos los mensajes informativos, que controlaba todos los eventos, fiestas y manifestaciones culturales y artísticas, que vigilaba y castigaba opiniones, discursos e ideologías contrarias a la suya, hoy en día, las armas de los gobiernos actuales son intangibles y se difunden por cable, antenas, satélites, llegando al público en forma de mensajes que se dirigen no ya a la razón, sino hacia las emociones, y que promueven los valores propios del capitalismo y las democracias existentes. Como lo expresa Fromm (1947), “es como si a uno le tirotearan enemigos que no alcanza a ver. No hay nada ni nadie a quien atacar”. La autoridad que reina es anónima, por tanto, aunque la realidad es que el poder hoy lo detentan las empresas, los medios de comunicación y los políticos, y siendo, según Hartley (2000), “las audiencias televisivas las mayores comunidades colectivas que nuestra especie ha logrado alcanzar jamás”, es lógico que sean el lugar que los empresarios y los políticos más desean.
Porque, en última instancia, la influencia es un asunto de creación de significados y de sentidos sobre el mundo y el funcionamiento de las cosas; y el modo en como percibimos el mundo es fácilmente manipulable por la televisión, que suele ofrecernos un mundo amable, lleno de sonrisas, de posibilidades, de fantasías, cuya otra cara de la moneda (guerras, desigualdades e injusticias) pertenecen al destino fatal (“tiene que haber de todo en este mundo”). Y es en este sentido cuando la invasión del entretenimiento cobra mayor relevancia; se trata de amortiguar los duros golpes que nos proporcionan los telediarios y sumir al telespectador en una actividad escapista (ver la televisión, consumir) que le permita desentenderse de las desgracias ajenas y de las propias.
Con respecto al grado de manipulación de los medios y la capacidad de los telespectadores para desarrollar mecanismos de “defensa” y de juicio crítico, numerosos autores como Gubern (2000) afirman que nuestra capacidad para conocer, abstraer y reflexionar acerca de la información y de los contenidos mediáticos ficcionales o hiperreales se ha visto reducida y fragmentada especialmente debido a dos causas:
- El empobrecimiento de la experiencia directa, pues además de la soledad y el aislamiento del ciudadano actual a causa del individualismo, que conlleva un empobrecimiento de sus relaciones sociales y de su vida afectiva, éste dedica la mayor parte de su tiempo libre a consumir imágenes “fabricadas” que le permite asistir a eventos sociales como la misa dominical, el teatro, el fútbol, el cine, la música y el baile, entre otras cosas, sin moverse de casa.
- La reducción de otros puntos de vista y el empobrecimiento de las cosmovisiones. Según la teoría de la agenda setting, formulada por Mc Combos y Shaw en la década de los 90, los medios nos indican los asuntos sobre los que hay que pensar, es decir, imponen los temas de los que hay que hablar; inciden en los que ellos consideran más importantes, y al mismo tiempo se nos aporta una opinión ya mediada de los mismos.
Como ejemplo cabe destacar el tema actual del terrorismo, que es presentado como el problema del siglo XX y XXI, que a menudo sirve para ocultar o marginar otros muchos, como los derivados de la injusticia y las desigualdades propias del sistema capitalista y democrático: desigualdades, hambrunas, la pobreza, las guerras, las catástrofes medioambientales, etc. que desde luego afectan a la vida cotidiana de las personas en mayor grado que el terrorismo. Esta primacía del terrorismo en los medios y en las agendas políticas constituye la excusa perfecta de los gobiernos occidentales para aumentar el control social, recortar libertades en nombre de la seguridad, y aumentar el gasto en defensa, con el consiguiente beneficio de la industria armamentística. Asimismo, la teoría de la espiral del silencio, de Elisabeth Noelle Neumann, habla de la capacidad del medio televisivo de dar relevancia a unos temas y despreciar otros. La opinión pública se desplaza hacia aquel grupo que es considerado más fuerte, por estar más presente en el medio, mientras que los que opinan de forma diferente son considerados débiles.
Coral Herrera Gómez
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BIBLIOGRAFÍA
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