Antes de que empiece el evento, me subo al escenario para recorrer con la mirada el auditorio vacío. Dejo en el suelo mi caja de herramientas, respiro hondo varias veces, me envuelve el silencio, y visualizo a la gente que está saliendo de sus casas para venir a verme. Veo a las mujeres caminando, o llegando en coche, bus, metro, tren o avión para venir. Están llegando solas o acompañadas de sus madres, amigas, vecinas, alguna viene con su pareja. Es una gran responsabilidad que alguien te regale dos horas de su vida, y ese sentimiento a veces da vértigo.
El corazón comienza a latir fuerte, y paso unos minutos preparándome para el momento en que se abran las puertas, el espacio se llene de vida y comience la función.
Me digo a mi misma más o menos siempre lo mismo: “Hazlo con amor y procura divertirte. No importa si vienen cien o vienen mil mujeres. Lo que importa es que se vayan de aquí con aprendizajes y con herramientas”
Me acuerdo de lo que nos decía mi director del grupo de teatro, Sergio Peris Mencheta, cuando teníamos estreno y nos invadía el miedo y los nervios: “No vais a operar a nadie a corazón abierto: el único riesgo que estáis corriendo es que la gente se aburra, nada más. Si vosotros disfrutáis en el escenario y jugáis a qué es verdad, el público también disfrutará. No se trata de ti, ni de tu ego, ni de lo que vas a recibir del público, sino de lo que vas a ofrecer tú”
Sergio me enseñó a ser humilde y generosa en el escenario, y a darle amor al público: es la única receta para controlar al ego, pensar en lo que vas a dar, no en los aplausos que desearías recibir.
Cuando el público entra y me presentan, les miro a los ojos con agradecimiento, y mi cerebro comienza a pensar en cómo voy a hablar: no es lo mismo hablarle a gente adulta que a un público adolescente, no es lo mismo estar frente a un grupo de mujeres feministas que conoce tu obra, que hablar para un público que no te conoce. No es lo mismo estar en un auditorio de la Universidad que en una salita pequeña de un centro cultural de un pueblo de mil habitantes. No es lo mismo el rural que la ciudad, ni los espacios institucionales que los espacios sociales y autogestionados. Hablo diferente si estoy en una sala con 30 personas a si estoy en una con 300.
Así que antes de empezar miro al público con amor y trato de conectar con la gente, mientras mi corazón bombea con fuerza. Siempre salto al vacío, no llevo guión ni presentación de diapositivas, y una vez que empiezo a hablar de utopías, de amor, de sexo, de otras formas de relacionarnos, de querernos y organizarnos, ya solo disfruto. Abro puertas a la esperanza, voy sacando y mostrando mis herramientas, les hago reír, les transmito mis conocimientos, les cuento experiencias personales, derribo estereotipos y prejuicios, desmonto todos los mitos, pinto de colores el futuro, y cuando termino y estallan los aplausos me siento muy feliz porque les veo felices, y porque llega el momento que más me gusta: cuando empieza el turno de comentarios y preguntas. Después más aplausos, y por último, firma de autógrafos, fotos, besos y abrazos con mis lectoras y lectores, el momento en que caen las pantallas y nos sentimos más cerca que nunca.
Vuelvo al hotel siempre llena de oxitocina y a pesar del cansancio me cuesta dormir, no hay droga más rica que la del amor del bueno. Me dura varios días en el cuerpo, y me siento tan afortunada de tener un público tan amoroso y con tantas ganas de aprender, no se imaginan el agradecimiento que siento al darme cuenta de que aunque trabajo sola frente a un ordenador, en realidad no estoy sola, estoy rodeada de gente que me acompaña.
Me hace muy feliz saber que mi trabajo os ayuda.
Gracias por leerme, por venir a verme, por dedicarme vuestro escaso tiempo libre, gracias por difundir y compartir mi trabajo, gracias por contratarme y por invitarme, a todas,
gracias de corazón. ❤️
Coral Herrera Gómez