Desde el principio de los tiempos las mujeres nos hemos amado entre nosotras; es un hecho que en nuestra cultura machista ha silenciado, invisibilizado y también castigado. Son cientos de millones las mujeres lesbianas que han sido aisladas de su comunidad, insultadas, humilladas, torturadas, violadas, encarceladas o asesinadas solo por su orientación sexual y afectiva.
Son muchas las que han tenido, y tienen aún que ocultar su lesbianismo para proteger su vida en países donde la homosexualidad se considera un pecado, una aberración, una enfermedad o un atentado contra la moral. La mayor parte de las religiones monoteístas son heterosexuales, sus dioses son heterosexuales, rechazan el placer, reniegan del cuerpo, dirigien la sexualidad hacia la reproducción como fin último y verdadero. Y ello ha condicionado enormemente la libertad y el bienestar de las mujeres que se aman durante siglos y siglos.
Pero además, cualquier mujer que no se adapta a los cánones tradicionales de la feminidad (sumisión, fragilidad), es etiquetada como lesbiana, de modo que cualquier mujer empoderada, con iniciativa, que ejerce su derecho al libre albedrío y que rompe con las cadenas de su sujeción se considera que no solo es contestataria con el patriarcado, sino que se rebela ante los hombres, los rechaza e imita a la vez (hacen gala de su fuerza, su valentía, su inteligencia, características consideradas masculinas).
En el siglo XXI, en determinadas islas de posmodernidad y progresía, el lesbianismo comienza a despatologizarse, gracias principalmente a la lucha feminista y LGBTQ. La homosexualidad comienza a normalizarse, gracias a las leyes que permiten los matrimonios entre personas del mismo género, y a las campañas de sensibilización que convierten la homofobia en un miedo/odio políticamente incorrecto.
Por eso mismo el movimiento queer rechaza esa normalización, lo que denominan la heterosexualización de la homosexualidad. Un@s desean la integración social y reproducen los roles, las costumbres de la cultura patriarcal heterosexual, y otr@s rompen con las tradiciones para promover la diversidad, el desvío de la norma, para que la diferencia se asuma como un factor de riqueza, y no de marginación.
Estos cambios sociales han permitido también que se vaya eliminando poco a poco el estereotipo de la mujer lesbiana como odiadora de hombres, mujer amargada, mujer masculinizada, mujer frustrada. Cuando la gente oye la palabra "lesbiana" piensan en mujeres feas, peludas, obesas y antipáticas que visten ropa de hombre.
Lo bueno es que hoy se aprecia una variedad y una riqueza que dan al traste con el estereotipo, como es el caso de las mujeres famosas que salen del armario: pero también son muchas las que reivindican el derecho a no depilarse, a ser fea, a ser obesa, y a no mostrarse simpáticas cuando no nos apetece.
No solo a nivel político y social, sino también en el área de la estética y la visibilidad, cada vez son más las mujeres empoderadas, famosas por su trabajo como actriz, como presentadoras de televisión, cantantes, deportistas, escritoras, etc. que comienzan a mostrarse en público con su pareja. Y eso es positivo, creo, porque desmorona la imagen de la mujer monstruosa, la idea de que el lesbianismo es anormal, y la patologización de las sexualidades diversas.
Si vas por la calle mirando con ojos heteros ves la realidad de manera diferente a como la ves con una mirada más amplia. Con la mirada hetero ves a los obreros piropeando a una mujer, ves carteles publicitarios de mujeres heteros reclamando el deseo masculino desde las marquesinas de autobús, ves parejas heteros besándose o peleándose, ves familias heteros comiendo en un bar. Si amplías la mirada comienzas a ver a un montón de personas que no están constreñidas por su masculinidad o feminidad y que lucen una ambigüedad que no nos permite clasificarlas en uno u otro bando. Ves mujeres que van dadas de la mano, hombres que se miran al cruzarse y se vuelven para sonreírse con complicidad, parejas de tríos, familias diversas, y el deseo circulando libre por el espacio imaginario.
Llevo tiempo preguntándome si la invisibilidad de la homosexualidad femenina ha permitido a las mujeres mayor libertad de movimientos para amarse y establecer una convivencia de pareja, porque en bastantes épocas y muchos lugares el orden masculino no se ha preocupado en exceso por las relaciones amorosas entre mujeres. En parte gracias a esta invisibilización, hay autoras que afirman que las lesbianas han sufrido una menor represión que la homosexualidad masculina, más castigada por la homofobia del patriarcado.
Adrienne Rich (1993) defiende la tesis contraria y afirma que la represión de la homosexualidad femenina ha sido mayor que la ejercida sobre la masculina. Según Rich, son muchas las mujeres que han tratado de vivir su sexualidad y sus sentimientos al margen de las normas heteros que condenan lo homo como desviación y aberración, a menudo con la creencia de que eran las “únicas” que lo habían hecho: “Lo han intentado, a pesar de que pocas mujeres se hallaban en posición económica de resistirse por completo al matrimonio y pese a que los ataques contra las mujeres no casadas se extendieron de la calumnia y la burla al genocidio deliberado, incluida la quema y tortura de millones de viudas y solteronas durante la caza de brujas en los siglos XV; XVI y XVII en Europa”.
Siguiendo el estudio histórico de Aldarte, podemos ver cómo la prohibición de la homosexualidad varía según las épocas y las zonas geográficas. En algunas sociedades no se distingue entre estos dos polos opuestos (homo/hetero), porque su sexualidad es más rica y diversa, y en otras se apedrea hasta la muerte a todos los que viven su sexualidad alejados del orden patriarcal. En la Antigüedad griega la homosexualidad masculina se consideraba la más alta expresión del amor. Las mujeres vivían recluidas en los ámbitos cerrados y no participaban de la vida política y social porque no eran ciudadanas, sino personas de segunda clase, por encima de los esclavos. Ello probablemente les permitió relacionarse en el ámbito privados y el mundo doméstico sin la injerencia de los hombres, que se relacionaban entre sí también con la mayor naturalidad. En el Imperio Romano el poder no se preocupa por la vida sexual de sus ciudadanos; la sexualidad es algo privado, salvo en los casos en los que se altera el orden social. En el siglo IV a JC., el historiador Plutarco entre otros, ha dejado constancia de la existencia de baños públicos diseñados para mujeres homosexuales femeninas, todas ellas perfectamente casadas, que eran satisfechas sexualmente por las esclavas felatoras mientras tomaban los baños, una institución muy reconocida en Roma. Se han documentado en este período bodas entre personas del mismo sexo, reguladas de igual modo que las bodas heterosexuales.
Las principales fuentes históricas para reconstruir la historia del lesbianismo en Occidente en esta época son los archivos eclesiásticos (sermones, homilías, encíclicas, concilios, catecismos...), y jurídicos (procesos judiciales, denuncias, sentencias...). Entre los cientos de casos de homosexualidad juzgados por tribunales laicos y eclesiásticos en la Edad Media y en los inicios de la modernidad, no se encuentra casi ninguno concerniente a relaciones sexuales entre mujeres. En el mundo secular, no religioso, existen referencias ocasionales a la sexualidad lesbiana; sin embargo, así como las leyes civiles contra la homosexualidad masculina son muy explícitas, no ocurre lo mismo con el lesbianismo. Casi ninguno de los actos juzgados en Europa entre los siglos XV y XVI corresponden a mujeres: cuatro juicios en Francia, dos en Alemania, uno en Suiza, uno en Holanda y dos en Italia; pero en cambio hay miles de casos de varones. El lesbianismo era un caso por lo general silenciado, pero muy común, sobre todo en el mundo religioso; algunos dirigentes eclesiásticos se esforzaron por frenar la homosexualidad femenina en las comunidades monásticas.
Las monjas normalmente eran hijas de familias de clase media y patricias, generalmente sin ninguna vocación religiosa, que eran recluidas en los conventos porque, aparte del matrimonio, el noviciado era el único camino en la vida al que podían optar. San Agustín advertía a su hermana monja diciéndole: “El amor que sentís entre vosotras debe ser espiritual y no carnal”.
Carlomagno, en el siglo VIII, prohíbe a las monjas que compongan canciones de amor, sin embargo a lo largo de toda la Edad Media se popularizan en Europa los “Lais de Maria de Francia”. Los Concilios de París (1212) y Ruán (1214), prohibieron a las monjas dormir juntas y exigieron que una lámpara ardiese toda la noche en los dormitorios, para evitar la tentación. Las reglas monásticas prohibieron a las monjas entrar en las celdas de las otras y estaban obligadas a no cerrar con llave, de la misma forma les instaban a evitar especiales lazos de amistad en el interior del convento. En un periodo de diez siglos sólo se logran reunir una docena de alusiones al lesbianismo dispersas en sermones populares, poemas y manuales penitenciarios.
En siglos posteriores, XVI, XVII y XVIII, las relaciones sexuales entre monjas es un tema recurrente en la literatura de la época, sobre todo en los países protestantes y círculos católicos. Hay novelas cortas y poemas que reflejan las relaciones sexuales entre monjas dentro de los conventos.
Brântome, el comentarista de las extravagancias sexuales de los cortesanos franceses a finales del siglo XVI, es el primer autor que inventa la palabra lesbiana en una recopilación de poemas amorosos entre mujeres al que tituló “Las lesbianas” haciendo clara referencia a Safo de Lesbos, una poetisa que vivió en esa isla y que escribía poemas de amor homoerótico. Según el estudio de Aldarte, al carecer de un vocabulario y unos conceptos precisos, se utilizó una larga lista de palabras para describir lo que las mujeres al parecer hacían: “masturbación mutua, contaminación, fornicación, vicio mutuo, coito, copulación... y en caso de llamarles de algún modo a quienes hacían estas terribles cosas se les llamaba fricatrices, esto es mujeres que se frotaban unas con otras, o tribadistas, el equivalente en griego de la misma acción”.
En sus obras Brantome observa que: “últimamente las relaciones sexuales entre mujeres se han convertido en algo común tras la moda traída de Italia por una dama de alcurnia a quién no nombraré”. Aldarte afirma que probablemente se referiría a Catalina de Medici, reina de Francia, y al grupo de mujeres que seguía su ejemplo, conocido como el “Batallón volante “. Algunas de éstas eran jóvenes y/o viudas que preferían hacer el amor entre ellas a, según cuenta Brântome, “entregarse a los hombres y de esta forma quedar embarazadas y perder su honor”.
Conocidas en esta época son también Juana de Arco, (la doncella de Orleáns), la guipuzcoana Catalina de Erauso (llamada la monja alférez, aunque nunca llegó a tomar los hábitos) y la reina Cristina de Suecia, que abdicó en 1671 porque no quería casarse. Todas ellas se ocultaban tras prendas viriles y asumían roles masculinos; pueden considerarse mujeres que amaron a mujeres, aunque a pesar de ello parece que se mantuvieron vírgenes.
El lesbianismo es equiparado en la legislación de la época con la masturbación, mientras que la homosexualidad masculina es considerada un delito más grave. De todas formas, la tendencia a considerar la sexualidad lesbiana como una ofensa menor no era unánime: en algunos estatutos legislativos franceses se castigaba con la pena de muerte.
A mediados del XIX es cuando la Medicina legal comienza a interesarse y a escribir sobre las sexualidades no ortodoxas bajo el nombre genérico de “atentados contra las costumbres”. Los principales atentados son: la violación, el estrupo y el exhibicionismo: delitos de escándalo público, delitos contra la honestidad o contra el pudor. Es entonces cuando, como resultado de un largo proceso histórico de categorización, a la edad, el sexo, la clase y el estatus de las personas, se suma la orientación sexual como mecanismo de diferenciación social.
A finales del siglo XIX, el sexólogo Havelock Ellis definía el lesbianismo de esta manera: “El carácter principal de una mujer invertida sexualmente es un cierto grado de masculinidad, los movimientos bruscos y enérgicos, la actitud y el andar, la mirada directa, las inflexiones de voz y, sobre todo, la manera de estar con un hombre, sin timidez ni audacia, son signos para un observador prevenido, de que ahí existe una anormalidad psíquica subyacente”.
Lo curioso es que a la mujer que no respondía a lo que se esperaba de su género, ni cumplía con sus roles de esposa, madre, cuidadora, era inmediatamente definida como lesbiana. Se definía a la lesbiana por el rol, la actividad que desempeñaba y no por el aspecto emocional, claro definidor de la lesbiana actual. Esta manera estereotipada de pensar a la lesbiana como mujer masculina subyace todavía hoy en el discurso sexual de nuestras sociedades occidentales, aunque cada vez más bellezas femeninas supuestamente heterosexuales (actrices, modelos y artistas) declaren públicamente su homosexualidad.
Ya en el siglo XX, la Sexología llevó a cabo una campaña en las escuelas y centros universitarios en los años veinte en Gran Bretaña, destinada a prevenir contra el lesbianismo a las mujeres y chicas más jóvenes, porque se entiende el lesbianismo como perverso, marginal y maldito. Muchas mujeres se refugiaron entonces en matrimonios heterosexuales o desarrollaron un gran desprecio y compasión por sí mismas al aceptar la etiqueta de invertidas.
En el imaginario popular el amor entre mujeres, más que nunca a lo largo de la Historia, empieza a asociarse con la enfermedad, la demencia y la tragedia. Cuando el lesbianismo se considera patológico muchas mujeres lesbianas se patologizan a sí mismas sufriendo una falta de identidad, entrando en conflicto con el propio ser femenino y asumiendo formas de relación y valores sexuales masculinos. En la literatura del siglo XX escrita por lesbianas o que narra historias con protagonistas lesbianas, es frecuente encontrarse con personajes torturados, infelices y que a menudo fantasean con el suicidio.
A principios del siglo XXI, el mundo Occidental está experimentando un proceso de empoderamiento de las mujeres lesbianas que comenzó en los años 70 con la revolución sexual, la lucha feminista y el activismo gay. Son muchos los colectivos de mujeres lesbianas que luchan por su visibilidad y contra la marginación social, económica y política que sufren. Los avances son tímidos aún, pero importantes; sin embargo lo curioso es como en la esfera mediática poco a poco aparecen mujeres que no ocultan sus preferencias sexuales, que se muestran afecto en público, que visibilizan el deseo femenino y lesbiano- Uno de los gestos más impactantes creo que fue el beso de Madonna a Britney, porque marca un antes y un después.
Evidentemente fue un gesto provocador que no tiene mucho de transgresor porque sirve para vender más discos, pero colateralmente abre una dimensión de la realidad invisibilizada y muestra un gesto de ternura y de deseo femenino al margen de lo que dictan las normas sexuales de nuestra cultura homófoba. Las reacciones masculinas frente al deseo femenino son variadas: ver a dos mujeres hermosas besándose pueden provocar su rechazo (supongo que por un sentimiento de exclusión), pero también son muchos los hombres que se excitan con el deseo femenino aunque ellos no participen. Es decir, no sólo lo toleran sino que les gusta. El rechazo absoluto se da en hombres y mujeres que se sienten indignados por los ataques al mundo heterosexual, perfectamente ordenado y definido y orientado a la reproducción.
Actrices de la Serie L World
Pero se pongan como se pongan los guardianes de la moral heterosexual, hoy el mundo es mucho más variado y al deseo, por mucho que le pongas etiquetas, muros y límites, no hay forma de eliminarlo, y menos en una época en la que la gente ya no quiere reprimirse. En el mundo posmoderno actual la gente quiere probar cosas nuevas, romper con la represión, acceder al placer, y hacer con su cuerpo lo que le apetezca. Las mujeres occidentales estamos conquistando espacios públicos, adueñándonos de nuestros cuerpos, disfrutando más de la sexualidad, y afrontando nuevos desafíos. Por eso la propaganda heterosexual es cada vez menos convincente; cada vez es más complicado seguir convenciendo a las mujeres que lo normal es que nuestro deseo se centre en los hombres.
Por eso creo que es importante que exista una solidaridad de género entre nosotras, independientemente de que seamos heteros, homos o bisex. Me encantaría que se expandiese una conciencia de clase, que eliminásemos las relaciones de competitividad y rivalidad de las mujeres, que nos apoyásemos las unas a la las otras. Eduquemos a las nuevas generaciones para que no reproduzcan las tradiciones discriminatorias, para que asuman su sexualidad sin miedo ni vergüenza, para que la diversidad no sirva para etiquetar y discriminar, para que podamos disfrutar de las diferencias sin miedo.
Documentacion por las libertades sexuales, Centro de
atencion a gays, lesbianas y transexuales.