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29 de diciembre de 2010

La dependencia emocional femenina


LA DEPENDENCIA FEMENINA EN LA POSMODERNIDAD


“Yo no sé qué me pasa, pero cada vez que me pongo en pareja me vuelvo idiota, medio tonta. Cuando estoy sola sé quién soy y no me pongo a esconder mi inteligencia ni mi lucidez. Es más, las pongo en práctica cuando conozco a un hombre, porque forman parte de mi atractivo y seducción. Pero al poco tiempo empiezo a perderme a mí misma, a encogerme, a jugar el juego del otro, a vestirme como le gusta… Creo que me encojo porque temo que la relación corra peligro, pero en realidad lo único que consigo es que la relación termine siendo un fiasco. A veces siento que me achico para estar a su mismo nivel, es como ponerme debajo de un alero que parece más seguro” .

“Cuando para ser amada trato de ser como el otro quiere, lo único que consigo es alienarme en cada relación que tengo. Es una pretensión absurda porque si yo no me acepto a mí misma como soy, ¿cómo puedo esperar que otro me acepte? Muchas veces me pregunto qué le pedimos al amor realmente. Creo que la aceptación de una misma”. 

Testimonios de Mujeres en el libro de Clara Coria, 2005 

    
Creo que la contradicción principal de las mujeres posmodernas reside principalmente en el amor a la libertad por un lado, y la adicción al amor por otro. Esta profunda contradicción entre la autonomía y el deseo de tener pareja nos causa tormentosas luchas internas. Por un lado, somos profundamente dependientes en el terreno emocional de los hombres y nuestra autoestima está muy ligada al deseo masculino (es decir, en nuestro estado de ánimo influye el grado la atracción que ejercemos sobre ellos). Pese a que hoy estamos formadas (y seguimos mejorando nuestra formación), hablamos idiomas, somos expertas profesionales, lideramos empresas y partidos políticos, criamos hijos e hijas, etc. las mujeres seguimos dando mucha importancia al amor romántico y a las relaciones sentimentales y sexuales. De hecho, existe una especie de competición entre nosotras y contra nosotras mismas por estar jóvenes y guapas: es sorprendente la dosis de sufrimiento de las mujeres que se someten a la tiranía de la belleza operándose, gastandose fortunas en cosméticos y tratamientos, y luchando contra la vejez hasta la muerte .

Deseamos conciliar nuestra vida profesional y familiar, tener tiempo para nosotras mismas, y disfrutamos de la libertad que nuestras abuelas no tuvieron, sabiendo que somos afortunadas. Sin embargo, necesitamos sentirnos amadas para sentirnos completas, y seguimos siendo incapaces de acabar con la batalla de sexos que existe desde hace milenios. Y esto afecta por igual a mujeres heterosexuales y homosexuales, dado que la dependencia es transversal a nuestra educación femenina.

Según Lipovetsky (1999), las mujeres hemos tomado distancia respecto del lenguaje romántico, y nos hemos mostrado cada vez más reacias a sacrificar estudios y profesión en el altar del amor, “pero su adhesión privilegiada al ideal amoroso se ha mantenido, han seguido soñando masivamente con el gran amor, siquiera sea fuera del matrimonio. (…) No hay que hacerse ilusiones: incluso en lo más álgido del período contestatario, las mujeres jamás han renunciado a soñar con el amor. Lo que se ha eufemizado es el discurso sentimental, no las expectativas ni los valores amorosos”.

Tras la revolución sexual de los años 60 y 70 en Occidente, las relaciones igualitarias se convirtieron en el modelo ideal a seguir, pero desafortunadamente sigue siendo, hoy en día, una utopía emocional. El mito de la media naranja se ha insertado en el imaginario colectivo de una forma perniciosa, porque ha supuesto que 1 más 1 es 1, no 2. Es decir, en toda relación de dos personas, siempre hay que tener en cuenta de que se trata de dos personas, no de un solo individuo. Cada persona tiene sus aficiones, su red propia de amigos íntimos, su familia, sus creencias, sus costumbres, sus maneras de entender la vida. En el amor ambas esferas se complementan, y a menudo los seres humanos encuentran multitud de afinidades y semejanzas entre su mundo y el de su pareja, lo que hace felices a los amantes. En una relación amorosa compartir tiempo y aficiones es fundamental, pero también es importante tener un espacio y un tiempo propios, y no perder la identidad y las redes sociales cuando establecemos una relación íntima con alguien.


Tras el proceso de enamoramiento, normalmente las parejas encuentran una especie de equilibrio entre sí mismos y la otra persona. Las diferencias entre los enamorados enriquecen la relación, porque el amor es una apertura al otro y al mundo, es una forma de ampliar nuestros estrechos horizontes, es una posibilidad de conocer otra forma de entender la realidad, proceso que es en sí fascinante. Sin embargo, hay parejas que se encierran en esa realidad formada por la unión de dos realidades, del mismo modo que el pensamiento occidental se encerró en pares de opuestos (masculino/femenino, orden/desorden, cultura/naturaleza, buenos/malos, etc.) para entender y clasificar la Realidad. Así se empobrece el pensamiento y las experiencias vitales, dado que la Realidad es sumamente colorida y compleja, atravesada por multitud de factores interdependientes.

Las relaciones afectivas de las personas están compuestas por un complejo entramado de relaciones en los que participan multitud de personas: nuestros vecinos, nuestras familias, nuestros amigos y amigas, nuestros conocidos, compañeros de estudios o de trabajo, etc. Todas estas personas nos enriquecen porque nos hacen ver la realidad desplegada en mil formas de entender la vida y de vivirla. Por eso, un error grave que cometen muchas personas es abandonar sus redes emocionales pensando que la pareja podrá colmar toda la necesidad de afecto y de interacción que tenemos con el resto de la sociedad. Muchas veces esas relaciones, si no mueren, al menos se desplazan a un segundo plano en la vida de muchas personas, que se centran en su amor de un modo exclusivo.

Para Claria Coria, las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres es el lugar en el que se aprecian visiblemente las diversas formas de subordinación femenina promovidas y legitimadas por los roles sociales asignados a las mujeres. Estas asignaciones adoptan diversas formas y podemos encontrarlas en los distintos órdenes de la sociedad:
- En los países “avanzados” las mujeres se desprenden de su apellido (y a veces también de su nombre) al casarse.
- Las normas sociales no escritas pero ampliamente difundidas colocan a las mujeres en situación de postergar sus estudios o desarrollos laborales para hacerse cargo de los hijos en común, haciendo posible la promoción laboral de sus maridos.
-  La sexuación del dinero sigue estando presente en todas las culturas occidentales judeocristianas, lo que mantiene a las mujeres marginadas del poder económico.

En estas condiciones, cuando el amor se acaba, las mujeres no sólo pierden la relación amorosa sino también su estilo de vida ideal, sus sueños y su proyecto vital, y el eje en el que centraron sus vidas.

“Para el que se cuelga de otro, la soledad es terrorífica porque pierde la base de sustento. La cosa es estar con el otro desde una, no desde el centro del otro” .

Para Clara Coria (2005), es fundamental visibilizar el coste psíquico y emocional que la entrega y el autosacrificio tienen en las mujeres. Tener que perder, sostener, ceder, postergar, etc. ha sido reificado en el imaginario colectivo, convertido en “condiciones naturales femeninas que terminan resultando obvios para todo el mundo, y en consecuencia, invisibles”. Coria define los costos como inversiones humanas (afectivas, de tiempo, de espacios, asunción de responsabilidades, etc.) que son asumidas unilateralmente por una gran cantidad de mujeres: “El ocultamiento de los costos es una de las contradicciones más fraudulentas del imaginario social porque no existe nada, absolutamente nada en la vida que deje de estar acompañado por su costo”.

Para Coria el imperio femenino del aguante es una de las manifestaciones de la opresión. Supone tolerar presiones, contener emociones, silenciar opiniones, inhibir acciones, posponer anhelos y realizar una cantidad inimaginable de acomodos al servicio de aplacar . También los hombres han de pagar un precio por la dependencia que se instala en las relaciones pasionales. Si la compañera es dependiente, ellos se verán más constreñidos y se sentirán siempre culpables en su relación con la mujer. Si son ellos los que se sienten dependientes, a menudo sufren, por ejemplo, los que buscan en sus compañeras un amor maternal e incondicional. Los varones que se agarran a este tipo de relaciones, especialmente los varones que sueñan con ser libres de todo tipo de ataduras emocionales, experimentan una lucha interna sin cuartel entre sus deseos de ser libres y su necesidad de alguien que los apoye incondicionalmente.

Las mujeres “maternales” por su parte pierden la oportunidad de instalarse frente a sus parejas en un vínculo de pares, “ya que el modelo de amor materno filial es necesariamente un modelo de dependencia entre una parte que abastece, cuida, orienta, estimula y otra que requiere ser cuidada, abastecida, estimulada, etc. (…) La sumisión inconsciente a un modelo de relación que convierte al ser amado en una especie de rey al que hay que satisfacer a costa de cualquier renunciamiento, instala a quien así lo hace en un lugar de súbdito, con su correspondiente actitud de servicio. Así, cuando el modelo de amor maternal se traslada a las relaciones entre adultos, se instala algo parecido a una monarquía virtual”.

Es por esto por lo que muchas mujeres buscan desesperadamente el amor, para lo cual están dispuestas a acomodarse incondicionalmente al varón. Coria (2005) pone de ejemplo ciertas mujeres jóvenes y solteras que toleran vínculos con hombres casados durante años sin poder formar una familia porque su enamorado sigue haciendo hijos con su esposa, o mujeres que aceptan las propuestas masculinas de mantener un vínculo amoroso “libre” que termina siendo unilateral “porque significa tolerar las relaciones amorosas de su amado con otras mujeres mientras ellas siguen prisioneras de lo que para ellas es su “único y verdadero amor”.



Para Clara Coria (2005) el problema fundamental estriba en lo que ella denomina las distintas formas del cajoneo, que consiste en acomodarse forzadamente al gusto ajeno, privilegiar exclusivamente los anhelos del ser querido o esconder lo más auténtico de la propia personalidad, aunque el coste sea anularse como persona. Para Coria resulta claro que el motivo evidente que origina muchos de estos “cajoneos” tiene su origen en el deseo de agradar que han heredado culturalmente las mujeres a través de la educación:

“Dicho deseo es, sin duda, una necesidad muy humana (…) resulta muy reconfortante despertar el interés y la aceptación de quien nos atrae. Sabemos que cuando el afecto es correspondido se consolida nuestra estima, se regocija el corazón y se apaciguan los temores de abandono. Cuando esto sucede, se abre ante nosotras la promesa de un futuro compartido. El agrado recíproco hace de la esperanza un puerto confiable, un lugar donde recalar, un rincón de certeza en la vastedad incierta que es la vida” (Coria, 2005).

A las mujeres se las ha educado en la cultura patriarcal para que sean entregadas, para que se autosacrifiquen por los demás, para que antepongan las necesidades de los demás a las suyas propias. Algunas terminan confundiendo amor con servilismo, otras caen en el rencor absoluto (hacia los demás y hacia sí mismas):

Algunas personas exageran sus afanes por satisfacer las demandas del ser querido, dispuestas a “sacrificarse” con la remota esperanza (consciente o inconsciente) de que dichos “sacrificios” les garanticen un amor vitalicio. Con frecuencia, estos sacrificios son en realidad renuncias unilaterales que no hacen sino intensificar las expectativas de retribución por parte de quien así se sacrifica. Expectativas que, con frecuencia, se transforman en demandas asfixiantes hacia el beneficiario de dichos “sacrificios”, (…) que suele sentirse tan agobiado por el peso de la demanda que el vínculo amoroso se transforma en un cautiverio infernal”. (Clara Coria)



Dar exigiendo lo mismo a cambio no es actuar desinteresadamente, sino con vistas a hacerse imprescindible para el otro; de este modo la pareja es una relación contractual con derechos y obligaciones. Ese contrato es lo que ahoga el amor en ocasiones, porque uno pierde la inocencia en su entrega cuando el otro exige la misma intensidad que da y cuando una se pone a calcular lo que le da la otra persona. Y, sin embargo, la libertad y la entrega son consustanciales al amor, que no se puede explicar como un pacto racional, pese a que nosotros lo encuadremos en instituciones como el matrimonio.


La posesividad que sienten algunas mujeres hacia sus parejas (homo y heterosexuales) corresponde a un miedo terrible a perder, de ahí el deseo de acumulación, la necesidad de controlar el futuro, de establecer unas pautas marcadas para que todo siga siempre igual. Este miedo es lo que nos hace ser posesivos; y además demuestra que el amor romántico es individualista y egoísta, porque a veces exigimos un nivel de reciprocidad que convierte a las relaciones humanas en inversiones de las que tenemos derecho a obtener resultados visibles.

En la posmodernidad existe una tendencia del hombre posmoderno a aprovechar la libertad de su soltería (especialmente en la juventud), y de la mujer a querer vivir una aventura amorosa excitante y prolongada, a querer encontrar la plenitud y la vida en sus relaciones sexuales y sentimentales. Esta tendencia va transformándose con el paso del tiempo, porque las mujeres valoramos cada vez más nuestra independencia y autonomía, y ya no necesitamos recursos, protección ni ayuda de los hombres.

No los necesitamos, pero seguimos deseándolos, lo que demuestra que la cultura amorosa patriarcal está inserta muy dentro de nuestros subconscientes, actuando de transfondo de nuestras emociones. Y es que creo que es en el amor donde se encuentra el último reducto del patriarcado, ya que es en el seno de la pareja donde cristaliza ese juego de dependencias mutuas. 


 Del mismo modo que los hombres necesitan poder, las mujeres también necesitamos sentirnos poderosas con respecto a ellos. Muchas construyen su autoestima en torno a la valoración que le otorga su pareja, por eso las rupturas con un ser amado también conllevan muchas otras pérdidas personales y la cristalización de muchos de nuestros miedos. Ahora tenemos independencia económica, pero antes solo podíamos alcanzar estatus y acceso a los recursos a través del matrimonio.

Las mujeres posmodernas desean moverse en el ámbito masculino (el mundo público) con libertad y en igualdad de condiciones, y el amor sigue siendo una forma de relacionarse con los hombres en ese ámbito. A veces nos acusan de utilizar nuestras habilidades en el ámbito de los sentimientos para sentir que tenemos el poder sobre ellos; las pesadillas masculinas siempre tratan de huir de las mujeres insaciables que les devoran y les anulan la personalidad, aislándolos de su entorno vital y sobre todo, de su mundo masculino.

A pesar de los miedos, es muy importante apreciar el hecho de que las mujeres vamos conquistando lentamente la independencia emocional. Una prueba de ello es el aumento de las que viven solas y tienen relaciones libres esporádicas o estables con otros hombres con los que no desean comprometerse. A menudo prefieren la soledad porque vivir en compañía es difícil, la convivencia es muy dura, y en ocasiones nos sentimos encerrados cuando formalizamos una relación. 


Por eso en ocasiones el hombre y la mujer posmoderna tratan de enfriar las relaciones y mantener al amor o la pasión en un segundo plano, de modo que no desequilibre sus vidas; la soledad es cómoda porque no plantea problemas. La desventaja de la soledad es que es también muy dura, especialmente cuando enfermamos, o cuando pasamos malas épocas (en el trabajo, con la familia, con nosotros mismos) y necesitamos que nos escuchen y nos apoyen.

Lo curioso es, sin embargo, que la tercera generación de mujeres, las que en la actualidad son adolescentes, establecen unas relaciones amorosas muy tradicionales. Si en mi generación las mujeres hemos hecho alarde de ser libres, y hemos roto definitivamente las cadenas que ataban a nuestras madres (hemos hablado de sexo antes de practicarlo, usamos con naturalidad píldoras, condones, dius y anillos, no necesitamos casarnos para nada, y podemos tener relaciones con quien queramos), la nueva generación parece volver a la idea del “tú y yo para siempre”. Psicólogos, educadores sociales y asistentes sociales muestran su asombro al comprobar cómo muchas de estas niñas, especialmente las de clase baja y ambientes marginales, se someten voluntariamente a su macho, permiten que su macho se pelee con otros “por ella”, permite que su macho la vigile y la lleve a casa cuando el macho considera que es el momento de seguir divirtiéndose solo o con amigos.

Estas adolescentes por un lado se presentan como mujeres duras, y se visten como guerreras hiphoperas, aunque su atuendo de gala se caracterice por un uso exagerado del bolso y los zapatos de tacón que llevaban nuestras abuelas y madres. Entenderemos este fenómeno mejor si pensamos en la Juani de Yo soy la Juani. Este tipo de niñas-mujeres sufren una contradicción enorme entre lo que son cuando están sin novio y en lo que se convierten cuando lo tienen; es frecuente que muchas piensen que no es malo que tu pareja te de un cachete de vez en cuando. Están insensibilizadas con respecto a la opresión patriarcal, no saben de feminismos, y lo de violencia de género lo asumen como violencia pasional. A las novias fieles, los niños-hombre las dotan de un estatus de respetabilidad; a las mujeres que tienen relaciones libres se las llama guarrillas: la doble moral sigue inserta en lo más profundo del imaginario colectivo.

Es un fenómeno que sin embargo hasta ahora no ha sido analizado con suficiente profundidad; pero queremos subrayar su complejidad porque también se ha percibido una integración de los modelos amorosos latinoamericanos en los amores adolescentes de la calle o del instituto. De algún modo, los valores latinos, su pasionalidad, su división de roles y sus rígidos estereotipos (ellas están locas por tener novio a toda costa, ellos siempre tratan de ponerlas los cuernos sin que ellas los dejen), están mezclándose en nuestro país con los modelos amorosos posmodernos.


Habrá que ver el resultado de esa mezcla, porque es un fenómeno radicalmente contrario al ambiente urbano juvenil en general. Las generaciones de mujeres universitarias que han surgido desde la transición española hasta la actualidad, nos sentimos orgullosas de estudiar, de ser autónomas. Valoramos nuestra independencia y las oportunidades que hemos tenido, porque nuestras abuelas no las tuvieron. Deseamos relaciones igualitarias con hombres que sean capaces de disfrutar de una relación sin miedos e inseguridades. Controlamos nuestra capacidad reproductora y somos más dueñas de nuestros cuerpos que nunca; por supuesto no permitiríamos que un macho alfa se pelease con otro alfa por nosotras, porque no somos propiedad de nadie.

Nuestras formas de relacionarnos con el otro sexo oscilan entre el romanticismo idealizado, la pasión turbulenta o los períodos de descanso emocional y desenfreno sexual. Muchas buscan a su príncipe azul y mientras se divierten; otras ya lo tienen y lo disfrutan; unas se cansan pronto y buscan de nuevo otro príncipe azul.

Nuestras abuelas admiten que aguantaron demasiado, “pero vosotras no aguantáis ná”. La mujer posmoderna es exigente porque desea un hombre que cumpla sus expectativas: un hombre que no sea machista, que no nos sustituya por su madre, que no nos huya como a las esposas, que sea capaz de relacionarse libre e igualitariamente con nosotras. Queremos hombres seguros de sí mismos, inteligentes, con sentido del humor, independientes, guapos y con habilidades sociales, y huimos del macho ibérico de doble moral, que va perdiendo poco a poco su atractivo. Queremos demasiado, quizás.

En ese querer demasiado residen las frustraciones femeninas; quizás es cierto que empleamos excesivo tiempo y energía en la empresa amorosa, cuando nunca obtenemos de ella más que decepciones, luchas de poder, traiciones, huidas y sufrimiento. Esto es así cuantas más expectativas tenemos puestas en el amor como la meta ideal de nuestra vida, o como solución a todos nuestros problemas. Si además de amor queremos lograr a través de él la felicidad, al final nos perdemos en abstracciones inevitablemente decepcionantes que no nos sirven para relacionarnos con los demás; sólo amando a los que nos rodean tal y como son podemos realmente crear redes emocionales contra la soledad y hacernos la vida más fácil unos a otros.

Es curiosa la afirmación de los estudios sociológicos, que revelan que la verdadera emancipación de las mujeres no se produce al enamorarse y emparejarse, sino después, cuando se separan o enviudan. Las mujeres más mayores están situándose como una de las fuerzas sociales más poderosas en Occidente, pues tienen salud, energía, poder adquisitivo, experiencia en la vida, y redes sociales que les reportan gran satisfacción. Estas mujeres no necesitan ya hombres, y, si establecen relaciones con ellos, es bajo la fórmula de “tú en tu casa y yo en la mía” (especialmente si pueden permitírselo económicamente). Porque, una vez alcanzada la autonomía y la independencia, las mujeres menopáusicas no quieren renunciar a ellas por la llegada del amor. Ya no lo es todo en sus vidas, y muchas prescinden de él. Porque no lo necesitan para sentirse completas.







Coral Herrera Gómez
Mayo 2010







Bibliografía

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1)     Berger, Peter y Luckmann, Thomas: “La construcción social de la realidad”, Amorrortu ediciones, Buenos Aires, 1997.

2)     De Beauvoir, Simone: “El segundo sexo. La experiencia vivida”, Ediciones Siglo  XX, Buenos Aires, 1949.
3)     Coria, Clara: “El amor no es como nos contaron… ni como lo inventamos”, Paidós, Buenos Aires, 2005.
4)     Dowling, Colette: “El complejo de Cenicienta”, Mondadori, Barcelona, 2003.
5)     Gil Calvo, Enrique: “Medias miradas. Un análisis cultural de la imagen femenina”, Anagrama, Barcelona, 2000.
6)     Lipovetsky, Gilles: “La tercera mujer”, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.




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28 de diciembre de 2010

El amor cortés




En la Edad Media se creó el núcleo del repertorio sentimental de Occidente: gran parte de sus ritos y mitos han perdurado hasta nuestros días. Hoy la utopía posmoderna del amor es un collage de ideologías amorosas; ha surgido una fusión entre la mitología del amor cortés y el amor romántico por un lado, y el individualismo hedonista por otro. Clara Coria (2005) es de las autoras que defiende la idea de que en pleno inicio del siglo XXI es posible encontrar infinidad de vestigios de las épocas medievales «que solo aparentemente quedaron enterrados en las sombras de la historia pasada. Vestigios que muy pocos/as reconocen porque han sido meticulosamente aggiornados con una cosmética de dudosa calidad». 

Un ejemplo de ello lo encontramos en el mito de la princesa rosa, que sin duda comenzó a gestarse en la época de los trovadores, pero que actualmente perpetúa la desigualdad de género al estar basado en un estereotipo de mujer débil y bella, apta para esperar y ser contemplada; y ritos como la boda católica, en el que aún persisten (incluso en la ceremonia civil), ritos como hincar la rodilla para pedir matrimonio, la pedida de mano al pater familias, el vestuario de princesa-virgen, los símbolos, las imágenes, las declaraciones, el protocolo, etc. A estos mitos medievales se suman los decimonónicos del romanticismo; pero hoy vamos a ahondar en el amor cortés, que surgió en Europa alrededor del siglo XII.

Los medievales denominaron a la pasión acedía o amor heroico, enfermedad que deja al hombre embobado: «tan alterado está el juicio de su razón, que continuamente imagina la forma de la mujer y abandona todas sus actividades, tanto que, si alguno le habla, apenas logra entender, y puesto que se sumerge en una incesante meditación, se define como angustia melancólica»  (Lilium Medicinale de Bernardo Gordonio, 1285).



La poesía amorosa medieval, tanto la lírica popular como la culta, está impregnada de valores cristianos, de los que surgen los romances de pareja, cuya trama es, según la historiadora Leah Otis-Cour (2000), extremadamente simple: el muchacho se encuentra con la chica, luego la pierde a causa de los obstáculos (principalmente la oposición de las familias) y finalmente la recupera, terminando todo con un final feliz.

La historiadora alemana distingue entre dos tipos básicos de romances: en los romances «idílicos» los amantes han sido criados juntos, mientras que en el otro tipo los amantes se conocen cuando son jóvenes adultos. Cronológicamente, el primero en aparecer fue el tipo «idílico»: Flore et Blancheflor, cuya primera versión data de la primera mitad del siglo XII, fue uno de los romances más populares de la toda la Edad Media. 


Según Otis Cour, lo más característico de estos romances es que representan un concepto «canónicamente correcto» del amor y del matrimonio en la sociedad. Son verdaderos himnos a la monogamia, sin adulterio, sin sexo prematrimonial, sin divorcio:

“El matrimonio se constituye, de acuerdo con el derecho canónico, por el libre consentimiento de la pareja. Los amantes son invariablemente buenos cristianos, van a misa y practican la caridad. [...] El carácter igualitario y recíproco de la relación se revela en la manera en que tiene la pareja de abordar la unión conyugal. Sin el conocimiento de los padres, solos o en presencia de uno o dos amigos íntimos nada más, las parejas se prometen eterna fidelidad mutua. [...] No obstante, estas parejas que se han unido para siempre, no consuman su matrimonio hasta celebrar públicamente la boda; se amarán y se besarán pero no tendrán relaciones sexuales hasta que se haya celebrado el matrimonio públicamente”.

Además de ser canónicamente correctos, estos romances reflejan también una visión coherente de la sociedad secular. El matrimonio presentado normalmente es hipérgamo: ella es la hija de un rey o emperador, mientras su amado, que siempre es un noble, se encuentra en una posición inferior como hijo de un noble local, como por ejemplo en Jehan et Blonde o Paris et Vienne.

Los hombres se sentían atraídos por estas historias amorosas porque alimentaban sus esperanzas de ascender socialmente por amor; la atracción para las mujeres era que las heroínas no eran solo socialmente superiores a sus amados, sino también «extremadamente activas y emprendedoras, y a menudo toman la iniciativa en la declaración de amor». (Otis Cour, 2000)

La característica principal de estos matrimonios por amor es que los padres finalmente ceden a los deseos de los hijos, y se reconcilian con ellos. Ellos serán felices, tendrán muchos vástagos y gobernarán sus tierras con justicia: «La ideología expuesta en estas historias es la ideología de la justicia y la paz basada en el amor, amor social que surge del amor personal de la pareja gobernante» (Otis Cour).

Romances con tramas muy similares fueron muy populares en Bizancio en aquella época; posteriormente, en el siglo XIV se encontraron historias parecidas que acaban en boda feliz en Islandia. Esto demuestra el considerable impacto del género del romance sentimental sobre la literatura y la mentalidad medievales, según la historiadora: aunque la mayoría surgieron en Francia, fueron traducidos en diferentes versiones a todas las lenguas europeas. Solo de Flore et Blancheflor se conocen veinte versiones distintas entre los siglos XII y XVI. La bella Magelone llegó a ser tan popular en Alemania como en Francia, y Paris et Vienne fue traducida al latín, inglés, alemán y armenio.

La épica medieval denominó a este concepto fin`amor, cuya esencia, afirma Schnell, es el poder ennoblecedor del amor. Es aquí donde hallamos la conjunción por fin entre sentimientos individuales y el orden político, social y económico. Es un acople perfecto entre amor y matrimonio, aunque los amantes tuviesen que realizar una pequeña transgresión: casarse a solas con el cura para después legitimar su matrimonio públicamente.

«La idea de que el amor convierte al amante en una persona mejor, que el amor es la
fuente de todas las virtudes es lo que verdaderamente caracteriza todas las manifestaciones del amor cortesano. [...] Lejos de ser subversivo, el ideal cortesano que se desarrolló en la literatura bajomedieval y se difundió en toda la sociedad bajomedieval, en todos los países y todas las clases sociales, buscó la integración de ese amor en la sociedad a través del matrimonio. Cuando un hombre amaba y lo hacía de acuerdo con el código de la época, respetando la reciprocidad y la fidelidad, era un ciudadano mejor, y si pertenecía a la clase alta, más idóneo para gobernar. La justicia y la paz de un país bien gobernado tenía su origen en el respeto mutuo y el matrimonio armonioso de sus gobernadores». Citado en Leah Otis Cour (2000).


Leah Otis Cour entiende que los romances medievales no eran un fiel reflejo de la manera de vivir de las gentes de aquella época, pero lo cierto es que los pleitos matrimoniales llevados ante los tribunales eclesiásticos muestran innumerables ejemplos de enamorados que se habían unido en secreto para evitar la oposición parental a veces instruidos y animados por sacerdotes, especialmente franciscanos.



Joachim Bumke por su parte ha calificado el amor cortesano de «utopía social», es decir, supone la creación de un sueño en torno a una sociedad idealizada que contrastaba con la ruda realidad de la vida cortesana. Este mito puso de moda poner a los hijos nombres de héroes y heroínas románticos ya en el siglo XII en el Lacio y afectó más tarde a todos los niveles de la sociedad, como el caso del niño inglés que recibió el nombre de Truelove en el siglo XIV, según nos cuenta Otis Cour, 2000.

Paralelamente al  fin`amor surge otra variante amorosa: la cortezia, el amor cortés. Cuando el adulterio entró a formar parte de la temática de estos romances, las historias empezaron a estar basadas en obstáculos, imposibilidades y prohibiciones: el amor será aquí subversivo del orden social, arrasador y transformador.




El mito de Tristán e Isolda será el ejemplo más paradigmático de cómo la pasión se asocia al sufrimiento, y cómo los obstáculos (las normas sociales, las disposiciones reales, las imposiciones católicas) exacerban el amor hasta convertirlo en algo sublime y trágico. Tristán e Isolda no se sienten atraídos el uno por el otro al conocerse; pero se enamoran por efecto de la magia de un filtro amoroso destinado al futuro marido de Isolda, el Rey y tío de Tristán. La fatalidad les empuja a cometer incesto, adulterio y de atentar contra el orden divino de la monarquía; el amor se presenta como un fenómeno incontrolable, tóxico, adictivo. 

Tristán e Isolda no se aman el uno al otro tal y como son, sino que más bien se aman de forma distorsionada por ese efecto químico de consecuencias arrasadoras (Isolda no acude a casarse con el Rey y huye con el sobrino, Tristán). Sin embargo, pasado un tiempo de felicidad, la rutina y la monotonía les aburre profundamente, así que Isolda va a casarse con el Rey y Tristán se promete a otra mujer que se llama también Isolda, pero a la que no ama. Y así es como descubren que los dos se aman más en la ausencia que en la cercanía, porque la distancia exacerba su amor. Según De Rougemont, no pierden la oportunidad de separarse en cuanto pueden, para amarse locamente desde la imposibilidad. Incluso estando juntos, duermen a veces con la espada de Tristán entre ambos; ellos mismos ponen las barreras adecuadas para exacerbar el deseo.

Por esto, De Rougemont afirma que en estos romances trágicos comenzó la tradición novelesca basada en la pasión como sufrimiento. La poesía de los trovadores es la exaltación del amor desgraciado. «No hay en toda la lírica occitana y la lírica petrarquesca y dantesca más que un tema: el amor; y no el amor feliz, colmado o  satisfecho (ese espectáculo no puede engendrar nada); al contrario, el amor  perpetuamente insatisfecho y finalmente no hay más que dos personajes: el poeta que ochocientas, novecientas, mil veces repite su lamento y una bella que siempre dice que no. [...] Jamás la retórica fue más exaltante y ferviente. Lo que exalta es el amor fuera del matrimonio, pues el matrimonio significa solo la unión de dos cuerpos, mientras que Eros es más ideal que carnal; el amante se hace vasallo de la dama, pero su amor es puro y grandioso, de modo que se vive más en la distancia. Los hombres vivían amores imposibles que dejaban en sus corazones una quemadura inolvidable, un ardor verdaderamente devorador, una sed que solo la muerte podría extinguir: fue la misma “tortura de amor” lo que se pusieron a amar por sí misma».

Para algunos autores, el amor cortés ensalzó la figura de la mujer como la dama santa, y la dotó de una importancia social que no había tenido hasta entonces. Gilles Lipovetsky (1999), por ejemplo, opina que el código del amor pasión permitió al mismo tiempo a las mujeres beneficiarse de una imagen social más positiva (a una mujer ya no se la compra o intercambia, sino que hay que conquistarla enamorándola), y ganar márgenes de libertad y nuevos poderes en el intercambio galante. Esto, con el tiempo, evolucionará hasta lograr la libertad de la mujer en la elección del cónyuge: «Al menos durante la época del cortejo, la mujer adquiere el estatus de soberana del hombre; ya no es tomada ni ofrecida, sino que es ella quien elige darse, quien recibe los homenajes del amante, quien dirige el juego y concede, cuando quiere, sus favores, y el pretendiente solo puede tomar lo que la mujer decide ceder».



Anthony Giddens (1995) admite que la feminidad, en la época del amor cortés, se mitificó y se divinizó, y también acepta que de algún modo, la cultura amorosa feminizó a los hombres, porque, «la captura violenta de las mujeres, las maneras rápidas y poco complicadas de conducirse con ellas dieron paso, en las esferas superiores de la sociedad, a un código de comportamiento que prescribía la humildad y la reserva por parte de los hombres, la paciencia y la delicadeza con respecto a la dama, la veneración y la celebración poética de la amada».

Sin embargo, para Giddens, esta «desvilirización» de las maniobras de seducción masculinas no supuso el fin del pensamiento dicotómico que atribuye a los hombres el poder de la iniciativa, y a las mujeres el papel pasivo de la espera.

La seducción masculina en la época medieval se estructuró en torno a estos tres principios básicos: la declaración de amor, las lisonjas a la mujer, y la promesa de matrimonio. Las damas eran amadas así en abstracto, pues representaban la posibilidad de ascensión social y económica en tiempos de paz, y botines de guerra en tiempos revueltos, todo ello embadurnado con la idealización de la pasión y la ternura, mitificado como un tesoro inalcanzable. Por ello podemos decir que los amores corteses fueron amores utópicos: los trovadores y los caballeros estaban más enamorados del amor y de sus sentimientos, que de las personas en las que centraban su atención. 

Además, esta relación de vasallaje en realidad impuso más distancia aún entre mujeres y hombres, porque jerarquizaba sus posiciones y definía sus roles de manera muy diferenciada. A los hombres se les otorgaba la capacidad para actuar, insistir, utilizar todo tipo de estrategias para seducir a damas resistentes que gustan de ser admiradas, aduladas y engatusadas con promesas de amor eterno y felicidad plena. Las promesas de matrimonio feliz funcionaban al ser engalanadas con la poesía y la música; porque tuvieron un éxito arrasador en su época y aún hoy seguimos soñando con finales felices. 


El amor cortés en teoría ensalzó la feminidad: las mujeres eran colocadas en un pedestal como frágiles doncellas susceptibles de ser protegidas y mimadas por su enamorado. Son todas mujeres de suaves manos, piel blanca, rubia cabellera, que no tienen que labrar las tierras de sol a sol y cuya única función es esperar las adulaciones de jóvenes pretendientes, que agudizaron su ingenio para crear bellas composiciones con las que ablandar el corazón de la amada, rica heredera de tierras y recursos.


Una vez que las mujeres cedían, es decir, cuando los enamorados lograban desposarlas, eran bajadas de su pedestal para ser propiedad de sus esposos, de modo que dejaban de ser "superiores" y, paralelamente, susceptibles de ser deseadas. Al casarse las mujeres se sometían, por eso sin duda la etapa del cortejo era tan larga; para ellas se trataba de resistir y continuar siendo deseada; para ellos se trataba de asediar a una mujer del mismo modo que a una torre del castillo enemigo, sin desfallecer, utilizando el arte y las metáforas como estrategia seductora. 




Pienso que los restos del amor cortés que subsisten en nuestra cultura amorosa no ayudan para la creación de parejas igualitarias sin jerarquías ni pedestales donde sea fácil el intercambio de roles. También creo que precisamente la idealización del amor cortés es lo que nos hace tan desgraciad@s cuando nos enamoramos; la realidad siempre se impone, y la mitificación del amor pasional como lugar de armonía y perfección solo conlleva, en nuestros días, una intensa frustración que avinagra los caracteres y amarga las relaciones más dulces.


Por eso, menos palabrería medieval, y más acercar las almas para llegar a quererse. Las promesas en torno al futuro son siempre vanas porque no podemos controlar lo que nos puede suceder, de modo que resulta absurdo creerse que el futuro va a ser igual o mejor que el presente, pero siempre controlado. Las palabras idealizan futuros, crean escenarios grandiosos que van más allá del aquí y del ahora; yo abogo por más aquí y más hora, más comunicación no verbal, más realidad en la unión con la otra persona, menos máscaras y adornos, ningún muro que escalar (muros de miedo, muros de intereses personales que chocan, muros de contención de emociones). Un amor menos cortés, y más cercano, en definitiva.




Coral Herrera Gómez

Otros artículos: 

La Pasión en nuestra cultura occidental


El Romanticismo Patriarcal

El Mito del Matrimonio


KATE Y GUILLERMO: Las bodas reales como acontecimiento mediático




BIBLIOGRAFÍA


1) DE ROUGEMONT, DENIS: El amor y Occidente, Editorial Kairós, Barcelona, 1976 (8 ed.).

2) GIDDENS, ANTHONY: La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 1995.

3) LIPOVETSKY, GILLES: La tercera mujer, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.

4) OTHIS-COUR, LEAH: Historia de la pareja en la Edad Media. Placer y amor, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 2000.


7 de diciembre de 2010

El Amor Horrible




Cada vez estoy más convencida de lo egoísta que puede llegar a ser el amor romántico; pero estos grupos de facebook me horrorizan completamente por su machismo generalizado y su ansiedad voraz sobre el objeto amado. 


Vean la selección que he llevado a cabo de los grupos y las frases de facebook: 


4 de diciembre de 2010

¿Están los hombres en crisis?


En la década de los 80, son muchos los escritores que se hacen eco de la bancarrota del hombre, mientas que los psicólogos inciden en su creciente desamparo psicológico durante los últimos veinte años, desde que se produjo la revolución feminista y la revolución gay.