"Construir conocimiento desde el género. Saldando una deuda histórica con la Academia".
Universidad de Carabobo, Valencia,
Venezuela, 2012.
"EL DESPRESTIGIO SOCIAL, SIMBÓLICO E HISTÓRICO DEL TRABAJO FEMENINO", Coral Herrera Gómez
El desprestigio social, simbólico e histórico del trabajo de las mujeres
Trabajar y trabajar: producción y reproducción femenina.
Las palabras castellanas trabajo
y trabajar, del castellano
antiguo trebejare (esfuerzo,
esforzarse), no derivan de la usual latina labor
(que da las castellanas labor y laborar), sino de una tortura de la antigua
Roma cuyo nombre era tripalĭum (tres
palos) y del verbo tripaliāre
(torturar o torturarse). El Trabajo es un elemento fundamental en la vida
humana porque es una actividad que ocupa gran parte de nuestro tiempo y absorbe
la mayor parte de nuestras energías; desde la Revolución Industrial empleamos
en él cada vez más tiempo y esfuerzo, que puede ser remunerado o no. En
cualquier caso, es ejercida por la gran mayoría de la población humana; pues
tan solo unos pocos seres humanos pueden
vivir y mantenerse sin ella.
En Occidente, hasta el siglo XIX, para las clases altas el trabajo era considerado una
actividad indigna llevada a cabo por campesinos, esclavos y gente
perteneciente a las clases socioeconómicas más bajas, pese a que eran ellos los que mantenían a las
clases privilegiadas y sostenían su vida basada en el lujo y el derroche.
Hoy en día, el trabajo es asalariado, pese a que existen grandes bolsas de humanos esclavizados en Asia, África, América Latina. Niños y niñas son forzados a trabajar a cambio de un sueldo mísero en fábricas textiles, minas, etc. A través del trabajo se fortalecen las diferencias socioeconómicas, pues los puestos más necesarios son los peor pagados; la entrega de tiempo y energía de su vida de cualquier persona que trabaja le impide tratar de mejorar sus condiciones de vida con trabajo autónomo. De este modo, factores como género, clase, etnia y edad, se convierten en elementos sustantivos de la desigualdad. El mercado de trabajo está dividido por estas categorías, pues la base de la estructura social está en la división del trabajo. Aquí nos vamos a centrar en el factor género para comprender cómo el reparto de roles ha contribuido a la desigualdad económica, social y simbólica de las mujeres con respecto a los hombres.
Hoy en día, el trabajo es asalariado, pese a que existen grandes bolsas de humanos esclavizados en Asia, África, América Latina. Niños y niñas son forzados a trabajar a cambio de un sueldo mísero en fábricas textiles, minas, etc. A través del trabajo se fortalecen las diferencias socioeconómicas, pues los puestos más necesarios son los peor pagados; la entrega de tiempo y energía de su vida de cualquier persona que trabaja le impide tratar de mejorar sus condiciones de vida con trabajo autónomo. De este modo, factores como género, clase, etnia y edad, se convierten en elementos sustantivos de la desigualdad. El mercado de trabajo está dividido por estas categorías, pues la base de la estructura social está en la división del trabajo. Aquí nos vamos a centrar en el factor género para comprender cómo el reparto de roles ha contribuido a la desigualdad económica, social y simbólica de las mujeres con respecto a los hombres.
EL TRABAJO
DOMÉSTICO Y LA SUBORDINACIÓN FEMENINA
El poder patriarcal logró la subordinación femenina recluyendo a las mujeres en el ámbito doméstico, marginándolas del ámbito público (el mundo de la política y la economía, que es el lugar desde donde se construye la sociedad y se ejerce el poder) y dividiendo el trabajo productivo y reproductivo en dos esferas diferenciadas. Una vez definidas las funciones “femeninas”, comenzó la campaña de depreciación simbólica de las tareas asignadas a las mujeres (actividades domésticas y de crianza).
Esta desvalorización de las tareas fundamentales para la supervivencia del grupo (adquirir alimentos, cocinar, limpiar ropa, suelos, muebles, inodoros, herramientas de cocina, animales domésticos, niños y niñas, etc) no fue inocente: sirvió para ensalzar los trabajos desempeñados por hombres, y sirvió para dividirnos en dos grupos diferenciados.
No sólo se desvalorizan las tareas domésticas y reproductivas, sino que además se propaga la idea de que la mujer nace con una aptitud magistral para las tareas domésticas, que lo natural es que disfrute con ellas o que las asuma como propias, del mismo modo que se cree también que las mujeres hemos nacido para dar vida. Parece que que lo natural es que deesemos ser madres y anteponer las necesidades de todos los miembros de la familia a las nuestras propias.
Esto supone que si las mujeres deseamos dedicarnos a "cosas de hombres" (política, empresas, ciencia, literatura, leyes, etc) somos anormales o poco femeninas. En la tradición machista, la esencia de la feminidad está en el hogar, no en los espacios públicos. El trabajo doméstico se considera una actividad poco agradable y repetitiva para un hombre. La mierda siempre la han limpiado las mujeres, y generalmente han asumido en solitario todas las tareas necesarias para el bien común.
Las cifras macroeconómicas no tienen en cuenta todo este trabajo invisible pero vital para la supervivencia humana. La función de las mujeres no tiene que ver solo con la nutrición, higiene, salud, educación: es también un asunto de afectos y cuidos que se asumen como "naturales". La capacidad de sacrificio femenina es elogiada en ocasiones, pero no se reconoce su valor económico, ni su coste emocional. La salud física, mental y emocional de las mujeres que se sacrifican abnegadamente por los demás es totalmente ignorada por la sociedad y las instituciones; pero vivir pendiente de las necesidades de los demás sin que nadie tenga en cuenta las suyas, ni siquiera ellas mismas, tiene consecuencias importantes en la calidad de vida de las mujeres.
Para la AFM (Asamblea Feminista de Madrid, 2006), lo que mejor define el trabajo doméstico es su finalidad: proveer de bienestar a los miembros de la familia y, por extensión, a la sociedad en su conjunto. En ese bienestar está incluido garantizar la alimentación, la higiene y la salud, y también preservar el equilibrio emocional de los miembros de la familia: cuidar de la socialización de los individuos desde su nacimiento, y de la armonía de sus relaciones y sus afectos.
Pierre Bourdieu (1998) señala
que una parte muy importante del trabajo
doméstico que incumbe a las mujeres sigue teniendo actualmente como fin
mantener la solidaridad y la integridad de la familia, conservar las relaciones
de parentesco y el capital social para organizar toda una serie de actividades
sociales, corrientes (como las comidas en las que se reúne la familia), o extraordinarias, (como las ceremonias y las
fiestas, aniversarios, etc.). Ellas son las que se encargan de los intercambios
de regalos, de visitas, de la correspondencia y de llamadas telefónicas importantes.
Dichas actividades sociales están destinadas a celebrar ritualmente los
vínculos de parentesco y a asegurar el mantenimiento de las relaciones sociales
y del resplandor de la familia.
Así, una ama de casa es también una mujer cocinera, enfermera, limpiadora, psicóloga, educadora, planchadora, modista, jardinera, etc pero no cobra por ello. La
crítica marxista y feminista a la exclusividad femenina del trabajo doméstico
comenzó con Marx y Engels,
los primeros teóricos que plantearon que el proceso de
reproducción está íntimamente ligado a la producción. Ambos
proclamaron que no existe una esfera reproductiva separada de una esfera
productiva, precisamente porque la producción depende de la renovación de la mano de obra activa. Engels
señaló que la opresión de las mujeres estaba ligada a la infravaloración de la esfera
reproductiva (familia/domesticidad), cuando en realidad debería considerarse a las
mujeres como elementos clave de la producción, ya que son las encargadas de
traer al mundo nuevos trabajadores, que a su vez serán criados y educados para ser
explotados en el mundo laboral.
Además de la maternidad, el trabajo reproductivo está basado en el cuidado no sólo de niños y niñas, sino también en el cuidado de enfermos/as,
ancianos/as y personas dependientes por discapacidad psíquica o física. En
nuestro mundo patriarcal, la sociedad entiende que somos nosotras las que
tenemos que asumir en solitario toda la carga para que los demás miembros de la
familia puedan seguir su vida como si no pasara nada. La sociedad no tiene en
cuenta los costos que supone tener a una mujer encerrada en el ámbito doméstico
atendiendo las 24 horas al familiar necesitado.
Se piensa que esta abnegación y este sacrificio son “naturales” y que una mujer no necesita tener ni espacio, ni tiempo para sí misma. Los gobiernos patriarcales no dedican apenas presupuesto para la asistencia de las mujeres que cuidan a otras personas, por ello no invierte en guarderías, residencias de ancianos, centros de día para personas dependientes, ayudas a domicilio, etc. De modo que somos nosotras las que estamos cargando, en casi todo el planeta, con una labor social esencial para nuestra sociedad.
Se piensa que esta abnegación y este sacrificio son “naturales” y que una mujer no necesita tener ni espacio, ni tiempo para sí misma. Los gobiernos patriarcales no dedican apenas presupuesto para la asistencia de las mujeres que cuidan a otras personas, por ello no invierte en guarderías, residencias de ancianos, centros de día para personas dependientes, ayudas a domicilio, etc. De modo que somos nosotras las que estamos cargando, en casi todo el planeta, con una labor social esencial para nuestra sociedad.
LOS
ROLES DE GÉNERO EN LA PREHISTORIA
A continuación queremos hacer un breve repaso a los cambios que han experimentado
las Teorías antropológicas gracias a la transversalidad de la teoría de género,
que ha modificado la visión patriarcal que sostenía como ancestral y “natural” la
división de roles de género desde la Prehistoria, y su consecuencia “lógica”: la
subordinación femenina como un fenómeno universal y eterno.
Las teorías feministas denunciaron que los estudios antropológicos tradicionales se
basaban en la caza como actividad básica para la supervivencia humana y para el
desarrollo de la inteligencia, la comunicación, el bipedismo y el arte humano. Además, se consideraba una actividad
propia de los varones, gracias a la cual "nos desarrollamos como especie".
En la actualidad, sin embargo, la mayoría de los antropólogos y antropólogas considera
que la caza no fue el único ni el principal motor de la evolución humana. En principio, no existen razones para pensar que las mujeres no
colaboraron en la caza en las primeras sociedades prehistóricas.
De hecho, existen diferentes manifestaciones plásticas de muchos lugares distintos que confirman que las mujeres cazaban en la Prehistoria; algunos ejemplos puestos por Martín Casares son las pinturas de "escenas de caza" prehistóricas: cazadoras capsienses de África del sur de Damaraland y de Bramberg / Brandbers pintadas hace más de 6.000 años, o las de la costa levantina española, datadas alrededor del año 5000 a.d.C.
También la participación de las mujeres en la caza menor está documentada etnográficamente en diversas sociedades de cazadores-recolectores, como los agta-negrito de Filipinas (Estioko-Griffin, 1986).
De hecho, existen diferentes manifestaciones plásticas de muchos lugares distintos que confirman que las mujeres cazaban en la Prehistoria; algunos ejemplos puestos por Martín Casares son las pinturas de "escenas de caza" prehistóricas: cazadoras capsienses de África del sur de Damaraland y de Bramberg / Brandbers pintadas hace más de 6.000 años, o las de la costa levantina española, datadas alrededor del año 5000 a.d.C.
También la participación de las mujeres en la caza menor está documentada etnográficamente en diversas sociedades de cazadores-recolectores, como los agta-negrito de Filipinas (Estioko-Griffin, 1986).
En 1977, Linton expresó su desacuerdo con el modelo del hombre cazador-proveedor insistiendo en que existen pocos datos y muchas especulaciones en el estudio de la evolución humana respecto a las teorías del papel de la caza como actividad exclusivamente masculina y creadora de la cultura: “Es sesgado, y totalmente irracional, creer en un primer o rápido desarrollo de un modelo en el cual un macho es responsable de “sus” hembras e hijos”.
Para Linton, la relación entre la madre y sus hijos e hijas era la célula social más importante. Pensaba que, siendo la recolección la base de la alimentación de los primates, la alimentación vegetariana tuvo que preceder a la caza.
Lichardus, por su parte, afirma que los más arcaicos grupos humanos
se alimentaban de manera muy variada y no eran tan dependientes de la carne:
"... la alimentación cárnica no pudo desempeñar un papel tan importante
como a veces se pretende." (Lichardus, 1987). Los hombres cazan y a veces
vuelven con carne de animales grandes; éste es un alimento muy apreciado, pero
“no constituye más que una tercera parte del total del consumo de
calorías." (Nathan, 1987). Además se ha demostrado que la dentición de los
homínidos ancestrales -como la nuestra- es más apropiada para moler y no para
punzar, desgarrar o mascar carne (Harris, 1979). Citados en Martín-Cano Abreu, F. B. (2001).
También Martin y Voorhies (1975) creen que el porcentaje mayor de la
dieta en las sociedades prehistóricas procedía de la recolección, como ocurre
en las sociedades contemporáneas de cazadores-recolectores. Los datos
etnográficos han revelado que los trabajos de recolección de las sociedades
prehistóricas actuales los realizan fundamentalmente las mujeres, por lo que su
trabajo resulta básico para la supervivencia del grupo. Además, muchos autores
defienden que la recolección es una actividad cotidiana, mucho más regular y
segura que la caza, “que es impredecible y esporádica” (Comas, 1995).
Para los científicos y científicas que exploran en el área de los
estudios evolutivos sobre el desarrollo del género Homo y la especie sapiens,
es indudable que la característica que nos hace humanos es nuestro cerebro: una
poderosa estructura de gran complejidad y de un tamaño desmesurado en
proporción al cuerpo que lo sustenta. Los más recientes avances de la Ciencia
sugieren que todos los grandes hitos evolutivos, los cambios cruciales que
permitieron ese salto gigantesco desde un cerebro de 400 centímetros cúbicos
hasta otro de 1.300 centímetros cúbicos, con todo lo positivo y lo negativo que
esto conlleva, tuvieron lugar sobre el organismo de la hembra de la especie, y
sobre todo, en relación con la evolución de su cadera, pues el aumento del
volumen cerebral se acompañó del aumento del cráneo que lo alberga, y del
ensanchamiento del canal del parto:
Según José Luis Campillo Álvarez (2005), “de nada hubieran servido
las prodigiosas contribuciones morfológicas, neuroendocrinas y metabólicas que
lograron construir a lo largo de millones de años de evolución nuestro gran
cerebro si, paralelamente, no hubiera evolucionado una cadera capaz de parir el
enorme cráneo que lo contiene”.
Un ser con un cerebro a medio desarrollar tarda tiempo en ser
autónomo y valerse por sí mismo, por lo tanto necesita unos cuidados especiales
y una atención constante durante varios años. Esto provocó que todas nuestras
fases vitales, incluidas la infancia y la juventud, fueran más largas en
nuestra especie que en el resto de primates.
Nuestros niños y niñas permanecen infantiles durante más tiempo que sus “primos peludos”, por eso las madres y padres humanos deben emplear mucho tiempo y gastar gran cantidad de energía en sacar adelante a sus crías.
Nuestros niños y niñas permanecen infantiles durante más tiempo que sus “primos peludos”, por eso las madres y padres humanos deben emplear mucho tiempo y gastar gran cantidad de energía en sacar adelante a sus crías.
La evolución humana supuso periodos más largos de embarazo, mayores
dificultades en el parto y la dilatación del periodo de dependencia de los niños y las niñas. Estos cambios
requirieron mayor capacidad de organización social y comunicación, lo que
influyó en la evolución del tamaño del cerebro y en el surgimiento del
lenguaje. Se cree que su origen pudo deberse a la necesidad de comunicar la
localización e identificación de zonas productoras de plantas, bayas y frutos
comestibles, así como las variedades de cada temporada.
Además, los estudios antropológicos con perspectiva de género han
entendido que los primeros instrumentos utilizados por los humanos no tendrían
por qué haber sido armas para la caza sino recipientes para la recolección y
almacenamiento de alimento, y útiles para cuidar y transportar a las crías, lo
cual habría facilitado la eficacia de la recolección y acumulación de víveres.
En el plano sexual, también se ha desmitificado la supuesta
dominación brutal de los varones; tanto Linton como Slocum (1975), observaron
que la hembra inicia las relaciones sexuales en la mayoría de los grupos de
primates. Ambas antropólogas defienden que se ha exagerado la competencia por
las hembras y que en realidad, ellas son las que deciden con quién se
emparejan.
Por su parte, Francisca Martin-Cano Abreu (2001), defiende la idea de que tanto en las familias paleolíticas como en las neolíticas la mujer gozaba de un gran poder social y económico, dado que era la que aportaba los dos tercios de las calorías necesarias para la supervivencia del grupo. Tenía autonomía para moverse e ir a cazar o recolectar, y su doble aportación económica y reproductiva le permitía tener poder político y religioso.
Gracias a estos nuevos aportes de la antropología, hoy es fácil suponer que las mujeres prehistóricas no dependían de su pareja, dado que la estructura social en la que vivían era el clan, en el que niños y niñas eran criados por la comunidad en conjunto. Eran muchos los ojos que custodiaban y ayudaban a la supervivencia de los seres más vulnerables del clan, y es fácil suponer que las mujeres gozaban de libertad de movimientos porque su lugar no era la cueva en la que esperaba al "marido"; esta imagen es un estereotipo que corresponde a una visión totalmente sesgada y androcéntrica.
Los descubrimientos realizados por Goodall, Galdikas, Fossey, Strum, Thompson-Handler en diferentes especies, señalan, en contra de las creencias estereotipadas, que las hembras tienen un importante papel en las sociedades y que participan de la caza en grupo (técnica tradicional compartida por los primeros humanos). Además, son las hembras madres las que enseñan a sus descendientes con su ejemplo: el conocimiento necesario para la supervivencia y qué comida comer, cómo recoger los alimentos adecuados y el arte de la caza.
Por su parte, Francisca Martin-Cano Abreu (2001), defiende la idea de que tanto en las familias paleolíticas como en las neolíticas la mujer gozaba de un gran poder social y económico, dado que era la que aportaba los dos tercios de las calorías necesarias para la supervivencia del grupo. Tenía autonomía para moverse e ir a cazar o recolectar, y su doble aportación económica y reproductiva le permitía tener poder político y religioso.
Gracias a estos nuevos aportes de la antropología, hoy es fácil suponer que las mujeres prehistóricas no dependían de su pareja, dado que la estructura social en la que vivían era el clan, en el que niños y niñas eran criados por la comunidad en conjunto. Eran muchos los ojos que custodiaban y ayudaban a la supervivencia de los seres más vulnerables del clan, y es fácil suponer que las mujeres gozaban de libertad de movimientos porque su lugar no era la cueva en la que esperaba al "marido"; esta imagen es un estereotipo que corresponde a una visión totalmente sesgada y androcéntrica.
Los descubrimientos realizados por Goodall, Galdikas, Fossey, Strum, Thompson-Handler en diferentes especies, señalan, en contra de las creencias estereotipadas, que las hembras tienen un importante papel en las sociedades y que participan de la caza en grupo (técnica tradicional compartida por los primeros humanos). Además, son las hembras madres las que enseñan a sus descendientes con su ejemplo: el conocimiento necesario para la supervivencia y qué comida comer, cómo recoger los alimentos adecuados y el arte de la caza.
EL TRABAJO
FEMENINO EN LA SOCIEDAD PREMODERNA Y MODERNA
En las sociedades preindustriales, todos los miembros de la
familia se dedicaban a tareas productivas, aunque se diferencien en función de la
edad y del sexo. Tanto en la ciudad como en el campo, las mujeres trabajan, ya sea en el hogar paterno o fuera de él, como criadas, mozas de
granja o aprendizas. En el campo las mujeres casadas se ocupan de los animales,
siembran, siegan, conducen la yunta, recogen las cosechas y venden los
productos en el mercado o las ferias. En la ciudad, las esposas de los
artesanos ayudan a sus maridos en la preparación y acabado de los productos,
realizan las transacciones, llevan las cuentas.
En el siglo XIX se dan dos grandes cambios en torno a la mujer y la esfera productiva. Por un lado, el proceso de industrialización favorece la extensión del trabajo femenino remunerado; para un número creciente de mujeres, trabajar se convierte en sinónimo de ganar un salario, sea como obrera o como criada. Para las de clase media o alta, el trabajo de las mujeres se caracterizaba por su temporalidad: si se casaban con un hombre medianamente rico, en cuanto tenían hijos abandonaban el trabajo a tiempo completo (en el caso de la clase obrera los chiquillos se criaban solos y comenzaban muy pronto a trabajar en las fábricas).
Por otro lado, para las clases medias, el trabajo de la mujer casada
siempre ha tenido un rasgo subalterno,
puesto que se considera una actividad complementaria que no debe poner en
peligro el papel fundamental de esposa y madre. Es en ésta época cuando surge y
se impone el modelo normativo de la mujer
de interior, principalmente en los países europeos con clases medias.
Alrededor de 1851, el ideal se halla ya tan extendido en Inglaterra que el
censo general menciona la nueva categoría de
“mujer de su casa”. En Francia, el estereotipo del ángel del hogar se forja en la segunda mitad del siglo a
través de las novelas, las obras pictóricas, los libros de consejos, y otras
publicaciones sobre la familia y la mujer.
En EEUU, en el período de entreguerras, también se puso de moda la mujer de interior, marcada no tanto por el espíritu de entrega como por la seducción, la felicidad consumativa. Esta imagen fue exportada principalmente por la televisión: el aspirador, la lavadora., la cocina de gas, el frigorífico, los alimentos en conserva… son presentados por la publicidad como instrumentos de liberación para la mujer, mientras se publicitaban los productos cosméticos como medios capaces de conservar la juventud y asegurar la fidelidad masculina y la vida en pareja.
Esta invención moderna va acompañada de un proceso excepcional de
idealización y de valoración social de la función de madre: Rousseau, y luego
Pestalozzi, exaltan en sus obras el papel irremplazable del amor maternal en la
educación de los hijos. Sin embargo, en los años 60 del siglo XX, el libro de Betty Friedan Mística de la feminidad, que vendió un
millón y medio de ejemplares, produce el efecto de un shock cultural al poner de relieve el malestar indefinible del ama
de casa de los extensos suburbios americanos, su aislamiento y sus angustias,
el vacío de su existencia, su ausencia de identidad. El ideal de princesa del hogar ya no provoca unanimidad: en la prensa se multiplican los
artículos que evocan la insatisfacción de la mujer de interior, sus
frustraciones, la monotonía de su vida. Con el tiempo, la opinión pública
evoluciona masivamente hacia la aceptación del trabajo profesional de la mujer.
Los feminismos denuncian que el trabajo doméstico está devaluado
porque no es convertible en dinero y se lleva a cabo en solitario, dentro del
recinto del hogar; socialmente sólo tienen prestigio aquellos trabajos visibles
y remunerados. Por ello exigen que el trabajo doméstico y la maternidad se
reconozcan como trabajos de pleno derecho y como tales, se retribuyan.
Desde el siglo XX, las mujeres hemos pasado de ser consideradas “improductivas” a ser las más “productivas”, si tenemos en cuenta que, sumando todo el tiempo de trabajo, las mujeres trabajamos más horas al día que los hombres en la mayoría de las sociedades. Según Manuel Castells (1999) las mujeres en todos los países trabajan un número de horas superior si añadimos las tareas domésticas a las tareas remuneradas, y suelen aportar más ingresos a la familia que sus parientes del sexo contrario. A pesar de que las mujeres representan más del 50% de la población mundial, aportan una tercera parte de la fuerza laboral oficial y cumplen con dos tercios de todas las horas de trabajo, poseen menos del 1% de las propiedades del mundo y reciben sólo una décima parte de los ingresos mundiales.
En España, las tareas del hogar, que realizan mayoritariamente las mujeres, aportan al país una riqueza equivalente al 27,4% del producto interior bruto (PIB), según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), que cifra en 214.889 millones de euros el valor añadido que esas actividades aportan al país. Según los estudios llevados a cabo, del total de horas de trabajo realizadas por la población adulta a lo largo del año, dos tercios corresponden a trabajo no monetarizado y sólo un tercio a trabajo remunerado.
Es decir, la economía española es como un iceberg, porque flota gracias a esos dos tercios del esfuerzo social que permanecen invisibles. (Durán, 1999).
Del trabajo no remunerado, el 80% corresponde a trabajo doméstico. Estas conclusiones, según la AMF, nos muestran que ese trabajo ignorado y no valorado, que aparece socialmente como un asunto privado y familiar, es un soporte fundamental del sistema económico.
EL TRABAJO
FEMENINO EN LA ACTUALIDAD
Hoy en día la mujer occidental
ha logrado reincorporarse al mundo laboral y obtener unas condiciones dignas de
trabajo, pero se ha encontrado con la paradoja de tener que hacer doble
jornada, por lo que el modelo ideal de la feminidad actual es el de la súper woman. La súper mujer posmoderna,
además de dedicar ocho horas o más de trabajo al día, trabaja de media, otras
cuatro o cinco en casa. Es una mujer que cumple a la perfección con todos sus
roles sociales: es buena esposa, buena madre, y tiene una red social y familiar
de gran importancia. La súper mujer
occidental no sólo encuentra tiempo para cuidar de los demás y contribuir a la
producción nacional, sino que además ha de tratar de encontrar tiempo para sí
misma, para cuidar y mantener en forma su cuerpo y su belleza, para cultivarse
y desarrollar sus hobbies, para dedicarle tiempo a su pareja y a sí misma, para
estar siempre estupenda.
Sin embargo, las mujeres de
carne y hueso que tratan de seguir este ideal poseen un problema común: el tremendo cansancio que las invade, la dificultad para compaginar profesión, pareja, familia y vida social.
Por ello reclaman paridad en las tareas del hogar a sus compañeros, que en general gozan de más tiempo libre para dedicarse a sus amistades y pasatiempos que sus compañeras. Las tareas domésticas se han convertido en un campo de batalla en la posmodernidad porque en ellas confluyen todos los privilegios que los hombres han tenido desde siempre, y que parece que les cuesta perder.
Por ello reclaman paridad en las tareas del hogar a sus compañeros, que en general gozan de más tiempo libre para dedicarse a sus amistades y pasatiempos que sus compañeras. Las tareas domésticas se han convertido en un campo de batalla en la posmodernidad porque en ellas confluyen todos los privilegios que los hombres han tenido desde siempre, y que parece que les cuesta perder.
Las mujeres seguimos cobrando menos salario que los hombres en puestos de igual categoría, y seguimos teniendo dificultades para conciliar maternidad y vida personal con la vida laboral. Tenemos ante nosotras un techo de cristal, una barrera invisible, pero demostrada estadísticamente, que nos impide acceder a los puestos de mayor responsabilidad en el ámbito académico, la política y, sobre todo, la empresa privada.
Con respecto a este techo, las investigaciones demuestran que muchas
veces somos nosotras mismas las que rehuimos puestos de responsabilidad. Las
causas son muy variadas: no saber si se va a ser capaz, no querer ocupar un
puesto de mayor rango que el de su marido, miedo a ser juzgada por su condición femenina de
manera mucho más dura y parcializada, evitación de puestos de autoridad (las
mujeres prefieren puestos de coordinación y trabajo en equipo, según Helen
Fisher, 2000), y otras muchas simplemente porque sienten que
se las necesita en casa.
También está el síndrome de tener-otro-hijo,
un modo socialmente aprobado de conseguir quedarse en casa (Dowling, 2003).
Según Ruth Moulton, incluso mujeres de gran talento procuran quedarse
embarazadas para evitar la angustia que les causa su floreciente carrera.
Las principales características del trabajo productivo femenino en la
posmodernidad son:
-
El trabajo femenino ya no se contempla como un mal menor, sino como
una exigencia individual e identitaria, una condición para realizarse en la
existencia, un medio de autoafirmación. Numerosos estudios ponen de manifiesto,
según Lipovetsky (1999), que el compromiso femenino con el trabajo
corresponde en la actualidad al deseo de escapar de la reclusión que supone la
vida doméstica, y de modo correlativo, a una voluntad de apertura a la vida
social. A lo cual cabe añadir la negativa a depender del marido, la
reivindicación de una autonomía en el seno de la pareja y la construcción de
una “seguridad” para el futuro.
-
Las mujeres ya no dejan sus estudios ni su profesión para casarse (al
menos no lo hacen mayoritariamente). El matrimonio y los nacimientos
interrumpen cada vez en menor grado la vida profesional femenina, al menos
hasta el tercer hijo. A pesar de ello, la baja laboral paternal no es
obligatoria ni todos los hombres están dispuestos a pedirla, de modo que las
cargas familiares siguen siendo tarea femenina; son ellas las que piden más
días libres para cuidar a sus hijos e hijas, y a familiares enfermos o ancianos.
-
Las profundas transformaciones de amplios sectores de la actividad
económica han favorecido asimismo el trabajo femenino. En particular, la
expansión del sector terciario ha creado formas de trabajo más adaptadas a las
mujeres, debido a que les plantea exigencias físicas no tan fuertes. El auge de
los trabajos de oficina y de comercio, del ámbito de la salud y la educación ha
multiplicado la oferta de empleo femenino; cuanto más se ha desarrollado el
sector terciario, más han abundado las mujeres en tales puestos.
-
Las mujeres se hallan concentradas en un abanico de profesiones más
restringido que los hombres y ocupan, en mayor proporción que los hombres,
puestos menos cualificados; a igual calificación, la divergencia de salarios
medios entre los sexos sigue siendo escandalosa. La asunción mayoritaria de
responsabilidades familiares por parte de las mujeres provoca reducción de
jornada, excedencias, etc. que conllevan la reducción de salario.
-
El número de mujeres que empiezan a trabajar como autónomas aumenta
cada vez más; de los 16 millones de norteamericanos que trabajaban para sí
mismos en 1994, la mayoría eran mujeres según Helen Fisher (2000), que además aporta otros datos: en 1996, la National Foundation for Women Business
Owners informaba de que las empresas de mujeres eran un tercio de todas las
compañías de Estados Unidos. Los negocios de propiedad femenina tienen una tasa
de éxito del 80% en sus dos primeros años, cifra muy superior a la media
nacional estadounidense, de un 50%. (Helen Fisher, 2000).
- Continúa sólido el techo de cristal que sufren las mujeres
a la hora de acceder a altos cargos: en
Europa, pese a tener más nivel de estudios (el 52% de los titulados
universitarios son mujeres), sólo el 31,7% ocupan puestos directivos
(escasean las catedráticas, decanas, vicerrectoras, rectoras…).
LAS
CONSECUENCIAS DE LA DIFERENCIACIÓN SEXUAL DEL TRABAJO
El problema de la diferenciación sexual del trabajo es que hace que los hombres y las mujeres dependan “unos” de las “otras”, y las “otras” de los “unos”; estas relaciones de dependencia se dan en el momento en que un hombre necesita a la mujer para la supervivencia y la vida diaria, y viceversa.
En países como Afganistán, cuando los hombres mueren las viudas se ven obligadas a la pura y dura mendicidad, o a las redes familiares de apoyo si las tienen, pues les está prohibido trabajar asalariadamente. En la mayor parte del mundo, cuando las mujeres desaparecen de la vida cotidiana de los hombres (por enfermedad, muerte o divorcio), los hombres se derrumban porque desconocen toda la magia doméstica que las madres patriarcales transmiten a sus hijas pero no a sus hijos. Probablemente no sólo a causa de la infravalorización de estas tareas a nivel simbólico, sino también porque de algún modo ese conocimiento sobre multitud de tareas cotidianas han sido algo que ha otorgado poder a las mujeres sobre los hombres.
Las madres patriarcales han criado hombres que no pueden ser
autónomos a no ser que sean ricos y puedan pagar criadas; han educado hombres
dependientes en los aspectos más básicos de la vida (nutrición, higiene,
educación, apoyo psicológico y afectivo, limpieza, etc.) que necesitan
obligatoriamente a las mujeres para el día a día. A la hora de enviudar o separarse, el hecho de que los hombres
tradicionales no sepan alimentarse adecuadamente, ni tengan los mínimos
conocimientos culinarios, las mínimas nociones de higiene y limpieza, de
remedios contra malestares y dolores, administración de los recursos y
mantenimiento del orden, les han convertido en seres dependientes,
especialmente cuando llega el momento de la jubilación.
Como las amas de casa no se jubilan, sino que siguen toda la vida trabajando, no pierden su rol ni su posición como personas necesarias. En cambio, los hombres pierden su papel como principales sustentadores de la economía familiar, y, por tanto, pierden su rol principal y su identidad. Muchos hombres, al envejecer, sufren fuertes crisis de virilidad porque pierden progresivamente su rol, su fuerza física, su potencia sexual, su autoridad y su función social.
Por eso el mayor reto en la actualidad consiste en lograr que la sociedad valore positivamente el trabajo doméstico, que aumente su prestigio e importancia para el funcionamiento de la sociedad, que sea reconocido en las cifras macroeconómicas, que remuneren todas las actividades domésticas como trabajo.
Los logros son muchos en este ámbito: por ejemplo, hoy en día los hombres se involucran activamente en las tareas del hogar y de crianza de niños y niñas. Algunos solo "ayudan" y otros en cambio asumen su responsabilidad en el funcionamiento del hogar y en los espacios de convivencia, pero creo que el cambio es muy significativo, y que estamos aprendiendo a repartir las tareas del hogar con todos los miembros de la familia o de la gente con la que convivimos (pisos de estudiantes, campamentos de refugiados, casas compartidas, comunidades alternativas…).
Los gobiernos, en este sentido, han de contribuir a esta conciliación a través de leyes e instituciones que permitan a las mujeres desarrollar su carrera profesional sin tener que sacrificar su independencia económica por el “bien de la familia”: guarderías, permisos de paternidad, residencias para discapacitados y ancianos, ayudas a domicilio, ayudas económicas, etc.
Porque todos los avances sociales que ignoren la doble jornada femenina no lograrán crear una sociedad más desarrollada, ni más feliz: la batalla en torno a las tareas domésticas es hoy, en la sociedad occidental, uno de los mayores factores de conflicto, y es también uno de los motivos esenciales que desencadenan las rupturas conyugales y familiares.
Es fundamental entender que el sacrificio y la sumisión de las mujeres, y su papel de "criadas", perpetúa un sistema injusto y desigual que impide el bienestar y la armonía social; por ello es necesario, también, un sistema laboral más humano, flexible y equitativo que permita conciliar trabajo y vida personal y familiar, no sólo a mujeres, sino también a hombres. Con la igualdad salimos ganando todos y todas.
BIBLIOGRAFÍA
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ARTÍCULOS REVISTAS
1) AFM (Asamblea Feminista de Madrid): “¿Qué hacemos con
el trabajo doméstico?”. Ciudad de Mujeres, 2006. http://www.ciudaddemujeres.com/articulos/auteur.php3?id_auteur=28
2)
Martín-Cano Abreu, Francisca B. (2001): “Falsas ideas sobre los
papeles sexuales en la Prehistoria”. Revista SEIAAL, Antropología y Arqueología latinoamericana http://es.geocities.com/culturaarcaica/papeles.sexuales.html
3)
Téllez Infantes, Anastasia: “Trabajo y
representaciones ideológicas de género.
Propuesta para un posicionamiento
analítico desde la antropología cultural”.
Gazeta de Antropología, nº 17, 2001. http://www.ugr.es/~pwlac/
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