Ilustración: Señora Milton
Vivimos en un mundo en guerra
permanente: guerras entre naciones, guerras domésticas, guerras sociales,
guerras sentimentales. Guerras en la casa, en el trabajo, en la cama, en
nuestra cabeza… la mayor parte de ellas las sostenemos a diario con seres
queridos o cercanos: con vecinxs, compañerxs de trabajo, o con la familia (por
ejemplo, cuando llegan las herencias). Con nuestros hijos adolescentes en edad
de rebeldía, con tu abuelo que no se quiere tomar la medicina, con tu suegra o
tu nuera, con la gente del trabajo o del sindicato, con nuestras madres, con
nuestras parejas, con los funcionarios de la administración, con la policía,
con los empleados de la compañía telefónica, con la vecina del quinto piso…
Las peores guerras son las
románticas: en el romanticismo patriarcal construimos el amor en base al
egoísmo y el interés propio, las luchas de poder, y la asociación de amor y
sufrimiento. Nuestra cultura mitifica la violencia pasional y justifica el odio romántico, una constante que aparece en muchos relatos como
una prueba de amor. Prueba de ello es la famosa película “La Guerra de los
Rose”, cuyos mensajes principales son: “los que más se pelean, más se desean”,
“quien bien te quiere, te hará llorar”, y “del amor al odio hay un paso” (y por
tanto no tiene nada de extraño estar un día en un extremo, y al día siguiente
en el otro).
En el cine y las telenovelas,
en general, las parejas y ex parejas se tratan fatal (con gritos, bofetones,
lanzamiento de objetos, acusaciones,
amenazas, reproches, insultos, humillaciones variadas, comentarios
despreciativos, chantajes, acusaciones fundadas e infundadas…), pero la mayor
parte de sus peleas a muerte acaban en reconciliaciones gozosas con orgasmos
gloriosos.