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19 de mayo de 2015

Menos guerras románticas y más amor, por favor






Ilustración: Señora Milton



Vivimos en un mundo en guerra permanente: guerras entre naciones, guerras domésticas, guerras sociales, guerras sentimentales. Guerras en la casa, en el trabajo, en la cama, en nuestra cabeza… la mayor parte de ellas las sostenemos a diario con seres queridos o cercanos: con vecinxs, compañerxs de trabajo, o con la familia (por ejemplo, cuando llegan las herencias). Con nuestros hijos adolescentes en edad de rebeldía, con tu abuelo que no se quiere tomar la medicina, con tu suegra o tu nuera, con la gente del trabajo o del sindicato, con nuestras madres, con nuestras parejas, con los funcionarios de la administración, con la policía, con los empleados de la compañía telefónica, con la vecina del quinto piso…

Las peores guerras son las románticas: en el romanticismo patriarcal construimos el amor en base al egoísmo y el interés propio, las luchas de poder, y la asociación de amor y sufrimiento. Nuestra cultura mitifica la violencia pasional y justifica el odio romántico,  una constante que aparece en muchos relatos como una prueba de amor. Prueba de ello es la famosa película “La Guerra de los Rose”, cuyos mensajes principales son: “los que más se pelean, más se desean”, “quien bien te quiere, te hará llorar”, y “del amor al odio hay un paso” (y por tanto no tiene nada de extraño estar un día en un extremo, y al día siguiente en el otro).

En el cine y las telenovelas, en general, las parejas y ex parejas se tratan fatal (con gritos, bofetones, lanzamiento de objetos,  acusaciones, amenazas, reproches, insultos, humillaciones variadas, comentarios despreciativos, chantajes, acusaciones fundadas e infundadas…), pero la mayor parte de sus peleas a muerte acaban en reconciliaciones gozosas con orgasmos gloriosos.


Las parejas de cine, pero también las parejas reales se estancan en círculos viciosos, en esquemas repetidos, en pescadillas que se muerden la cosa. El eje narrativo conflicto-resolución funciona de maravilla para construir una historia de amor con final feliz. Las guerras románticas venden porque nos encantan las pasiones ajenas, y las historias de esa gente que no trabaja y pasa la vida en continua destrucción y reconstrucción, acumulando victorias y derrotas, gozos celestiales y llantos desgarrados,  sufriendo horrores y rozando el paraíso, peleándose y reconciliándose, puteando y perdonando, amando y odiando, haciendo sufrir al otro y consolándole, y viceversa.

Nuestro amor romántico es una mezcla potente de sufrimiento masoquista, sadismo gozoso, luchas de poder, promesas de abundancia y felicidad, éxtasis de vida y de muerte. Nos acerca al misterio de la vida, nos relacionamos con el amor como la llave para alcanzar la eternidad, la perfección, lo absoluto. Anhelamos que el amor nos haga felices pero también hemos interiorizado que para amar de verdad hay que sufrir mucho. Por eso en lugar de horrorizarnos, nos conmueve ver a la gente que sufre por amor, que enloquece, que destroza su vida o las vidas ajenas. Y nos solidarizamos a pesar de que cuanto mayor es el dolor de la persona que sufre por amor, mayor es la destrucción y la violencia que ejerce sobre su entorno, supongo que porque no nos paramos a pensar en la dimensión política, económica y social de estos romanticismos violentos que asolan nuestras relaciones humanas.



Nuestro mundo es violento y las relaciones que construimos son jerárquicas, por eso nos pasamos la vida tratando de dominar, o bien tratando de que no nos pisoteen demasiado. Asimismo, hay gente que prefiere el lado sumiso para lograr lo que necesita: en cualquier caso, invertimos demasiado tiempo y energía en diseñar estrategias para estas luchas de amor. A lo largo de nuestra vida, hemos de hacer frente a numerosos  conflictos, traiciones y venganzas, malentendidos, rupturas, distanciamientos, o luchas de dominación que recorren nuestra vida entera, desde la cuna hasta la tumba.

La historia de nuestras vidas está llena de batallas internas y externas en las que guerreamos con armas de destrucción masiva, a falta de herramientas. No nos enseñan a construir nuestras propias herramientas para manejar emociones desbordantes, para comunicarnos asertivamente, para resolver conflictos sin violencia o llantos, o para separarnos con la misma generosidad y cariño con el que nos unimos.

No  nos educan en una cultura de paz y respeto, cooperación y solidaridad, ni a crear redes de ayuda mutua, por eso nos pasamos la vida queriendo ganar siempre y metidos en guerras absurdas y. Cuando estamos enfadados nos sentimos libres para expresar nuestro enojo con violencia, y para portarnos mal con la otra persona si ya no la queremos o si ya no desea estar a nuestro lado, porque es lo que vemos en las películas: escenas de alta intensidad emocional  y mucha violencia.

Nos han educado, en este mundo individualista, para que defendamos nuestros intereses personales y los antepongamos a los de los demás. El resultado es que somos egoístas y egocéntricos, nos cuesta hacer autocrítica, nos cuesta ponernos en la piel de la otra persona, nos faltan toneladas de empatía y solidaridad. Vivimos centrados en nuestros proyectos, nuestros deseos, nuestras necesidades, y nos gusta más recibir que dar. Quizás por eso le pedimos tantas cosas al amor (que nos salve de la soledad, que nos haga sentir bien, que nos ayude, que nos colme, que nos transforme, que nos solucione y nos resuelva, que nos de placer, que dure para siempre, que nos ayude a escapar de la realidad y nos lleve al paraíso, que nos dé estabilidad y seguridad, que nos haga felices…)

Vivimos en una cultura muy competitiva en la que todos deseamos vencer, ganar, destacar sobre los demás, como hacen los héroes de las películas. Sin reparar en los medios que utilizamos para lograr nuestros fines, soñamos con derrotar a nuestros rivales, conquistar a la persona amada,  impresionar a la gente cercana y lejana, triunfar en la vida… así que sufrimos mucho por miedo al fracaso. También sufrimos por envidia y complejos de inferioridad que nos impiden relacionarnos con amor con los demás.

No sabemos, tampoco, cómo relacionarnos igualitaria y horizontalmente con la gente, porque nos han enseñado a someternos a la autoridad, a ser la autoridad, o a pelear para determinar quién de las dos personas tiene el poder. A veces renunciamos a la batalla y le otorgamos nuestro poder a la otra persona para que nos domine: hay gente que se siente más poderosa siendo sumisa. Nos gusta estar arriba o abajo, sentirnos pequeñitos o enormes, endiosar a la otra persona o dejar que nos endiosen: el caso es que no sabemos querernos tal y como somos, ni sabemos relacionarnos en el mismo nivel.

Nos cuesta aceptar realidades que no nos gustan…. Nos gusta llevar la razón, nos gusta tener el control, nos cuesta ceder, nos cuesta dialogar y llegar a acuerdos… Nos hacen daño, hacemos daño, y nos cuesta perdonar (nos)…

Quererse no es fácil, y aunque nos queramos mucho, no sabemos querernos bien… El paso de los años va acumulando en nosotros muchos rencores, frustración, reproches eternos, malos recuerdos, cicatrices abiertas, remordimientos y pecados inconfesables, escenas desgarradoras, errores imperdonables, deseos de venganza, palabras que no hemos pronunciado y nos queman por dentro, palabras hirientes que se nos han clavado en el corazón…. Por eso las relaciones románticas son tan complejas y conflictivas, y por eso se acaba el amor.

Las guerras románticas están basadas, en su mayoría, en el deseo de sentirnos amados y amadas de un modo absoluto, y en el deseo de venganza cuando no somos amadas como querríamos. La mayor parte de las batallas románticas surgen por nuestro afán de dominar, domesticar, y coartar la libertad de la otra persona (para que nos ame en exclusividad, o para que no se marche de nuestro lado).

Según las reglas del amor patriarcal, cuando amas a alguien lo posees, y perteneces a alguien cuando te aman, por eso nos cuesta compartir o renunciar a personas que consideramos de nuestra propiedad privada. Empezamos y consolidamos el amor con promesas (te amaré hasta que la muerte nos separe, te seré fiel eternamente), sin embargo la vida da muchas vueltas, y puede ocurrir de todo: que se nos acabe el amor, o se le acabe al otro, o no se acabe el amor pero aparezca más gente a la que amar.

Y nadie tiene la culpa: el amor viene y va, se construye y se destruye, y no podemos mendigarlo ni exigirlo. O se da, o no se da. Fluye, o no fluye…
Y sin embargo, en nuestras guerras románticas, dejar de amar a alguien es la máxima traición (aunque es peor todavía si a la vez empiezas a querer a otra persona).

Nos cuesta mucho aceptar que hemos dejado de amar o que ya no nos aman. A veces optamos por sumirnos en la tristeza profunda, y otras nos declaramos la guerra: el divorcio es la Gran Guerra del amor, la peor y más cruenta de las guerras románticas.

En otras culturas la gente se junta y se separa con más ligereza y alegría: en nuestra cultura romántica patriarcal, en cambio, vivimos el divorcio una catástrofe. Es un drama que suele contener mucha violencia, y esta violencia afecta no sólo a los miembros de la pareja que se separa, sino a todos sus seres queridos. 

Como en todas las guerras estúpidas, en el proceso de (des)amor hay “buenos” y “malos” (dícese de aquellos que prometieron amarte para toda la vida y te dejan de querer). Los malos son los culpables del fin del amor, los buenos son los inocentes a los que les rompen el corazón  y sufren lo indecible. Los buenos son las víctimas del romanticismo, los malos tendrán que asumir el odio eterno de los buenos y a veces también, de su entorno.

Si eres de las personas que rompes el feliz transcurso del amor, si te desenamoras o te enamoras de otra, tendrás que asumir tu lugar en el bando de los “malos” y de las “malas”. Especialmente si eres mujer y tomas la decisión de separarte, tendrás que aguantar que los demás te vean como una persona cruel y sin sentimientos, como una "abandonadora", como una perturbada inestable o una ninfómana.

La mujer que se divorcia y se libera es, para la tradición patriarcal, una mala persona que destruye corazones, rompe pactos eternos y desestructura la familia. Si en lugar de irte con otro hombre te vas con otra mujer, el escándalo será mayor: serás vista por la gente patriarcal como un monstruo, una aberración, una desviada, una perdida, o una loca.

Tendrás que luchar también contra la culpabilidad, que es el gran talón de Aquiles de las mujeres: nos enseñan desde pequeñas a sentirnos culpables y responsables por todo. Por eso nos cuesta tanto pensar en nosotras mismas, tomar decisiones, y anteponer  nuestras necesidades a las de los demás. Cuando lo hacemos, pagamos un precio muy alto.

Las víctimas del amor, tanto hombres como mujeres, pueden ser sumamente sádicas y tiranas si han decidido declarar la guerra, porque justifican cualquier maldad con la excusa de la enajenación romántica, y reivindican el derecho a vengarse por el “tremendo” dolor que le ha causado la otra persona. Tienen licencia para odiar y portarse todo lo mal que quieran: pueden chantajear, aislar social y afectivamente a la otra persona, utilizar a sus hijos e hijas en la batalla,  hacerle cargar con deudas altísimas para toda su vida….

Invertimos mucho tiempo en construir y sostener estas guerras sentimentales, pese a que no nos hacen felices, ni nos reportan beneficios directos,  ni logran hacer resurgir la pasión de los inicios. Estas guerras nos chupan la energía, y sacan lo peor de nosotros y de nosotras mismas: hay gente que se entrega en cuerpo y alma al odio, pese a que es un sentimiento negativo que nos hace daño y hace daño a los demás.

Esa persona encantadora,  generosa, y amable que conociste al empezar la relación puede convertirse, de la noche a la mañana, en un monstruo dañino, asustado, dolido, celoso, inseguro, cruel… que cuanto más miedoso, más malvado es. Cuanto más vulnerable, más mezquino es: basta sentarse a ver una telenovela para comprobar cómo la gente, al dejarse arrastrar por las bajas pasiones, se convierte en seres tóxicos, rencorosos y violentos. Las protagonistas de las telenovelas latinas se pasan todo el tiempo arregladas, en casa, en tacones, maquinando contra otras mujeres, o montando escenas de pasión agresiva a su amado.

En las películas de amor, las protagonistas de las historias de amor son generalmente unas sufridoras (sádicas o masoquistas), así que no tenemos muchos modelos de mujeres prácticas y sensatas que huyen de los problemas. Ni de mujeres empoderadas que no renuncian a su libertad ni entienden el amor como un sacrificio, ni de mujeres que disfrutan del amor sin fantasmas ni obstáculos de por medio.

Tendremos que inventar sobre la marcha otros cuentos, entonces, con otros personajes, otras tramas, y otras maneras de resolver los conflictos y manejar las emociones. Para acabar con las guerras románticas, tenemos que desmitificar la violencia pasional, y desmontar la asociación entre sufrimiento y amor. Podríamos acabar con la cultura del aguante femenino, poner de moda la cultura del buen trato y construir colectivamente una ética del amor que nos permita aprender a querernos bien. Con esta ética del amor podríamos disfrutar más de nuestras relaciones sexuales, afectivas y sentimentales, ensanchar el concepto colectivo de amor, construir otros romanticismos más diversos e igualitarios.

Necesitamos, entonces, darnos una tregua indefinida parar las batallas internas y externas que sostenemos a diario, para imaginar otras maneras de querernos que nos den energía en lugar de quitárnosla, para firmar  tratados de paz con nosotras mismas y con las demás que nos pongan de buen humor y nos den energías para compartirlas con la gente querida. Necesitamos explorar otras posibilidades de relacionarnos con el mundo  y con la gente, eliminar las fobias sociales, tejer redes de solidaridad, ayuda mutua y amor colectivo.  Necesitamos menos guerras románticas, en definitiva, y más amor del bueno.

Coral Herrera Gómez





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