La dopamina es una de las drogas más potentes que usa el poder para controlarnos. Todos tenemos un dispositivo personalizado para obtener chutes de dopamina, que se genera en nuestro cerebro cada vez que nos dan un like o ganamos un nuevo seguidor, o cuando recibimos piropos, halagos y demostraciones de cariño. Es un subidón de placer maravilloso que nos proporciona sensaciones momentáneas de “felicidad”.
Sin embargo, los niveles de dopamina se multiplican por cien cuando nos metemos en una de las múltiples guerras que se libran en redes sociales cada día. Cada vez que dejamos un comentario cargado de desprecio o de odio en el muro de alguien, nuestro cerebro obtiene su anhelada recompensa. Cada zasca que metemos a nuestros enemigos y enemigas genera un chute doble, cada insulto, burla cruel, o amenaza que escribimos nos va generando más y más placer.
Y por extraño que te parezca, también te dan subidones cuando recibes tú los zascas y los insultos.
Los algoritmos lo saben y le dan más visibilidad a las publicaciones donde la gente empieza a elevar el tono, a hacer críticas destructivas, a discutir y a gritar. Enseguida se viralizan para que vayamos todos y todas como moscas a la miel.
La dopamina alimenta nuestro ego, por eso nos encanta opinar de todos los temas aunque no tengamos ni idea. Escribimos sentencias contundentes, sentando cátedra como si fuéramos expertos o expertas. Si la persona a la que estás desafiando tiene relevancia política, social, cultural o es una influencer, más placer sientes repartiendo hostias en su muro. El ego necesita ejercer su poder y demostrar su superioridad.
Más y más dopamina: los poderosos quieren que nos peleemos entre nosotros para que no salgamos a las calles a quemarlo todo. Por eso los medios generan polémicas para que los jóvenes odien a los pensionistas, los nacionales a los inmigrantes, los hombres a las mujeres, los de clase media a los más humildes. Porque así estamos entretenidos agrediendonos entre nosotros y se nos olvida que son ellos los que pagan bajos salarios, los que nos roban nuestro tiempo y energía, y los que se llevan el dinero que ponemos entre todos y todas cada año a través de nuestros impuestos cada año.
Yo he sentido ese enganche de la dopamina, sobre todo cuando nacieron las redes sociales. Y la siento cada día. Y lucho para que no me invadan la vida.
Desde que empecé a sufrir la violencia en redes, empecé a desear la vida que lleva la gente que no se expone públicamente y la gente que no está enganchada a sus pantallas. Exponerse es una esclavitud porque a la vez que recibes toneladas de amor, también recibes toneladas de odio.
En Internet el odio genera más “engagement” que el amor, porque mientras la dopamina del amor eleva los niveles de oxitocina y serotonina (que nos dan paz y bienestar), la dopamina del odio nos genera adrenalina (nos altera todo el sistema nervioso y también nos genera placer).
Por eso las redes sociales son gratis, y por eso los algoritmos necesitan voluntarios y voluntarias que se expongan públicamente para ser el blanco contra el que la gente estalle su malestar. Les ofrecen visibilidad, dopamina gratis y la posibilidad de ganar dinero a cambio de generar polémicas para que la gente vaya a la guerra. Los linchamientos públicos apenas duran unos días, pero el público va a encontrar siempre guerras en las que puede opinar y dejar toda la basura que llevan dentro.
Nuestras vidas son muy rutinarias y aburridas. Sentimos un gran vacío y necesitamos emociones intensas que nos hagan sentir vivos. La dopamina dura poco y el ego necesita sentirse poderoso e importante, por eso la mezcla de ambos (dopamina y ego) es una bomba.
Si estamos aburridos o aburridas, acudimos a las redes sociales en busca de esos chutes de dopamina y adrenalina. La gente disfruta tanto sufriendo y ejerciendo violencia en redes sociales: unos lo hacen de vez en cuando (en determinados temas que les tocan la fibra sensible), otros lo hacen a diario.
Hacer daño y sufrir genera mucho placer, pero no es gratis. Nuestra salud mental se deteriora con estos niveles de violencia, y ya hay gente que se ha dado cuenta de cómo están usando las élites las redes sociales para mantenernos en guerra entre nosotros,m. Muchos se están alejando de ellas y se están refugiando en comunidades virtuales más pequeñas.
Hay cientos, miles de comunidades pequeñas formadas por gente estupenda que sabe debatir de forma educada y respetuosa. En los grupos humanos pequeños (tanto reales como virtuales) es más fácil intercambiar información, entenderse, aprender, construir conocimiento colectivo y generar espacios de acompañamiento, de alianzas y de lucha.
Yo me siento mucho más feliz en mi comunidad de mujeres del Laboratorio del amor y en la de mi Patreon que en redes grandes como Facebook o Instagram. Sigo en redes sociales masivas porque aún dependo de ellas para vender mis libros y para que me contraten para impartir conferencias, charlas y formaciones.
Pero me gustaría algún día dejar de exponerme y quedarme solo en mis comunidades, porque son espacios sororarios libres de odio y de violencia. En ellas siento que puedo ser yo misma, y no tengo miedo de ser malinterpretada ni atacada.
Cuando nos reunimos online los miércoles desde diferentes países para leer juntas, me siento como en una casa grande donde las mujeres convivimos en paz y en armonía. Un espacio seguro en el que se pueden resolver los conflictos sin hacernos daño, y en el que las diferencias no son un motivo de disputa, sino que son ventana y puertas que se abren para que puedas expandir tu mente y hacerte preguntas.
Son un Refugio, cada vez más necesario, y aunque también hay problemas en las comunidades pequeñas, son más fáciles de resolver que en las grandes. La gente que llega buscando pelea, por ejemplo, se acaba marchando por el rechazo que genera en los demás.
Quizás haya gente que crea que estas comunidades son aburridas, pero yo prefiero poder disfrutar de estos oasis de paz y tranquilidad. Saber que no te van a atacar, que puedes caminar segura, que no hay combate de egos ni bandos de enemigos no tiene precio.
Me hace muy feliz pensar que el mundo está lleno de pequeñas comunidades de gente que se junta para caminar por el monte, para ver las estrellas, para leer libros en voz alta, para cantar y bailar, para hacer deporte, para resolver un problema colectivo, para luchar por una causa justa, para defender sus derechos, para filosofar y analizar la realidad, para hacer teatro, para ver películas y comentarlas juntos, para aprender cosas nuevas.
Es una de las claves para cuidar nuestra salud mental y emocional: la pertenencia a pequeñas comunidades donde podamos sentirnos libres y en paz, rodeadas de gente que lo único que quiere es disfrutar en buenas compañías.
Interactuar en estas pequeñas agrupaciones presenciales y virtuales también genera mucha dopamina. Dopamina de la buena.
Coral Herrera Gómez