Otras
formas de quererse son posibles
Sálvame: la utopía romántica de la
transformación personal.
El amor romántico
es hoy una utopía emocional colectiva: en nuestro mundo posmoderno la gente
busca la fusión (con la media naranja y con el Cosmos), la salvación, la
transformación y la felicidad a través del amor de pareja. El romanticismo es
también una especie de religión individualista, con sus paraísos hechos a
medida y con sus múltiples infiernos, con sus rituales de unión y separación,
con sus propios símbolos, mitos, héroes y heroínas, y con sus mártires del
amor.
Como
cualquier utopía, el romanticismo posmoderno es un espacio mágico cargado de promesas
de cambio y transformación. El amor es un proceso revolucionario personal
porque trastoca nuestras vidas enteras, y construye puntos de inflexión en
nuestras biografías: nos revuelve las emociones, desbarata nuestros horarios y costumbres, nos lleva a tomar
decisiones importantes, nos sitúa en estados extraordinarios que alteran
nuestra cotidianidad, y nos eleva el espíritu hacia la inmensidad del Universo,
la eternidad, la pureza, la perfección y la felicidad.
En los
cuentos que nos cuentan, la magia del amor nos cambia la vida: las chicas
pobres se convierten en princesas, los adolescentes inmaduros se convierten en
hombres adultos y valientes, las ranas se transforman en príncipes azules, los
monstruos recuperan su Humanidad, las hadas te paralizan (te duermen, o te
congelan), las brujas preparan brebajes para enloquecer a sus víctimas, los
muertos resucitan, los pájaros hablan, los dragones vuelan, y el amor lo puede
todo.
El amor no
sólo puede cambiarnos la vida a mejor, sino que también contiene una promesa de
salvación. Las protagonistas de los cuentos se salvan de la explotación laboral
o del encierro en la torre a través del amor, pero también en la vida real el
amor nos salva: la periodista que por amor se transforma en Reina de España, o
la plebeya que se transforma en Princesa de Gales. Ninguna de las dos tendrá
que hacer frente, como sus compañeras de generación, a la precariedad
femenina, a los vaivenes del mercado
laboral, a las crisis económicas y el desempleo.
Letizia y
Kate fueron elegidas por un príncipe azul europeo, pero no son las únicas:
también las novias de los futbolistas multimillonarios se salvan de la angustia
económica cuando son elegidas por los héroes de la posmodernidad. Las mujeres
que logran emparejarse con líderes que acumulan recursos y poder se salvan
todas (siempre y cuando logren mantener la pareja), por eso no es de extrañar
que haya tantas mujeres en el mundo que en lugar de trabajar por su autonomía
económica prefieren esperar a ser elegidas por algún hombre que las mantenga de
por vida.
Las novias
de los narcos son otro ejemplo de cómo se puede salir de la pobreza gracias al
amor. En muchos países de Centroamérica y América Latina, las adolescentes
sueñan con ser elegidas por los líderes: a través de ellos lograrán una
posición social y económica que no obtendrían por si solas en una economía
controlada por el narcotráfico.
Pero esto
del amor no es sólo una cuestión de recursos y poder, también va cargado de
promesas de felicidad, eternidad, perfección, y compañía asegurada. Al amor le
pedimos que nos haga sentir únicas y especiales, que nos espante el miedo a la
soledad, que nos arregle los problemas, que nos quite el aburrimiento mortal,
que llene todos nuestros vacíos y colme todas nuestras necesidades, que
nos haga sentir auto-realizados/as, que
nos ofrezca seguridad y estabilidad, que nos proporcione emociones intensas y
hermosas y que sea para siempre.
A los
posmodernos nos gusta mucho vivir otras realidades y escapar del presente que mediante
los relatos, las drogas, las fiestas y celebraciones, o los deportes de riesgo.
Nos gusta ver películas, leer novelas, y ponernos en la piel de otras personas
que sí logran encontrar a su media naranja. Nos encanta la magia y por eso nos
gusta, también, construir mundos de ilusión colectiva como las navidades, la
semana santa, el día de San Valentín…
A los que
habitamos en las islas de la posmodernidad nos encanta estar en varios sitios a
la vez, y nos cuesta estar donde estamos. Por eso amortiguamos el impacto del
momento presente cubriéndonos con pantallas, jugamos con el espacio-tiempo a
través de las redes sociales, hacemos muchas cosas a la vez, construimos
nuestra biografía virtual en la Nube digital, nos conocemos y nos enamoramos en
webs de contactos por Internet. Las fronteras entre realidad y ficción son
difusas, y todos podemos construir nuestro mundo virtual a nuestro gusto,
aunque no coincida mucho con nuestra cotidianidad del día a día.
Cuanto más
dura es la realidad, más ganas tenemos de escapar de ella: el romanticismo es
la excusa perfecta para soñar con otras vidas posibles, para olvidarnos de un
mundo que no nos gusta, para imaginar otras realidades mientras nos evadimos de
la nuestra. Además, soñar con el amor no sólo nos sirve para evadirnos de una
realidad que no nos gusta, sino que también nos quita la responsabilidad sobre
nuestra propia felicidad.
Nos cuesta
comprometernos con nosotras mismas, así que le pedimos a alguien externo que se
comprometa con nosotras. Nos cuesta querernos y aceptarnos tal y como somos,
así que delegamos en el amado o la amada pensando: “yo estoy llena de
inseguridades, pero si viene otra persona a decirme que soy maravillosa, será
más fácil que me lo crea”. Como no soy feliz, le pido a mi amado o amada que me haga feliz. Como
no estoy bien, me junto a alguien que esté bien y que me contagie su alegría.
Esta
idealización del amor y de su capacidad de transformación mágica implica que en
lugar de poner las energías y la ilusión en trabajar por nuestro bienestar y el
de los demás, preferimos esperar a que la vida nos traiga a alguien que nos
solucione los asuntos. Alguien que nos de fuerzas para vivir, nos devuelva la
esperanza y la ilusión, nos suba la autoestima, nos motive para hacer todas las
cosas que no hacemos porque nos da miedo. O pereza. O porque creemos que solas
no podemos.
Amar es un
acto de fe, por eso hay gente que se junta para amarse contra viento y marea, y
que es capaz de hacer cualquier cosa “por amor”: cambiar de ciudad o de país,
dejar atrás un proyecto de vida para comenzar otro, romper con la pareja,
romper con la familia si se opone a nuestro amor…
Ejemplos de
este poder de transformación hay miles en nuestra cultura: la periodista que se
convierte en reina de España, la prostituta que se convierte en esposa de
Richard Gere, la chica que está en coma
y se salva con un beso de amor, la Bestia que se convierte en príncipe…
Todos y
todas queremos cambios, solo que mientras hay gente que trabaja duro para
mejorar nuestras condiciones de vida en movimientos sociales y políticos, en
colectivos y organizaciones, la gran mayoría sueña con paraísos románticos
personalizados siguiendo el lema del: “Sálvese quien pueda”.
Al
capitalismo posmoderno no le viene nada bien que la gente se junte para
propiciar un cambio político, social y económico que mejore las vidas de todos,
por eso la industria del romanticismo nos vende estos paraísos hechos a medida: así permanecemos entretenidas
buscando a la media naranja en lugar de juntarnos a los demás para luchar por
nuestros derechos y libertades.
El amor es un
potente mecanismo de control social y político que sirve para que todos y todas
adoptemos voluntariamente un estilo de vida basado en la desigualdad, la
producción y el consumo. Pero también puede ser una vía revolucionaria para
transformar colectivamente la realidad en la que vivimos.
Lo romántico es político
Amamos como
vivimos: nuestra utopía romántica está cargada de ideología hegemónica, invisibilizada
por la magia del amor. Nuestras estructuras de relación erótica, amorosa y
afectiva condicionan (y están condicionadas por) la forma en que nos
organizamos económica, política y socialmente. A través de la familia, el
proceso de socialización, la educación y la cultura, heredamos unas estructuras
de relación con la gente y con el mundo basadas en los principios del
patriarcado y el capitalismo: la propiedad privada, el interés personal, el
egoísmo, las jerarquías, la desigualdad, la explotación, el individualismo, las
luchas de poder y la violencia.
Lo
romántico es político porque el amor es un fenómeno universal y colectivo: ha
existido en todas las épocas y todas las culturas, y todas ellas lo construyen
en base a la ideología que domina todo el sistema de organización política y
económica. Cada cultura amorosa tiene sus propios mitos, sus normas,
costumbres, tabúes, prohibiciones, reglamentos y castigos para las y los
disidentes sentimentales.
El
romanticismo capitalista y patriarcal es tan desigual y violento como el
sistema económico. Nos relacionamos con la gente de un modo jerárquico, y
siempre velando por nuestras necesidades (poder y recursos): en el trabajo, en
la comunidad de vecinos, en el parlamento, en el sindicato, en el partido
político, en los deportes, en la familia, en el grupo de amigos, en la pareja.
Lo primero
que aprendemos cuando integramos los mandatos del romanticismo tradicional en
nuestras vidas es que somos dueñas y dueños de las personas a las que amamos.
Esto implica una profunda tiranía: “si yo te amo, tú me perteneces”. “Como yo
te amo, tengo derecho a saber qué haces, a limitar lo que haces, a controlar tu
vida, y a reprocharte que no seas como yo esperaba que fueses”.
La
sublimación de esta violencia romántica es la que provoca que la gente malgaste
su vida en tratar de dominarse mutuamente. Violencia y romanticismo son
términos contrapuestos en apariencia, pero la realidad es que nuestras
relaciones personales son como nuestras relaciones internacionales: explotamos
a la gente, abusamos de la gente, ejercemos nuestro poder absolutista,
colonizamos a las personas que amamos, y nos metemos en horribles guerras por
recursos y luchas de poder entre nosotros.
Por eso no
resulta extraño encontrarse con gente que se declara “romántica” o “amorosa” y
hace gala de su extrema “sensibilidad” ante las “muestras de amor” (por
ejemplo, regalar ramos de flores, joyas, cenas de lujo, etc.), pero se
relaciona con su mundo cotidiano desde el odio. No hay contradicción, por
ejemplo, en la persona que llora con una película romántica y que dos horas
después, en una conversación con amigos, se dedique a insultar y a justificar
la inferioridad de las mujeres, o la violencia contra las personas migrantes. Es
esa gente que llora en las bodas y siente asco por los mendigos, esa gente que
sueña con verse de blanco desfilando hacia el altar y se cambia de sitio en el
metro si se le sienta una mujer extranjera al lado.
Hay mucho
romanticismo en nuestra cultura, pero muy poco amor. Los medios de comunicación
y la publicidad nunca nos muestran el
amor colectivo si no es para vender seguros o productos de telefonía móvil. Nunca se nos muestra la capacidad que tenemos
las personas para unirnos, luchar juntos por una buena causa y cantar victoria,
porque pondría en grave peligro el orden establecido. El sistema nos quiere
solas, o de dos en dos, puesto que así somos más vulnerables y obedientes,
sumergidos en estructuras de dependencia mutua por voluntad propia.
Hay gente
que desea salvarse a sí misma, y gente que trabaja en la construcción de estructuras
económicas alternativas al capitalismo hegemónico como los bancos de tiempo,
los mercados de trueque, las redes de solidaridad y ayuda mutua, los espacios
de reciclaje, los huertos colectivos, los bancos de semillas, las monedas
sociales… Existen multitud de espacios en los que la gente se está juntando
para hacer frente a la precariedad, la pobreza y la violencia de nuestro
sistema actual. Sin embargo, las mayorías siguen los caminos marcados por el
sistema hegemónico bajo la ley del más fuerte: cada uno se salva como puede.
Por
el interés te quiero, Andrés.
Aunque no
es cierto que tener esposo o marido te saque de la pobreza (hay muchos maridos
en el mundo que se gastan el salario en alcohol, en el juego o en la
prostitución y dejan a sus ocho hijos sin comer todo el mes), los relatos de
nuestra cultura nos hacen creer que la única solución para que las mujeres
puedan salir de la pobreza es enamorar a un hombre que nos mantenga y que nos
quiera.
La
educación patriarcal consiste en hacernos creer que las niñas necesitan a un
padre protector y proveedor de recursos, y después, un sustituto del padre
protector. A los niños les hacen creer que siempre habrá en sus vidas una mujer-criada
que les resuelva las necesidades básicas (comida, higiene, cuidos, placer).
De este
modo, en nuestra educación patriarcal no existe la autonomía: somos medias
naranjas que sólo se completarán encontrando a alguien con quien encajar.
Alguien que tenga lo que nosotras no tenemos para hacer frente a la vida, que
posea conocimientos y habilidades que nosotras no tenemos para que nos
resuelvan los problemas básicos.
Si bien es
cierto que a los niños se les enseña a amar su libertad y a defenderla, no se
les proporciona las herramientas para que adquieran una autonomía total: no se
les enseña a cocinar, a coser, a cuidar, a curar, a lavar, etc. para que
siempre necesiten una criada a su lado.
A las
mujeres nos educan desde pequeñitas para adorar
a las figuras masculinas de nuestro entorno: ellos son los poderosos que
nos protegen y que se sacrifican para traernos dinero, comida y recursos.
Para que
nos creamos que los hombres son fundamentales en nuestras vidas, somos
representadas en los relatos siempre solas.
Las mujeres de los cuentos nunca tienen madre, hermanas, primas, amigas,
vecinas, tías, o compañeras. Cuanto más solas, más vulnerables, y más
dependientes son.
La soledad
de la chica justifica la existencia de un príncipe azul, que no tendría apenas
importancia si las protagonistas tuvieran una sólida red social y afectiva a su
alrededor. La dependencia femenina también justifica la grandiosidad del
Salvador: si las heroínas confiasen en sus propias capacidades para salir
adelante, no permanecerían inactivas dando pena mientras esperan a que alguien
las rescate.
El mensaje
que se nos lanza desde la narrativa patriarcal es que esperar a solas es la
única acción efectiva para salir del encierro o para liberarse del hechizo:
tenemos que tener fe, tener paciencia, y mantenernos bellas y encantadoras para
que, cuando llegue el momento del amor, podamos seducir al príncipe con
nuestros encantos.
En las
historias románticas el Salvador tiene una doble misión: rescatar a una
damisela en apuros, y salvar a su pueblo-comunidad-reino o planeta de feroces
enemigos (el dragón volador, los orcos, los comunistas, los extraterrestres, la mafia, los ciberterroristas, los robots
pensantes, etc.). Los hombres protagonistas de nuestras historias se sacrifican
mucho “por amor” a la Humanidad: llegan al límite de sus fuerzas, se encuentran
cara a cara con la muerte, derrotan sus propios miedos, pasan sed, hambre y
sueño, soportan el dolor físico y las heridas sangrantes, se empoderan para
ganar todas las batallas…
La existencia
masculina gira en torno al eje éxito/fracaso constantemente. Ningún hombre desea ser el perdedor, por eso
vale cualquier medio para lograr el fin: la violencia es un medio como otro
cualquiera para evitar la caída, para evitar la muerte, para imponer tu poder,
para obtener recursos, para hacerse con el tesoro, para tomar el gobierno, para
secuestrar a la amada, para salvar al planeta. El uso de la violencia patriarcal
entonces, se justifica por una cuestión de supervivencia para el macho: la
derrota es la muerte.
Nosotras
somos parte del éxito, somos el premio al esfuerzo, somos el botín de guerra,
somos las que cuidamos a los guerreros entre batalla y batalla, somos las
eternas agradecidas por haber sido liberadas de nuestro encierro o de la
explotación laboral. Cuando no hay mujeres generalmente este papel lo cumplen
los escuderos, esos acompañantes que siempre son más bajitos que el héroe. O
son negros. O son gorditos. O son torpes. O son adolescentes inexpertos. O son
gays y viven enamorados del héroe, felices de poder servirle y estar cerca de
él.
Las mujeres
nos sentimos atraídas por machos alfa poderosos, con recursos, con fuerza
física, con capacidad para ganar, porque jugamos con una enorme desventaja. El
mundo es de los hombres. Ellos son los que poseen el 98% de las tierras, ellos
son los que acumulan riquezas, ellos son los que dirigen mayormente países,
bancos, empresas, ejércitos, iglesias, sindicatos y organizaciones mundiales.
Nosotras somos más pobres, más analfabetas, sufrimos más desnutrición y violencia.
Es normal,
entonces, que el patriarcado nos eduque para juntarnos en parejas
complementarias en las que uno tiene el poder y los recursos, y la otra tiene
el don de la abnegación, el servicio, el sacrificio, la entrega. Uno se encarga
de las tareas de bricolaje, la otra de las tareas domésticas. Unos mandan,
otras obedecen. Unos son agresivos y autoritarios, las otras somos sensibles y
generosas: mientras todos cumplan con su papel, el equilibrio parece perfecto.
Este
espejismo romántico de la complementariedad no funciona, sin embargo: no nos
sirve para ser felices, ni nos sirve para tener una mínima calidad de vida. Las
tasas de divorcio demuestran que este equilibrio ni es eterno ni es perfecto, y
que las relaciones sentimentales, como todas las demás, están atravesadas por
constantes luchas de poder. Las tasas de mujeres asesinadas por sus compañeros
sentimentales demuestran también que esta fantasía de la complementariedad
romántica es desigual, injusta, dolorosa
y muy violenta.
La
dominación masculina se sublima y se mitifica en nuestra cultura (todas las
películas de acción de la industria Hollywoodiense ensalzan el poder del macho
violento), pero la realidad es que el patriarcado es un desastre y sus
estructuras no nos sirven para ser felices. Es cierto que a unos pocos les va
muy bien en este sistema de dominación por jerarquías, pero a la gran mayoría
nos hace muy infelices porque no nos permite crear relaciones bonitas basadas
en el placer, la ternura o el amor.
El
romanticismo patriarcal es útil para crear poesía, dramas, tragedias, óperas y
obras maestras en el cine, para perpetuar eternamente la batalla de los sexos,
para justificar los privilegios de unos pocos varones blancos ricos y
heterosexuales, para justificar la violencia patriarcal y las guerras
personales y colectivas.
Pero no nos
sirve para construir un mundo mejor, más amable, más solidario, más amoroso y
más pacífico.
Nuestras relaciones
románticas son interesadas y violentas del mismo modo que el resto de las
relaciones sociales y afectivas: nos juntamos a una persona para construir una
alianza que nos permita hacer frente al mundo. La vida humana, como la del resto de los
animales, está condicionada por la búsqueda y obtención de recursos: todos los
animales, desde que se levantan hasta que se acuestan, tienen que procurarse
una dosis mínima de alimentos que les permita sobrevivir, atacar a otros
semejantes para defender su territorio, y defenderse de otros predadores que
también necesitan su dosis de alimento.
Algunos
animales luchan en solitario, otros se organizan en comunidades para salir
adelante. Nosotros pertenecemos al segundo grupo: sobrevivimos como especie
gracias a nuestra capacidad para trabajar en equipo, repartirnos las tareas, y
ayudarnos mutuamente.
Sin
embargo, a pesar de ser animales gregarios que se necesitan para la supervivencia
individual y colectiva, en nuestras historias de ficción el protagonismo no es del
grupo: solo hay un vencedor, un héroe. Del mismo modo que pasamos de las
religiones politeístas a las monoteístas, los relatos paganos también mitifican
al héroe solitario que salva a todos los demás.
Dios nos
salva del pecado, el macho alfa nos salva de las invasiones alienígenas:
siempre son varones, y siempre están solos. Mitificar al héroe solitario y
mitificar la búsqueda de la felicidad individual es el mejor método para
alejarnos de la tentación de la felicidad colectiva.
El coste de
optar por la salvación personal es alto, sin embargo. En nuestra cultura el
amor siempre se asocia al sacrificio, a la renuncia, al sufrimiento, a la
devoción y la entrega absolutas. A las mujeres se nos cuenta que nacemos con un
don para amar y cuidar a los demás, para entregarnos sin pedir nada a cambio,
para olvidarnos de nosotras mismas, de nuestras necesidades y deseos. Podremos
ser felices si encontramos a alguien que quiera ser amado por nosotras, y si
cumplimos nuestro rol histórico con fidelidad y abnegación.
En nuestros
relatos y leyendas, renunciar a la libertad y la autonomía personal es una
prueba de amor que nos traerá más amor. Por eso puedo renunciar a lo que sea y
exigirle al otro que haga lo mismo: si yo dejo de salir con mis amigos, tú
dejas de salir con los tuyos. Si yo sólo pienso y ti y construyo mi vida en
torno a ti, tú tienes que hacer lo mismo.
Sin
embargo, la renuncia y el sacrificio no es lo mismo para las mujeres que para
los hombres. La libertad de las mujeres es anulada en todo el mundo bajo la
excusa de que somos seres salvajes que han de ser domesticados. Millones de
niñas son mutiladas en el mundo para que no disfruten con el sexo bajo la
creencia de que así serán menos infieles a sus maridos. Miles de mujeres son
lapidadas en público por ejercer su libertad, y muchas otras son asesinadas en
sus casas a diario. La prensa no habla de asesinatos: en la mayor parte de los
titulares, las mujeres mueren por sí solas. Si el marido se puso violento es
porque le desobedeció, le mintió, le traicionó o le abandonó: los “crímenes
pasionales” siempre tienen algún motivo,
y las culpables somos nosotras por rebelarnos ante la autoridad
patriarcal. Los feminicidios no se tratan como una cuestión política porque son
cosas que pasan en el ámbito privado, es algo que ocurre entre un hombre y su
propiedad, y los demás no tenemos por qué opinar (algo habrán hecho las mujeres
para recibir un castigo de tal calibre: ellas se lo buscaron al salirse de su
rol sumiso)
La doble
moral sexual sirve para justificar la libertad masculina y condenar la
femenina. El mundo está lleno de hombres que se escapan a los puticlubs todas
las semanas, que mantienen dos familias a la vez, que echan canitas al aire
cuando lo necesitan. En cambio las mujeres son satanizadas cuando practican la
promiscuidad, cuando se marchan de casa o cuando desobedecen a sus maridos. El
castigo para las mujeres que ejercen la libertad es monstruoso: ostracismo
social o expulsión del grupo, cárcel, latigazos, apedreamientos hasta la
muerte.
El amor
patriarcal es una estructura muy eficaz para la perpetuación de esta
desigualdad porque las mujeres caemos en la trampa del paraíso romántico
pensando que podremos liberarnos y ser felices teniendo parejas. Como no nos
cuentan qué hay después de la boda, nos toca vivirlo en carne propia.
Descubrimos tarde que la realidad es distinta a la que nos cuentan los cuentos:
el mundo está lleno de mujeres atrapadas en su palacio de cristal o su choza de
cartón, mujeres decepcionadas, resignadas,
cansadas, sobrecargadas, frustradas y dolidas. Algunas pueden
divorciarse y otras no, dependiendo de su situación económica y del número de
hijos e hijas que tengan. Algunas vuelven a enamorarse y a construir otro
paraíso pensando que esta vez sí, otras se resignan pesando que han tenido mala
suerte y se quedan esperando que ocurra un milagro (que mi marido vuelva a
enamorarse de mí, que aparezca un príncipe azul que me salve del Ogro, que me
toque la lotería y no tenga que depender de nadie económicamente, que el tiempo
pase rápido para que mis hijos se hagan mayores pronto y poder atreverme a
vivir la vida que quiero vivir…).
Lo cierto
es que los mensajes que nos lanzan a las mujeres posmodernas son sumamente
contradictorios: de niñas nos hacen soñar con la “salvación romántica”, y a la
vez nos exigen que saquemos buenas notas en el colegio. De jóvenes nos piden
que nos emparejemos y que nos formemos para el mercado laboral, de adultas se
nos pide que seamos buenas esposas y madres, y que también seamos exitosas en nuestro
trabajo. El mercado laboral nos lo pone muy
difícil, pero casi todas soñamos con la independencia económica mientras
dependemos emocionalmente del amor. Y lo curioso es que, por muchos esfuerzos
que hagamos, al final resulta que nuestros títulos universitarios no nos sirven
para salir de la precariedad: la solución más práctica en estos tiempos de
capitalismo salvaje sigue siendo encontrar a alguien con el que complementar tu
salario y hacer frente a la intemporalidad de tus contratos, o a los despidos
por maternidad.
El amor
invisibiliza con su magia esta cuestión económica, y oculta el coste que supone
sumergirse en las estructuras románticas de la dependencia mutua, sobre todo
para nosotras. A nosotras se nos pide que renunciemos a todo a cambio de amor
feliz, seguro y eterno: por eso sufrimos tanto cuando nos damos cuenta de que
es todo mentira, o no se parece en nada a lo que nos habían prometido.
Se sufre
mucho, si, amando bajo estas estructuras patriarcales mitificadas e
idealizadas. Nos relacionamos con el amor pidiéndole tantas cosas que el nivel
de decepción que sentimos es similar a la que experimentamos cuando haces una
lista de regalos para los Reyes Magos y no te traen nada de lo que piden: sólo
te dejan carbón y te preguntas qué has hecho tú para merecer esto.
El placer del sufrimiento y la
violencia romántica
Sin
sufrimiento y conflictos no hay historias de amor: si los Capuleto y los
Montesco hubieran comido paella juntos todos los domingos, no habrían puesto
trabas al amor de Julieta y Romeo, se hubieran casado felices, y no habría
drama shakesperiano ni poesía de la tragedia. No hubiera habido muertos, ni
sangre, ni armas ni venenos de por medio, no habría buenos ni malos en la
historia.
A los
humanos nos encantan los retos románticos, los amores clandestinos, las
relaciones imposibles, las causas perdidas, las emociones fuertes, los estados
de excepción. Por eso nos aburrimos cuando tenemos una relación bonita, estable
o equilibrada: sin conflicto dramático la vida es menos intensa y emocionante.
Apenas existen
poemas de amor o canciones que canten al amor: todos los boleros, tangos,
coplas, canciones de pop nos hablan de desamor. Todas tienen algún reproche o
insulto hacia la persona amada, todas tienen una carga de sufrimiento, algunas
son muy victimistas, y la mayoría nos sitúan en dos polos opuestos: o somos los
buenos (los que aman), o somos los malos (los que se desenamoran, los que no
aman, los que reparten su amor con otra gente, los que se saltan la norma de la
exclusividad).
En el siglo
XIX el Romanticismo sublimó y mitificó el sufrimiento amoroso, lujo que sólo se
podían permitir las clases altas y la incipiente clase burguesa. La gran
mayoría de los mortales no tenían tiempo para perderse en sufrimientos imaginarios:
tenían que trabajar de sol a sol y asegurar la supervivencia (la suya propia y
la de sus hijos e hijas).
Muchos
siglos antes, nuestra cultura cristiana asoció indisolublemente el amor a lo
sagrado, y el amor con el dolor: Jesús sufrió una agonía terrible sólo porque
nos amaba y quería salvarnos a todos de nuestros pecados. Él es el máximo
exponente de cómo el amor es sacrificio, renuncia y dolor: es un mártir del
amor.
Gracias a
su sacrificio, todos nosotros en la actualidad pensamos que el amor verdadero
implica pasarlo mal. Y que cuanto peor lo pasamos, más divinos parecemos, más
elevados espiritualmente, más sensibles y amorosos. Hemos mitificado a la
figura de la persona romántica que no soporta la realidad, que nunca trabaja
por transformarla, y que impone su amor con actos trágicos o violentos como el
“suicidio por amor”.
La
mitificación del suicidio romántico en el XIX nos presenta la violencia hacia
una misma como la máxima prueba de amor, aunque desde mi perspectiva es pura
violencia basada en el chantaje emocional. El mensaje es claro: “si no me
quieres como yo quiero, me mato, para que te sientas mala persona y te coma la culpabilidad”.
La
violencia romántica también provoca asesinatos a diario, lo que hoy conocemos
como el feminicidio: son millones los hombres resuelven sus conflictos amorosos
matando a las mujeres que no les aman o no les obedecen. Toda nuestra cultura
justifica con explicaciones esta violencia pasional masculina: “la mató porque
le cegaron los celos”, “le golpeó porque no quería perderla”, “le arrojó ácido
a la cara porque le llevó la contraria”, “le sacó los ojos porque ella fue
infiel”.
Las mujeres
también ejercemos nuestra propia forma de violencia, pero no solemos usar tanto
la fuerza física. Desde una posición de sumisión, podemos utilizar diversos
mecanismos para dominar al que nos domina: insultos, humillaciones, reproches,
acusaciones, amenazas, chantajes,
manipulación. Las mujeres también nos vengamos, también amargamos la
vida al enemigo amado, también construimos infiernos llenos de odio, dolor, y
maldad.
En nuestra
cultura las mujeres también somos capaces de todo con tal de lograr el amor:
las protagonistas de los culebrones son mujeres llenas de odio, pero muy románticas.
Las malas compiten con otras mujeres por un hombre, y no tienen escrúpulos para
conseguir sus objetivos. Las buenas son las víctimas que sufren y que esperan
sentadas a que las cosas se resuelvan por sí solas y a que actúe la justicia
romántica.
Esta es una
de las razones por las que nos separamos haciendo la guerra: empezamos una
relación con amor, y casi siempre la terminamos con odio. Al principio damos lo
mejor de nosotros mismos, y al final mostramos nuestro lado más violento y
mezquino. No sabemos separarnos con cariño: construimos un conflicto para hacer
dos bandos: unos son los culpables y otros son las víctimas. Bajo las normas
del romanticismo, las víctimas pueden ejercer la violencia legítimamente:
tienen todo el derecho del mundo a joder la vida de la persona que les ha
destrozado el corazón.
Esta justicia
romántica patriarcal que divide el mundo entre buenos y malos, permite a “los
buenos” desarrollar su afán de venganza
utilizando todo tipo de armas y estrategias, bajo el lema de que “el amor y el
odio son las dos caras de la misma moneda”. En nuestra cultura amorosa el odio romántico
es una prueba sublime de amor, por eso nos hemos creído esto de que “los que se
pelean, son los que más se desean”, “quien bien te quiere te hará llorar”, “del
amor al odio hay un paso”, “para amar hay que sufrir”. Por eso nuestra cultura
ensalza tanto el sadismo y el masoquismo romántico: nos gusta sufrir, nos gusta
que sufran por nosotros, nos gusta dominar y que nos dominen, nos gusta vivir
la catarsis, la tragedia, y el drama.
El mejor
ejemplo lo tenemos en la cosmogonía griega en la que Hera, mujer obsesiva
compulsiva que pasa siglos vengándose de su marido, tratando de controlarlo, de
someterlo para que le sea fiel, de castigarlo cuando no se porta bien. El motor
vital de Zeus es tratar de escapar al poder de su esposa, burlar su vigilancia,
ejercer su libertad, y buscar el placer violando a cuantas diosas, semi-diosas
y humanas se crucen en su camino. La
historia del matrimonio divino está basada, entonces, en una estructura
circular que se repite constantemente: ella vive para vigilarle, él vive para
escaparse, ella le descubre y le castiga, él se vuelve a escapar.
Gracias a
Hera, las mujeres del siglo XXI siguen el mismo esquema vital y establecen su
vida en torno a la titánica tarea de dominar al otro. Seguimos siendo el freno de mano que limite la libertad y la
voluptuosidad promiscua de los hombres. Son millones las mujeres que siguen
bajando al bar para llevarse a su marido a casa, que siguen tratando de impedir
que se gaste los recursos del mes en prostitutas, que se emborrache con los
amigos y ponga su vida en riesgo, o que destine demasiado presupuesto para
mantener a sus amantes más jóvenes. El papel de las mujeres patriarcales es dedicarse
a vigilar, regañar y castigar a sus compañeros como si fuesen chiquillos
rebeldes a los que hay que aplicar mano
dura. Son también muchos los hombres que buscan mujeres con capacidad para
controlarles, regañarles, soportar su mal comportamiento, aguantar carros y
carretas, perdonarles y quererles incondicionalmente, como hacían sus mamás
cuando eran pequeños.
Y esto no
sucede solo en parejas heterosexuales: también gays y lesbianas se sumen en
guerras románticas y violencias pasionales, también construyen relaciones de
dominación y sumisión, también crean sus propios infiernos domésticos. La
violencia patriarcal es transversal a nuestro sistema amoroso, y la practicamos
todos en la medida en que necesitamos ejercer nuestro poder, acceder a recursos y sentirnos importantes para alguien.
Nos
relacionamos con el amor como un medio para alcanzar otros fines. El amor
actual se asemeja a una inversión para alcanzar el paraíso prometido en la que
ponemos mucha energía, tiempo y
recursos. Por eso si nos dejan, sentimos que hemos fracasado. Que hemos perdido
el tiempo, porque hemos dado amor y no hemos obtenido lo que necesitábamos o lo
que queríamos (una pareja feliz y duradera).
No sabemos
relacionarnos en estructuras horizontales e igualitarias porque nuestro mundo
es completamente jerárquico. Aunque nos queremos mucho, no sabemos querernos
bien. Nos apasiona el romanticismo pero no tenemos herramientas para sufrir
menos, y disfrutar más de las relaciones y de la vida.
No sabemos
manejar nuestras emociones: en la escuela y en la familia se nos obliga a
reprimirlas y a no manifestarlas públicamente. Cuando nos llenamos de ira, se
nos obliga a ocultarla pero no se nos dan herramientas para aliviar una emoción
tan fuerte. Tampoco nos enseñan a manejar la tristeza, la alegría desbordante,
el deseo sexual o el terror: nuestros miedos son signos de debilidad que deben
de ser ocultados, especialmente en el caso de los hombres.
Aprendemos
a sentir y a relacionarnos sexual y afectivamente a través de los relatos,
construidos a partir de un esquema narrativo basado en la pareja heterosexual, monógama,
joven y con afán reproductivo. Este esquema se viene repitiendo por los siglos
de los siglos, aunque cambian los nombres y los rostros. Sublimando esta forma
de relación, hemos reducido el concepto de amor a la historia de
chico-conoce-chica, chico-salva a la chica, chico-obtiene a la chica. Todos los
finales felices son iguales: acaban con la boda como el día simbólico en el que
triunfa el amor…es obvio por qué no nos cuentan qué hay después de la boda.
No sólo en
los relatos románticos, sino en todos los géneros y formatos, los protagonistas
de las historias utilizan la violencia para resolver conflictos y obtener lo
que desean. Por eso a la gente le gusta tanto la historia del rapto por amor: el hombre quiere tanto a
la princesa, que tiene que usar la violencia para poder tenerla en sus brazos y
poseerla. El secuestro romántico es la lucha de un hombre contra otros hombres
para obtener el botín de guerra: generalmente es la lucha del novio contra la
ley del pater familias. Los mozos
roban a las novias porque las mujeres son propiedad del padre y después del esposo, aunque ellas no
lo ven como un traspaso entre dos amos, sino como una liberación: véase Julieta
desafiando a su padre con valentía para unirse a Romeo y convertirse en su esposa.
Julieta se
realiza como mujer y como adulta a través de su lucha por alcanzar la fusión
con Romeo. Este es el gran sueño que nos mantiene a todos alejados de los
asuntos de la polis, y ocupados en la búsqueda de nuestra media naranja. El
amor romántico es el medio para liberarse y salvarse a sí mismo: es uno de los
proyectos personales más importantes de nuestras vidas. No es de extrañar,
entonces, que este ensimismamiento romántico nos tenga a todos solos y solas,
ilusionadas y decepcionadas, y ajenas a un mundo que no nos gusta.
Otras
formas de quererse son posibles
El amor es
una construcción (cultural, social, política), y por eso, lo mismo que se
construye, se puede deconstruir, reformar, eliminar, reconstruir, y
transformar. El amor no es un virus
mortal ni una enfermedad a la que una ha de enfrentarse en solitario: no
estamos condenados a padecer el hechizo
del amor que nos roba el juicio y la sensatez, que nos quita horas de
sueño, que nos hace infelices y desgraciados, que nos enloquece y nos enajena
sin que podamos hacer nada por evitarlo.
Yo estoy
convencida de que el amor puede vivirse con alegría, y puede construirse desde
otras perspectivas. Podemos desmontar el amor para volver a reinventarlo: es
urgente ponernos manos a la obra, individual y colectivamente, porque tenemos
que contrarrestar de algún modo el desastre de mundo en el que vivimos. Para
acabar con este mundo basado en la explotación de la naturaleza, los animales y
las personas, y en la violencia de todos contra todos, necesitamos una transformación
política, económica, social, afectiva, sexual, y cultural.
Necesitamos
un cambio radical profundo en nuestras formas de relacionarnos con las
personas, con los animales, con la naturaleza, con los pueblos y los países. Para
lograrlo, necesitamos crear redes de solidaridad y ayuda mutua, acabar con la
cultura del “sálvese quien pueda”, y trabajar colectivamente para mejorar las
vidas de todos y todas.
Necesitamos
derribar la desigualdad de género para poder construir relaciones basadas en la
libertad, no en la necesidad y el interés egoísta de cada sexo. Tenemos que desaprender lo que significa ser
mujer o ser hombre, para poder ser como queramos sin tener que someternos a las
“normas de género” que nos imponen un estilo de vida, unos estereotipos y unos
roles, y nos encierran en una identidad inmutable.
Despatriarcalizar
el amor nos permitirá amarnos y querernos de tú a tú, sin jerarquías, sin
dominación y sin violencia. Desmitificar todas nuestras historias de amor nos
permitirá querernos los unos a los otros tal y como somos. Para poder desmontar
el romanticismo patriarcal y capitalista, tenemos que ensanchar el concepto de
amor a toda la comunidad, sin reducirlo a una única persona.
Tenemos que
contarnos otros cuentos e inventar otros finales felices, mostrar la diversidad
amorosa y sexual del mundo real, construir protagonismos colectivos y crear
personajes capaces de salvarse a sí mismos, alejados de la masculinidad o la
feminidad hegemónica.
Es
necesario derribar las antiguas estructuras de dependencia e inventarnos otras
formas de relacionarnos basadas en la solidaridad, la empatía, la libertad y la
ternura social. Así podremos acabar con las guerras románticas, aprender a
juntarnos y a separarnos con cariño, relacionarnos con amor con todo el mundo, y
diversificar afectos.
Queriéndonos
bien podremos acabar con las fobias y las enfermedades sociales como el
machismo, la misoginia, el racismo, la xenofobia, la homofobia, o el clasismo. Con
las guerras que hacemos contra los vecinos o los compañeros de trabajo, contra
los raros y los diferentes… con más amor común, tendremos más herramientas para
construir un mundo más pacífico y habitable.
Para
aprender, organizarnos, celebrar, y transformar colectivamente el mundo que
habitamos necesitamos mucho amor del bueno: es un asunto político que nos
concierne a todos y todas, por eso es tan importante sacar el debate a las
calles y a las plazas, a los congresos y las academias, a las asambleas y a los
bares, a los medios de comunicación y a los espacios de discusión pública:
tenemos que reivindicar el buen trato, el derecho al placer y al gozo, el
respeto mutuo, las relaciones entre iguales, la expresión de nuestras
emociones, la alegría de vivir y construir con más gente.
Tenemos que
repensar colectivamente el amor, liberarlo de las estructuras que lo
constriñen, romper con las normas del romanticismo tradicional y la doble moral
sexual, derribar el régimen heterosexual, acabar con la sacralidad del dúo, cuestionar
todos nuestros tabúes.
El reto es
apasionante, porque una vez analizado y desmontado el amor, tenemos que
lanzarnos sin referencias ni fórmulas mágicas a construirlo de nuevo, a probar
nuevas vías de relacionarse sexual y
sentimentalmente, a crear otros romanticismos que nos permitan sufrir menos. Y
nos dejen querernos más, y mejor.
Otras
formas de querernos son posibles….
hay que
lanzarse a la Revolución Amorosa sin miedo.
Coral
Herrera Gómez
También puedes leerlo en inglés.