El amor romántico, como todas las construcciones creadas social y culturalmente, está atravesada por una ideología hegemónica. Las principales características de la ideología romántica burguesa son las de un sistema basada en la pareja monogámica, heterosexual, regulado, entre adultos, orientado a la procreación y bendecido por la Iglesia y el Estado. Otra característica de la ideología amorosa occidental es la libertad de elección de pareja.
También es un rasgo común la dimensión adictiva del amor en una época como la posmodernidad que ya es de por sí caprichosa, neurótica y obsesiva. H.D. Lawrence llamó “egoísmo a dúo” a la forma de relación basada en la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad del otro, la renuncia a la interdependencia personal, la ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, el enclaustramiento mutuo…
Normalmente tendemos a pensar que las normas amorosas, morales y sexuales occidentales son las normales, las que siguen los dictados de la naturaleza; la Ciencia se ha encargado de legitimar esta visión, hasta llegar incluso a afirmar que el mito de la monogamia y la fidelidad sexual es una realidad biológica y universal, negando su carácter cultural.
La necesidad de parejas heterosexuales que formen familias normales posee una explicación económica muy obvia. El sistema social y político necesita de una estructura básica que está basada en el trabajo en pareja para sacar adelante a nuevos trabajadores y trabajadoras que produzcan y consuman. Esta pareja estable ha de educar a sus vástagos para que sean capaces de adaptarse a una realidad que han heredado sin que protesten; para ello es necesario que asuman como algo normal y natural los salarios y los horarios de trabajo, y el funcionamiento socio-político, legal y económico de la realidad.
En la familia los nuevos seres humanos aprenden a comer cuando no tienen hambre, a dormir cuando no tienen sueño, a tener unos horarios y una disciplina que les haga sentir como natural el hecho de tener que trabajar toda su vida en condiciones alienantes. La Familia es la principal instancia de educación e internalización de las normas y costumbres sociales, pero el Estado apoya su labor con colegios y centros de formación públicos. El poder simbólico aporta su grano de arena mediante narraciones que ofrecen modelos de comportamiento y formas hegemónicas de sentir y actuar.
En el siglo XX, la teoría feminista denunció la función social del amor romántico como instrumento de dominación y de sumisión entre dos personas, y también como una herramienta de control social del poder patriarcal para influir y construir las emociones y los sentimientos de la población, especialmente la femenina.
Alexandra Kollontai fue una teórica rusa que alrededor de 1920, en plena revolución soviética, denunció la identificación entre amor y género femenino, y la dependencia moral, material y sentimental femenina. Para la autora, esta dependencia choca con la independencia y la actitud del varón, para quién el amor no es más que una parte de su vida; otro factor entre tantos.
Kollontai afirma que esa necesidad femenina de amar es la causa de incontables tragedias en el alma de las mujeres de todas las clases sociales: los celos, la desconfianza, la soledad, el renunciamiento a sí mismas por adaptarse al ser amado, etc. Siguiendo a Ana de Miguel, repasamos aquí los cuatro tipos fundamentales de heroínas que Kollontai encuentra en la literatura:
ü las encantadoras y puras jovencitas, que contraen matrimonio al final de la novela;
ü las esposas resignadas o casadas adúlteras;
ü las solteronas,
ü las prostitutas, bien por su pobreza, o bien por su naturaleza viciosa.
Kollontai anuncia que afortunadamente ha aparecido un quinto tipo de heroína: la mujer nueva, que ha dejado de ser un reflejo del varón y lucha por sus derechos. La finalidad de su vida ya no es el amor, sino su “yo”, su individualidad. El amor para la mujer nueva no es sino una etapa en el camino de su vida; su fin principal es un ideal social, una vocación, el estudio de la Ciencia o el trabajo creador. Para esta filósofa rusa, es el capitalismo el que engendra, así, el sujeto revolucionario que causará su destrucción; son las obreras la auténtica vanguardia del movimiento de liberación de la mujer.
Según Ana de Miguel, su aportación teórica más original se encuentra en el ámbito de la crisis sexual: Kollontai expresa la conciencia de estar viviendo una época de crisis en las relaciones entre los sexos. También denuncia el desconocimiento masculino de la sexualidad femenina, y la injusticia que suponía la existencia de una doble moral, aquella justificación del adulterio masculino y la condena del adulterio femenino que es tradición en las culturas patriarcales. Se entiende que no está mal que el hombre eche unas canitas al aire, pero la mujer puede ser asesinada por hacer lo mismo o apedreada hasta la muerte (veasé, Irán).
Para Kollontai la doble moral es uno de los problemas más importantes que acosan la inteligencia y el corazón de la Humanidad. Para acabar con ella será necesaria una larga lucha con objeto de reeducar la psicología de la Humanidad; señala muy especialmente la imposibilidad de la “mujer nueva” de realizarse sentimentalmente en un mundo en el que el varón todavía no ha cambiado.
Para Kollontai, el matrimonio legal tiene en su base dos principios que lo envenenan y que afectan de igual modo a varones y mujeres: su indisolubilidad (“la indisolubilidad se funda en la idea contraria a toda ciencia psicológica de la invariabilidad de la psicología humana en el transcurso de la vida impide que el alma humana se enriquezca con otras experiencias amorosas”) y la idea de propiedad con respecto al cónyuge, capaz de estrangular la relación más apasionada.
Alexandra Kollontai propone la unión libre como alternativa al matrimonio legal; en esta nueva forma de relacionarse se niegan los supuestos derechos de propiedad que el amor burgués concedía sobre el cuerpo y el alma de la persona amada. La unión libre se basa en el mutuo respeto a la individualidad y la libertad del otro, lo que entraña el rechazo de la subordinación de la mujer dentro de la pareja y de la hipocresía de la doble moral. Según su análisis, la sociedad capitalista, basada en la lucha por la existencia, ha fomentado los hábitos y la mentalidad individualista e insolidaria entre las personas. Los seres humanos viven aislados, cuando no enfrentados con la comunidad; y es precisamente esta soledad moral en que viven mujeres y varones la que hace que las mujeres se aferren con enfermiza avidez a un ser del sexo opuesto.
Para Alexandra Kollontai, sólo en una sociedad basada en la solidaridad, el compañerismo y la igualdad de sexos puede llegar a buen término la unión libre. En este sentido, la mujer nueva está poniendo las bases de una auténtica revolución sexual y también de la revolución socialista al poner en primer plano en las relaciones la no-subordinación y el compañerismo, pero no sucede lo mismo con los varones, que siguen dominados por la cultura burguesa, que ha fomentado durante siglos hábitos de autosatisfacción y egoísmo, y entre estos, el de someter el “yo” de la mujer.
Además de la unión libre, también propone una revolución en las relaciones entre los sexos con el desarrollo de un nuevo concepto de amor: el de la camaradería. Según Ana De Miguel (1994), Kollontai cree que el amor es una poderosa fuerza psíquico-social que la nueva clase hegemónica (el proletariado) debe poner a su servicio:
“Según su análisis de la evolución del concepto de amor a través de la historia queda de manifiesto cómo las clases sociales ascendentes modelan el concepto de amor en coherencia con las necesidades de su organización socioeconómica y su visión del mundo. Para Kollontai, el amor ha surgido del instinto biológico de la reproducción, pero a través de milenios de vida social y cultural se ha “espiritualizado” para convertirse en un complejísimo estado emocional. El amor se puede presentar bajo la forma de pasión, de amistad, de ternura maternal, de inclinación amorosa, de comunidad de ideas, de piedad, de admiración, de costumbre y cuantas maneras imaginemos. Es decir, la Humanidad, en su constante evolución, ha ido enriqueciendo y diversificando los sentimientos amorosos hasta el punto de que no parece fácil que una sola persona pueda satisfacer la rica y multiforme capacidad de amar que late en cada ser humano”.
El ideal de exclusividad del amor surge de la ideología basada en la noción de propiedad privada. Para Kollontai el amor absorbente y exclusivo, que lleva a la pareja a aislarse de la colectividad, está en profunda contradicción con la ideología de la nueva clase y con la sociedad que pretende consolidar: “Cuantos más hilos haya tendidos de alma a alma, de corazón a corazón, de espíritu a espíritu más se enraizará el espíritu de solidaridad y más fácil será la realización del ideal de la clase obrera: la camaradería y la unidad”.
El proletariado admitirá todo tipo de relación entre los sexos con tal de que se base en la reciprocidad, en el reconocimiento de la personalidad los derechos del otro, y en “la actitud para escuchar y comprender los movimientos anímicos del ser querido”. Cuando varones y mujeres lleguen a ser verdaderos compañeros y la solidaridad sea el auténtico motor de la sociedad, cuando desaparezca la fría soledad moral y afectiva que rodea a los seres humanos en el capitalismo, sólo entonces será posible una auténtica revolución social.
El feminismo de los años 70 pensó en el romanticismo como un dispositivo de control social que sirve para perpetuar las diferencias de género, la familia nuclear patriarcal y el statuo quo político y social. Autores como Carlo Fabretti afirmaban: “El amor es consecuencia y factor perpetuador del esquema familiar nuclear, que a su vez es consecuencia y factor perpetuador de una sociedad basada en la explotación y en la competencia que induce a refugiarse en la familia –o la pareja- concebida como trinchera y congela la afectividad y la sexualidad en el estadio infantil”. Este antropólogo italiano afirmó que el amor está atravesado por la ideología, más específicamente por la ideología de la familia, transmitida cultural y simbólicamente, internalizada por la sociedad a los más profundos niveles, y convertida en compulsión y mito primordiales.
Chistian Delacampagne sugerirá, en el Viejo Topo, que el amor es una moda para intelectuales que sin embargo no tiene nada de revolucionario, ni es una forma de huida fuera de las ideologías; por el contrario, está inspirado, dictado, estimulado por ideologías nuevas, ocultas y tanto más poderosas cuanto que nadie se fija en ellas. Son de tres tipos:
ü Ideología de la seducción: la cultura ambiental hace del deber de seducir una especie de imperativo categórico, vinculado al deber de vivir y crear.
ü Ideología familiarista, basada en la familia nuclear patriarcal.
ü Ideología de la fraternidad. Muchos creen en la posibilidad de la tercera vía amorosa, es decir, de una relación de igualdad entre hombre y mujer,
“Entre los miembros de una relación en general cada uno respetaría al otro y no haría más que aportarle lo que el otro necesita. Por supuesto, en tal relación, cada uno conservaría en todo momento su libertad: ¡el modelo rousseauniano sería pues completamente respetado y la divisa de la revolución francesa pasaría a ser la moderna pareja!. Es inútil insistir sobre el carácter completamente utópico de tal concepción del amor” (Delacampagne, Christian).
Numerosos autores de ambos sexos pusieron el acento en la necesidad de derribar la mitología amorosa, que seduce a las personas para que sueñen con mitos patriarcales y adopten un modo de vida muy concreto: en pareja, produciendo y reproduciéndose, consumiendo y consolándose mutuamente. El amor sería un modo de escapismo, entonces, y de refugio frente al mundo en una sociedad tan competitiva como la nuestra:
“El amor, que a menudo se presenta como último reducto de autenticidad y autodeterminación en una sociedad hipócrita y coercitiva, es en realidad la farsa suprema y la más angosta de las jaulas concéntricas que nos aprisionan. Los miembros de una pareja se someten mutuamente al más grosero de los engaños (sólo concebible en la medida en que ambos desean ser engañados tanto o más que engañar) y sujetos por la cadena de una dependencia neurótica, se convierten cada uno en la bola de presidiario del otro”(Carlo Fabretti).
Para Fabretti, este mutuo engaño y su consecuente autoengaño son producidos por el terrible miedo a la soledad que tiene el ser humano, acrecentado en nuestra época por el individualismo:
“Tanto engaño mutuo sólo es concebible en el marco de una mitología sólidamente instaurada. Del mismo modo que la religión es una forma de amor, (…) el amor es una forma de religión, la respuesta mítica al carácter inasequible e incognoscible de la alteridad. Si la religión es una mitología destinada a conjurar el miedo a la muerte, el amor es una mitología destinada a conjurar el miedo a la soledad; y como tal, dificulta el enfrentarse objetivamente al problema y favorece la perpetuación de un sistema basado en la explotación y la competencia más asolidarias, causa fundamental de la soledad extrema en que vivimos”.
Debido a que mucha gente prescinde de los mitos religiosos pero casi nadie de los amorosos, Fabretti deduce que el miedo a la soledad es más intenso e irreductible que el miedo a la muerte:
“La necesidad de autoengañarse con respecto a la soledad es mucho más inmediata y apremiante que la necesidad de autoengañarse con respecto a la muerte”.