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12 de diciembre de 2011

La Pasión en nuestra cultura occidental





"El amor, más que un poder elemental, parece un género literario. Porque el amor, más que un instinto, es una creación,". 
José Ortega y Gasset, filósofo.


Aprendemos a amar a  través de los cuentos que nos cuentan en la infancia, los relatos de la adolescencia, las novelas, las películas y los musicales. Las historias de amor occidental están contadas bajo el esquema de nuestra estructura mental basada en la dualidad de los elementos opuestos: día/noche, blanco/negro, femenino/masculino, etc. , por eso la pasión amorosa está inevitablemente ligada a la fusión de la vida con la muerte. El orgasmo pasional se desata con las contradicciones que se desatan entre el deber y el querer, el dolor y el amor, el deseo y el placer, el sufrimiento y la sublimación. 

La mayor parte de las historias pasionales son breves e intensas porque a pesar de su belleza y fuerza, acabarán siendo destruidas por la muerte o la imposibilidad. Y es que en nuestra cultura, la pasión está ligada a la idea de lo tormentoso, esa mezcla explosiva entre la felicidad y la obsesión, la locura transitoria, la borrachera de placer el amor sin medida, el amor no correspondido, el amor salvaje e "irracional".

Cuando nos sumergimos en esas historias dramáticas, sufrimos y disfrutamos a partes iguales, somos sado y masoquistas. Somos las escritoras de nuestras propias historias, el otro o la otra es el segundo narrador, y juntos/as construimos una película llena de orgasmos infinitos, infiernos bañados en lágrimas, desencuentros y discursiones tormentosas, borracheras de amor, éxtasis líricos, felicidades absolutas, miedos y reproches, rotura de muros de contención, paraísos artificiales, estrategias de todos los colores, y ese nicontigonisinti que tanto nos excita. 

Cuando vemos películas también sufrimos, porque deseamos que los protagonistas estén juntos, pero no pueden por una serie de obstáculos (están casad@s con otra persona, sus familias se odian a muerte, su relación es incestuosa, o provienen de razas, religiones, idiomas distintos, o clases sociales diferentes). 

El caso es que siempre hay un motivo para que la pasión sea breve, pero muy intensa. Piensen que si los Capuleto y los Montesco comiesen juntos paella todos los domingos, Shakespeare no hubiera tenido una historia que contar llena de dramatismo. Romeo y Julieta se hubiesen casado felizmente y no habría trama, ni superaciones, ni separaciones ni reencuentros, ni dolor, solo dos adolescentes afortunados que vivirán juntos por el resto de sus días, aunque sea echándose los trastos a la cabeza o sucumbiendo ante el paso del tiempo, la rutina, el aburrimiento, la incomunicación, las infidelidades, el peso de la convivencia... 



Al tener prohibido optar por la felicidad conyugal  y el hogar estable, ellos acaban trágicamente con su vida; querían estar juntos por encima de todo y no soportaban la separación. Si la historia nos conmueve es porque amor y eternidad están relacionadas con la liberadora muerte; los amantes, encegados, no ven nada más, no le encuentran sentido al vacío de sus vidas sin el amor del otro. Y protestan porque no les dejan estar juntos. Castigan a sus familias, les privan de su presencia en el mundo para que se sientan culpables por haberles separado. Tenían una fe ciega en su amor, y querían ir más allá de una realidad que no les gustaba, como en la mayor parte de las historias del Romanticismo que tendrá lugar en el siglo XIX.

Los psicológos hablan del "Efecto Romeo y Julieta"  característico de nuestros patrones románticos:  cuantos más obstáculos tiene una pareja para unirse, más intensa y emocionante será la historia, más deseo suscitará en el otro, más se aviva la llama de la incertidumbre y el desasosiego, el reto de la conquista, la recompensa con premio por esperar, aguantar o por luchar contra los obstáculos. 


Uno de los mayores afrodisíacos de nuestra cultura es la necesidad que nos entra de alcanzar lo imposible. Por eso nos enamoramos de quien no nos conviene, nos obsesionamos cuanto más pasan de nosotr@s, nos volvemos locos y locas por aquello que no podemos tener. Porque cuanto más lejos está, más lo mitificamos.

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Y es que a los humanos y las humanas nos gusta mucho sufrir; nos viene de la cultura cristiana ese gusto por el derramamiento de dolor, lágrimas, pena, angustia, nostalgia, exhibido sin pudor ante el público. Por eso la pasión tiene ese trasfondo teatral que toma su máxima exponencia en las telenovelas latinoamericanas.





¿La pasión existe o la creamos nosotr@s?


Sobre la cuestión de si la pasión forma parte de la condición humana de manera natural, o si es una estructura narrativa, existe una gran controversia entre los y las investigadoras. 

La idea de que hemos aprendido a amar a través de los relatos, con los que nos hemos transmitido generación tras generación unas estructuras amorosas determinadas, es difícil de admitir sin más. Nos cuesta pensar que estamos condicionados por esquemas que se instalan en nuestro inconsciente. Porque un@ cuando se enamora no siente a la cultura sobre sí, no siente que está casi programado/a para sentir todo lo que va a sentir. 

Esos esquemas emocionales están ya incorporados a nuestro organismo, a nuestra personalidad, a nuestro lenguaje, a nuestro arte, a nuestro deseo. Incluso aunque nuestra ideología y nuestra filosofía de vida no sean capitalistas ni patriarcales, aún así, las emociones están hechas a su medida. Creo que resulta tremendamente difícil escapar de los mitos aun cuando poseamos toda la teoría anti-romántica del mundo. 



Entonces hay autores que defienden la idea, como De Rougemont, de que la pasión  es una creación literaria que proviene del mito del amor cortés surgido en la Edad Media, de la que toda nuestra cultura es heredera. 

También Peter Dinzelbacher defiende la idea de que el amor fue un “descubrimiento” de los habitantes del siglo XII. 


Clara Coria (2005) explica que en pleno inicio del siglo XXI es posible encontrar infinidad de vestigios de las épocas medievales «que solo aparentemente quedaron enterrados en las sombras de la historia pasada. Vestigios que muy pocos/as reconocen porque han sido meticulosamente aggiornados con una cosmética de dudosa calidad». 


Es fácil ver esos vestigios medievales en las bodas que se celebran por la Iglesia, o en mitos como el de la princesa esperando en su castillo al otro mito, el príncipe azul.


PASIÓN UNIVERSAL


Hay autores y autoras que defienden, en cambio, la idea de que la pasión amorosa es un fenómeno universal. 

Peter Dronke  investigó las  numerosas raíces culturales de la pasión en la literatura latina, popular y árabe, anteriores al amor cortés de la Edad Media.

Ya en el segundo milenio antes de Cristo las canciones de amor de las mujeres de Egipto mezclan el amor apasionado con el matrimonio. (…) Tal vez gran parte de lo que nos parece una innovación no es más que la plasmación sobre el papel (o el pergamino) de unas ideas  y unos sentimientos que llevaban mucho tiempo presentes en la sociedad pero que raramente o nunca habían sido expresados. Hay que tener mucho cuidado a la hora de hacer generalizaciones acerca del “descubrimiento” del amor en la Edad Media”, afirma en esta misma línea Leah Otis-Cour (2000).

También Clara Coria (2005) defiende que el amor romántico es un sentimiento tan antiguo como la Humanidad,  y se remite a los mitos más arcaicos: “Los pueblos de todos los tiempos han dejado múltiples registros del amor entre las personas a través de sus libros sagrados, textos filosóficos, poemas épicos, tragedias, comedias, novelas y tradiciones orales”. Según Coria, lo único que ha cambiado es su forma de concebirlo y de expresarlo; cada época ha desarrollado su propia idiosincrasia amorosa. 



Yela (2002) explica que existen testimonios de la existencia de poemas, canciones y fábulas amorosas en las antiguas civilizaciones no occidentales como en la India y en Mesopotamia. En el antiguo Egipto hay testimonios de la existencia del fenómeno amoroso, por ejemplo el poema que Ramsés II dedica a su esposa preferida, Nefertiti.

La única,....la amada sin par 
la más bella de todas ...mirala... 
Es semejante a la estrella brillante 
al comienzo de un año feliz. 

Ella es resplandeciente de 
perfección ..radiante su piel 
y encantadores sus ojos 
cuando miran. 

Dulce es el habla de sus labios 
sin decir palabra inútil 
largo es su cuello y luminosos sus pechos 
con una cabellera de auténtico lapislázuli. 

Sus brazos superan el esplendor del oro 
y sus dedos como cálices de loto. 
Lánguidos son sus muslos 
y estrecho su talle. 

Sus piernas soportan su belleza 
su grácil paso roza los suelos 
y con sus movimientos captura mi corazón.´ 

´Oh, mi sabroso vino.... mi dulce miel tu boca... 
tus palabras me deleitan 
tus labios.... tus besos me enloquecen 
ven, mi amada hermana´



Definición de Pasión

Los medievales denominaron a la pasión acedía o amor heroico, enfermedad que deja al hombre embobado, y “tan alterado está el juicio de su razón, que continuamente imagina la forma de la mujer y abandona todas sus actividades, tanto que, si alguno le habla, apenas logra entender, y puesto que se sumerge en una incesante meditación, se define como angustia melancólica” 
Lilium Medicinale de Bernardo Gordonio (1285).

El término del amor apasionado, amour passion, fue acuñado por Stendhal, e implica una conexión genérica entre el amor y la atracción sexual. El amor apasionado se caracteriza por un estado de extraordinariedad y de fuerte implicación emocional con el otro que puede llegar a desarraigar al individuo de su mundo porque “genera un caldo de cultivo de opciones radicales así como de sacrificios. Por esta causa, enfocado desde el punto de vista del orden social y del deber, es peligroso” (Giddens, 1995, siguiendo a Stendhal). En la mayor parte de las culturas ha sido considerado como un fenómeno subversivo, porque altera el orden social y la vida cotidiana.






La vida y la muerte


Decíamos al principio que el amor pasional es trágico porque necesariamente ha de acabarse de forma abrupta. Una película, por ejemplo, que cuente la forma de laguidecer o la agonía de la relación amorosa a manos del tiempo es lo más aburrido que nos pueden contar, y de hecho, nadie lo hace. 

Lo interesante de la pasión es que se asesina la propia historia de amor, bien por parte de uno o dos de los dos implicados, bien por causas externas ajenas a la voluntad de ambos. Su importancia radica en que ese amor exacerbado y ciego no es eterno, es absoluto en sí mismo y está alimentado por la imposibilidad y el deseo, tensiones contradictorias entre sí, que estallan en un maremagnum de emociones.

Por eso a veces la pasión muere cuando se satisface el deseo. La pasión es cazadora, guerrera y dominadora; la angustia del amante pasional es no poder poseer nunca del todo a su amante, por eso eterniza el instante. El tiempo para el amor pasional se congela y se vivifica; esa sensación de irrealidad es lo que provoca precisamente la adicción, la dependencia, la obsesión y la locura… por eso el amor pasional envilece a las personas, según De Rougemont (1939): 

El amor es una amarga desposesión, un empobrecimiento de la conciencia vacía de toda diversidad, una obsesión de la imaginación concentrada en una sola imagen; y a partir de entonces el mundo se desvanece, “los demás” dejan de estar presentes, no quedan prójimo, deberes, vínculos que se mantengan, tierra ni cielo: estamos solos con todo lo que amamos”. 

El “intoxicado por amor” es, para De Rougemont, un ser degradado cuyos sentidos se embotan, su lucidez se debilita y acaba idiota.




Sentimos demasiado



El lenguaje científico contemporáneo ha explicado la pasión como un síndrome  relacionado con la química del cerebro: los niveles altos de dopamina están asociados con una motivación intensa y unas conductas dirigidas a unos objetivos, así como a la ansiedad y el miedo. Helen Fisher (2004) afirma que la naturaleza fue demasiado lejos en lo que se refiere a las emociones humanas:

“Sentimos demasiado. La razón reside probablemente en el tamaño de la amígdala humana, una región de forma almendrada situada en un lado de la cabeza, por debajo de la corteza, que es el doble que el de la amígdala de los simios. (…) Esta región cerebral desempeña un papel fundamental en la generación del miedo, la rabia, la aversión y la agresión; algunas de sus partes también producen placer. Con esta capacidad cerebral para generar emociones fuertes y a menudo violentas, los humanos podemos unir nuestro impulso de amar con un enorme repertorio de sentimientos”.

Esos repertorios nos son facilitados a través de los relatos que nos han llegado desde los albores de nuestra cultura. En la Antigüedad griega, por ejemplo, el amor y la pasión aparecen como temas fundamentales de la lírica griega desde sus orígenes. De la época helenística heredamos la tragedia o novela sentimental,  según Lourdes Ortiz (1997):

“El amor para los griegos es dios o semidiós, fuerza poderosa que con sus dardos sorprende al hombre o la mujer y los arrebata. Una especie de posesión, un trance, un desequilibrio que debe deshacerse para que el hombre o la mujer recobren la calma, calma que se recobra en el abrazo. Pero el amor es soberano y perturba con su dulce dardo a los mismos dioses que en las primitivas teogonías, se muestran caprichosos e insaciables: Zeus toma mil formas para poseer a aquellas que desea: es lluvia de oro, nube, toro furioso, águila que rapta a Ganímedes. Hombres y mujeres indistintamente son presas de un Eros voluble, que tira sus dardos al azar, sin importarle el sexo ni la condición de aquel que es atacado: hombre que ama al hombre, mujer a la mujer, viejo que ama al niño, doncella que tiembla ante el joven mancebo”.

La alegría de los primeros poetas líricos, compartida por hombres y mujeres va dejando paso en la sociedad griega a un enfrentamiento trágico entre el logos y la pasión. Uno representa el orden y el otro el caos; la mujer será representada como el símbolo de ese caos irracional, esa pasión salvaje. Eurípides, por ejemplo,  representa a las mujeres como brujas capaces de manejar extrañas hierbas y cultos extranjeros. 

Para Ortiz (1997) la grandeza de la tragedia griega es que nos ha dejado para siempre esos personajes femeninos inolvidables, fuertes y quebradizos a un tiempo, capaces de amar y de llorar, pero reflexivos; son seres que aman y piensan: “desde la más fiera y salvaje como Medea, hasta la más gallarda como la Antígona de Sófocles”.


El desasosiego desconocido que tortura a Cloe, la virgen-niña, pastora ingenua, que siente el despertar de su cuerpo ante la belleza del cuerpo desnudo de Dafnis, su amigo, su camarada; una historia contada por Longo en el siglo II d.C. Otra historia de Amor es la de Leandro y Hero, escrito por Museo en el último tercio del siglo V d. J.C. 

Según Ortiz, todos sus protagonistas pasan a integrarse en el imaginario del amor en Occidente y serán recuperados una y otra vez en poemas, versiones, relatos y homenajes a lo largo de los siglos, “proporcionando, como las Heoridas de Ovidio (historias de amantes desdichadas), no sólo materia de relato y ejemplo, sino principalmente imágenes, metáforas, marco incluso para el desarrollo de la pasión, sobre todo a partir del Renacimiento, pero también en la Edad Media”.




En Roma sus grandes poetas líricos, como Ovidio o Virgilio, volverán a las fuentes una y otra vez para construir una mítica del amor,  “entronizando al niño alado y creando los modelos y las imágenes cuajadas de sensualidad y vigor, de los que se nutrirá un buena parte de la literatura amatoria en Occidente”. Ovidio, experto en artes amatorias, elabora en el Ars Amandi, una especie de manual para enamorados y enamoradas.

Absolutismo político y desenfreno amoroso: la pasión del siglo XVIII




Después del amor cortés, y antes del Romanticismo, en el XVIII se da una etapa denominada   la época galante. en la que se exalta la pasión y la lujuria, según el historiador Eduard Fuchs (1911). Durante  el siglo del absolutismo el amor se convirtió en galantería, en un juego erótico que puede remodelarse ilimitadamente: “Todas las modalidades posibles de veneración no eran sino refinadas modalidades de juego.”

Fuchs cuenta que en aquel siglo la lubricidad será socialmente permisible:No se la reconoce oficialmente como virtud pero se la ideologiza al servicio del supremo fin de la vida, “el disfrute del placer. Ese objetivo la justifica. La opinión común no hace de la ramera una cloaca pública sino una consumada experta en el amor; para el esposo o la amante, la mujer infiel o la amante es tanto más picante cuanto más infiel”.



La omnipotencia sociopolítica y económica de los hombres les permitía vivir exclusivamente del capricho de sus deseos, por eso las mujeres acabaron convirtiéndose en esclavas del capricho y el deseo masculino: “La más loca extravagancia contra natura terminó por convertirse en norma generalmente admitida: el hombre transformó a sus esclavas el derecho de señoría y les sirvió como esclavo”.

De este modo, el masoquismo se erigió en ley universal del amor.

La pasión del siglo XVIII era muy teatral, consistía en unos ritos y unos patrones de seducción que hacía disfrutar mucho a los amantes, porque estaban basados en el humor, el ingenio, la ambigüedad, el juego de palabras, la ironía, la fluidez del verbo, y la simpatía personal. A las mujeres se las lisonjeaba con palabras seductoras, y todos los hombres se esforzaban en hacerlas sentir especiales y únicas: “A cada una había que decirle y probarle que era ese ser espléndido capaz de acelerar el fluir de la sangre, etc. Todas y cada una de las mujeres se tenían y debían tenerse a sí mismas por reinas. (…) La verdad y la franqueza eran sustituidas por la cortesía y una adulación más o menos acusada de acuerdo con las circunstancias” (Fuchs, 1911).

Con las mujeres, toda conducta masculina tiene un marcado acento erótico; esto es lo que precisamente distingue la época de la galantería con todas las demás épocas, según Fuchs. También Julián Marías (1994) afirmará que el amor galante va a ser principalmente erótico, sensual e ingenioso, como lo demuestra la literatura de la época.

En este siglo son frecuentes en las novelas los amores fracasados e infelices, “y no por mala suerte o presión de las circunstancias, sino sobre todo por carácter o falsedad de las relaciones o de los sentimientos”.  El paradigma es “Las Amistades Peligrosas” (Les Liaisons dangereuses), de Choderlos de Laclos. 


Esta novela supuso la aparición de la primera doña Juana en el género literario, pues “su representación teatral aún era inconcebible por la provocación directa que suponía personalizar en público el peor vicio femenino”. La marquesa, junto con el conde Valmont, representa el Don Juan absoluto: “Primero fueron amantes, luego asociados y finalmente enemigos al planificar al modo castrense sus respectivas aventuras eróticas; ambos personajes constituyen, por encima de su común apetito sexual, dos cabezas aunadas para pensar, razonar, planear, polemizar y ejecutar el arte de perseguir, cazar, burlar y herir a muerte tanto a hembras como a mujeres, elegidos conjuntamente”. (Elena Soriano, 2000).

Lo más impresionante de esta novela según mi punto de vista es la perversión del disfrute, el modo en que los dos amantes exacerban su lujuria para aumentar su intensidad. Es un maravilloso juego de luchas de poder, es una guerra contra el amado, es una forma de espolear las brasas de un amor que como no tiene obstáculos excepto la rutina y el aburrimiento, se los inventa, aun a costa de destrozar la inocencia de los demás personajes. 

De las dos cabezas, la más importante, la que dirige y organiza las estrategias amorosas respectivas es la femenina, según Elena Soriano. Mientras que Valmont muere arrepentido y perdonado por su víctima más virtuosa, como el don Juan romántico, la marquesa de Merteuil mantiene íntegra su condición de señora respetable hasta el final, cuando la realidad le pone un límite a la tremenda hipocresía social de la época. Como casi todas las heroínas, la marquesa es castigada al final por su desviación, por su lujuria, por sus estrategias amorosas. Hay autoras que creen que el castigo final fue añadido quizás por Laclos en un vano intento de que su libro fuera aceptado por la alta sociedad. 



La diferencia entre ambos protagonistas es clara: el libertino Valmont nunca pierde su prestigio social, es perdonado por su última víctima, muere en un duelo honorable, rodeado de comprensión hacia sus errores y de compasión por su mala suerte; mientras que su genial cómplice, al ser descubierta, termina sus días no sólo cubierta de desprecio social, sino que le ataca la viruela. Son los dos peores castigos que podía concebir una mujer seductora de alto rango, con lo cual su creador, según Soriano, “riza el rizo de la ejemplaridad”. La marquesa de Merteuil, acaba siendo castigada por su actitud frívola y cruel, por su falta de ingenuidad con respecto al amor, por sus juegos malévolos que destrozan corazones ajenos.



En esta novela, el amor es, según Lourdes Ortiz, un “ejercicio de la mente, sometida a principios, controlable y dirigida, un ejercicio de salón que requiere reflexión, cálculo y estrategias. (…) En la apuesta mutua de la marquesa y el vizconde, en esa extraña relación de amantes satisfechos, entregados a juegos de seducción para avivar o renovar los placeres, quedaba excluido el amor, entendido por ambos como debilidad u ofuscación de la razón; por tanto, informe sentimiento que debía ser despreciado. Ambos construyen una ética del goce, edificada sobre el puro razonamiento. Cuanto más refinado, complejo y perverso, más satisfactorio”.




Otro paradigma fundamental de esta época es el Marqués de Sade, para el que la pasión no es más que un apetito egoísta, impulso natural que hay que dejar oír y que no admite la emoción ni el sentimiento. Sade despoja al amor de toda su inocencia, pero también de la profunda hipocresía con que las personas se aman. Condena al amor como una construcción represiva, delirio de la insatisfacción, producto de la continencia y de todo tipo de represiones

Para Sade no importan las personas, sólo cuenta el deseo, que es móvil y cambia velozmente de objeto:

 “¿Qué es el amor? No se puede considerar, me parece, que sea algo distinto del efecto resultante de  las cualidades de un objeto hermoso sobre nosotros; esos efectos nos transportan, nos inflaman; si poseemos esos objetos, estamos contentos; si nos es imposible obtenerlos, nos desesperamos. ¿Pero cuál es la base de ese sentimiento? El deseo. ¿Cuáles son las consecuencias de ese sentimiento? La locura. (…) Todos los hombres, todas las mujeres se parecen; no hay amor que resista a los efectos de una reflexión sana. ¡Oh que idiotez es esa borrachera que, absorbiendo en nosotros el resultado de los sentidos, nos pone en tal estado que ya no vemos nada, no existimos más que para ese objeto adorado! ¿Es eso vivir? ¿No es más bien privarse de todas las dulzuras de la vida?¿No es querer permanecer en una fiebre ardiente que nos absorbe y nos devora, sin dejarnos más felicidad que la de los goces metafísicos, tan similares a los efectos de la locura?... Unos pocos meses de goce, que acaban colocando al objeto en su verdadero lugar, nos hacen enrojecer al pensar en el incienso que hemos quemado en sus altares y no llegamos siquiera a concebir entonces cómo pudo seducirnos hasta ese punto”.

Por esta razón, Sade logra que sea la razón la que dirija y ordene el placer, plagado de perversión. Su literatura es una pedagogía de la pasión según la cual todo puede enseñarse y todo puede aprenderse. En Sade las actitudes sádicas y sumisas demuestran que el deseo está imbricado con el poder, y que de lo que se trata es de erotizar al cuerpo dominándolo, transformándolo, rompiendo su pureza. El goce de Sade es más mental que físico, y está revestido de crueldad. 

El siglo XIX, sin embargo, dará un cambio radical mitificando e idealizando el amor como el medio para alcanzar la belleza y el conocimiento...

Coral Herrera Gómez


Otros artículos de la autora: 

EL MITO DE DON JUAN


El placer del sufrimiento


El amor cortés