7 de junio de 2012

Morir de amor: las patologías del amor romántico




El amor romántico, además de ser una hermosa utopía colectiva, puede convertirse en una enfermedad que lleva a la gente a la desesperación y a la muerte. En todas las historias del romanticismo decimonónico, el amor desemboca inevitablemente en el suicidio de uno de los amantes, o de los dos, al estilo cien mil veces repetido de "Romeo y Julieta", dos adolescentes tercos que deciden quitarse la vida porque no les dejan estar juntos.




El amor de pareja siempre es presentado en los cuentos que nos cuentan como un sentimiento positivo, lleno de ternura, armonía y felicidad. Pero el romanticismo, como todo en la vida, tiene un lado oscuro que puede ser peligroso para la salud mental y física, especialmente cuando se convierte en una obsesión que ciega nuestra capacidad para el razonamiento. Llevado a su extremo, el amor deja de ser amor y se convierte en un puro acto de egoísmo y maldad. Un ejemplo de ello lo tenemos en los crímenes pasionales, hoy llamados violencia de género, en los que los hombres matan a las mujeres que consideran "suyas", bien por celos, por sentimientos de posesividad y exclusividad, por orgullo y honor, por miedo, por pura maldad. 

Por eso es mejor, a veces, que no nos quieran demasiado. O que nos quieran libres y con nuestros derechos para ir y venir, seguir o dejarlo, o extender nuestros afectos. 

Los románticos del XIX nos enseñaron mejor que ninguna otra época el lado oscuro del amor, ese lugar en el que confluyen las fantasías, los miedos, los caprichos, la felicidad y el desastre, los inicios y los finales. Cuando somos correspondidos, el amor romántico saca a relucir lo mejor de nosotros mismos: cuando nos enamoramos somos personas encantadoras, amables, generosas, y tratamos de seducir al otro/a ofreciendo la mejor imagen de nosotros mismos para encandilar a la persona que se desea. Pero si no somos correspondidos/as en intensidad de sentimientos o grado de compromiso, es cuando afloran nuestros demonios. Algunos amantes que parecen ser de lo más tierno cuando todo va bien se convierten en odiadores inundados de deseos de venganza, aniquilación,  y violencia, tanto verbal como física. En nuestra cultura, es curioso, el amante despechado parece tener toda la razón cuando patalea, protesta y comete barbaridades en nombre del amor.  Se entiende que los buenos son los abandonados, y los malos, los que abandonan. 

En el artículo "El mal de amores", vimos que el final de una relación puede ser una liberación o un trauma, y que depende mucho de nuestra red de afectos. La gente sin amigos, sin familia, sin redes sociales, son más dependientes de su pareja, y más propensas a hundirse en el fango.  En soledad, el desamor es más duro, más doloroso, más difícil de superar. 



Y es que el amor puede convertirse en una adicción: en  "Yonkis del amor", veíamos cómo las drogas del amor pueden convertirnos en seres desesperados, incapaces de pensar con claridad, incapaces de pensar en la otra persona, esclavizados a nuestras necesidades y deseos. 

Estas patologías amorosas son sobre todo sociales, es decir, más que pertenecer al mundo de los sentimientos, son fruto de una sociedad en la que el desamor se entiende como un fracaso. La estructura social está hecha por y para parejas, la cultura se encarga de mitificar esas uniones de dos en dos, y nuestro yo se ocupa de convencernos de que sin pareja no somos nada, y que no encontraremos a nadie igual nunca jamás.

Por eso cuando llega el desamor, algunas sienten una gran liberación con un futuro abierto, quizás con la posibilidad de encontrar otros amores y tener otras experiencias sentimentales. En cambio otro pierden las ganas de vivir, la sensatez, y  la esperanza de volver a ser felices. El proceso de desamor es similar en las sociedades humanas: nos apoyamos en los amigos y las amigas, nos hundimos en la miseria, reaccionamos con rabia, nos autoculpabilizamos, tratamos de comprender al otro, lo odiamos con toda nuestra alma, lo perdonamos, deseamos volver a su lado, nos comemos los puños para no llamar por teléfono y coserlo a reproches, cambiamos de estado de ánimo (lloramos, rabiamos, nos volvemos a esperanzar, nos rendimos).

Algunos nos arrojamos al masoquismo recordando lo felices que fuimos, viendo fotos antiguas en los que aparecemos sonrientes con la amada o el amado, escuchamos la canción favorita que marcó nuestro amor al principio, olemos la ropa o acariciamos los regalos que recibimos del otro, leemos las cartas de amor que intercambiamos, lloramos toneladas de lágrimas hasta que inundamos la cama, nos arrastramos detrás del amado pidiendo clemencia, hacemos llamadas que no deberíamos, nos torturamos porque queremos hacer ver al otro que no estamos afectados/as.




Nos cuesta tanto dejar las relaciones porque somos animales de costumbres, porque practicamos el apego hacia las personas y las cosas como si fueran eternas, y porque vivimos en un mundo tan individualista que el fin de una pareja significa regresar a la soledad, por eso el miedo al abandono nos ata de tal modo a la gente. 

Lo cierto es que entre las paradojas del amor, nos encontramos con que es tan duro acabar una relación como que el otro la dé por terminada. Las personas que desean acabar una relación a menudo se estresan, padecen insominio, ataques de ansiedad, y retrasan la decisión todo lo que pueden. Los amantes a los que se les acabó el amor tratan de ser sinceros sin conseguirlo, pueden verse comidos por las dudas y las contradicciones, se sienten angustiados pensando en el dolor que le van a provocar a su pareja. Muchas viven en silencio toda esta ansiedad, asumen su papel de malos/as, y a menudo es frecuente que se vean comidas por los miedos: miedo a perder los hijos, familiares o amigos en común, a perder el estatus socioeconómico, e incluso miedo a no encontrar pareja de nuevo. 

En el caso de las mujeres, la sociedad nos condena aún más porque se supone que una mujer de verdad ama hasta la eternidad y antepone a sus necesidades y deseos las necesidades de los demás: marido, hijos e hijas, padre, madre, suegros, etc. De este modo, una mujer lo tiene más difícil por que es objeto de la posesividad machista, debido a la doble moral que interpreta que las mujeres apenas tienen deseo sexual y además pertenecen a un solo hombre para toda la vida. Por eso las mujeres infieles son una especie de monstruo insensible y malvado que en todas las historias merece el más alto castigo: la soledad o la muerte. 




Afortundamente, son cada vez más las mujeres que se sienten libres para terminar sus relaciones amorosas, pero esto sólo sucede en las islas de desarrollo donde existe la ley del divorcio o donde las mujeres podemos trabajar y ser independientes económicamente. 

Sin embargo, también son muchas las parejas prefieren permanecer juntas aunque sea peleándose a diario o haciéndose la vida imposible; es un fenómeno que no resulta tan extraño si se mira desde una óptica económica. No todo el mundo puede separarse cuando es infeliz en el seno del matrimonio; divorciarse hoy es un privilegio de ricos. Las parejas trabajadoras invierten la mayor parte de las horas del día en ganar diner para pagar una hipoteca terrible y muchas viven endeudadas, de modo que plantearse una ruptura (con el banco, frente a Hacienda, frente a la Iglesia, con la familia) se convierte en una “locura”.

 Lo peor de las rupturas es cuando se gestionan mal a nivel emocional, cuando el dolor nos convierte en seres chantajistas, culpabilizadores, egoístas, o cuando el que se va no da explicaciones, o cuando no se habla del problema desde el cariño. En  nuestra sociedad, las separaciones se perciben como un fracaso y se viven como un trauma, tanto en el seno de la pareja como en el entorno familiar, especialmente si  uno de los dos se deprime, si existe chantajismo emocional, reacciones airadas, venganzas crueles o acciones violentas, y si se implica al resto de la familia y amigos en la batalla conyugal.



Lo curioso es que mucha gente elige el camino más largo y doloroso, quizás porque nos aferramos a menudo con desesperación al amado o la amada sin respetar su libertad para marcharse. El egoísmo y el miedo a la soledad puede hacer que las personas intenten retener a su amado/a con mil estrategias posibles, e incluso pueden perder la dignidad personal, o cometer toda clase de locuras. El dolor y el miedo son sentimientos poderosos que si nos invaden incontroladamente, a veces pueden con nosotros.

 Es mayoría la gente que piensa que es peor que te abandonen, porque en la persona "abandonada" suelen surgir sentimientos de culpabilidad, impotencia, falta de autoestima, inseguridades y complejos, miedos y multitud de emociones negativas: 

“El rechazo de la persona amada hunde al amante no correspondido en uno de los sufrimientos emocionales más profundos y perturbadores que puede soportar un ser humano. La pena, la furia y muchos otros sentimientos pueden invadir el cerebro con tal vigor que la persona apenas pueda dormir o comer” (Fisher, 2004).

 Los psiquiatras y neurocientíficos dividen el rechazo romántico patológico en dos fases principales: la “protesta” y la “resignación/desesperación”. Durante la primera fase, los amantes abandonados intentan obsesivamente recuperar a su ser amado. Cuando la resignación se asienta en ellos, se rinden por completo y desembocan en la desesperación. Para Fisher resulta irónico que cuando el ser adorado se nos escapa, las mismas sustancias químicas que contribuyen al sentimiento del amor cobran todavía más fuerza,

 “intensificando el ardor de la pasión, el miedo y la ansiedad, e impulsándonos a protestar y procurar con todas nuestra fuerzas retener nuestra recompensa: el ser amado que nos abandona. (…) La furia del abandono se desarrolló con el propósito de impulsar a los amantes decepcionados a desprenderse de uniones sin futuro, a curar sus heridas y a reanudar su búsqueda en pos del amor en otros pastos más verdes”.

 La furia del abandono aparece con la sensación de impotencia, el miedo a la soledad, y la falta de herramientas para empatizar con la libertad de la otra persona. Para Helen Fisher, la furia es un mecanismo de catarsis que nos puede ayudar a asumir el final, porque en parte muchos sienten que han desperdiciado un tiempo y una energía muy valiosos en una pareja que ahora les abandona. 



 Cuando llega la resignación y la desesperación, hombres y mujeres suelen sobrellevar su tristeza de forma diferente: Fisher (2007) cree que los hombres suelen depender más de sus parejas románticas probablemente porque mantienen menos lazos con parientes y amigos. 

Y es que los hombres educados en la tradición patriarcal suelen tener dificultades para expresar su dolor, lo contienen porque les han enseñado que llorar y quejarse no es de hombres. Precisamente este dolor contenido explota después de la forma más dramática posible: su probabilidad de cometer suicidio cuando la relación amorosa se desintegra es tres o cuatro veces superior a la de las mujeres.

 También han gozado, durante muchos siglos, del privilegio para ejercer la violencia contra las mujeres con impunidad, principalmente porque han aprendido de la tradición amorosa patriarcal que las compañeras de vida son "suyas". La posesividad es una constante en las sociedades donde existe la propiedad privada y la desigualdad entre hombres y mujeres; este sentimiento de propiedad mal entendido provoca violencia, ya sea hacia uno mismo (recurriendo a mecanismos de autodestrucción como las borracheras descomunales, las drogas, o las actividades que implican riesgos letales), o hacia la pareja, de ahí el alto índice de maltrato, violaciones y asesinatos de mujeres. 

Por el contrario, las mujeres no suelen emplear la violencia ni se suicidan, sino que se deprimen:

 “Las mujeres rechazadas lloran, pierden peso, duermen demasiado o nada, pierden el interés por el sexo, no se pueden concentrar, se retraen socialmente y consideran la posibilidad del suicidio. Encerradas en una mazmorra de abatimiento, apenas logran hacerse cargo de las tareas básicas de la vida. (…) Cuando llega la resignación, los niveles de dopamina disminuyen su actividad en el mesencéfalo, y dicha disminución está relacionada con el letargo, el aburrimiento y la depresión”.(Fisher, 2007)



El antropólogo Edward Hagen, el biólogo Paul Watson y el psiquiatra Andy Thomson creen que el altísimo coste metabólico y social de la depresión es, en realidad, su beneficio: la depresión es una señal sincera y creíble ante los demás de que “algo va terriblemente mal”. De aquí que la depresión se desarrollara para permitir que nuestros antepasados aquejados por el estrés acusaran sus síntomas ante los demás y así poder encontrar apoyo social en momentos de intensa necesidad, especialmente cuando se sentían incapaces de convencer por medio de palabras o de la fuerza a sus amigos y familiares para que apoyaran su causa.

Lo malo de la depresión es que nunca va a servir como mecanismo de chantaje para que el amado o la amada vuelvan a nuestro lado. Una persona deprimida, de hecho, resulta poco atractiva para cualquiera de nosotr@s, pues nos enamoramos de la alegría de vivir de las personas, de la energía que emana de ellas, no de su tristeza.

Es cierto que la compasión es una característica muy humana, pero nada erótica. Compadecerse del que sufre sirve para que nos sintamos empujados a aliviar el dolor de la otra persona, pero nunca para reavivar pasiones. Y a pesar de ello, mucha gente se agarra al chantaje emocional, y trata de demostrarle al otro la dependencia que siente, llora y protesta, envía mensajeros, escribe cartas, lo cuenta en Facebook…  para que el otro o la otra se sientan responsables de su felicidad y el bienestar y, con el peso de la culpa, no les abandonen.

Sin embargo, en ocasiones la libertad se impone en nosotros de una forma irreversible, irremediable. Cuando ya no queremos estar con alguien, cuando cesa el deseo, cuando somos infelices con la pareja, cuando nos enamoramos de otra persona, tenemos dos opciones: pensar en nuestra felicidad o renunciar a ella.

Hay gente que jamás logra superar una ruptura, gente que vive con rencor hasta el final de sus días, gente que estaría dispuesta a maltratar al otro o a ser maltratado confundiendo violencia con pasión, hay gente adicta a los infiernos de parejas que pasan la vida luchando el uno contra el otro. 




Creo que para superar estos traumas es necesario analizar la cultura amorosa en la que vivimos: los mitos románticos, los modelos idealizados, las represiones a la hora de vivir nuestros afectos y deseos, y no perder de vista que vivimos en una sociedad anclada en la desigualdad de género y en tabúes, prejuicios, normas morales, opresiones variadas.

Este análisis es necesario para comprender que hay que diversificar afectos, que hay que cuidar a la gente a la que queremos, que una sola persona no puede ser el único asidero para vivir la vida. 



No podemos pedirle a una sola persona que sea responsable de nuestra necesidad de cariño, de compañía, de amor. No es justo que nos coloquen la etiqueta de "mío, todo y para siempre" porque muchos son los que utilizan esta concepción amorosa para aislarse del mundo y evadirse en un paraíso que no existe. Este asilamiento trae la soledad, y la soledad es un peso demasiado grande para animales como nosotros, que necesitamos vivir con más gente para poder sobrevivir. 

Afortunadamente todos superamos las rupturas y los abandonos. Unas personas  necesitan más tiempo y otras menos, unas tienen más herramientas para asumir los cambios de la vida y otras tienen más dificultades. Hay que buscarle ventaja a todo: lo positivo de desenamorarse es poder estar a solas con una misma y llegar a  amar la soledad; y paralelamente, a la vez, valorar más a la gente que nos rodea y nos acompaña en el camino. 

Y además, nos abre nuevas puertas y ventanas a la vida; el desamor nos permite volver a enamorarnos sin las pesadas cargas del pasado. Porque eso es la vida, en definitiva: disfrutar, sufrir, gozar, anhelar, encontrar y perder, enamorarse, curarse las heridas, confiar, decepcionarse, encontrarse, ilusionarse, acabar y volver a empezar. 





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