La violencia de los niños: cómo la aprenden, cómo la interiorizan, cómo la ejercen
contra los demás y contra sí mismos.
contra los demás y contra sí mismos.
Conferencia impartida en el II Congreso Mundial de Infancia Sin Violencia en la Universidad de Buenos Aires organizado por Aralma los días 21, 22 y 23 de
Agosto 2019 en Argentina.
Agosto 2019 en Argentina.
Resumen de la Conferencia:
A los niños les contamos historias que se desarrollan en torno a la aniquilación de los enemigos. En casi todas las películas infantiles hay enemigos que quieren matar al protagonista, la misión del héroe es exterminarlos. El asunto es que en la vida real, los niños creen que los enemigos son ellos mismos, y por eso acosan al niño gordo, a la niña con gafas, al niño trans, a la niña torpe, al niño inmigrante, a la niña con pelo afro. Entonces hay que explicarles quienes son sus enemigos en la realidad, las personas que más daño les hacen: las personas que abusan sexualmente de ellas, las que provocan pobreza y hambrunas, las que envenenan el agua que beben, las que les quitan su
derecho a la educación y la sanidad, las que quieren hacer quitarles su tiempo cuando
se hagan mayores, las que expanden el odio contra grupos humanos por su color de piel, su clase social, su religión o su orientación sexual. Los enemigos reales son aquellos
que quieren convertirles en trabajadores y consumidores que van a lo suyo y no se solidarizan con los demás. Son los que roban bebés y trafican con niños y niñas, los que hacen negocios alquilando mujeres para que vendan a sus bebés, son los que esclavizan
a los niños y niñas en minas, fábricas de textil y calzado, y prostíbulos. Son los que les destrozan la infancia para utilizarlos como soldados en las guerras, los que bombardean ciudades sin remordimiento, los que obligan a desplazarse a miles de personas huyendo de la guerra y buscando un país seguro para vivir, los que están apropiándose del agua potable para hacer negocio, los que comercian y consumen pornografía infantil, los que los separan de sus padres en las fronteras para torturarlos, los que les matan en las cárceles para menores extranjeros. Estos son los enemigos de los niños y niñas, y
tienen derecho a saber cómo tratamos los adultos a la infancia, y de quienes tienen
que protegerse.
derecho a la educación y la sanidad, las que quieren hacer quitarles su tiempo cuando
se hagan mayores, las que expanden el odio contra grupos humanos por su color de piel, su clase social, su religión o su orientación sexual. Los enemigos reales son aquellos
que quieren convertirles en trabajadores y consumidores que van a lo suyo y no se solidarizan con los demás. Son los que roban bebés y trafican con niños y niñas, los que hacen negocios alquilando mujeres para que vendan a sus bebés, son los que esclavizan
a los niños y niñas en minas, fábricas de textil y calzado, y prostíbulos. Son los que les destrozan la infancia para utilizarlos como soldados en las guerras, los que bombardean ciudades sin remordimiento, los que obligan a desplazarse a miles de personas huyendo de la guerra y buscando un país seguro para vivir, los que están apropiándose del agua potable para hacer negocio, los que comercian y consumen pornografía infantil, los que los separan de sus padres en las fronteras para torturarlos, los que les matan en las cárceles para menores extranjeros. Estos son los enemigos de los niños y niñas, y
tienen derecho a saber cómo tratamos los adultos a la infancia, y de quienes tienen
que protegerse.
Conferencia
completa:
Título:
La violencia de
los niños: cómo la aprenden, cómo la interiorizan, cómo la ejercen contra
los demás y contra sí mismos.
Autora:
Coral Herrera
Gómez. Doctora en Humanidades y Comunicación Coordinadora del
Laboratorio del
Amor
Palabras clave:
violencia
infantil, malos tratos, gestión de las emociones, cultura patriarcal, machismo,
misoginia,
cuidados, amor, feminismo, relatos, ficciones, imaginario colectivo
Texto:
Los niños y las
niñas no sólo son víctimas de la violencia: también aprenden a ejercerla
contra los demás,
y contra sí mismos. Las vías de aprendizaje son dos: por un lado, la
socialización en la familia, en la comunidad a la que pertenecen, y la
institución en la que son educados. Por otro lado, aprenden a ser violentos con
las películas y las series de televisión, los cuentos que les contamos, las
canciones que escuchan, los videojuegos, los chistes y los refranes.
La violencia está
normalizada hasta tal punto que somos incapaces de percibir el daño
que hace a
los niños y a las niñas estar expuestos
a la violencia desde su más tierna
infancia: a
diario ven escenas de peleas, luchas,
guerras, asesinatos, violaciones, y nos
creemos que estar
expuesto a tanta violencia no les afecta al cerebro ni a las emociones,
y que no les
hacen daño.
Intentamos
eliminar el azúcar y los alimentos ultraprocesados, pero no nos preocupamos
por los
contenidos audiovisuales que consumen y por los valores que adquieren viendo
películas
machistas y violentas. Les enseñamos a ser educados, a pedir por favor y a dar
las gracias, a comer correctamente en la mesa, a sacar buenas notas, pero no
les enseñamos a ser buenas personas.
Les dejamos solos
frente a la pantalla para que se insensibilicen con la violencia, y luego no entendemos
por qué se divierten tanto haciendo sufrir a los demás. No les explicamos por
qué los dueños de los medios mitifican al macho violento, ni por qué no nos
ofrecen otros modelos de masculinidad. No saben por qué estos hombres poderosos
quieren que ellos también sean violentos, ni para qué.
No les estamos
ofreciendo herramientas para relacionarse con el mundo desde el amor y los
cuidados: los niños sólo están aprendiendo a aniquilar a sus enemigos, y ni
siquiera saben quiénes son su mayor amenaza: no desde luego sus compañeros de
juegos.
Los niños varones
son los que aprenden a ejercer la violencia física contra los otros niños,
contra las niñas,
contra los animales y contra los adultos de su entorno. A las niñas se les
enseña a aguantar o soportar esa violencia, y además
las engañamos para que crean que la
violencia que
recibirán de su pareja es una prueba de amor.
¿Cómo se les
enseña a los niños a ser violentos? Los relatos más importantes de nuestra
cultura están
basados en el monomito del héroe que abandona su hogar para correr una serie de
aventuras que le harán enfrentarse a sus propios miedos y les convertirá en
hombres adultos.
Este monomito es
la base de la historia de Jesucristo y de casi todos los héroes de nuestra
cultura para
poder hacerse hombres de verdad, los niños tienen que separarse física y
emocionalmente de
sus madres y del entorno de cuido, que es generalmente un mundo de
mujeres formado
por sus abuelas, tías, primas, hermanas y vecinas de la comunidad. El
mensaje que nos
lanzan en estas historias de superación y transformación es que el varón
sólo puede
florecer si logra romper el cordón umbilical que le une a este mundo de afecto,
cuidados y ternura, y si logra desconectar de sus propias emociones para
endurecerse y convertirse en máquinas de matar.
El héroe es
generalmente siempre un niño asustado que logra vencer a sus propios
monstruos cada
vez que se enfrenta a los enemigos que encuentra en el camino. Tiene
una misión que
cumplir, algo que es más importante que
su propia vida: salvar al
mundo de una
amenaza, restituir el orden, legitimar a un rey frente a otro rey. El niño
tendrá que convertirse
en un guerrero justiciero que ni siente ni padece: casi todos los héroes y
superhéroes de nuestra cultura luchan sin tener que cuidarse a sí mismos, sin
velar por su propia seguridad: son gente sacrificada y sufridora a la que no le
importa arriesgar su propia vida con tal de pasar a la posteridad y despertarla
envidia y la admiración de los demás.
Son héroes mutilados
emocionalmente, soldados que obedecen al patriarcado sin
cuestionarlo,
leales a las leyes de la selva, en la que sólo sobreviven los más fuertes.
Los niños
construyen su identidad masculina imitando a estos héroes, a los que admiran por
su fuerza, su valentía y su agresividad. Bajo esta identidad masculina
subyace la idea
de que cuanto más sufra y más se sacrifique, mayor será la recompensa:
convertirse en un
hombre poderoso, temido y obedecido por los demás. Por eso le gusta
sufrir y hacer
sufrir: cuanto mayor sea la tortura, más macho se sentirá.
Todos aprenden
pronto que la violencia legítima es la que ejercen los “buenos”, y la
violencia que hay
que combatir es la de los “malos”. Los guionistas, los narradores y
productores culturales
les ofrecen un modelo de masculinidad basado en la idea de que la
violencia es
natural en los hombres, y es además necesaria para acabar con el “mal”.
A través de los
relatos, los niños entienden que la violencia es la única manera para
resolver
conflictos y para obtener lo que desean, lo que quieren o lo que necesitan,
porque sus héroes
resuelven así, y no tienen herramientas para hacer frente a sus
problemas. Creen
que el pez grande tiene derecho a comerse al chico, y con los cuentos
que les contamos,
más lo que ven en la vida real, aprenden rápido cómo funciona la pirámide
social del patriarcado: los hombres jóvenes, blancos, fuertes, heterosexuales y
ricos están arriba, y abajo están todos los demás.
Y claro, ninguno
quiere estar abajo: su lucha ha de ser ir escalando en esta pirámide hasta
alcanzar la cima,
sometiendo y aplastando a los demás. Las producciones audiovisuales les enseñan
cómo embrutecerse y cómo acumular riquezas, poder y mujeres a través de esta
lucha por ser los mejores: sólo los más fuertes, los más rápidos, los más
inteligentes y astutos están llamados a coronar el éxito. Y es que arriba del
todo es donde mejor se vive: a todos los demás se les contempla desde arriba
hacia abajo, se les domina, se les utiliza, se les obliga a tratarlos con
respeto y a obedecerlos.
A los niños no
les enseñan a cooperar y a trabajar unidos para luchar contra las injusticias, para
conseguir derechos para todos, o para hacer de este un mundo mejor: todos los mensajes
de nuestra cultura patriarcal van en sentido contrario. La lógica que aprenden
es la de la competitividad: si son disciplinados, si trabajan duro, si dominan
su entorno, pueden llegar a ser los amos del mundo.
Si no logran ser
presidentes, empresarios de éxito o futbolistas famosos, siempre podrán reinar en
sus casas como reyes, y mandar sobre su esposa, hijas e hijos. Hasta el hombre
más pobre del mundo puede ejercer de monarca absoluto en su propia casa, como
si fuera un premio de consolación por no haber podido triunfar en un mundo en
el que el éxito está reservado para unos pocos machos alfa.
A través de las
películas y los videojuegos, no sólo aprenden a ser hombres, también
aprenden a
relacionarse con las mujeres. En casi todas las producciones culturales, las
mujeres son
estereotipadas como seres perversos de las que hay que defenderse. Primero
aprenden a
despreciara las niñas: no hay mayor insulto en un kinder, una guardería o un
colegio que ser
categorizado como una niña. A los niños les da un terror absoluto que sus
compañeros o sus
padres les llamen “nena”, “nenaza”,“niña”, “niñata”.
Elisabeth
Badinter nos contaba en su libro que la masculinidad se aprende en base a tres
pilares fundamentales: “No soy una niña”, “no soy un bebé”, “no soy
homosexual”. Así que aprenden a ser hombres desde el rechazo a todo lo
femenino, el desprecio a los más débiles y la dominación. Sueñan con ser
hombres ricos y famosos, y para eso tendrán que construir sus relaciones desde el
abuso y la explotación hacia los demás: nadie se hace rico si no es contando
con mano de obra gratis, o muy barata, y si no es acaparando los recursos de
los demás.
Los hombres, sólo
por nacer hombres, se merecen una mujer que les cuide. Primero es
mamá, y después
la novia que llegará a ser esposa: nunca les enseñamos a cuidarse a sí
mismos, porque
los héroes están siempre poniendo su vida en riesgo, comen mal, duermen mal, sufren
heridas y tienen el cuerpo lleno de dolores y cicatrices que demuestran que son
tipos duros capaces de aguantar el sufrimiento como si fuera algo consustancial
a la masculinidad heroica.
Otra de las cosas
que aprenden los niños viendo dibujos animados es que la venganza
es totalmente
legítima: si un hombre pretende hacerte daño, puedes matarlo. Si una
mujer te destroza
el corazón o te engaña, tienes derecho a matarla. Es la filosofía del
ojo por ojo,
diente por diente: si una mujer no se pliega a tus deseos, si te rechaza o
te abandona,
tienes derecho a destrozarle la vida porque de ti no se ríe de nadie, y a
ti no te abandona
nadie si no es perdiendo la vida. Este es el mensaje principal que
transmiten muchos
cuentos infantiles y que permanece dentro de ellos toda su vida: uno
puede vengarse
cuando sufre o cuando se pone en entredicho su honor o su prestigio, sin
importar las
consecuencias.
Los niños son
educados para que también usen la violencia contra sí mismos,
poniéndose
constantemente en riesgo y generando conductas autodestructivas que
pueden llevarles
a la muerte en su adolescencia y adultez. Se les obliga a demostrar
constantemente su
hombría a través de su habilidad para autolesionarse, automutilarse, y
ponerse en
peligro a sí mismos ya sus acompañantes. Por eso conducen borrachos, hacen
carreras de
coches en la carretera, se tiran a una piscina desde el balcón de un hotel, se
suben a gran altura para hacerse un selfie, consumen alcohol y drogas hasta
caer desmayados, provocan peleas para que alguien les agreda, juegan a
asfixiarse, y se enfrentan a la policía para demostrar su valentía.
El héroe que los
niños admiran esconde su fragilidad y su vulnerabilidad, y se avergüenza de su
debilidad, de su torpeza o de su falta de habilidades para ser un macho alfa.
Cambian los nombres y los rostros, pero el modelo heroico es siempre el mismo:
hombres que no le tienen miedo a nada, hombres que consiguen lo que quieren
caiga
quien caiga,
hombres ambiciosos que generan riqueza y dominan territorios enteros para poner
a millones de personas a su servicio.
La masculinidad
patriarcal no es solidaria, sino competitiva: los hombres necesitan los
aplausos, la admiración y la envidia de los demás, por eso en las películas
infantiles
los héroes son
personas, incapaces de mostrar afecto, generalmente tensos y estresados,
y casi todos con
muchos traumas encima. Cuando entran en combate lo hacen llenos de
odio, de furia, y
de rabia, emociones que les genera mucha adrenalina y les ayuda a matar a sus enemigos.
Los niños ponen
en práctica lo que aprenden a través del juego libre: por eso en los patios
de los colegios y
en los parques los niños forman bandos en los que juegan a aplastar a los
otros, a machacarlos, torturarlos y matarlos. Por eso excluyen a las niñas del
juego: no hay nada que les de más miedo que les gane una niña con habilidades
físicas superiores, no hay mayor humillación para un niño que quiere ser macho.
Las niñas son las
espectadoras, son un trofeo de caza, y una recompensa a sus esfuerzos para la
guerra. Durante la historia, las niñas son torpes y caminan por la selva en
tacones, se asustan por todo, gritan como hienas cuando ven una araña, y meten
la pata constantemente para poner al héroe más difícil su misión, y para
realzar la hombría de su acompañante. Cuanto más estúpidas parecen ellas, más
inteligentes parecen los protagonistas de las ficciones que consumen los niños.
Cuanto más débiles y más desprotegidas parecen ellas, más importantes y
necesarios parecen ellos. Es por esto que
las heroínas de los relatos son siempre retratadas como seres
inferiores: para que ellos parezcan más
grandes, más veloces, más fuertes y más listos.
Las niñas no
suelen aparecer nunca en las ficciones como sujeto, sino como objeto. Un objeto
que pasará a ser propiedad privada del protagonista si logra enamorarla.
Y es que los
niños aprenden pronto que la única forma de tener a una mujer a tus pies sin
obligarla, es a
través del amor. Por eso en la adolescencia van al amor como si fueran a la
guerra: pierde el
que se enamora, gana el que no se
enamora y logra enamorar a una o a
varias mujeres.
Los niños y las
niñas se juntan en la adolescencia para ligar y tener sexo, pero a ellas
les enseñan a
buscar al príncipe azul, y a ellos a acumular conquistas para mostrar su
hombría.
Por eso a ellos
les gustan las pelis de acción y a ellas las películas románticas y las de
princesas.
Todo lo que ven
en las películas, lo ven también en casa. Sus padres son los reyes del hogar, los
que mandan, los que tienen la autoridad, y los que traen el dinero a casa. Las
mamás son las que trabajan doble jornada laboral: además de traer dinero a
casa, se encargan de todo lo demás.
Lo hacen “por
amor” al hombre y a la familia, lo hacen porque les toca, lo hacen porque son mujeres
y les gusta cuidar a los demás.
A las niñas
también se las enseña a competir entre ellas, por eso las princesas están
siempre solas y jamás forman alianzas con otras mujeres para liberarse de la
esclavitud o la explotación, del encierro o del aburrimiento. También aprenden
a ser sufridoras y sacrificadas, a aguantar y a soportar, a ceder y a tragar, a
renunciar a sí mismas, y a vivir esperando eternamente la llegada del héroe,
aunque sea durante décadas como es el caso de Penélope en la Odisea, o de la
Bella Durmiente en Disney.
Las mujeres
aprenden a vivir en sueños, suspirando por la llegada del amor que transforme sus
vidas, imaginando y recreándose en el milagro romántico, ese que va a salvarlas
y va a solucionar todos sus problemas. Las princesas no aspiran a ser
compañeras, sino a ser siervas de su amado, a curar las heridas del guerrero, a
ser leales a su media naranja.
Y esto no sólo lo
ven en las películas, sino también en la vida real: ven mujeres que
renuncian a sus
sueños al juntarse a un marido, ven mujeres que soportan toda la carga
sin quejarse, ven
mujeres que son castigadas cuando se rebelan a los mandatos de género
y a su condición
de objeto. Todos los días en el mundo, los hombres violan y matan a
mujeres libres
que desobedecen las reglas del patriarcado.
Por eso en casa
se las educa para que sean sumisas, complacientes, serviciales, entregadas, abnegadas
y encantadoras. Y no sólo en casa, también en la escuela se nos enseña cuál es nuestro
lugar en la pirámide social, y cuál debe ser nuestra forma de ser mujeres.
Es en la escuela,
alrededor de los 6 o 7 años, cuando nos damos cuenta de que somos
seres
inferiores: los genios de la música, la
ciencia, el deporte son todos hombres. Los
grandes personajes
de la Historia: políticos, reyes, papas y obispos, hombres de negocios,
exploradores,
faraones, zares y emperadores, son hombres. Las mujeres están borradas de
los libros de
texto: no aparecemos por ningún lado. Y las pocas que aparecen son mujeres
patriarcales que
imitan a los hombres, como Cleopatra o Isabel la Católica.
A las niñas se
nos permite llorar, y a los niños se les prohíbe llorar. A ellos les permiten
expresar su rabia
y a nosotras no: las niñas no pueden enfadarse, no pueden expresar su
enojo, y
generalmente a única vía para dar rienda suelta a la rabia que tenemos es volverla
contra nosotras
mismas.
A través de la
cultura audiovisual, las mujeres aprendemos a odiar nuestros cuerpos
y nuestra
apariencia física, por eso nos torturamos con operaciones de cirugía estética,
con dietas
espantosas, con sesiones de gimnasio interminables, con tratamientos de belleza
caros y dolorosos. Odiamos nuestras imperfecciones, nuestra grasa, nuestras
arrugas, nuestras canas, nuestros excesos o carencias: nos enseñan a
compararnos entre nosotras, a considerarnos enemigas y rivales, y a odiar al
género femenino.
La tortura no es
sólo física: las niñas aprenden desde muy pronto a tratarse mal
a sí mismas, a
sentirse inferiores, a depender del reconocimiento de los hombres
y del afecto de
los hombres. Los problemas de autoestima vienen desde la más
tierna infancia:
nosotras somos las guapas, ellos son los inteligentes, los bondadosos,
los fuertes, los
valientes. Nosotras somos lo contrario a ellos, pero sólo conseguiremos
que nos den
afecto si nos mantenemos guapas y si aparentamos ser sumisas.
Esta es la razón
por la que los niños juegan a someter y asesinar, y las niñas juegan
a cuidar: en las
películas se endiosa a los hombres por su capacidad para matar, y a las
mujeres por su
capacidad para dar vida, y para cuidar bebés. Y así es como los niños
aprenden a ser
hombres y a relacionarse con las mujeres: nunca desde la cooperación,
siempre desde la
estructura de la dominación y la sumisión que subyace a todos los
relatos de
nuestra cultura patriarcal.
Los macho alfa de
carne y hueso son como sus héroes de ficción: hombres que ejercen la violencia
para hacer el bien, hombres con poder para dominar su entorno. Presidentes
de gobierno,
presidentes de las empresas más exitosas del mundo, futbolistas millonarios,
mafiosos y
narcos. Lo que ellos ven en televisión son hombres que hacen leyes, y hombres que
se las saltan para acumular poder, riquezas y mujeres. Algunos caen presos,
pero otros viven la vida a todo lujo tomando decisiones que afectan a millones
de personas.
Para el macho
patriarcal, todo vale en la carrera para acaparar recursos, aunque ello
suponga tener que
hacer sufrir a mucha gente, aunque implique la destrucción de un
bosque o del
planeta entero. Su egoísmo, avaricia,
soberbia y codicia no tiene fin:
así son los
héroes de nuestros niños, hombres sin capacidad para la empatía, hombres
despiadados de
sangre fría y corazón helado incapaces de sentir amor por la Humanidad.
No les importan
los medios para lograr sus fines.
Los niños no son
educados para cuidar a los demás, sino para que les cuiden. Por eso
no saben relacionarse
con las niñas de igual a igual: no las consideran compañeras. Son
siempre seres a
los que puedes utilizar para satisfacer tus deseos sexuales, o para aumentar tu
prestigio de macho, pero no son jamás compañeras. Más bien, son el enemigo a
batir: los hombres que se enamoran de las mujeres están en una situación de
total fragilidad, y ningún hombre quiere ser manipulado por una mujer poderosa.
Los niños tienen
miedo al poder y la libertad de las niñas, por eso necesitan
dominarlas. Todas
son las enemigas, excepto la mamá y unas pocas mujeres de la familia:
de las demás no
te puedes fiar. Nuestra cultura misógina expande el odio hacia las mujeres a
través de los anuncios y las ficciones: son seres despreciables y malvados que
pueden arrancarte el corazón y chuparte la sangre, vaciarte el bolsillo y
dejarte en la calle.
Por eso muchos
sueñan con encontrar algún día a su princesa: una mujer sumisa, sin deseos
propios, devota y leal, discreta y obediente que les ame para siempre, les
perdone los
pecados, les frenen en sus locuras, les consientan todos los caprichos, les
enseñen el buen
camino, les castiguen cuando se portan mal, que sean comprensivas y
quieran sacarles
del pozo en el que a veces se hunden, y que les cuiden cuando
enfermen y
envejezcan. Necesitan una especie de doble de mamá que les ame
incondicionalmente,
hagan lo que hagan, y que no les abandone jamás. Necesitan
sentirse
especiales e importantes: quieren ser imprescindibles, y quieren reinar en su
hogar. Y muchos
se frustran porque no encuentran a esta mujer de ficción que sepa
esperar y aguantar.
Nos educan de
manera diferente frente al amor, por eso no es fácil quererse bien
cuando legamos a
la juventud y a la adultez y nos juntamos en pareja. El odio
contra las
mujeres está latente en nuestras relaciones: los niños lo interiorizan
cuando les
contamos que existen las mujeres buenas y las mujeres malas, a las
primeras se las
respeta, y a las demás no.
A las niñas nos
enseñan en la escuela que cuando un niño nos acosa, nos golpea,
nos humilla y nos
maltrata es porque se ha enamorado de nosotras. Nos
compadecemos del
bruto que no sabe controlar sus emociones y que necesita
dominarnos para
aplacar su complejo de inferioridad y sus miedos. Nos
compadecemos del
maltratador porque vemos ahí al niño asustado que necesita
cariño y atenciones,
que ha sido mutilado en su infancia, que no tiene herramientas
para gestionar
sus emociones. Y por eso aprendemos desde niñas a soportar malos
tratos: nos hacen
creer que es una bofetada en un ataque de celos es una prueba de
amor.
Quien bien te
quiere te hará llorar, nos dicen. Los que más se pelean son los que
más se desean,
nos cuentan. Y por último nos hacen creer que el amor y el odio
son lo mismo,
aunque en realidad son emociones completamente contrapuestas.
Nos hacen creer
que somos culpables de la violencia que recibimos, porque algo
habremos hecho mal,
porque hemos desobedecido, porque le hemos hecho enfadar, o
porque hemos
cometido algún error.
Las niñas
aprendemos a portarnos mal con las demás niñas desde muy pequeñas
a través de las
relaciones de rivalidad y competición. Pero sobre todo, aprendemos
a tratarnos mal a
nosotras mismas porque crecemos con la autoestima por el suelo.
Nuestro mayor
miedo es que nadie nos quiera, nadie nos proteja, nadie nos cuide, por eso
nuestro sueño es
ser amadas y elegidas para ser la esposa de un hombre con éxito. Y por
eso nos
resignamos a tener relaciones en las que no somos felices: creemos que no nos
merecemos más
porque no nos enseñan a querernos bien a nosotras mismas, ni a
cuidarnos a
nosotras mismas.
Estos son los
mensajes que nos lanzan los medios de comunicación y las industrias
culturales para
que aprendamos a ser hombres y mujeres, y para que aprendamos
a relacionarnos
entre nosotros desde esta cultura de la
dominación y la sumisión.
Con estos
mensajes en forma de mitos interiorizamos la violencia y la
reproducimos: en
nuestros juegos de la infancia primero, y en nuestras vidas
adultas después.
Por eso es tan
importante exigirle a los productores y creadores culturales un cambio
en la ideología
que transmiten en los relatos, en la información y en el entretenimiento
que nos ofrecen.
Ellos son los principales transmisores de los valores capitalistas y
patriarcales, los
que perpetúan a través de estereotipos y
de mitos todos los principios
basados en la
dominación masculina, los responsables
de que en nuestro imaginario
colectivo la
violencia sea la principal forma de relacionarnos entre nosotros.
Los creadores son
los que ensalzan la masculinidad más violenta y cruel al
mitificarnos a
hombres sin sentimientos, sin ética, y sin escrúpulos. Ellos nos ofrecen
modelos de
personas y de relaciones, y nos hacen creer que la violencia es legítima y
necesaria si la
emplean “los buenos”. Mientras, en las escuelas se nos niega la
educación
emocional que necesitamos para aprender a tratarnos bien, a querernos desde
la solidaridad y
el compañerismo, a relacionarnos sin miedos y sin necesidad de
dominarnos los
unos a los otros.
No nos enseñan a
gestionar nuestras emociones, a despedirnos de nuestros seres
queridos, a
conseguir lo que necesitamos o a resolver los conflictos sin utilizar la
violencia. A los
niños les insisten en que tienen que aprender a defenderse cuando les
atacan, pero no les enseñan a no atacar a los demás. A las
niñas les enseñan a evitar
ser violadas,
pero no enseñan a los niños a no violar. A los padres y a las madres les
preocupa que sus
hijos sufran bullying, pero no se preocupan por si son ellos los que
ejercen acoso y
violentan a sus compañeros o compañeras.
Creo que es
esencial ofrecer educación emocional a los niños y a las niñas, y
educación
feminista, ecologista, y pacifista, pero también necesitamos con urgencia
herramientas que
nos permitan explicarle a los niños por qué sus héroes son así y qué
mensajes les
están lanzando los señores creadores, por qué y para qué lo hacen, cómo
nos influyen a
nosotros, y cómo va el mundo gracias a esta forma de pensar.
Es urgente
ofrecerles otras referencias y otros modelos de masculinidad y feminidad
que no estén
sujetos a la norma patriarcal. Necesitamos otros héroes y heroínas, otros
relatos, otras
tramas, otras formas de resolver los conflictos, otros finales felices.
Necesitamos
sensibilizar a los escritores, dibujantes, diseñadores, guionistas y
productores sobre la importancia de acabar con el sufrimiento, y de fomentar la
cultura del disfrute, del respeto, del buen trato. Necesitamos que dejen de
matar a las madres y que los niños aprendan que no tienen por qué rechazarlas
ni aprender a vivir sin ellas: sólo necesitan herramientas para ser autónomos y
para vivir el amor sin miedo.
Necesitamos un
cambio radical que deje de presentar como negativos los valores tradicionalmente
asociados a lo femenino: la ternura, la empatía, la solidaridad, los afectos y
las redes de cuidados.
Un primer paso
podría consistir en poner los cuidados en el centro de la política
y la economía, en
el centro de los relatos, en el centro de las luchas para construir
un mundo mejor.
Poner todo el tiempo los cuidados en el centro: para transformar el
mundo hay que
aprender a cuidarnos a nosotras mismas y a los demás. Creo que es la
única manera de
garantizar a los niños y las niñas infancias felices y libres de violencia
y sufrimiento:
enseñándoles a cuidar la naturaleza, a los seres vivos, y a los seres
humanos que viven
en este planeta.
Coral Herrera
Gómez
Argentina, Agosto
2019