Cuando era pequeña admiraba mucho a la gente del circo y alguna vez soñé con la idea de vivir viajando. No me imaginé que de mayor me haría estas giras visitando pueblos y ciudades con el coche, el compañero y el crío, las maletas, el carrito, y los bártulos, echando kilómetros del sur al norte, el este y el oeste, la meseta, las montañas, las islas, los valles y las playas de mi país, me siento muy afortunada.
Me encanta conocer gente nueva, aprender del trabajo de las compañeras feministas, asomarme a su realidad y asombrarme con sus pequeñas y grandes luchas, ver cómo se organizan y se apoyan, y contribuir con mi granito de arena al tejido de esta red global de mujeres que luchan por la libertad, la igualdad, la justicia y los derechos humanos. Es un trabajo hermoso, aunque cansado, que también me lleva a visitar países de América Latina que nunca habría podido conocer.
A todos lados voy con ganas de dejar a la gente con subidón, con la idea de que sí se puede trabajar el patriarcado, sí se puede disfrutar del amor y liberarlo del machismo y la violencia, que las mujeres no estamos condenadas a sufrir y sacrificarnos, y que tenemos derecho al placer y a ser felices. Me siento una sembradora de semillas, y me marcho de los sitios deseando haber sido útil con las preguntas que voy planteando allá donde paso.
En cada viaje regreso con la maleta llena de cariño, aprendizajes, nuevas preguntas e ideas nuevas, así que siento que doy y recibo a manos llenas. A veces me alojo en hoteles y a veces en casas de amigas, amigos y familia, donde una se siente como en casa. Gracias a toda la gente que viene a verme a las charlas, es muy impresionante veros allí aunque llueva a mares o haga frío, sabiendo además que muchas venís desde otros pueblos o ciudades. Gracias a las instituciones, colectivas y organizaciones que me invitan, y gracias a mi gente que me acoge y me permite insertarme en su vida durante algunos días. Y gracias a la vida que tanto me está dando.