Herrera Gómez, Coral: El Amor Romántico como utopía emocional de la posmodernidad.
Coral Herrera Gómez
“No hay pueblo ni civilización que no posea poemas, canciones, leyendas o cuentos en los que la anécdota o el argumento –el mito, en el sentido original de la palabra- no sea el encuentro de dos personas, su atracción mutua y los trabajos y penalidades que deben afrontar para unirse”.
Octavio Paz. (1993)
Octavio Paz. (1993)
“Ninguna civilización conocida, en los siete mil años que llevan sucediéndose, ha dado al “amor” llamado romance esa publicidad cotidiana: en las pantallas, en los carteles, en los textos y los anuncios de las revistas, en las canciones y en las imágenes, en la moral corriente y en lo que ésta deifica. Ninguna ha intentado tampoco con esa ingenua seguridad la peligrosa empresa de hacer coincidir el matrimonio y el “amor” así comprendido, y de basar el primero en el segundo”.
Denis de Rougemont (1939).
Denis de Rougemont (1939).
El amor en la posmodernidad
es una utopía colectiva que se expresa en y sobre los cuerpos y los
sentimientos de las personas, y que, lejos de ser un instrumento de liberación
colectiva, sirve como anestesiante
social. El amor hoy es un producto cultural que calma la sed de emociones y
entretiene a las audiencias. Alrededor del amor ha surgido toda una industria y
un estilo de vida que fomenta lo que H.D. Lawrence llamó “egoísmo a dúo”, una
forma de relación basada en la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad
del otro, la renuncia a la interdependencia personal, la ausencia de libertad,
celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, el
enclaustramiento mutuo… Este enclaustramiento propicia el conformismo, el
viraje ideológico a posiciones más conservadoras, la despolitización y el
vaciamiento del espacio social, con notables consecuencias para las democracias
occidentales y para la vida de las personas. Las redes de cooperación y ayuda
entre los grupos se han debilitado o han desaparecido como consecuencia del
individualismo y ha aumentado el número de hogares monoparentales. La gente
dispone de poco tiempo de ocio para crear redes sociales en la calle, y el
anonimato es el modus vivendi de la ciudad: un caldo de cultivo,
pues, ideal para las uniones de dos en dos (a ser posible monogámicas y
heterosexuales).
Las relaciones humanas están, en
general, jerarquizadas y mediatizadas por el poder. En un mundo injusto y
desigual como el nuestro, las personas se relacionan de un modo jerárquico e
interesado (a excepción de los círculos íntimos de parentesco y amistad, en la
que sí existe la ayuda mutua y la cooperación). En la era capitalista, los
humanos somos también mercancía, objetos de consumo y de ostentación, medios
para ascender en la escala social. De este modo, nos atrevemos a afirmar que
los modelos de relación erótica y amorosa de la cultura de masas son
superficiales, rápidos e intensos, como la vida en las grandes urbes. Es cada
vez más común el enamoramiento
fugaz, y las personas más que lograr la fusión lo que hacen es “chocar”
entre sí.
Creemos, coincidiendo con Erich
Fromm, que a pesar de que el anhelo de enamorarse es muy común, en realidad el
amor es un fenómeno relativamente poco frecuente en nuestras sociedades
actuales: “La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por
fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la
sociedad actual”. Y lo es porque el amor requiere grandes dosis de apertura
de uno mismo, de entrega, generosidad, sinceridad, comunicación, honestidad,
capacidad de altruismo, que chocan con la realidad de las relaciones entre los
hombres y las mujeres posmodernas.
Por eso creo que el amor, más que una
realidad, es una utopía
emocional de un mundo hambriento
de emociones fuertes e intensas. En la posmodernidad existe un deseo de
permanecer entretenido continuamente; probablemente la vida tediosa y
mecanizada exacerba estas necesidades evasivas y escapistas. Esta utopía emocional individualizada surge además en lo que
Lasch denomina la era del
narcisismo; en ella las relaciones se basan en el egoísmo y el egocentrismo
del individuo. Las relaciones superficiales que establecen a menudo las
personas se basa en una idealización del otro que luego se diluye como un
espejismo. En realidad, las personas a menudo no aman a la otra persona por como es, en toda su complejidad, con sus
defectos y virtudes, sino más bien por cómo
querría que fuese. El amor es así un fenómeno de idealización de la otra
persona que conlleva una frustración; cuanto mayores son las expectativas, más
grande es el desencanto.
El amor romántico se adapta al
individualismo porque no incluye a terceros, ni a grupos, se contempla siempre
en uniones de dos personas que se bastan y se sobran para hacerse felices el
uno al otro. Esto es bueno para que la democracia y el capitalismo se
perpetúen, porque de algún modo se evitan movimientos sociales amorosos de
carácter masivo que podrían desestabilizar el statu
quo. Por esto en los medios de comunicación de masas, en la
publicidad, en la ficción y en la información nunca se habla de un “nosotros”
colectivo, sino de un “tú y yo para siempre”. El amor se canaliza hacia la individualidad
porque, como bien sabe el poder, es una fuerza energética muy poderosa. Jesús y
Gandhi expandieron la idea del amor como modo de relacionarse con la
naturaleza, con las personas y las cosas, y tuvieron que sufrir las
consecuencias de la represión que el poder ejerció sobre ellos.
El amor constituye una
realidad utópica porque choca con la realidad del día a día, normalmente monótona
y rutinaria para la mayor parte de la Humanidad. Las industrias culturales
actuales ofrecen una cantidad inmensa de realidades paralelas en forma de
narraciones a un público hambriento de emociones que demanda intensidad,
sueños, distracción y entretenimiento. Las idealizaciones amorosas, en forma de
novela, obra de teatro, soap
opera, reality show, concurso, canciones, etc.
son un modo de evasión y una vía para trascender la realidad porque se sitúa
como por encima de ella, o más bien porque actúa de trasfondo, distorsionando,
enriqueciendo, transformando la realidad cotidiana.
Necesitamos enamorarnos del
mismo modo que necesitamos rezar, leer, bailar, navegar, ver una película o
jugar durante horas: porque necesitamos trascender nuestro “aquí y ahora”, y
este proceso en ocasiones es adictivo. Fusionar nuestra realidad con la realidad
de otra persona es un proceso fascinante o, en términos narrativos, maravilloso, porque se unen dos
biografías que hasta entonces habían vivido separadas, y se desea que esa unión
sitúe a los enamorados en una realidad idealizada, situada más allá de la
realidad propiamente dicha, y alejada de la contingencia. Por eso el amor es
para los enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico,
una droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las
historias amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos
especiales, como suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido se vive como algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente la relación de las personas con su
entorno y consigo mismas.
Sin embargo, este choque entre el
amor ideal y la realidad pura se vive, a menudo, como una tragedia. Las
expectativas y la idealización de una persona o del sentimiento amoroso son
fuente de un sufrimiento excepcional para el ser humano, porque la realidad
frente a la mitificación genera frustración y dolor. Y, como admite Freud
(1970), “jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos;
jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto
amado o su amor”.
Quizás la característica más
importante de esta utopía
emocional reside en que
atenúa la angustia existencial, porque en la posmodernidad la libertad da
miedo, el sentido se ha derrumbado, las verdades se fragmentan, y todo se
relativiza. Mientras decaen los grandes sistemas religiosos y los bloques
ideológicos como el anarquismo y el comunismo, el amor, en cambio, se ha
erigido en una solución total al problema de la existencia, el vacío
y la falta de sentido.
Otro rasgo del amor romántico en la
actualidad es que en él confluyen las dos grandes contradicciones de los
urbanitas posmodernos: queremos ser libres y autónomos, pero precisamos del
cariño, el afecto y la ayuda de los demás. El ser humano necesita relacionarse
sexual y afectivamente con sus semejantes, pero también anhela la libertad, así
que la contradicción es continua, y responde a lo que he denominado la insatisfacción permanente, un estado de inconformismo
continuo por el que no valoramos lo que tenemos, y deseamos siempre lo que no
tenemos, de manera que nunca estamos satisfechos. A los seres humanos nos
cuesta hacernos a la idea de que no se puede tener todo a la vez, pero lo
queremos todo y ya:
seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina.
La insatisfacciónpermanente es un proceso que
nos hace vivir la vida en el futuro, y no nos permite disfrutar del presente;
en él se aúna esa contradicción entre idealización y desencanto que se da en el
amor posmoderno, porque la nota común es desear a la amada o el amado
inaccesible, y no poder corresponder a los que nos aman. La clave está en el
deseo, que muere con su realización y se mantiene vivo con la imposibilidad.
Si la primera contradicción amorosa
posmoderna reside fundamentalmente en el deseo de libertad y de exclusividad, la segunda reside en la
ansiada igualdad entre mujeres y hombres. Por un lado, la revolución feminista
de los 70 logró importantes avances en el ámbito político, económico y social;
por otro, podemos afirmar que el patriarcado aún goza de buena salud en su
dimensión simbólica y emocional.
En algunos países las leyes han
logrado llevar las reivindicaciones de los feminismos a la realidad social,
pese a que la crisis económica nos aleja aún más de la paridad y la igualdad de
mujeres y hombres en el seno de las democracias occidentales.
Además de esta ansiada igualdad
legal, política y económica, tenemos que empezar a trabajar también el mundo de
las emociones y los sentimientos. El patriarcado se arraiga aún con fuerza en
nuestra cultura, porque los cuentos que nos cuentan son los de siempre, con
ligeras variaciones. Las representaciones simbólicas siguen impregnadas de
estereotipos que no liberan a las personas, sino que las constriñen; los
modelos que nos ofrecen siguen siendo desiguales, diferentes y complementarios,
y nos seguimos tragando el mito de la media naranja y el de la eternidad del
amor romántico, que se ha convertido en una utopía emocional colectiva impregnada
de mitos patriarcales.
Algunos de ellos siguen presentes en
nuestras estructuras emocionales, configuran nuestras metas y anhelos, seguimos
idealizando y decepcionándonos, y mientras los relatos siguen reproduciendo el mito
de la princesa en su castillo (la mujer buena, la madre, la santa,)
y el mito del príncipe azul (valiente a la vez que romántico,
poderoso a la par que tierno). Muchos hombres han sufrido por no poder amar a
mujeres poderosas; sencillamente porque no encajan en el mito de la princesa
sumisa y porque esto conlleva un miedo profundo a ser traicionados, absorbidos,
dominados o abandonados.Los mitos femeninos han sido dañinos para los hombres porque al dividir a las mujeres en dos grupos (las buenas y las malas), perpetúan la deigualdad y el miedo que los hombres sienten hacia las mujeres. Este miedo aumenta su necesidad de dominarlas; el imaginario colectivo está repleto de mujeres pecadoras y desobedientes (Eva, Lilith, Pandora), mujeres poderosas y temibles (Carmen, Salomé, Lulú), perversas o demoníacas (las harpías, las amazonas, las gorgonas, las parcas, las moiras).
Paralelamente, multitud de mujeres
han besado sapos con la esperanza de hallar al hombre
perfecto: sano, joven, sexualmente potente, tierno, guapo, inteligente,
sensible, viril, culto, y rico en recursos de todo tipo. El príncipe azul es un
mito que ha aumentado la sujeción de la mujer al varón, al poner en otra
persona las manos de su destino vital. Este héroe ha distorsionado la imagen
masculina, engrandeciéndola, y creando innumerables frustraciones en las
mujeres. El príncipe azul, cuando aparece, conlleva otro mito pernicioso: el amor verdadero junto al hombre ideal que las haga
felices.
Pese a estos sueños de armonía y felicidad eterna, las luchas de poder entre hombres y mujeres siguen siendo el principal escollo a la hora de
relacionarse libre e igualitariamente en nuestras sociedades posmodernas; por ello es necesario seguir luchando por la igualdad, derribar estereotipos, destrozar los modelos tradicionales, subvertir los roles, inventarnos otros cuentos y aprender a querernos más allá de las etiquetas.
CONCLUSIONES
Los humanos somos animales soñantes que perseguimos utopías; y coincido con Lluís Duch en la idea que la disposición utópica del ser humano “puede ser considerada, junto a su disposición crítica, como una “estructura de búsqueda”. Así, toda construcción utópica puede ser, por un lado, un poderoso instrumento de control social al servicio del poder, pero también un dispositivo liberador si lo pensamos como una planificación del futuro y una crítica a las realizaciones culturales, sociales, religiosas y políticas del presente: “Siempre, las ilusiones han formado parte de los asuntos humanos. Cuando la imaginación no encuentra satisfacción en la realidad, busca refugio en lugares y épocas construidos por el deseo”.
Analizando la dimensión social y política del amor romántico, Francesco Alberoni (1979), afirmó que el enamoramiento es la forma más simple de movimiento colectivo, y lo comparó con los grandes procesos revolucionarios de carácter religioso, social, sindical, o político. El amor de pareja es una aventura que sitúa a las personas en un estado de euforia similar en intensidad a los estados de euforia colectivos; de hecho afirma que entre los grandes movimientos colectivos de la Historia y el enamoramiento hay un parentesco estrecho. Para Alberoni, el enamoramiento es la subversión del orden, el trastrocamiento de las instituciones sociales y económicas. Pone de ejemplo la sociedad feudal, en la que subsistía la estructura de las relaciones de parentesco cuando nace la burguesía y la intelectualidad. El enamoramiento surge en este contexto histórico y social como una chispa entre dos individuos que pertenecen a dos sistemas separados e incomunicables. Se buscan y se unen transgrediendo las reglas endogámicas del sistema de parentesco o de clase, como Abelardo y Eloísa, o Romeo y Julieta.
Creo que si el amor alcanzase una dimensión colectiva, las personas aprenderían a relacionarse con empatía y altruismo y podrían eliminarse las desigualdades sociales y las jerarquías, de modo que el sistema podría transformarse de un modo radical. Esta idea fue planteada en la década de los 70 por Shulamith Firestone, que acuñó el término de pansexualidad perversa polimorfa para describir un tipo de relaciones eróticas y afectivas liberadas de la represión que no estarían configuradas de una manera genital ni evitarían la represión del niño al afecto materno, de modo que toda nuestra cultura experimentaría un proceso de erotización.
Un amor hacia la totalidad de la existencia nos llevaría sin duda a cuidar el planeta y los seres que lo habitan, y cesaría la explotación de unos pocos sobre la mayoría. Nosotras coincidimos con Marcuse (1955) en la idea de que el fin de la represión instintiva, y la liberación sexual humana no supondrían el final de la civilización ni el advenimiento del caos. Para Marcuse la liberación de la represión humana sería tal que permitiría la gratificación, sin dolor, de las necesidades, y la dominación ya no impediría sistemáticamente tal gratificación. La liberación de Eros podría crear nuevas y durables relaciones de trabajo; el mundo no se acabaría y los seres humanos no nos destruiríamos los unos a los otros.
Es entonces cuando verdaderamente podríamos coincidir con algunos autores (Alberoni, De Rougemont, Giddens, Morín) en que el amor es un acto transgresor, un elemento subversivo que amenaza la ley del pater y el sistema patriarcal en su conjunto. Esto es visible en los escándalos amorosos que ponen en peligro las estructuras básicas sociales, como sucede con el incesto, el amor homosexual, el amor interclasista e interracial, las uniones estables de tríos, los amores entre deficientes mentales, entre ancianos, los amores adúlteros o el sexo en grupo. Son todas formas de relación que muestran otro tipo de ideologías amorosas (marginadas, pero existentes) frente a la aparente omnipotencia de la ideología hegemónica patriarcal.
Es entonces cuando verdaderamente podríamos coincidir con algunos autores (Alberoni, De Rougemont, Giddens, Morín) en que el amor es un acto transgresor, un elemento subversivo que amenaza la ley del pater y el sistema patriarcal en su conjunto. Esto es visible en los escándalos amorosos que ponen en peligro las estructuras básicas sociales, como sucede con el incesto, el amor homosexual, el amor interclasista e interracial, las uniones estables de tríos, los amores entre deficientes mentales, entre ancianos, los amores adúlteros o el sexo en grupo. Son todas formas de relación que muestran otro tipo de ideologías amorosas (marginadas, pero existentes) frente a la aparente omnipotencia de la ideología hegemónica patriarcal.
Si bien a un nivel legislativo e incluso político el patriarcado está en decadencia, en el ámbito emocional y narrativo sigue gozando de buena salud. El fin del patriarcado a nivel simbólico aún está lejos, y es probable que, aunque finalmente llegue a su fin, sea sustitudo por otro sistema de poder, porque, en definitiva, el poder atraviesa todas las relaciones humanas y todas las organizaciones sociales y políticas. La conclusión, es pues, que la idea de una liberación sexual y amorosa colectiva, sin jerarquías de género ni luchas de poder, no deja de ser otra utopía emocional de la posmodernidad.
Coral Herrera Gómez