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4 de diciembre de 2010

¿Están los hombres en crisis?


En la década de los 80, son muchos los escritores que se hacen eco de la bancarrota del hombre, mientas que los psicólogos inciden en su creciente desamparo psicológico durante los últimos veinte años, desde que se produjo la revolución feminista y la revolución gay.




 Algunos historiadores norteamericanos fechan la aparición de la crisis masculina en Estados Unidos en la década de los 80 del siglo XX (Kimmel, 1999); otros a partir de 1890 (Filene y Peter G, 1974). Según estos expertos en Men's Studies, la crisis de la masculinidad se hizo evidente cuando las mujeres, igual que en Europa, pretendieron hacer algo más que ser madres hogareñas. Más ruidosas que las europeas, según Elisabeth Badinter, manifestaron su cansancio y se rebelaron contra las convenciones. Crearon clubs femeninos, enviaron a sus hijas al colegio y comenzaron a trabajar fuera de casa. La mujer norteamericana reclama para sí el poder de quedarse soltera o casarse según sus sentimientos y voluntad, pero si se casa, tiene menos hijos y no por ello se someterá al marido. Reclaman el derecho al divorcio, y el derecho a votar.

Cuanto más alto expresaban las mujeres sus reivindicaciones más se hacía evidente la vulnerabilidad de los hombres: con un rol masculino incierto y un gran pánico de la feminización, el norteamericano medio de principios de este siglo ya no sabe cómo ser un hombre digno de este apelativoEn 1909 un periodista comentaba ante el éxito en las masas del fútbol americano y el béisbol: «El campo de fútbol es el único lugar en el que la supremacía masculina es incontestable». (Badinter, 1993).


En Francia y España revistas especializadas publicaron números especiales sobre la masculinidad en crisis entre 1970 y 1980. En el ámbito hispanoamericano, la primera revista que dedica un especial a los hombres es El Viejo Topo en el extra número 10, en los años 70, con colaboraciones de Gérard Imbert, Gilles Bienvenu, o Jean Vandenesch. También fue muy celebrado el artículo de Imbert titulado: «Reinventar la paternidad», en el número 64 de esta revista, en Enero de 1982, porque es quizás la primera reflexión en torno a la nueva paternidad, vivida con miedos y con ilusión, pero impregnado de una gran ternura. El texto mezcla la rigurosidad académica con la vivencia subjetiva, y a partir de lo subjetivo expresa el momento social e histórico que el autor está viviendo.



También quiero destacar la labor llevada a cabo en España por Luis Bonino, que dirige en Madrid el «Centro de Estudios de la Condición Masculina». Los textos y compilaciones más interesantes en nuestro país son de Carabí y Segarra, 2000; Frigolé, 1997; Lomas, 2004; y Montesinos 2002. También cabe señalar la influencia de los planteamientos psicológicos y psicoanalíticos en las investigaciones sobre masculinidad realizados en Latinoamérica, especialmente en Argentina, donde se ha prestado un interés particular a la subjetividad masculina y a las relaciones de los niños con sus progenitores.




Es en los 90 cuando los medios de comunicación masivos comienzan a prestar atención a este fenómeno. En EE.UU., The Economist daba la señal de alarma con su apertura de portada: The trouble with men. En su número del 28 de Septiembre de 1996, el tema principal fue analizar la presunta decadencia masculina. Esta decadencia puede ser debida, se comenta en el artículo, al verse los hombres progresivamente sobrepasados, en todo el Occidente desarrollado, por una imprevista e inminente supremacía femenina.


Enrique Gil Calvo (2006) hace una síntesis de las cinco áreas donde parece poder probarse cierto declive de la antigua dominación masculina:
– El acceso masivo de las mujeres a la enseñanza superior (mientras que los chicos monopolizan el fracaso escolar).
– En el mundo del trabajo los empleos tradicionalmente masculinos de cuello azul disminuyeron por efecto de la reconversión industrial, y se multiplicaron los empleos de cuello blanco (ventas, administración, finanzas, comunicación) y sobre todo, los de cuello rosa (enseñanza, sanidad, hostelería, servicios personales, protección social) donde las sobreeducadas mujeres cobraban una clara ventaja.
– En la escena política norteamericana estaba ascendiendo una generación de mujeres que, bajo la égida de Hillary Clinton, imponía su agenda militante a unos partidos políticos todavía masculinos, pero que cada vez más obligados a obedecer las exigencias femeninas de corrección política, dada la decisiva mayoría de mujeres votantes que determinaban los resultados electorales.
En la estructura familiar, progresivamente monopolizada por mujeres dada la decadencia del matrimonio, el abandono masculino y la notoria ausencia del padre, que determina el crecimiento imparable de los hogares monoparentales matrifocales.

– Y por último, pero no menos importante, la evidente autodestructividad masculina:
«Patentemente desmoralizados, los varones tiraban la toalla, renunciaban por doquier a la búsqueda del éxito social y se entregaban con resentimiento a la adicción, el nihilismo, y la violencia reactiva. Delincuencia, crimen, suicidio, enfermedades, violaciones, accidentes y toxicomanías parecían las únicas actividades masculinas en alza, determinando entre los hombres unas carreras vitales aparentemente predestinadas a la autodestrucción, los episodios depresivos recurrentes y la muerte temprana». (Gil Calvo, 2006).




En su extenso ensayo, Gil Calvo enumera las razones por las cuales se ha generalizado entre la opinión pública una caricatura tan peyorativamente antimasculina:

– Puede haber influido la necesidad de halagar la buena conciencia de las mujeres que constituyen la mayoría decisiva del público en tanto que consumidoras, telespectadoras, radioyentes, lectoras y electoras (áreas todas estas cuya audiencia agregada es predominantemente femenina).
Todos los hombres se acostumbran a representar de mayores «el más que dudoso papel de héroe maldito de pacotilla. [...] A los hombres, en el fondo, toda esta cruz de la decadencia masculina nos encanta, a pesar de que en principio debería herir nuestro amor propio. Así que toda esta épica de la supuesta degeneración masculina bien pudiera estar principalmente destinada a halagar los bajos instintos narcisistas de los hombres, siempre predispuestos a creerse unos niños malos, perversamente capaces de hacer llorar a mamá».
– Podría ser también una mera estrategia negociadora, que busque recomponer en beneficio exclusivo de los hombres el viejo contrato sexual: «En este sentido, si convencemos a la opinión pública de que pronto seremos el segundo sexo, ¿por qué no reclamar una futura discriminación positiva que beneficie a los varones damnificados en exclusiva?»
– También podría este lamento sobre la decadencia ocultar, en realidad, una patética petición de auxilio. Esta estrategia es una constante: como se supone que los hombres no lloran: ¿quién no se asusta y se apiada ante el llanto masculino?

Sin embargo, esta oleada de lúgubre melancolía masculina también podría ser sincera:

"Lo cierto es que nuestra generación (me refiero a los hombres nacidos en Occidente durante la posguerra, que ocupan hoy las posiciones de control sobre la definición de la realidad) es la primera cohorte de varones revestidos de mala conciencia masculina. Al llegar a la mitad del camino de nuestra vida, nos sentimos culpables por casi toda nuestra vida, nuestra ejecutoria previa (anarquismo de los años 60, arribismo de los 70, corrupción de los 80, derrota de los 90) que nos ha llevado a traicionar orígenes, raíces, principios, y señas de identidad, renegando de todas las revoluciones de salón a las que nos aventuramos de boquilla presumiendo heroicidad. Nos sentimos sobre todo culpables por haber traicionado la revolución feminista, en la que nos embarcamos alegremente como compañeros de viaje con la esperanza de explotarla en nuestro  exclusivo beneficio, por obra y gracia de la llamada liberación sexual. Verbalmente sostuvimos que nos solidarizábamos con la mujer, a la que paternalistamente reconocimos su igualdad de derecho. Pero, en la práctica, hemos ejercido la desigualdad de hecho. Esto explica nuestra mala conciencia. (Enrique Gil Calvo, 1997).


Otras hipótesis se basan no tanto en la reacción defensiva contra la revolución sexual femenina como en una necesidad estructural masculina, que nace dentro del varón: «Son los propios hombres quienes se ven en sí mismos obligados a transformarse y cambiar por propia iniciativa, al margen y con independencia de cuál sea por su parte la evolución femenina.» (Gil Calvo, 1997)

Este autor propone la hipótesis de que la actual crisis de la sensibilidad masculina posmoderna podría representar la dolorosa transición «desde el aún vigente pero ya caduco modelo de varón individualista a un incierto y todavía inédito modelo futuro de varón posindividualista. No estaríamos así ante una crisis de mera decadencia como ante una crisis de inicio, conmutación y apertura».




Otros autores como Moore y Gillette (1993), y Robert Bly creen que las causas de la crisis de la masculinidad se basan principalmente en la falta de modelos adecuados de hombres maduros y la carencia de cohesión social y de estructuras institucionales para actualizar el proceso ritual. Esta carencia provoca la búsqueda identitaria de una solución individual, «cada hombre por sí solo». Durante el transcurso de los siglos de civilización en Occidente, casi todos los procesos rituales se han abandonado o se han deslizado por caminos más angostos y menos energéticos, convirtiéndose en los fenómenos que llamamos pseudoiniciaciones. Gillette y Moore (1993) creen que los hombres actuales necesitan llegar a la madurez, aprender a amar y ser amados por el hombre maduro, y mejorar las relaciones masculinas sin competitividad ni hostilidad:

Al desconectarnos del ritual, hemos acabado con los procesos mediante los cuales hombres y mujeres lograban su identidad de género de una manera profunda, madura yque mejoraba su modo de vida. [...] Estamos rodeados por las manifestaciones de la psicología del adolescente y sus síntomas se pueden advertir fácilmente. Entre ellos están los comportamientos prepotentes y violentos contra los demás, el miedo, la pasividad y la debilidad, la incapacidad de actuar de manera efectiva y creativa en la propia vida y de engendrar la vida y la creatividad en los demás. [...] Lo que está faltando no es la conexión adecuada con lo femenino interior, como muchos psicólogos de prestigio suponen. [...] Lo que está faltándonos es una conexión adecuada con las energías masculinas profundas e instintivas, con los potenciales de la masculinidad madura. Debemos conseguir una sensación de tranquilidad respecto del poder masculino de tal manera que no sea preciso actuar con un comportamiento dominante y agresivo. (Moorey Gillette, 1993).



En la actualidad, Elisabeth Badinter cree que los hombres se hallan en un cruce de caminos que, a menudo, toma para ellos la forma de un dilema insoportable: mutilación de su feminidad o mutilación de su virilidad; «herida mortal para su «alma femenina» o bien ahogamiento en el regazo maternal». Ella cree que la vía intermedia sería la más recomendable, probablemente porque en todo ser humano se encuentran características de todo tipo.

Lo único que ocurre es que unas se han asociado al género femenino y se han mostrado como negativas, y otras se han considerado positivas y pertenecientes al ámbito de la masculinidad. Pero en realidad ambos polos forman un todo; el ser humano es un ser complejo lleno de contradicciones y matices de intensidad, y varía en sus comportamientos a lo largo de su vida. Las identidades ya no son estables, de modo que ahora es más fácil construirse una propia admitiendo la existencia en uno mismo de características pertenecientes a ambas categorías, despolarizándolas, matándolas en performances andróginas. De este modo, al reconocer en sí mismos la convivencia pacífica de esos modelos bisexuales y la performatividad del género (Beatriz Preciado, 2002), la lucha interna de las personas dejaría de ser tan despiadada, y el género podría dejar de ser un motivo de angustia interna para los hombres.

En este sentido, las mujeres están más liberadas de esa lucha porque tenemos interiorizada de manera natural la masculinidad y la feminidad, sin contradicciones emocionales. Las etiquetas de fortaleza, dureza y valentía, no son exlusivamente masculinas;  son adscripciones y estereotipos de géneros creados en el seno de culturas patriarcales que dividen a las personas en dos grupos diferenciados e interdependientes. Y es que la riqueza de los humanos está precisamente en que todas somos vulnerables y fuertes a la vez, activos a veces y pasivos otras, ganadoras y perdedores también.



En general, la crisis de masculinidad es un fenómeno íntimamente relacionado, creo, con la violencia de género. Muchos de los hombres maltratadores no soportan la autonomía económica de sus compañeras,  y temen perderlas por su libertad para moverse, las redes sociales que cultivan, o las pasiones propias que quitan tiempo de atención al marido. No sólo el empoderamiento femenino, sino también su libertad para irse o quedarse, para cambiar de pareja, para rehacer su vida con quien quiera, son motivos que llevan a muchos a tratar de controlar a "sus mujeres", de  dominarlas físicamente y psíquicamente, de chatajearlas o quitarles la vida; actos de egoísmo puro y de falta de adaptación a las nuevas realidades sociales, políticas, sexuales y emocionales. Muchos hombres piden ayuda para superar el miedo a la libertad y el poder femenino; pero también es cierto que la principal causa de muerte para las mujeres en todo el planeta sigue siendo el asesinato, a manos de maridos, ex maridos, amantes y pretendientes. 

En el mundo occidental ha emergido una especie de neomachismo que se traduce en una deslegitimación continua de los logros feministas. Hombres y mujeres consideran que el feminismo, se igual modo que el ecologismo, es practicado por gente radical; el estereotipo de la feminista es una figura desagradable, amargada y odiadora a la que ninguna mujer quiere parecerse. Estos hombres y mujeres esgrimen en los debates una sarta de argumentos anti igualitarios que reflejan las resistencias sexistas a aceptar los cambios en las estructuras familiares, sociopolíticas, afectivas, etc. que se han producido como consecuencia de las políticas de igualdad que se vienen aplicando desde, y gracias a, la revolución feminista de los años 70.

De hecho, la mayor parte de los autores, como Raewyn (Robert) Conell (1995), sitúan la crisis masculina en el seno de la crisis del patriarcado. Los hombres desde entonces se han sentido desorientados ante la ruptura y transformaciones de las estructuras laborales, sociales, económicas, políticas y sobre todo, individuales que están teniendo lugar. Algunos se sienten culpables porque han defendido la lucha feminista, pero luego son incapaces de ceder sus privilegios de clase y de relacionarse igualitariamente en su vida cotidiana, especialmente en lo que concierne a las tareas domésticas. Las mujeres siguen tratando de concienciar a los hombres de que no han nacido para servirles ni para ser criadas ni madres patriarcales, pero a muchos les costó (y les cuesta todavía) asumirlo y renunciar a tareas desagradables como limpiar los retretes o cambiar pañales, según Donald H. Bell (1987).



Por otro lado, los hombres sienten que han perdido sus modelos de referencia, ya que el de sus padres, educados en la cultura patriarcal (y por tanto machistas, dependientes de sus mujeres, autoritarios, con dificultad para establecer relaciones íntimas y para expresarse emocionalmente) ya no les sirve como ejemplo a seguir. Lo que desorienta al varón posmoderno es la libertad a la que se enfrentan, la falta de modelos masculinos no patriarcales y cierto complejo de castración, que simboliza el miedo a la amputación o liquidación de su ser y sus roles de género.

Las mujeres posmodernas, aunque no todas, intentamos, (y vamos consiguiendolo, creo), dejar atrás los estereotipos de madre/santa, virgen/princesa o puta/diablesa, porque no queremos ser encorsetadas bajo etiquetas tan excluyentes. Nos ofrececemos desidealizadas, tal y como somos; pero soñamos con un compañero que sea perfecto,  y con una relación que sea todo pasión, respeto, cariño, sexo, cuidados, sinceridad infinita.

Queremos compartir y ser tratadas como iguales, sin paternalismos ni autoritarismo, y sin miedos ancestrales; pero a los hombres les cuesta, creo, relacionarse igualitariamente, primero porque los entornos masculinos (deportes, negocios) son jerárquicos y competitivos, y segundo porque en la tradición los varones siempre se han situado o bien en un plano superior al colectivo femenino, o en un plano de dependencia emocional con respecto a sus madres y esposas.



La crisis de la masculinidad, desde mi punto de vista, es en gran parte identitaria porque los varones ya no sustentan el papel de proveedor principal, cabeza de familia, rey de su casa y amo de sus propiedades, su mujer, sus hijos e hijas. Ya no son necesarios ni para la defensa, ni para el mantenimiento de un hogar, ni para la reproducción, como lo demuestra el aumento de familias monoparentales encabezadas por mujeres independientes, y como lo demuestra el uso de las técnicas de reproducción asistida.

Los hombres se quedan desprovistos de autoridad y muchos se declaran angustiados: «Solo sabemos que estamos angustiados, al borde de sentirnos impotentes, desvalidos, frustrados, aplastados, no queridos ni apreciados, a menudo avergonzados de ser hombres» (Moore y Gillette, 1993).

Ahora todo es negociable: los hijos e hijas reniegan del padre ausente y apenas conocido, las mujeres se rebelaron hace tiempo contra la doble moral sexual, y los hombres han de asumir las consecuencias de sus actos. Su constante deseo de escapar (de sí mismo, de sus sentimientos, de sus compromisos, de sus problemas, de su paternidad) ha sido denominado síndrome de evitación, de ausencia o de abstención masculina.

Según Fernando Savater, citado en Gil Calvo (2006), siendo la voluntad masculina potencialmente infinita o al menos indefinida, se ve obligada a tener que elegir trágicamente entre querencias contradictorias: «Debido a que no se puede querer a la vez todo y ahora, y debido a la necesidad de ordenar y anteponer unas voluntades con preferencia sobre otras, el hombre posmoderno sufre porque no puede tenerlo todo ni imponer su santa voluntad del mismo modo que lo hacía antaño, pese a que sus madres los sigan educando para ser hombres adultos egoístas y ventajistas.»

Este deseo de evasión de su realidad, su deseo de regresión a la infancia y su falta de implicación emocional ahora es visto como un signo de inmadurez, no de autonomía e independencia. Paralelamente, sin embargo, muchas mujeres se resiten a perder sus privilegios de género y se pasan la vida anhelando un hombre que las proteja, las cuide y las mantenga mientras ellas se entregan a la tarea reproductora.




Lo que ocurre es que las mujeres posmodernas también nos sentimos perdidas y de alguna manera, paralelamente al proceso de empoderamiento también estamos viviendo una crisis por las trabas que encontramos en el camino hacia la libertad y el amor. Son dos grandes aspiraciones que sentimos contradictorias de igual modo que los hombres; y además sentimos que los modelos de relación anteriores (el modelo que ofrecen los abuelos o los padres) no nos valen. Tampoco nos son válidas como ejemplo a seguir las ficciones románticas que nos seducen con modelos amorosos idealizados, porque hemos descubierto que el amor no es para siempre y que una cosa es imaginar y otra vivir, y convivir. 


Muy a nuestro pesar, descubrimos que el patriarcado está en nuestras emociones, anhelos y objetivos en la vida; y son muchas las personas (mujeres y hombres) que se sienten cómodas adoptando roles y actitudes tradicionales porque no disfrutan saliéndose de los guiones prestablecidos. Las etiquetas nos proporcionan seguridad porque sabemos cuál es nuestro papel y qué se espera de nosotras; pero muchas otras luchan por romper esas clasificaciones rígidas que empobrecen nuestra vida y nuestras relaciones sexuales y afectivas. 


Creo que el camino para ellos y nosotras es construir otros modos de relación más personalizados, basados en reflexiones, apetencias, quereres y acuerdos con compañeros y compañeras que se atrevan a experimentar en el ámbito de la sexualidad y las emociones. No nos queda otro remedio, entonces, que sacudirnos el miedo de encima y buscar nuevos modos de relacionarnos… por ejemplo, configurando pactos continuamente buscando una armonía de poderes, para crear relaciones basadas en la complicidad y el compañerismo, alejadas de las mecánicas de dominación y sumisión tradicionales.





1)      BADINTER, ELISABETH: XY: La Identidad Masculina, Alianza, Madrid, 1993.

2)      BIENVENU, GILES: «Hombres a ralentí», El Viejo Topo, Extra Num.10: Masculino-Femenino.

3)      BELL, DONALD H: Ser varón, Tusquets, Barcelona, 1987.
 
4)      BONINO, JOSÉ LUIS: «Deconstruyendo la normalidad masculina», Conferencia para la Asociación Española de Clínica y Psicoterapia Psicoanalítica, (1997), publicado en: The European Men Profeminist Network. http://www.europrofem.org/contri/2_05_es/es-masc/22es_mas.htm

5)      GIL CALVO, ENRIQUE: Máscaras masculinas. Héroes, patriarcas y monstruos, Anagrama, Barcelona, 2006.

6)       GIL CALVO, ENRIQUE: El nuevo sexo débil. Los dilemas del varón posmoderno, Temas de Hoy, Ensayo, Madrid, 1997.

7)      IMBERT MARTÍ, GÈRARD: «Reinventar la paternidad», El Viejo Topo, N.º 64, Enero de 1982

8)      IMBERT MARTÍ, GÈRARD: «Hacia una masculinidad de-liberada», El Viejo Topo, Extra Num.10: Masculino-Femenino.

 9)       JOCILES RUBIO, MARÍA ISABEL: «El estudio sobre las masculinidades. Panorámica general», Gazeta Antropológica, núm. 17, 2001. http://www.ugr.es/~pwlac/

10)   KIMMEL, MICHAEL: «La masculinidad y la reticencia al cambio», La
               Jornada. Número 33. Jueves 8 Abril 1999. Pp. 8-9.
               http://sepiensa.org.mx/contenidos/f_mascu/ dos.htm

11)   MOORE, R. Y GILLETTE, D.: La nueva masculinidad. Rey, Guerrero, Mago
          y Amante, Paidós, Barcelona, 1993.

12)  VANDENESCH, JEAN: «Los hombres sin palabra», El Viejo Topo, Extra Num.10: Masculino-Femenino.