18 de febrero de 2018

Despacito: tenemos derecho a nacer y a morir sin prisas



Cuando mis abuelos murieron dejamos pasar unos minutos antes de llamar a las enfermeras para poder seguir hablando con ellos, para continuar agarrando su mano y acariciando su frente, para besarlos, para que no los reanimasen y para que no se los llevasen.

Primero murió mi abuelo, y cuando avisamos a las enfermeras de su fallecimiento, corrieron a darle descargas eléctricas para reanimarlo. Me dolió en el alma porque lo sentí como un acto lleno de violencia y crueldad. Dos meses después, cuando mi abuela se estaba muriendo, entraron las enfermeras a cambiarle los pañales. Me tuvieron que sacar de la habitación porque me moría de la rabia: "todas tenemos derecho a morir en paz, como se puede ser tan cruel", le grité a las enfermeras. Ellas estaban cumpliendo con su protocolo, y lo que querían era ya terminar de cambiar todos los pañales para rellenar las hojas y seguir con la siguiente tarea (repartir la merienda), pero me dolió tanto que fuesen tan insensibles. El protocolo médico es brutal e inhumano: no nos deja morir en paz, no nos deja nacer en paz.

La muerte es un  proceso lento, y empieza incluso antes de que se pare el corazón. Los humanos que llegamos a viejos podemos durar días y meses muriéndonos hasta que nuestros corazones se paran. Cuando esto sucede, el cerebro no muere de inmediato, por eso cuando una persona es reanimada y su corazón vuelve a latir y recupera la consciencia, puede describir perfectamente lo que estaba pasando en la habitación durante el tiempo que estuvo muerto.

Los humanos no sabemos vivir la muerte ni dejamos que la gente se muera tranquila en los hospitales. Cuando se exhala el último suspiro, no hay tiempo para el recogimiento, el silencio, las despedidas. Generalmente el personal de los hospitales empiezan enseguida a moverse: encienden las luces azules, abren las ventanas para que se vaya la energía de la vida y la muerte que se mezclan y forman una masa densa que invade toda la habitación, desconectan los cables, empiezan a recogerlo todo, meten utensilios de limpieza en la habitación, empiezan a gestionar la cama para el próximo visitante, y se impone la vida: termina una cosa y empieza otra. Los familiares y amigos empiezan a llamar por teléfono, a recoger las pertenencias del muerto, a hablar del muerto como si no estuviera ahí. Pero está, y su cerebro y sus genes están trabajando.Y su energía sigue ahí, mientras se va desconectando poco a poco.

Por eso es tan importante poder morir en paz, tranquilos, rodeado de la gente a la que quieres, sin prisas y sobre todo sin interrupciones: la muerte es lenta y tiene su propio proceso, y todos los seres humanos tenemos derecho a morir despacito, a despedirnos, a disfrutar de las últimas emociones y los últimos recuerdos que nos trae la parte del cerebro que muere en último lugar: la memoria. Hay gente que al ser "resucitada" por la reanimación cardiopulmonar cuentan que han visto su vida pasar en pocos segundos y que el tiempo se dilata hasta el infinito en esos momentos. Es una pena que en ese tiempo maravilloso le interrumpan a una para meterte un termómetro en el culo o para preguntar qué tal va todo. También los vivos que acompañamos necesitamos vivir en silencio y tranquilidad esos momentos sagrados en los que se mezcla la energía de la vida y la muerte, tenemos derecho a tener un espacio propio para despedirnos para siempre de la persona a la que queremos. No importa que ya no respire: sigue ahí y si no queremos separarnos de inmediato, tenemos derecho a que se respete un momento de dolor tan intenso como estos.

Necesitamos muertes respetuosas y humanizadas del mismo modo que necesitamos partos humanizados, son los dos momentos más importantes de nuestras existencias. Y es que tampoco nos dejan nacer en paz. La medicina no comprende la diversidad de las mujeres, no confía en nuestra capacidad natural para dar a luz, y no respeta nuestros ritmos: pretende que duremos todas lo mismo. El ritmo de dilatación se estableció en 1950 a un centímetro por hora, pero esta medida es absurda: cada mujer pare a su ritmo: unas duran dos horas y otras duran tres días con sus tres noches. Nos dicen que no podemos esperar más allá de la semana 41 de embarazo. En algunos países se llega hasta la semana 42, pero es un medida muy moderna: antiguamente la gente venía al mundo cuando estaba preparada. Los bebés salen como los frutos que ya están maduros y se desprenden de su árbol.

Lo más común en los hospitales es que todo el mundo tenga prisa. Porque empieza el partido, porque se quieren ir ya a casa, porque llega el fin de semana, porque están cansados o porque se acumulan los partos y no hay camas. En muchos hospitales según saludas al llegar te enchufan oxitocina y te rompen la bolsa para acelerar el parto sin preguntar siquiera, y eso que todo el mundo sabe lo dolorosos y lo peligrosos que son los partos inducidos: se entra en una cadena de intervenciones que necesitan más intervenciones y medicalizan el parto sin necesidad alguna. Las mujeres que dan a luz no son enfermas: están dando la vida. Por eso merecemos ser las protagonistas absolutas de nuestros partos, y merecemos poder elegir la forma en que parimos, y trabajar nuestros dolores como queramos.

Nacer es igual que morirse: es un proceso lento que empieza antes del parto y que dura días. Por eso cuando se intenta acelerar el nacimiento o la muerte estamos ejerciendo violencia sobre los seres humanos que llegan y se van de la existencia. Hay un momento mágico en el parto en el que todo se para, el cuerpo se para. Necesita tomar aire, coger fuerzas, prepararse para el gran momento, y tras ese período de recogimiento, que puede durar media hora, estalla todo, y empieza el expulsivo, la etapa final en la que el bebé tendrá que salir del canal del parto ayudado por toda la fuerza acumulada de la madre. Pues bien, en algunos hospitales se considera que el parto se ha parado y se encienden todas las alarmas: generalmente la cosa acaba en cesárea, a no ser que antes de meter el cuchillo empiece el expulsivo, cosa que les pasa a muchas en el quirófano, lo que demuestra que la medicina tradicional actúa con mucha prisa y a veces, con mucha violencia.

Somos cada vez más las personas que luchamos porque se reconozca nuestro derecho a disfrutar de  partos respetados y muertes dignas, porque nacer y morir son los acontecimientos más importantes de nuestras vidas, los más sagrados y absolutos que existen. Tenemos derecho a morir y a nacer tranquilas, a que se respeten los tiempos de la vida y la muerte, a  que nos traten bien, a que nos acompañen nuestros seres queridos, a poder nacer y morir sin miedo, sin dolor, y sin sufrimiento. Son momentos muy hermosos, creo que es fundamental que aprendamos a respetar estos procesos, aprender a decir adios, acompañar con todo el amor del mundo a cada ser humano que llega y se va, a cuidarlos para que todos y todas podamos disfrutar de nuestra llegada y nuestra partida en condiciones dignas, y en un ambiente tranquilo y amoroso.


Coral Herrera Gómez

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