Ilustración de la Señora Milton para el artículo publicado en Pikara Magazine |
Somos millones de personas, pero nadie nos ve. Nuestra discapacidad es invisible y además tratamos de que no se nos note. Yo al principio me ponía roja, porque me daba vergüenza y no sabía pedir ayuda ni facilitarle a la gente que fuese solidaria conmigo. Ahora ya no digo “estoy sorda” (se reían pensando que bromeaba), sino “soy sorda”, y si no se lo creen, les enseño mis ciberoídos: me siento orgullosa de ser una mujer cyborg del siglo XXI.
Al principio pensé que tenía un tumor cerebral y me iba a morir, luego reuní valor y fui al médico, y cuando me dijeron el diagnóstico y la solución, la primera reacción fue sentirme fatal al saber que tenía una discapacidad seria, que es irreversible, que ya nunca más podré escuchar el sonido natural, sino electrónico, y que soy dependiente de mis aparatos y de mis pilas: sin ellas estoy perdida.
Luego lo pensé mejor y me sentí afortunada por tener acceso a la tecnología que me permite oír. Aquí, en Costa Rica, la sanidad pública te proporciona los audífonos, pero en el resto del mundo existen muchas personas sin medios para comprarse unos, están condenadas al aislamiento y a los peligros que conlleva no oír apenas, o no oír nada.
La otosclerosis es una enfermedad degenerativa de los huesecillos del oído. Se hereda, normalmente la sufrimos las mujeres y los embarazos te disparan la sordera por las hormonas. Es operable y hay gente que recupera el 90% de la audición, pero en mi caso el otorrino —un hombre que habla susurrando (sí, no es broma: el tío trabaja con personas sordas y habla bajito, tan tranquilamente)— me dijo que no me merece la pena operarme porque necesitaría audífonos igualmente.
Lo mío empezó con el embarazo: empecé a engordar y a dejar de oír a un ritmo vertiginoso. Gorda, y sorda; tardé tiempo en poder asimilar ambos términos para definir los cambios brutales en mi cuerpo y en mi identidad. Mi gente empezó a quejarse de los ¿qué?, esa muletilla que usamos las sordas para que nos repitan lo que han dicho. A la segunda me decían en tono de cabreo: “¡Pero qué sorda estás, Coral!”; y me lo repetían, pero con tono irritado: “Que-si-te-gusta-el-helado-co-ño;, que-cie-rres-la-puer-ta-jo-der”. Nadie repite dos veces con una sonrisa. Yo me sentía fatal, sobre todo si a la tercera tampoco me enteraba. Me faltaba asertividad y valentía para decir: “Oye, tengo una discapacidad, soy sorda, un poquito de paciencia, ¿no?”.
CON EL EMBARAZO, EMPECÉ A ENGORDAR Y A DEJAR DE OÍR A UN RITMO VERTIGINOSO. TARDÉ EN ASIMILAR LOS CAMBIOS EN MI CUERPO Y EN MI IDENTIDAD
Tuve que aguantar muchas broncas de mi gente —“Es que no me escuchas, no te interesa lo que te digo, no me haces ni caso”—. La cosa es peor en el espacio público, cuando vas a Hacienda, al hospital, a la embajada, a resolver papeleos. Los funcionarios te miran mal porque no les gusta repetir, se cabrean, se lo toman como algo personal, como si te estuvieras riendo de ellos en su cara. Al médico no voy nunca sola, siempre tiene que venir mi compañero a “traducirme” porque aquí en Costa Rica gritar es de maleducados, así que te repiten amablemente lo que te han dicho, pero no te elevan el tono ni el volumen. En general aquí la gente habla muy bajito, en especial las mujeres. En España es al revés: todo el mundo grita y se pasa mal a veces porque los ruidos fuertes te taladran el cerebro. Mi cerebro no distingue los sonidos lejanos de los cercanos, los sonidos importantes de los no importantes, porque no oigo con mis oídos. Los golpes me retumban y me duelen, todo me suena demasiado alto.
No puedo regular sola el audífono, se hace con un programa, así que no puedo decirle a mis ciberoídos: “Estoy en una fiesta con mucha gente, bájame el ruido de fondo”. Ni: “Estoy sola en la habitación, no necesito mucho volumen ahora”. Los audífonos de alta tecnología son así: puedes conectarte por bluetooth al teléfono, a la compu, a la tele, y ecualizar el sonido a tu gusto. Ya estoy ahorrando para poder comprarme unos.
Conforme aumentaba mi sordera, adopté tres estrategias: una es aprender a leer los labios, pero necesitas tener enfrente a la persona y que no se tape la boca con pañuelos, bufandas, cigarros, ni con la mano;. otra es intentar reconstruir el mensaje con las pocas palabras que entiendas. Suena divertido, pero es agotador, porque si te falta el verbo principal o el sujeto la adivinanza es una tortura. Y la tercera es hacer como que has entendido lo que te han dicho, sonriendo mucho. Lo único malo es que es fácil que te descubran cuando te hacen una pregunta y tú sólo sonríes, y te sientes fatal. Es de muy mala educación no pedir que te repitan cuando no has entendido algo.
También es de mala educación pedir que te repitan algo cuando la otra persona ya lleva un rato hablando. Si te sientes fatal, solo te quedan tres opciones: hacer un comentario que no suele tener nada que ver con lo que te están diciendo, cambiar de tema, o sonreír con cara de gilipollas sin comentar nada. Este es el motivo por el cual las sordas parecemos gente rara y tenemos salidas raras. Yo ahora sonrío mucho: prefiero que la gente se crea que estoy un poco loca, a que se crean que soy una antipática, una maleducada o una estirada.
Mientras llegaba la fecha de entrega de mis audífonos, siguieron los problemas, y la búsqueda de soluciones. La sordera me iba aislando cada vez más, a veces sin darme cuenta me quedaba en mi mundo y me costaba mucho salir de él. Para mí el silencio es delicioso, en él puedo perderme en mis pensamientos y seguir el hilo en el que está trabajando mi mente. Mi compañero se enfadaba y me decía que cuando no le respondía se sentía mal tratado. Que era desesperante hablar y no tener respuesta, que era como hablarle a una pared. O peor aún, a veces contestaba y me metía en una conversación con él, y de pronto la abandonaba y le dejaba ahí tirado.
Yo me disculpaba, pedía perdón, me sentía fatal, y se lo volvía a hacer una y otra vez. Así que se me ocurrieron dos cosas para que mi problema no fuese tan doloroso para ambos: le pedí que cuando me hablara, me tocara físicamente para aterrizar en la realidad y en la conversación; y, cuando empezamos una conversación, dejo de hacer lo que esté haciendo y me sitúo frente a él para hablar, sin hacer nada más. Antes podíamos charlar mientras uno cocinaba y el otro fregaba platos, pero desde que soy sorda, ya no.
Mi vida sexual y amorosa se vio afectada también, porque al principio no escuchaba a mi compañero decirme cosas cuando hacíamos el amor, hasta que le pedí que me hablara directamente al oído y descubrí que se siente rica la vibración. Con los audífonos ocurre a veces que, si me aprietas las orejas al besarme o al abrazarme, suena un ruido metálico, poco erótico para mi compañero, que dice que parece que está haciendo el amor con una ginoide. Mi bebé en cambio se parte de risa con su “mamá robot”.
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