La Revolución patriarcal y el Fin de las Diosas
De la misma forma que un pueblo lleva a cabo la devaluación simbólica del pueblo enemigo para lograr que sus habitantes se odien y traten de exterminarse mutuamente, el hombre ha necesitado una operación simbólica de gran envergadura para dividir la realidad en dos esferas y lograr que la mitad de la Humanidad se subyugue a la otra mitad.
El patriarcado, como veremos, comenzó con una rebelión llevada a cabo por hombres, pero no por todos los hombres del planeta. Es decir, no fue una revolución de varones contra mujeres, sino una revolución de hombres violentos contra hombres pacíficos, mujeres, niños, animales y recursos naturales. Todo proceso de colonización tiene su dimensión militar, política y económica, pero también cultural. Para derrocar las deidades femeninas y sustituirlas por dioses masculinos, primero fue necesario despreciar la feminidad y caracterizarla como una categoría ontológica inferior, lo que sirvió para imponer una nueva cultura y una nueva religión en torno a una ideología violenta, dominadora y excluyente.
Los estereotipos patriarcales sobre las mujeres las han presentado siempre como símbolo de la naturaleza, lo irracional, lo turbio, lo emocional, lo contaminante. La feminidad se relaciona, en el imaginario colectivo, con lo salvaje, la maldad, la impulsividad, la ignorancia y la estupidez, la incapacidad, la cobardía, la debilidad (entre otras muchas cosas negativas). Probablemente esta necesidad de denigrarlas simbólicamente se debió a su poder mágico para procrear, pues los seres humanos tardaron muchos años en entender el proceso por el cual los espermatozoides fecundan un óvulo y dan lugar a una vida nueva. Hasta este siglo, el hombre no ha podido sentirse una pieza clave del proceso de creación de una nueva vida, y tampoco ha podido saber con seguridad si los hijos de su compañera eran suyos; quizás este miedo a perder energías y recursos en hijos de otros ha sido lo que ha motivado la reclusión de las mujeres en el ámbito doméstico y la constricción o limitación de su sexualidad.
En este artículo nos vamos a centrar en la dimensión cultural del sistema patriarcal. Seguiremos a Joseph Campbell, cuya tesis es que hacia el final de la Edad del Bronce y en el amanecer de la Edad del Hierro (alrededor de 1250 a.C. en Levante) existió una especie de rebelión contra el poder femenino que instauró a la fuerza una cultura patriarcal. En el seno de esta revolución patriarcal se eliminó la veneración a diosas o dioses de la fertilidad, y comenzaron a triunfar héroes masculinos con valores patriarcales como la capacidad de acción, la valentía, la fuerza bruta, la capacidad de herir y defenderse…pero también, como nos muestra la Historia de Occidente, la práctica de aniquilar y destrozar culturas, y de expoliar los recursos de los pueblos más débiles y pacíficos.
Las diosas, la vida y la muerte.
Las primeras representaciones simbólicas femeninas del Paleolítico (período que comenzó hace unos 2,5 millones de años (en África) hasta hace unos 10 000 años) son de carácter religioso. Antes de la revolución patriarcal, la mayor parte de las deidades humanas eran femeninas. En todo el mundo antiguo, desde Asia Menor al Nilo y desde Grecia al Valle del Indo abundan las estatuillas de la figura femenina desnuda, en diferentes posturas, de la diosa sostenedora y abarcadora de todo.
Martin-Cano sostiene que no es hasta la Edad del Bronce cuando aparece la figura del sacerdote, por lo que no tiene sentido pensar que en la Prehistoria había chamanes. La arqueología demuestra que durante los últimos 40.000 años de la Prehistoria humana sólo se rendía culto al Principio femenino, a la Madre Naturaleza, o a la Gran Madre Tierra, todas ellas variantes de un mismo mito. Numerosos antropólogos presuponen que entonces su culto era llevado a cabo por su representantes femeninas: sacerdotisas, magas, hechiceras, curanderas, hadas, chamanas, brujas, meigas, remedeiras/salud-dadoras, pharmaceuticas, vestales, adivinas. Posteriormente se incorporaron al culto varones que se travestían de mujeres y se auto emasculaban y convertían en eunucos, para representar y personificar en la Tierra, al paredro mortal de la Gran Diosa.
Esta idea la corroboran las obras de arte humanas más antiguas encontradas: las producciones simbólicas antropomorfas: esculturas, relieves y grabados de todos los continentes, son exclusivamente femeninas. Lo confirma Joseph Campbell para yacimientos tanto paleolíticos como Neolíticos de Europa:
“... no se han encontrado objetos de arte humano anteriores al período auriñaciense, cuando aparecen de pronto las estatuillas femeninas. Hemos encontrado en Europa centenares de pequeñas figuras neolíticas de la Diosa, y casi nada en cuanto a figuras divinas masculinas. El toro y algunos otros animales, tales como el jabalí y el chivo, pueden aparecer como símbolos del poder masculino, pero la Diosa es la única divinidad visualizada en aquel entonces”. (Campbell, 1991) .
Según Armstrong (2005), la revolución neolítica había hecho que el género humano tomara conciencia de una energía creadora que invadía todo el cosmos. Al principio era una fuerza sagrada indiferenciada que convertía la tierra en una manifestación de lo divino: “Pero la imaginación mítica tiende a hacerse más concreta y circunstancial. Al igual que la adoración del cielo había conducido a la personificación del dios del cielo, la maternal y nutritiva tierra se convirtió en la Diosa Madre”.
Después de la revolución del Neolítico, los varones son considerados a menudo ineptos y pasivos; es la diosa femenina la que recorre el mundo, lucha contra la muerte y obtiene el sustento de la raza humana. La Madre Tierra, según Karen Armstrong (2005), se convierte en un símbolo del heroísmo femenino en unos mitos que, en última instancia, hablan de equilibrio y armonía restablecidos. La Diosa simbolizaba la vida y la fertilidad de las mujeres y de la tierra, pero su adoración presenta numerosas variaciones según las épocas y los lugares. Por ejemplo, en numerosos cultos la Diosa Naturaleza no es una Madre Tierra que alimenta, sino un personaje implacable, vengativo y exigente, según la antropóloga Armstrong:
“Los nuevos mitos Neolíticos siguieron obligando a la gente a afrontar la realidad de la muerte. No eran bucólicos idilios, y la Diosa Madre no era una deidad dulce y consoladora, porque la agricultura no se experimentaba como una ocupación pacífica y contemplativa. Era una batalla constante, una lucha desesperada contra la esterilidad, la sequía, el hambre y las violentas fuerzas de la naturaleza, que también eran manifestaciones de un poder sagrado. (…) La reproducción humana era sumamente peligrosa, tanto para la madre como para el hijo. Del mismo modo, la labranza de los campos sólo se lograba tras un duro y agotador trabajo”.
En la época del Neolítico, los cazadores veían que las mujeres eran la fuente de la nueva vida; eran ellas –y no los varones, de los que se podía prescindir- quienes aseguraban la continuidad de la tribu. Al igual que la Gran Diosa de los cazadores, la Diosa Madre del Neolítico demuestra, según Karen Armstrong, que aunque los hombres puedan parecer más fuertes, en realidad las mujeres tienen más fuerza y ejercen un mayor control que ellos. De ese modo la hembra se convirtió en un icono imponente de la vida en sí, una vida que requería el incesante sacrificio de hombres y animales.
En Mesopotamia, la Diosa Madre no es redentora, sino causante de dolor y muerte. Su viaje es una iniciación, un rito de transformación que se nos exige a todos. En Sumeria, Innana desciende al mundo de los muertos para encontrarse con su hermana, un aspecto soterrado e insospechado de su propio ser. Según Armstrong, en muchos mitos de este período, un encuentro con la Diosa Madre constituye la aventura definitiva del héroe, la iluminación suprema.
Ereshkigal, señora de la vida y la muerte, es también una Diosa Madre a la que se la representa pariendo continuamente. Para llegar hasta ella y alcanzar la verdadera iluminación, Innana tiene que desprenderse de la ropa que protege su vulnerabilidad, deshacerse de su egoísmo, abandonar su antiguo yo, asimilar lo que parece opuesto y hostil a ella y aceptar lo inadmisible: que no puede haber vida sin muerte, oscuridad y penurias. Según Fernand Comte (1992), Innana es una diosa astuta, voluntaria y reivindicativa: protege a Uruk y lleva a su ciudad la civilización. Diosa del amor y de la Guerra, manda en la vida y en la muerte.
Los babilonios la llamaban Ishtar, que simboliza la estrella de la montaña y la guerra. Según Comte, ella es “la estrella de la noche, es amor y voluptuosidad. Es siempre virgen, porque recobra su virginidad bañándose en un lago. Sus templos son lugares de prostitución. Bienhechora, acude a socorrer la impotencia sexual. Como diosa de la guerra es cruel”.
Los egipcios llamaban a la Diosa Madre Isis (diosa del año 1700 a.c), representada también como La Gran Maga, gran bienhechora, porque pone sus poderes mágicos al servicio de la vida. Lleva un disco solar. Es madre, protectora del amor y dueña del destino. Maga y curandera, según Comte su culto se extendió a todo el Oriente Medio.
Los sirios la llaman Astarté o Asherrat, y en India se conoce como Aditi, la benéfica: los himnos védicos la celebran como portadora de todas las plantas, de todos los animales y madre de todos los seres. Es la madre por excelencia y protectora de los partos. Según Comte, Aditi es la madre, el padre, todos los dioses; Aditi es todo lo que ha nacido. Es además la “No-ligada”, es la Libre, relacionada con la extensión, la amplitud. Es todo a la vez; es la suma, el origen y el fin, y al mismo tiempo, los contrarios; es la divinidad indiferenciada.
Otras representaciones de la Gran Diosa fueron: Abahíta (diosa persa de la fecundidad y de la aurora; es la alta, la poderosa, la inmaculada), Shing-Moo (la Inteligencia Perfecta de China, con una niña en brazos), Cibeles ( a la vez diosa de la Tierra y la Luna, maestra de las fieras, madre de los dioses, 900 a.c.), Amaterasu (diosa japonesa del sol y de la luz, del crecimiento y la fertilidad), Selene, diosa griega de la Luna llena, Artemisa o Diana, Afrodita, Amus (diosa de los celtas), Tetevina (diosa madre del dios de los aztecas).
Este concepto está también presente en el mito griego de Deméter y su hija Perséfone, que casi con toda seguridad se remonta al período Neolítico. En la antigua Grecia, Deméter era la diosa de los cereales y Señora de la Muerte y presidía el misterioso culto de Eleusis, cerca de Atenas. Según Samuel y Reyes , los antiguos cultos de la fertilidad siguieron siendo venerados en todo Israel; en el Pentateuco permanecen las huellas, silenciosamente implícitas en símbolos, de la sabiduría de la vieja Madre Tierra y su esposo serpiente. Joseph Campbell por su parte entiende que, en cuanto madre de todos los vivos, Eva debe ser reconocida como el aspecto antropomórfico perdido de la diosa madre. Y Adán, por tanto, debe haber sido su hijo, así como su esposo: porque la leyenda de la costilla es claramente una transmutación patriarcal (dando prioridad al varón) del mito anterior del héroe nacido de la Diosa Tierra, que vuelve a ella para renacer.
La sustitución masculina del poder femenino
Francisca Martin-Cano (2001), siguiendo a Campbell, defiende la idea de que la revolución patriarcal acabó con una cultura que veneraba la vida, la fertilidad y la capacidad femenina para procrear. Con el culto a la muerte, el poder de esta Diosa-Madre sufrió un proceso de depreciación simbólica a lo largo de la historia de Occidente. Las diosas serán difamadas, injuriadas, insultadas y derrotadas por sus hijos, como en la mitología griega, pero “permanecerán como una amenaza constante a su castillo de la razón, que está edificado sobre una tierra que ellos consideran muerta, pero que realmente está viva, respirando, y amenaza con escapárseles bajo los pies”.
El mito de la Gran Madre ha pervivido en numerosas culturas; en la nuestra lo ha hecho a través de la Virgen María como madre de Dios. Sin embargo, es importante destacar que fue la cultura
patriarcal la que convirtió a la Gran Diosa en “Madre de” Dios, que es un concepto bien distinto. A partir del Neolítico, la Diosa es la madre-esposa del dios muerto y resucitado, cuyas primeras representaciones conocidas se sitúan hacia el 5.500 a.C. según Campbell. El antropólogo defiende que la epopeya babilónica y el resto de las épicas neolíticas evolucionaron de este modo:
1) El mundo ha nacido de una diosa.
2) El mundo ha nacido de una diosa fecundada por un consorte masculino.
3) El mundo está hecho del cuerpo de una diosa por un dios guerrero masculino.
4) El mundo se creó sin ayuda de un poder femenino; fue un dios masculino.
Joseph Campbell (1964), explica en su obra que en la primera de las grandes civilizaciones, Sumeria (3500-2350 a.C.), la Gran Diosa de veneración suprema fue un símbolo metafísico totalizante, que abarcaba toda la realidad, la cognoscible y la incognoscible, el tiempo y la materia, lo oscuro y lo luminoso, lo masculino y lo femenino: “En los más antiguos mitos y ritos de la madre tanto los aspectos luminosos como los oscuros de esa mezcla de ambos que es la vida, habían sido honrados por igual, mientras que en los posteriores mitos patriarcales, orientados hacia el varón, todo lo que es bueno y noble se atribuía a los nuevos y heroicos dioses dominantes, dejando a los poderes naturales nativos sólo el carácter de oscuridad, al que ahora se añadía también un juicio moral negativo”.
Según Campbell, los nómadas arios desde el Norte, y los semitas del Sur, pastores de ovejas y cabras, impusieron violentamente estos héroes solares y dioses masculinos. Las literaturas de la primera Edad del Hierro están atravesadas por el tema de la conquista por un héroe radiante del monstruo oscuro y desacreditado del anterior orden divino, de cuyos anillos se obtendría algún tesoro: una doncella, una tierra, un regalo de oro o la liberación de la tiranía del propio monstruo. Según Jane Ellen Harrison, citada por Campbell, esta mitología se presenta “primero y principalmente como protesta contra la adoración del Tierra y los demonios de la fertilidad de la tierra. Así, el punto de vista patriarcal se distingue de la anterior visión arcaica porque separa a todos los pares de opuestos: varón y hembra, vida y muerte, bueno y malo, verdad y mentira, como si fueran absolutos en sí mismos, y no meros aspectos de la más amplia entidad de la vida”.
En Grecia, la voluntad y el Ego masculino, según Campbell, prosperaron de una forma que en aquella época fue única en el mundo, por la forma de una inteligencia responsable de sí misma, que considera racionalmente y juzga responsablemente el mundo de los hechos empíricos, con la intención última no de servir a los dioses, sino de desarrollar y madurar al hombre. Los rituales hindúes del sacrifico humano ante Kali ignoraban al individuo; eran disciplinas destinadas a inspirar y consumar una espiritualidad de devoción impersonal a los arquetipos mitológicos del orden social .
Pero en Grecia, con su apreciación apolínea de la forma individual, su belleza y su excelencia particular, el acento de los antiguos temas míticos básicos pasó del arquetipo repetido continuamente a la individualidad única de cada víctima en particular: y no sólo a esta individualidad particular, sino también a todo el orden de valores que podemos llamar “personal” en oposición a los impersonales. Este cambio trascendental es lo que Campbell señala como el milagro griego, y afirma que es comparable a una mutación psicológica evolutiva.
En la cosmogonía griega, quedó asegurado el reino de los dioses patriarcales del Monte Olimpo sobre la anterior progenie de la Gran Diosa Madre gracias a la victoria de Zeus sobre Tifón, (el menor de los hijos de Gea, la Diosa Tierra) . Esta victoria de las deidades patriarcales sobre las anteriores matriarcales no fue tan decisiva en la esfera grecorromana como en los mitos del Antiguo Testamento (en Grecia los dioses no exterminaron a las diosas, sino que se casaron con ellas, con lo cual siguieron teniendo poder e influencia). Según Joseph Campbell, la nueva mitología se utiliza para crear no sólo un nuevo orden social, sino también una psicología nueva, una nueva verdad, una nueva estructura de pensamiento y sentimiento humana a la que se atribuye alcance cósmico.
La batalla, como si fuera la de los dioses contra los Titanes antes del principio del mundo, en realidad se libró entre dos aspectos de la psique humana en un momento crítico de la historia, cuando las funciones racionales y luminosas, bajo el signo del Varón Heroico, derrotaron a la fascinación del oscuro misterio de los más profundos niveles del alma. Así, lo luminoso lo representan los dioses solares, y lo oscuro queda representado por las diosas femeninas.
Para la doctora Harding, el símbolo de los misterios femeninos mitificados es la Luna. En muchos pueblos abundan los vocablos que significan a la vez luna y menstruación, esta misma palabra quiere decir “cambio de luna”, pues mens se refiere al mes como medida de tiempo por los ciclos lunares. “para el hombre primitivo, el Sol es masculino y la Luna femenina”, idea vigente en tribus de América, África, Australia y la Polinesia en la actualidad. “Según los pueblos más primitivos, la Luna es una presencia benéfica cuya luz se considera indispensable para la germinación; es una fuerza fertilizante de eficacia general sin la cual ni los animales tienen crías ni las mujeres pueden tener hijos” .
No sólo se creía que la Luna era la causa del embarazo de las mujeres, sino que además las protegía y se invocaba su ayuda en el momento del parto. Harding sostiene que la Vieja Madre es, en verdad, un título general de la Luna, y que sus poderes fueron desde un principio ambivalentes: unos benéficos y otros maléficos. Eran simbolizados por la Serpiente, que tenía prestigio por su capacidad de autorrenovación, igual que la Luna y la mujer en sus ciclos.
Campbell cree que el culto a la Luna fue sustituido por el culto al Sol y a los dioses masculinos. Afirma también que el hecho de que la Gran Diosa Madre haya sido relegada, insultada, sustituida, y asesinada por sus propios hijos en la mitología griega sigue actuando como oponente en el inconsciente de la civilización actual, lo que ha creado una especie de neurosis de evitar todo lo que ella representaba (vida, fertilidad, sentimientos) y ha reducido nuestro pensamiento a pares de elementos (masculino/femenino), en los que uno prevalece sobre el otro, declarándose superior y conformando dimensiones jerárquicas que generan desigualdades.
Campbell defiende y demuestra en su obra que en todas las mitologías patriarcales la función de la mujer ha sido devaluada sistemáticamente, no sólo en un sentido simbólico cosmológico, sino también personal, psicológico.
Coral Herrera Gómez
Especialista en Amor
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BIBLIOGRAFÍA
1) Armstrong, Karen: “Breve Historia del Mito”, Salamandra, Barcelona, 2005.
2) Bou, Nuria: “Diosas y tumbas. Mitos femeninos en el cine de Hollywood”. Icaria, 2006.
3) Bourdieu, Pierre: “La dominación masculina”, Anagrama, Colección Argumentos, Barcelona, 2000.
4) Campbell, Joseph: “Las máscaras de Dios: Mitología occidental”, Alianza Editorial, 1964.
5) Comte, Fernand: “Las grandes figuras mitológicas”, Ediciones del Prado, Madrid, 1992.
6) Martín-Cano Abreu, Francisca (2001): Falsas ideas sobre los papeles sexuales en la Prehistoria. Revista SEIAAL, Antropología y Arqueología latinoamericana.
7) Moore, R. y Gillette, D: “La nueva masculinidad. Rey, Guerrero, Mago y Amante”, Paidós, Barcelona, 1993.
8) Morales Saro, Mª Cruz: La Mujer Armada/Armas de Mujer. En: Sauret Guerrero, Teresa, y Quiles Faz, Amparo (Eds): “Luchas de Género en la Historia a través de la imagen”. Vol I. Centro de ediciones de la Diputación Provincial de Málaga (Cedma), 2001.