La belleza de la mujer no ha sido venerada y consagrada en todas las
sociedades ni en todas las épocas históricas. Prueba de ello son las sociedades
prehistóricas investigadas por Margaret Mead, quien constató que en diversas tribus las marcas decorativas
viriles se manifiestan con mayor vistosidad que las de las mujeres. Entre los tchambuli, en Oceanía, son los hombres
quienes lucen los más bellos adornos y quienes se preocupan más de su aspecto.
Para los massa y los mussey, en África, “el hombre constituye
el punto de mira de la estética corporal”. Según Mead, entre los maoríes, los
hombres exhiben tatuajes más recargados y densos que los de las mujeres; entre
los wodabé del Níger, durante la celebración
de una fiesta, son las mujeres las que eligen al hombre más guapo de la tribu (foto de abajo),
En las sociedades patriarcales el ideal de belleza femenina ha ido variando según las épocas, sus necesidades, sus gustos estéticos y modas. A lo largo de la historia de nuestra sociedad occidental, la mujer ha sido representada de formas muy variadas e incluso en el siglo XX, hemos tenido modelos a seguir contrapuestos:
las alegres carnes de Marylin Monroe,
y el cuerpo esquelético y enfermo de Kate Moss.
Durante siglos, han sido en su mayoría hombres los que han creado los modelos de belleza a través de la fotografía, la escultura, la pintura, el cine, la publicidad.
Giorgio Armani
Las mujeres hemos asumido y rechazado esos cánones de belleza idealizada en diversos grados a lo largo de la Historia. Algunas han sufrido y siguen sufriendo verdaderas torturas físicas
como la exigencia de tez blanca para las negras
Beyoncé
o la tez morena para las blancas,
el uso del corsé del siglo XIX, causante de numerosas enfermedades;
los aros alrededor del cuello y las anillas de metal soldadas a los tobillos (habituales en algunas tribus de distintas zonas de África y Asia);
el uso del pesado chador de las musulmanas o del peligroso burka entre las afganas.
Todos ellos son mecanismos que tienden a reducir la movilidad de las mujeres, y por tanto, su autonomía a la hora de moverse con libertad o ganarse la vida trabajando.
Evolución histórica de la belleza femenina
Las primeras representaciones simbólicas femeninas del Paleolítico y el Neolítico son, en su mayoría, símbolos de fecundidad y fertilidad. A menudo son representadas en forma de estatuillas de piedra con formas voluptuosas y redondeadas, o con grandes vientres y generosos pechos nutricios.
En la Antigüedad, los poetas griegos rindieron numerosos homenajes a la hermosura
femenina, y subrayaron su poder a un tiempo maravilloso y temible. Las diosas
del Panteón (Hera, Artemisa, Atenea, Afrodita) son descritas como la quintaesencia de la belleza. Safo escribió poemas apasionados en
honor del cuerpo femenino, y los escultores representaron como nunca antes las
formas físicas de la mujer. La belleza femenina se impuso como una fuente de
inspiración para los artistas, aunque también es considerada como un peligro
para los hombres.
Según Lipovetsky (1999), para los griegos la mujer era
“una terrible plaga instalada entre los
hombres mortales, un ser hecho de ardides y de mentiras, un peligro temible que
se oculta bajo los rasgos de la seducción”. Abundan los textos que enumeran los vicios femeninos y colman de
reproches las estratagemas de que ellas se valen para seducir a los hombres. A
pesar de ello, en Grecia son más frecuentes y numerosas las expresiones de
admiración hacia la perfección física viril; dan testimonio de ello la poesía homosexual,
los diálogos de Platón, los bellos desnudos de las esculturas masculinas, los epigramas homosexuales, las inscripciones en las paredes...
También la tradición judeocristiana se caracterizó por poner en el
índice la belleza femenina: en la Biblia, la hermosura de las heroínas (Sara,
Salomé, Judit) está cargada de poder de seducción y engaño.
Durante toda la Edad Media, y bastante más allá, se prolongó esta tradición de hostilidad y recelo hacia la belleza femenina. Sólo la Virgen María, cuyo culto y representaciones iconográficas se disparan a partir del siglo XII, se libera de este tratamiento y posee la inocuidad de la belleza pura.
Según Lipovetsky, cuando surge la división social entre clases ricas y clases pobres, las mujeres exentas del trabajo se convierten en el centro de la idealización femenina por parte de los hombres : “Mujeres ociosas, mujeres hermosas; en lo sucesivo la hermosura será considerada incompatible con el trabajo femenino”.
Durante toda la Edad Media, y bastante más allá, se prolongó esta tradición de hostilidad y recelo hacia la belleza femenina. Sólo la Virgen María, cuyo culto y representaciones iconográficas se disparan a partir del siglo XII, se libera de este tratamiento y posee la inocuidad de la belleza pura.
Según Lipovetsky, cuando surge la división social entre clases ricas y clases pobres, las mujeres exentas del trabajo se convierten en el centro de la idealización femenina por parte de los hombres : “Mujeres ociosas, mujeres hermosas; en lo sucesivo la hermosura será considerada incompatible con el trabajo femenino”.
Lipovetsky expone que es durante los siglos XV y XVI cuando la mujer se impone como el ser más hermoso de la creación: los encantos femeninos alimentan los debates filosóficos, inspiran a pintores, escultores y poetas. Proliferan los himnos inflamados a la belleza al tiempo que se esfuerzan con renovado vigor por definirla, normalizarla, por clasificarla. La representación de la mujer tumbada causa furor entre los artistas, que representan a las féminas siempre en posiciones pasivas, entregadas a la mirada deseante de los hombres.
En el siglo XIX, el modelo de belleza será el de la mujer romántica: la mujer enferma de
amor, de tisis o de tuberculosis. Fémina de belleza pálida, mejillas y labios
sonrosados por la fiebre, de una delgadez extrema. Este tipo de mujeres se
representan frágiles, vulnerables, atormentadas y debatiéndose entre la inocencia
y la destrucción.
En el siglo XX, tras la belleza inquietante y enigmática de la femme fatale,
comienza la época de las Venus con vaqueros; es un tipo de belleza adolescente, lúdica, pop, dinámica, sexy, directa y desumblimada:
“La belleza vampiresa de
Marlène Dietrich, (con sus ojos insondables cargados de rímel, sus atuendos
sofisticados, sus largas boquillas, su feminidad era inaccesible y
destructora), nada tiene
que ver con la nueva belleza de la pin up desdramatizada que Marilyn Monroe
elevó a la categoría de mito; una mujer sensual, ingenua, con alegría de vivir,
tierna, joven, encantadora” (García Calvo, 2000).
Ya en el siglo XX, la cultura de masas logra que la belleza como ideal de feminidad invada la vida cotidiana. Lourdes Ventura cree que este fenómeno trasciende la cuestión estética porque posee una dimensión política y económica que queda invisibilizada a través de la cultura massmediática: “Existe un poderoso mercado, de innumerables tentáculos, que difunde y promociona urbi et orbe sus consignas estéticas a través de un sofisticado engranaje publicitario y mediático sin precedentes en la mercadotecnia contemporánea. Nadie en la aldea global puede escapar al bombardeo de los anunciantes, y menos que nadie las mujeres, que se han convertido en el objetivo prioritario de uno de los sectores que más invierte en publicidad”.
Detrás de la obsesión por la belleza femenina existen unas poderosas
empresas como la industria cosmética, la moda en ropa y complementos (desde la
alta costura a la moda pret a porter, la publicidad, los medios de comunicación
(sobre todo la prensa femenina), la cirugía estética (con un
elevado número de “profesionales piratas” denunciados por los facultativos
colegiados), los centros de mantenimiento (ejercicio, masajes, saunas), las
clínicas e institutos de tratamientos estéticos, etc. Todo ello forma parte de
una maquinaria económica que aspira a dirigir el consumo e invoca la idea de
belleza asociada a felicidad, éxito y placer.
El problema de la industria de la belleza no es sólo la cantidad de
dinero, tiempo y energía que las mujeres invierten en ella, sino también el
coste psicológico que conlleva, pues el consumo de belleza nunca se satisface a
sí mismo, y el mercado siempre apunta hacia nuevos defectos, aportando nuevas
soluciones.
Los imperativos de esta industria (conservarse delgada, joven y en forma) han llegado a constituir una obsesión para muchas mujeres, lo que Ventura (2000) denomina “la tiranía de la belleza”:
“No es aventurado declarar que las mujeres están siendo sometidas a
un permanente acoso publicitario, un abuso psicológico letal, sistemático y
continuado, vehiculado por la televisión, las revistas femeninas y suplementos
correspondientes de diarios y semanarios de información general que no tienen
otro objeto que la incitación a un consumo masivo de productos y servicios
relacionados con la belleza”.
El hecho de que la mayor parte de los medios de comunicación sólo de trabajo a mujeres bellas y esbeltas (aún no hemos visto a mujeres feas o gordas presentando un telediario o un concurso), denota que esa obsesión ha sido creada en la cultura mediática, que siempre premia a las mujeres hermosas como representantes de la modernidad, la felicidad, el éxito social y económico, la bondad y, en general, los valores positivos de la sociedad de consumo.
Las señoras poco agraciadas u obesas en cambio representan la dejadez, la pereza, el fracaso, o la maldad; una notable excepción es la serie norteamericana Rosseane, en la que los protagonistas era una familia de gordos más o menos felices que practican una sana ironía con toques de humor negro.
Esta discriminación
social tiene su correlato en multitud de
profesiones en los que la imagen femenina es fundamental, como todas las que
tienen que ver con un trabajo cara al público: azafatas, recepcionistas,
secretarias, dependientas, profesoras, cajeras, cargos públicos y empresariales
(altos cargos especialmente)…
La belleza es, en un mundo en el que la demanda de empleo es inagotable, un motivo de discriminación para las mujeres a la hora de desempeñar un trabajo, cosa que no sucede con los hombres, cuyo currriculum es más importante que su escote, o su trasero.
La belleza es, en un mundo en el que la demanda de empleo es inagotable, un motivo de discriminación para las mujeres a la hora de desempeñar un trabajo, cosa que no sucede con los hombres, cuyo currriculum es más importante que su escote, o su trasero.
La norma general en la cultura mediática es atacar a
las mujeres y minar su autoestima, para inducirlas a consumir productos de
belleza y adelgazamiento. Jerry Della Femina, uno de los grandes publicitarios
de la Avenida Madison de Nueva York, declaraba: “Anunciar es hurgar en heridas abiertas… Miedo. Ambición. Angustia.
Hostilidad. Usted menciona los defectos y nosotros actuamos sobre cada uno de
ellos. Nosotros jugamos con todas las emociones y con todos los problemas (…)
Si se logra que un número suficiente de gente tenga el mismo deseo se consigue
un anuncio y un producto de éxito”.
Según Lourdes Ventura, la corporalidad femenina es para los
anunciantes un campo de batalla, un lugar donde el “yo dividido” se fragmenta
en múltiples territorios sobre los que actuar y pelear. Por eso se presenta un
tratamiento anticelulítico como un ataque
especial zonas rebeldes”; una crema
adelgazante que ataca directamente
los excesos”, un método que combate eficazmente las marcas antiestéticas
de la celulitis”, otro anticelulítico que elimina
la piel de naranja, o el HCM “que se opone
a la acción de los azúcares responsables de la degradación del tejido
celulítico”.
Los artículos de belleza decretan una guerra sin cuartel a las
supuestas imperfecciones femeninas en estos términos: “Lucha contra los kilos de más”; “para acabar con la celulitis hay
que atacarla en todos los frentes”, “stop a las grasas”; “Jaque
mate a la pérdida de firmeza”, “Desafío
a la flaccidez”. Este lenguaje bélico anti
y en contra de todo, vacía de
sentido los logros profesionales, afectivos, familiares o económicos de las
mujeres, según Ventura, y socavan su seguridad esencial, porque las dispone a
la guerra contra sí mismas (contra sus arrugas, sus michelines, su celulitis,
sus imperfecciones cutáneas, etc.).
Esto supone que las mujeres que no son bellas y jóvenes, sexys y
delgadas, ven su autoestima socavada y se autocensuran continuamente,
influyendo de forma negativa en su propia personalidad, gustos y capacidad de
decidir. En la actualidad, ocho de cada diez americanas en torno a los 18 años se declaran “muy insatisfechas” con su propio cuerpo. "Las imágenes superlativas de la mujer vehiculadas por los medios de comunicación acentúan el terror a los estragos de la edad, engendran complejo de inferioridad, vergüenza de una misma, odio al cuerpo” Lipovetsky, 1999.
Ventura afirma, en este sentido, que si es posible que una mujer llegue a odiar una
porción de su anatomía porque tiene unos gramos de más según los cánones del
mercado, será sencillo manipularla en cualquier otro terreno. Porque mantenerse
en forma o estar bella son auténticas filosofías de vida, estilos vitales que
sitúan a la mujer en unas prácticas consumistas que sólo beneficia a las más
bellas, pero no al total de las mujeres del mundo.
Sólo un 8% de las féminas cumple con los cánones de la belleza occidental, de modo que el resto tiene que vivir con algún tipo de complejo o imperfección que afecta a sus vidas en diferentes grados e intensidades. Según Ventura, sólo en Francia hay registradas 3.000 modelos, de las cuales apenas una minoría puede vivir de ello.
Sólo un 8% de las féminas cumple con los cánones de la belleza occidental, de modo que el resto tiene que vivir con algún tipo de complejo o imperfección que afecta a sus vidas en diferentes grados e intensidades.
Muchas teóricas defienden la idea de que la cultura del bello sexo presenta en nuestros días todos los rasgos de un culto religioso, un dispositivo litúrgico en el seno mismo de las sociedades liberales desencantadas. Kim Chernin ve en la obsesión con la delgadez la prolongación de los valores ascéticos milenarios, una expresión de odio contra la carne, idéntica a la que profesaban los teólogos de la Edad Media.
Naomi Wolf habla de la “nueva Iglesia” que reemplaza a las autoridades religiosas tradicionales, del
“Nuevo Evangelio” que recompone ritos arcaicos en el plena posmodernidad, que
hipnotiza y manipula a los fieles, que predica la renuncia a los placeres de la
buena mesa y culpabiliza a las mujeres por medio de un catecismo cuyo centro es
la diabolización del pecado de la grasa.
“Como todos los cultos religiosos, la belleza tiene sus sistemas de
adoctrinamiento (la publicidad de los productos cosméticos), sus textos sagrados (los
métodos de adelgazamiento), sus ciclos de purificación (los regímenes), sus
gurús (Jane Fonda), sus grupos rituales (Weight Watchers), sus creencias en la
resurrección (las cremas revitalizantes), sus salvadores (los cirujanos
plásticos)” (Lipovetsky, 1999).
Los mitos de la religión de la belleza se encarnan en la figura de la
top model, de la que conocemos sus
nombres y apellidos. Fue una figura creada para seducir a las mujeres, una
figura destinada a estimular la admiración y el consumo femenino de moda,
cosméticos, etc. Según Enrique Gil Calvo (2000), la modelo se exhibe como
representación pura, seducción superficial, narcisismo frívolo:
“La apoteosis de las top
models viene a coronar un ideal de belleza física definitivamente fuera del
alcance de la mayoría, al igual que un sueño cada vez más insistente de
juventud eterna. Las modelos no son ni irreales ni ficticias, sino recompuestas
y surreales: “Ni siquiera yo me parezco a Cindy Crawford cuando me levanto por
la mañana”, decía la
Crawford recientemente”.
En los años 90, las musas de la moda sustituyeron a las grandes
estrellas de cine en el pedestal de la belleza e invadieron el espacio
mediático y social, especialmente a través de la publicidad. Se llevó a cabo
una mitificación de esta profesión a partir de top models archimillonarias como
Claudia Schiffer, Naomi Campbell, o Linda Evangelista, que declaraba: “Nunca
nos levantamos por la mañana por menos de diez mil dólares”.
A pesar de que las mujeres saben que las medidas 60-90-60 son casi
imposibles para ellas, y que muy pocas cumplen con este absurdo requisito de
belleza, y aunque saben también que las top model están operadas y sus imágenes
retocadas con programas mágicos como
PhotoShop, es muy difícil para algunas no compararse a diario con ellas. La
principal razón es que invaden todos los espacios y las narraciones a través de
la publicidad, y que los hombres y ellas mismas admiran este tipo de mujeres de
belleza escultural.
Este culto a la belleza y sus mitos supone una violenta reacción contra la liberación política, social y económica de la mujer, según Naomi Wolf (1991). Esta autora, basándose en un dato revelador (33.000 mujeres norteamericanas manifestaron en las encuestas que preferían rebajar cinco o siete kilos de peso antes que lograr cualquier otra meta en la vida), asegura que la dieta es el más potente de los sedantes políticos de la historia de las mujeres.
Un spa relajante y una limpieza facial son, a menudo, bálsamos contra la sobrecarga laboral y familiar, ayudan a seguir la lucha diaria, pero no cambian el sistema, ni ayudan a las demás mujeres. Son siempre soluciones individualizadas contra el estres o la grasa, nunca contra la tiranía que esclaviza nuestros cuerpos y mentes.
Conceptos como “quiero mantenerme en forma”, “ponerme guapa”, "agrandarme las tetas" son fenómenos de consumo; pero su dimensión económica está invisibilizada, porque parece una necesidad vital, o un deseo tan cotidiano que no parece lo que es: una enorme industria de pintauñas, cremas depilatorias, perfumes, desodorantes, maquillaje, clínicas de adelgazamiento, peluquerías, quiromasajistas, implantes de silicona, chutes de botox, tratamientos de relax, diseño de ropa de moda, de complementos, de zapatos, de bolsos. Industria que no tiene pérdidas porque cada vez más, las mujeres nos centramos en la lucha contra la edad, los kilos, los pelos.
La publicidad no hace otra cosa que recordarnos que somos bajitas, demasiado altas, gordas, demasiado delgadas, canosas, cojas, rellenitas, que tenemos pocas tetas, que hay muchas mujeres más guapas que nosotras, y que los hombres las prefieren a ellas, porque con su belleza artificial atraen el deseo masculino, y nosotras con bigote, cartucheras, culo pollo, descolgamientos, piernas cortas, pies planos, dientes saltones, etc. nunca podremos llegar a ese nivel. Por eso nos autocensuramos, nos maquillamos, usamos tacones, por eso compramos cremas reafirmantes y nos arrancamos todos los pelos de cuajo.
La tiranía de la belleza oculta la necesidad de la industria de que
las personas consuman masivamente sus productos y servicios. En lugar de
suplicar “compre usted esto”, la publicidad y los medios nos
hacen creer que lo hacemos por nosotras mismas, para gustarnos y gustar a los
demás, y que además "gustar" es algo natural en nosotras, algo consustancial
a la feminidad.
También es cierto que
progresivamente esta industria ha comenzado a atacar a los hombres, pero de momento las principales consumidoras
de la industria de la belleza son mujeres, especialmente en ámbitos rurales,
donde existen muy pocos hombres metrosexuales. Este término se utiliza en la actualidad para designar a los
varones excesivamente preocupados por su aspecto físico, hombres que se cuidan
de igual forma que las mujeres y consumen productos y servicios de belleza
(gimnasios, saunas, clínicas de belleza, depilación láser, cirugía estética,
cremas, bases de maquillaje, afeites, etc.).
Pocos llegan, sin embargo, a este extremo:
Otros artículos de la autora:
La tiranía de la edad, de los pelos y de los kilos
Bibliografía utilizada:
1) Bou, Nuria: “Diosas y tumbas. Mitos femeninos en el
cine de Hollywood”. Icaria, 2006.
2) Gil Calvo, Enrique: “Medias miradas. Un análisis cultural de la imagen femenina”, Anagrama, Barcelona, 2000.
3) Lipovetsky, Gilles: “La tercera mujer”, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.
4)
Mead, Margaret: “Masculino y Femenino”, Minerva
Ediciones, Madrid, 1949 (1994).
5) Ventura, Lourdes: “La tiranía de la belleza. Las mujeres ante los modelos estéticos”, Colección Modelos de Mujer, Plaza & Janés, Barcelona, 2000.