Amar más, amar mejor
El amor en la posmodernidad se ha convertido en una
utopía emocional de corte individualista que nos ofrece paraísos
personalizados, hechos a nuestra medida. Hoy, bajo el lema del “sálvese quien
pueda”, cada cual busca la solución a sus problemas: el romanticismo posmoderno
nos seduce con la idea de que el amor nos salvará. De la soledad, de la
pobreza, de la rutina, del aburrimiento, de nosotros mismos...
El
Romanticismo surgió paralelamente al nacimiento de la burguesía y sus valores
individualistas. Sublimó el mundo de los sentimientos y las emociones, y
mitificó el amor como la quintaesencia de la felicidad. Las principales
consumidoras de las historias de amor fueron las mujeres de clase media y alta,
que comenzaron a rechazar los matrimonios concertados y su condición de objeto
de intercambio entre las familias. Para muchas de ellas, el amor romántico se
convirtió en una vía para liberarse del control y la vigilancia a la que vivían
sometidas en casa de sus padres, por eso las jóvenes se rebelaron contra la ley del pater y reivindicaron su derecho
a elegir libremente a la persona con la que compartirían su vida.
A finales del siglos XIX, los
finales felices se pusieron de moda: el mito del matrimonio por amor sedujo a
miles de mujeres, y el rito nupcial se convirtió en el evento social más
importante: las bodas pasaron a ser el símbolo de la culminación del amor. Ya
en el siglo XX, la industria cinematográfica de Hollywood nos regaló cientos de
finales felices en los que las mujeres se salvaban gracias al amor.
La
globalización expandió este modelo romántico por todo el planeta: Disney es un
ejemplo de esta industria romántica que nos sedujo (y nos sigue seduciendo) con
las historias de muchachas tristes y pobres que son rescatadas por príncipes azules.
Un ejemplo es Cenicienta, que estaba harta de limpiar la chimenea y de los
trabajos forzados a los que le sometía su madrastra, o Blancanieves, que también
estaba harta de cocinar y limpiar para los siete enanitos… a ambas les salvó el
amor.
La televisión también nos ofrece
finales felices de princesas y príncipes europeos de carne y hueso, cuyas bodas
son vistas en todo el planeta por millones de personas. En nuestro país, la
Reina Letizia es la encarnación de este mito romántico: ella era una periodista
y gracias a su matrimonio con Felipe, se salvó del desempleo que ha dejado a
miles de mujeres periodistas sin trabajo y se convirtió en Princesa de Asturias.
En todos los cuentos que nos
cuentan, se idealiza a la pareja como
la salvación: para salir de situaciones precarias o difíciles, para salir de la
casa familiar, para evitar la soledad, para escapar de una realidad que no nos
gusta, para asegurarnos una fuente de recursos estable, para alcanzar la
felicidad eterna. Sin embargo, las promesas del amor son solo eso: promesas.
Cuanto más mitificamos el romanticismo, más duro es el choque con la realidad:
los habitantes de la posmodernidad vivimos inmersos en profundas
contradicciones que nos hacen sufrir mucho y que condicionan enormemente
nuestras formas de relacionarnos.
Necesitamos sentirnos libres y
amamos nuestras independencia, pero también necesitamos compañía y afectos.
Huimos de la soledad, pero defendemos a capa y espada nuestros espacios y
tiempos para desarrollar nuestros proyectos personales. Nos gustaría encontrar
a nuestra media naranja y ser felices para siempre, pero cuando todo va bien,
nos aburrimos. Nos casamos y nos divorciamos, nos ilusionamos y nos
decepcionamos, renegamos del romanticismo hasta que volvemos a enamorarnos de
nuevo, y así hasta el infinito.
Otra contradicción del romanticismo
posmoderno radica en la igualdad: queremos tener relaciones bonitas,
equilibradas, y duraderas, pero todas ellas están atravesadas por las normas no
escritas del capitalismo y el patriarcado.
Anhelamos tener compañeros y compañeras con los que compartir la vida,
pero construimos nuestras relaciones bajo estructuras de dependencia mutua.
Pensamos en el amor desde la
libertad, pero seguimos considerándonos dueños de las personas a las que
amamos. La exclusividad y la propiedad privada limitan nuestra libertad para
amar, pero generalmente limitan más a las mujeres que a los hombres. Nos
juramos fidelidad en las bodas, pero los moteles están llenos de parejas de
adúlteros escapando de los sinsabores del matrimonio.
Las sociedades posmodernas han
experimentado grandes avances en el camino hacia la igualdad a través de leyes
que protegen los derechos y libertades de las mujeres, pero seguimos inmersas
en estructuras emocionales patriarcales. Nuestras democracias nos hacen creer
que todos somos iguales, pero muchos hombres siguen aún
aferrados a sus privilegios de género y a la doble moral que les absuelve de
sus “pecados”. Algunas mujeres nos creemos muy modernas y transgresoras, pero
nos seguimos casando vestidas de princesas medievales.
Muchas mujeres abrazamos las tesis del
feminismo, pero en nuestras parejas seguimos reproduciendo la división
tradicional de roles y cargamos con todo o casi todo el trabajo doméstico, de
cuido y crianza, y lo hacemos “por amor”. Para la gran mayoría de las mujeres
del planeta, la autonomía económica sigue siendo una utopía aún más
inalcanzable que un matrimonio feliz. El poder económico sigue estando en manos
de los hombres, lo que sigue fomentando la construcción de relaciones basadas
en el interés y la necesidad. La dependencia económica, además, suele ir unida
a la dependencia emocional: nos han enseñado que la feminidad y la capacidad de
amar son sinónimos, y no parecemos mujeres de verdad si no amamos total e incondicionalmente.
Las mujeres seguimos siendo
representadas en la cultura como “buenas” o “malas”, “santas” o “putas”. Las primeras se casan, las segundas se quedan
solas. Esta amenaza es lo que más nos angustia: la soltería femenina sigue
estando estigmatizada y se contempla como una desgracia. Incluso para las
mujeres que tienen autonomía económica, la gran amenaza que se cierne sobre
nuestras cabezas es la soledad. El divorcio se vive como un fracaso, el
matrimonio como un éxito, y siempre de fondo, está la soledad que nos come si
no encontramos pareja. Y si la encontramos, también podemos sentirnos igual de
solos y solas, especialmente cuando nos aislamos en niditos de amor para
olvidarnos del mundo.
La necesidad de afecto nos limita
para elegir libremente a alguien como pareja, pero también a la hora de romper
una relación que no nos hace felices, de modo que no somos tan libres como
quisiéramos. Perdemos la fe en el amor, pero buscamos compañía a cualquier
precio.
Vivimos en una sociedad muy
romántica, pero poco amorosa: hemos sustituido el calor humano del grupo por la
búsqueda de esa persona única y especial que cubra todas nuestras necesidades
afectivas. Lloramos de emoción en las bodas, pero la tasa de divorcios aumenta
sin cesar.
Hemos perdido las redes de afecto y
ayuda mutua, pero seguimos creyendo que el amor lo puede todo. Y en lugar de
disfrutar de nuestro paraíso, nos dedicamos a sostener luchas de poder
incesantes con nuestras parejas. Nos reconciliamos regalando rosas y bailando
boleros a la luz de la luna, pero no dejamos de reproducir las guerras que se libran entre los pueblos
en casa.
El reto de la posmodernidad sería
poder superar todas estas contradicciones que nos hacen sufrir tanto, y
aprender colectivamente a disfrutar más del amor. Para aprender, a querernos
bien, nos urge repensar el amor, deconstruirlo, desmitificarlo y liberarlo de
las opresiones del capitalismo y el patriarcado.
Tenemos que visibilizar la
ideología hegemónica que se esconde detrás de la magia romántica, y comenzar a
repensar el amor como una vía para mejorar nuestras vidas, pero no solo las
nuestras: el amor puede ser un motor de transformación social o un mecanismo
para que todo siga igual.
Podemos elegir seguir mitificando el amor egoísta e
individualista que nos eleva a ratos por encima de este mundo, o construir un
amor basado en el bien común que nos haga más felices a todos.
Es fundamental, pues, comenzar a
trabajar en la creación de redes de afecto, y solidaridad. Tenemos que liberar
al amor de estas estructuras obsoletas que perpetúan la desigualdad entre los
sexos, y visibilizar la diversidad sexual y sentimental de nuestro mundo. Tenemos que liberar al amor romántico de los mitos, los roles
y los estereotipos tradicionales, y de las contradicciones que nos impiden construir relaciones igualitarias.
El desafío es enorme, pero también
apasionante: en esta época en la que buscamos desesperadamente la felicidad y
el bienestar, el reto es que sea para todos. En el camino hacia la construcción
de un mundo más amoroso, podríamos contarnos otros cuentos, inventarnos otros
romanticismos, construir nuevas formas de querernos. Atrevernos, en fin, a
probar otras formas de relacionarnos y organizarnos que nos permitan querernos
más, y querernos mejor.
Que falta nos hace.
Coral Herrera Gómez