8 de abril de 2010

El egoísmo romántico posmoderno




celos, egoísmo, falta de empatía 




 “Si tú no vas a la cena de empresa de esta noche, anulo mi cita con mi ex novio”

 “Si no vas a la acampada de tu grupo de montaña, yo paso de la despedida de soltero de mi amigo”


Los celos son un claro síntoma del egoísmo del amor romántico. Nos ponemos celosos y celosas cuando nuestro objeto de amor desvía su foco de atención de nosotros a otra persona o actividad. Hay amantes que no solo tienen celos de una persona atractiva o deseable, sino también de la madre, el padre, los hijos, los amigos o las amigas de su amada. Hay amantes que no soportan las pasiones propias de su amado o amada, porque le quitan tiempo al celoso para disfrutar del amor. Por ejemplo, es muy común que la gente exija al otro que deje atrás sus hobbies (esquiar, ir al teatro, pintar, leer, viajar, aprender bailes del mundo…) cuando se unen en pareja. Al amado le puede parecer que ese acto de sacrificio es una prueba de amor, pero en realidad es otra forma de “cercar” al amado, de tenerlo para sí, de conseguir que su tiempo sea para él, de que comparta todos los espacios y todos los momentos. 

En ocasiones no sólo se dejan los hobbies, sino también las pandillas, y se pasa a un modelo más individualista: tú y yo, y si acaso dos parejitas más como tú y yo. Porque solteros y solteras provocan inquietud o desasosiego; son un elemento solo, desclasificado, desemparejado, y a veces se interpreta su presencia en un evento social como un peligro para los casados o las casadas.Por eso a las parejas les gusta estar con otras parejas, y comparten con ellas la filosofía de vida basada en la felicidad del dúo, a menudo sostenida por el miedo a que esa unión se rompa por la mitad.

El egoísmo de la gente enamorada me asusta. Sobre todo la gente que está deseosa de darlo todo; porque normalmente se da todo para recibirlo todo, no para malgastar gratuitamente tiempo y energía. Es como una especie de inversión: te lo doy todo, me hago imprescindible para ti, y a ti no te queda más remedio que ser tan intenso y “generoso” como yo. Es la gente que te reprocha que lo hace todo por ti y tú no estás a la altura. Es la gente que quiere que te adaptes a su ritmo aunque tú lleves otro. Es la gente que te cuida para que se lo agradezcas, y para que correspondas. Si no sucede así, ya está el sentimiento de culpa judeocristiano para recordarte que no estás dando lo mismo que estás recibiendo.

El enamorado egoísta quiere que cambies una reunión de trabajo solo para que le demuestres lo importante que es para ti. Al enamorado egoísta le encanta que anules una cena con los amigos y que lo hagas por él/ella, le entusiasma que no acudas a un concierto que para ti es importante si a él/ella no le apetece mucho. El enamorado egoísta jamás te anima a que llames a ese amigo que hace mucho que no ves, ni aunque sepa que vas a disfrutar mucho. El egoísta considera que los mejores momentos de tu vida tienes que vivirlos con él, y no se hace a la idea que tu mundo afectivo sea rico y variado, y que esté compuesto por familia y gente a la que aprecias y es fundamental en tu vida. El egoísta quiere cubrir el puesto más alto de tu jerarquía emocional, quiere constreñir tu sexualidad con el contrato de fidelidad en la mano, quiere ocupar todo tu tiempo libre y limitar tu libertad de movimientos.





“(Yo) lo hago todo por ti y tú no haces nada por mí”, “(Yo) necesito que me cuides”, 



“(Yo) quiero que te sacrifiques por mi”, “(Yo) no quiero que te vayas”, “Siempre soy 



(yo) el que llamo”, “Siempre soy (yo) la que empiezo”, “Nunca me dices que me 


quieres” , “Si tú me dejas (yo) me muero”….




En los celos y en el egoísmo yo veo mucho miedo, pero también mucho egoísmo; nos aferramos de un modo tan enfermizo a la gente porque no queremos estar solos, porque necesitamos ser lo más importante para alguien, como si eso le diese algún sentido a la existencia humana, como si eso nos asegurase la eternidad. Ser especiales para alguien, serlo todo incluso después de la muerte; es un anhelo de omnipotencia y eternidad muy humano. Por eso compartir el afecto de alguien a quien amamos con toda su gente resulta poco menos que imposible para un amante posesivo, celoso y egoísta.

El romanticismo está, inevitablemente, centrado en el yo; en el siglo XIX se ensalzó la subjetividad como modo de relacionarse con el mundo. Tanto en las artes y las ciencias, como en la vida cotidiana, el yo es la fuente de inspiración romántica, el lugar donde se crean los sueños,  allí donde se pretende confundir la realidad con el deseo. Los escritores y sus protagonistas son personajes excesivos que transforman imaginariamente su realidad porque no les gusta tal y como es. No soportan la soledad inherente al ser humano moderno, por eso tratan de mitigarla o anularla con la grandiosidad de la fusión erótica entre dos personas, elevándola a la categoría de la eternidad y lo sublime. Desde mi punto de vista, el prototipo del sujeto romántico es infantil, narcisista, sufridor, protagonista de la historia de su vida. Y la posmodernidad ha heredado esa ñoñez hipersensible, caprichosa y vulnerable.

El romanticismo es egoísta porque siempre se parte desde el ego para crear o para pensar el mundo, porque este ego se alimenta de soñar con voluntades ajenas doblegadas por el amor, porque incurre en continuos procesos de victimización y autodestrucción heroica y grandilocuente que le hará un hueco en la Historia. Por eso nuestra forma de amar actual, heredera de aquel movimiento decimonónico, está basada en la posesividad, en la apariencia por encima del ser, en el apego y el miedo, en la necesidad más que en la libertad. Los más egoístas suelen ser aquellos que están enamorados del modelo de amor idealizado, todos los que tratan de que nos quepa el zapatito de princesa, o que el sapito que nos encontramos se convierta en príncipe azul de la noche a la mañana, o poco a poco. Nos enamoramos del amor más que de las personas, a las que no solemos querer tal y como son, sino tal y como nos gustaría que fuesen. 

Si los románticos son proclives a la decepción es porque el amor no es tan bonito como lo pintan y porque la gente no es tan maravillosa como parece. Una vez que se nos pasa el colocón de anfetaminas del amor, la gente es como es, con sus virtudes, defectos y miserias. 

La frustración que nos genera no encontrar a nuestra "media naranja" es porque la fusión entre dos personas no es nunca total; somos unidades, absolutos en sí; no seres imperfectos a la espera de ser completados. De modo que por mucho que tratemos de vivir el amor como una ola arrasadora en la que toda nuestra vida (trabajo, amigos, familia, y otras pasiones) queda sepultada, la realidad es que nadie puede, por sí solo, cubrir todas las necesidades de una persona.

También es desgarrador pensar que nadie puede eliminar de nuestra vida la soledad que nos acompaña de la cuna a la tumba; la realidad es que la gente no nos pertenece, sino que nos acompaña en el camino un tiempo. Nuestros padres se mueren, nosotros acompañamos un tiempo a nuestros hijos e hijas, pero también nos vamos. Por nuestra vida pasan amantes, amigos, conocidos, pero nos resistimos a dejarles marchar porque sentimos que esas personas a las que queremos son "nuestras". Sin embargo, los amantes nos dejan, los amigos emigran, y otras veces somos nosotras las que nos vamos. 

El amor no correspondido, decía Freud, es uno de los dolores emocionales y psíquicos más duros para el ser humano. La muerte y el desamor nos privan de las personas a las que amamos, y cuando se van no sólo dejan un vacío, sino que además,  hemos de recomponer toda nuestra estructura vital para poder sobrevivir, porque ésta se desploma si la hemos concebido para no vivirla en solitario.

Creo, además, que el romanticismo aumenta exageradamente nuestra sensación de soledad, precisamente porque dejamos la responsabilidad sobre nuestra propia felicidad en manos de otra persona. No podemos pedirle a alguien que su misión en la vida sea querernos y tenernos continuamente distraídos para no pensar en nuestra soledad, en la muerte, en el dolor o el miedo. 
Probablemente nuestras relaciones serían más bonitas nos relacionásemos desde la generosidad, disfrutando mientras nos damos, nos compartimos, nos hacemos la vida más fácil y bonita. Pero no sólo con la pareja, sino con toda la gente que está en nuestras vidas. 

Una de las cosas en las que me fijo cuando empiezo una relación con alguien es cómo se relaciona con su entorno, si tiene amigos y amigas, si es una persona generosa con el entorno que la rodea, si se lleva bien con sus ex o le odian, si trata bien a los animales. Por ejemplo, para mí es esencial observar cómo la persona con la que me relaciono se comporta con la gente que trabaja.  Entiendo que conmigo esa persona es generosa porque tiene un interés en mí, y quiere causarme una buena impresión. 

Para mí es fundamental saber que la persona con la que estoy es generosa porque no puedo estar con gente que no me respeta el espacio o que me exige todo mi tiempo. Yo cuando amo a alguien también amo su libertad, sus relaciones con gente querida, su tiempo y sus espacios propios.

Pero creo que en nuestra sociedad individualista, en general nuestra forma de amar es egoísta. No nos es fácil ser generosos porque vivimos en un mundo en el que cada cual persigue su interés personal, y son pocas las personas que se implican en proyectos colectivos que persigan el bien común. No estamos acostumbrados, por ejemplo, a pensar en las necesidades de los demás, sino en las propias. Cuando nos enamoramos de alguien nos marcamos unos objetivos: quiero gustarle, quiero que se enamore de mi, quiero darle un beso, quiero que duerma conmigo, quiero tener sexo salvaje, quiero que me llame, quiero que me presente como su pareja, quiero quiero quiero... 

Decía D.H Lawrence que la pareja es una fórmula individualista de practicar el "egoísmo a dúo". 
En una sociedad  jerárquica y desigual como la nuestra, y en el entorno urbano donde vamos perdiendo las redes de ayuda mutua y cooperación, la pareja es un oasis de igualdad y de ayuda mutua enormemente valioso. No sólo para la reproducción (obviamente es más duro criar a un bebé en solitario), sino también para hacer frente al mundo y a los avatares del mercado laboral. Las ventajas de tener pareja en nuestro mundo deshumanizado son muchas: aunque no destaques entre las masas, puedes sentirte especial para alguien. Aunque en el trabajo no valoren tus capacidades y tus esfuerzos, tu pareja te quiere por como eres. Además cuando llegas a casa tienes a alguien que te abraza si lo necesitas, alguien que te escucha, alguien que te consuela o te proporciona momentos de placer intenso, que te anima en momentos de bajón, que te sostiene cuando te quedas sin empleo, que te mima cuando sientes que no puedes más de cansancio. Estamos hablando de una pareja igualitaria, equilibrada, con dos personas muy generosas que se entregan por igual al amor, que se cuidan mutuamente y se apoyan cuando se necesitan. Cuando logramos construir parejas desde el compañerismo y no desde la batalla de la dominación, disfrutamos mucho y nos sentimos reconfortados sabiendo que damos y recibimos equitativamente. 

Sin embargo, no es fácil construir este tipo de relaciones basadas en el trabajo en equipo. Este equilibrio en el dar y recibir requiere de mucha atención por parte de las dos personas, y en realidad nos es muy difícil darnos sin recibir nada a cambio. Cuando solo un miembro de la pareja lleva a cabo muchas más renuncias y sacrificios en pro del otro, el equilibrio se rompe. Lo más probable es que la persona que se sacrifica y siempre cede se sienta mal porque no se le valora lo que da, o porque no recibe ni la mitad de lo que da. En ese desequilibrio surgen el rencor y los reproches, elementos perfectos para acabar con la relación erótica y afectiva entre dos personas.

A menudo pedimos más de lo que damos porque vivimos en una sociedad en la que la gente acumula riquezas y recursos para sí mismo aunque eso suponga que los demás tengan menos. Amamos capitalistamente, es decir, en base a los intereses personales: yo te amo, entonces comparto contigo mis riquezas, con nadie más.

Dentro de la propia pareja tampoco podemos evitar ser egoístas y exigir lo que nos gustaría que nos diesen, por eso son muchas las parejas que dedican tanto tiempo a los reproches mutuos. Generalmente lo queremos TODO  y ya, de ahí que más que amar, las metas de la gente suelen ser encontrar a alguien que los ame. Erich Fromm decía, con razón, que el fenómeno del amor es relativamente inusual y extraordinario en esta era de la soledad. Una soledad narcisista en la que todos soñamos con encontrar  "compañía" y en concreto, una compañía que nos ame, nos admire, nos comprenda, nos proteja, nos apoye, nos... 

Parte de la frustración que nos genera el amor es que no encontramos el modo de conseguir que una sola persona nos llene todos los vacíos, que nos saque del aburrimiento mortal, que nos cubra todas las necesidades intelectuales, sexuales, afectivas. La pareja no es ni debería ser la única fuente de afecto y emociones positivas. Nuestras redes sociales y familiares son imprescindibles aunque nos hagan creer que con nuestra "media naranja" no necesitamos a nadie más. 

La gente con la que interaccionamos a diario, los compañeros de trabajo y vecindario, las personas que nos atienden cuando contratamos un servicio, los compañeros y compañeras de la Universidad, la gente con la que compartimos aficiones.... estas redes nos estimulan, nos enriquecen, nos ofrecen otros puntos de vista sobre la realidad, y nos hacen sentir que tenemos un lugar en el mundo. Por eso el aislamiento de la pareja, creo, es perjudicial para el funcionamiento de nuestras sociedades. El capitalismo y el patriarcado nos quieren divididos y encerrados cada uno en sus hogares, para que no estemos en las calles trabajando por nuestros derechos y libertades. 

A las mujeres educadas en sistemas patriarcales como el nuestro, se nos ha enseñado a ser mimosas, a reclamar un trato delicado y especial, a exigir el rango de reinas, a pedir que se nos tape cuando tengamos frío, que se nos defienda de otros hombres, que se nos proteja como a niñitas asustadas. A los hombres se les ha enseñado a ser protectores, pero también quieren compañeras incondicionales, comprensivas, que estén atentas a sus necesidades y deseos, que les cuiden cuando enferman, que les refuercen la autoestima cuando florecen sus inseguridades.

Hombres y mujeres hemos sido enseñadas a establecer relaciones de dependencia mutua en el que dos egos son más que suficientes. Cada uno de esos egos con sus intereses personales, sus deseos, sus miedos y sus frustraciones. A menudo esos egos se relacionan desde el capricho, el miedo, el temor a perder a la persona amada, de modo que resulta muy difícil la práctica del desapego y la generosidad.


Conclusión

Lo mejor sería disfrutar del presente y de la gente a la que queremos sin miedo a perderla. Lo ideal sería que nos relacionásemos desde la libertad, y no desde la necesidad, desde la generosidad y no desde la exigencia. Desde esa generosidad, somos felices cuando las personas a las que amamos son felices, aunque sea sin nosotras, cuando disfrutan en otros espacios y con otras personas que no somos nosotras. 

Lo ideal sería aprender a llenar nuestro vacío con cosas nuevas, sin exigirle a nadie que lo llene. Aprender a disfrutar de la soledad, aceptarla como compañera de viaje. Aprender a repartir y compartir el amor de nuestra amada o amado con mucha más gente, en lugar de aislarnos en nuestra casa y aislar a la otra persona. Expandir el sentimiento amoroso, no constreñirlo y enfocarlo en un solo ser humano. Diversificar y ampliar nuestras redes de afecto y cariño, y cuidarlas para crear intercambios de cariño y ayuda mutua. 


Lo ideal, sería practicar más a menudo ese sentimiento gozoso que nos invade cuando practicamos la empatía y la generosidad, dos de los pilares básicos de las relaciones humanas que podrían expandirse más allá de la pareja a toda la comunidad de gente con la que nos relacionamos. Disfrutaríamos más del amor. Y de la vida, creo yo. 


Coral Herrera Gómez





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