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24 de septiembre de 2010

El miedo masculino a la potencia sexual femenina





Entre 1970 y 1988, William Hartmann, del Centro para Problemas Maritales y Sexuales, en California, monitorizó el orgasmo de 469 mujeres y 289 hombres voluntarios. El mayor número de orgasmos en una hora fue de 134 para la mujer y 16 para el hombre.



El miedo de los hombres a la potencia arrasadora de la sexualidad femenina ha sido uno de los grandes motivos para encerrar a las mujeres en el ámbito doméstico, para cubrir sus cuerpos (desde el velo hasta el burka), para mutilarlos (dos millones de niñas al año son castradas a manos de sus familiares) y para estigmatizarnos como seres más próximos a la animalidad y la irracionalidad que a la cultura y la civilización humana.

 La mayor parte de los monstruos femeninos de las culturas patriarcales son seres eróticos, voraces, insaciables sexualmente, apasionados, crueles hasta el extremo. Las Gorgonas, las Harpías, las Erinias, las Amazonas, las Sirenas, la Esfinge, las Succubus, Medusa, las Lamias, las Centaurides, las Empusas, Artemisa, Afrodita…. 





Otras diosas monstruosas fueron: Andras, un Espectro Bisexual; Astartea, el Ángel del Infierno; Gomory, la Maestra del Sexo; Is Dahut, la Amante Insaciable; Perséfone, la Reina del Inframundo; Zalir, la Lesbiana, Zemunín, la Prostituta.

Otras mujeres malas (malas porque se sienten libres y actúan como quieren) son Lilith (para la cultura hebrea) y Eva (para la cristiana), porque con su curiosidad corrompen la bondad del hombre.


Lilith es considerada la primera esposa de Adán en la literatura rabínica. En las leyendas populares hebreas es el espíritu del mal y la destrucción, el demonio animal con rostro de mujer. Dios no la creó a partir de la costilla del primer hombre, sino de “inmundicia y sedimento”. Según Erika Bornay (1998), Lilith y Adán nunca encontraron la paz, principalmente porque Lilith, no queriendo renunciar a su igualdad, discutía con su compañero sobre el modo y la forma de realizar su unión carnal.

Lilith consideraba ofensiva la postura recostada que él exigía. “¿Por qué he de acostarme debajo de ti?”, preguntaba, “yo también fui hecha de polvo, y por consiguiente, soy tu igual”. Como Adán trató de obligarla por la fuerza, Lilith, airada, pronunció el nombre mágico de Dios, se elevó en el aire y lo abandonó. La diablesa huyó del Edén para siempre y se fue a vivir a la región del aire “donde se unió al mayor de los demonios y engendró con él toda una estirpe de diablos”.



Las religiones monoteístas, en general, están obsesionadas con el deseo de la mujer. Su principal objetivo es controlar el erotismo femenino y reducirlo a la tarea de la reproducción. Según Erika Bornay, los penitenciales medievales revelan que el acto carnal entre un hombre y una mujer no unidos en santo matrimonio era considerado más grave que el asesinato:

“El continuo apelar a la abstinencia, esta insistencia  la maldad intrínseca del goce sexual, este desprecio sin paliativos por la carne necesitó de la figura de un “impulsor”, un culpable, un ser proclive al pecado, que no fuera aquel hombre creado a “semejanza de Dios”. Se necesitaba de “otro” que por la lógica de estas filosofías patrísticas, iba a ser otra: Eva, la Mujer. Es en ella en quien los padres de la Iglesia encarnarán todas las tentaciones del mundo terrenal, el sexo y el demonio. Y ello pese a que en el Antiguo Testamento el hombre reconoce a la mujer como su igual”.



La moral patriarcal ha dividido a las mujeres en dos grupos: las seductoras, que destacan por su erotismo y sexualidad; sus artes sensuales sirven para desorientar y manipular a los hombres, que tienen que huir de ellas para no sentirse dominados. Y por otro lado están las discretas, que aparentan no sentir deseo alguno. Las primeras son malas porque son promiscuas, y porque no son sumisas a la autoridad masculina, ni se sienten objeto perteneciente a ningún dueño. Las segundas son las madres y las esposas, esas mujeres complacientes y bondadosas que tienen sexo solo por complacer a sus maridos, no porque lo deseen por ellas mismas.

Esta idea implica que su cuerpo, de algún modo, no es suyo, sino del hombre con el que se casa, del cura que la confiesa, del médico que la explora, del gobernador que ejecuta las leyes, de los parlamentarios que las aprueban. Su cuerpo reproductor es un bien social, por eso la maternidad se contempla como algo obligatorio, natural y necesario para las mujeres. 

Ya sabemos que a las mujeres que han elegido un camino distinto haciendo ejercicio de su libertad les ha tocado morir torturadas, asesinadas, y quemadas en la hoguera. La figura de la bruja, la vampiresa, la loba, la hiena, ha sido común para representar a las mujeres con deseo sexual, y forma parte de las pesadillas del imaginario masculino la mujer a la que ningún hombre sacia. 


En nuestra cultura, las mujeres que han disfrutado de su cuerpo y su sexualidad han sido siempre estigmatizadas socialmente como malas mujeres, mujeres de vida alegre, mujeres de la calle, putas o ninfómanas. En definitiva, las mujeres que se apartan de sus estereotipos y roles de género, y su función reproductora, son penalizadas socialmente por ello, y esto ha sido así durante muchos siglos.

Por eso han tenido que recurrir siempre a cómplices y ayudantes para poder vivir su sexualidad al margen de la moral patriarcal. En el caso de las lesbianas, el ambiente doméstico propició de alguna manera que las mujeres pudieran compartir placeres y cariño sin la represión masculina, aunque siempre en la clandestinidad. 



En el caso de las heterosexuales, son las alcahuetas, celestinas, criadas… las que ayudaban a las mujeres recluidas en su casa destinadas a un matrimonio de conveniencia. Ellas facilitaban los acercamientos masculinos, el establecimiento de las citas clandestinas, el reparamiento de virgos antes de las bodas, el adulterio sostenido de las casadas. Y es que la hipocresía cristiana y burguesa daba por sentado que las mujeres no tenían deseos propios y que su deber era guardarse del deseo masculino, siempre potente y desbocado.





El clítoris fue descubierto en el siglo XVI y redescubierto por la sexología a finales del XIX. El orgasmo múltiple en el XX. Cuando digo “fue descubierto” me refiero a que lo descubrió la Ciencia, que hasta entonces había sido exclusivamente cosa de hombres. Nosotras ya sabíamos lo del clítoris y también conocíamos los orgasmos múltiples sin que ningún especialista nos tuviera que decir nada. Pero para la opinión pública supuso un escándalo constatar no sólo que la sexualidad femenina no es inferior ni más débil que la masculina, sino probablemente más placentera que la masculina porque la mujer no se descarga y muere, sino que es capaz de perderse en las cimas del placer sin descender de ellas durante mucho tiempo.

En el caso de los hombres, el orgasmo es esencial para la inseminación: las embestidas empujan los espermatozoides dentro de la vagina. El óvulo de la mujer, sin embargo, es expulsado naturalmente por el ovario una vez al mes, independientemente de su respuesta sexual; esto es lo que hace incomprensible la función del orgasmo múltiple para los científicos. 





















Según Helen Fisher (2007), una de las causas del orgasmo femenino radica en el placer que siente la mujer: “para la mujer el orgasmo es un viaje, un estado alterado de conciencia, una realidad diferente que la eleva por una espiral que llega hasta el caos, y que luego le proporciona sensaciones de calma, ternura, y cariño que tienden a cimentar la relación con el compañero”. 

Otros autores inciden en la idea de que el orgasmo sacia a la mujer, y eso la induce a permanecer acostada, lo que impide que la esperma escape del canal vaginal.  El antropólogo Donald Symons piensa que, al no tener el orgasmo femenino una utilidad directa en la concepción, es un fenómeno anatómico y fisiológico innecesario que ha subsistido a la evolución femenina solo por su importancia para los hombres. Como el orgasmo es señal de haber llegado a la máxima satisfacción, a los hombres les gusta que la mujer lo experimente porque es la prueba de la gratificación de su compañera, y tal vez porque suponen que de ese modo tenderá menos a buscar aventuras sexuales.

Desde esta óptica (poco afortunada a mi entender), el orgasmo femenino sirve o existe para alimentar el Ego del macho y lo prueba el hecho de que muchas fingen tenerlo para no herir a su compañero. Catharine MacKinnon, por ejemplo, ve en la “simulación del orgasmo” una demostración ejemplar del poder masculino de conformar la interacción entre los sexos de acuerdo con la visión de los hombres, que esperan del orgasmo femenino una prueba de su virilidad y el placer asegurado por esta forma suprema de sumisión.

Como el placer femenino no ha de ser retenido, ni cae en picado como sucede en la eyaculación, la mujer que disfruta está siempre en el cénit, navegando por las cumbres del éxtasis. Es, en este sentido, un placer desordenado, sin principio ni fin: “En su erupción voluptuosa, el cuerpo femenino es desobediencia civil a la anatomía impuesta; induce metafóricamente una nueva socialidad, un nuevo exceso; y demuestra lo siguiente, que lo genital y sus placeres localizados son una limitación a la que un día, hace poco, obligamos al cuerpo”. (Pascal Bruckner, 1977)

La sexualidad femenina confunde al hombre, según este autor, porque constituye, aun hoy en día, un tipo de sexualidad diferente a la suya, un mundo, pues desconocido y temible. El hombre nunca puede estar seguro de si su aparato sexual va a funcionar como es debido, si después de una erección podrá lograr otra. 

A veces se encuentra atrapado en su propio falo mientras el placer de la mujer se expande en el tiempo y el espacio: “En los orgasmos de las mujeres habitan unos universos increíbles de los que nos enamoramos locamente a pesar de su distancia insuperable. Aun cuando los gestos de la amada parecen dirigidos y dedicados a nosotros, siguen expresando las oscuras regiones que nos excluyen”. (Bruckner, 1977)






Las mujeres deben orientar y definir su erotismo de acuerdo con las normas dominantes y simultáneamente, con las específicas de su género. Las mujeres tienen así, según Marcela Lagarde, una doble asignación erótica: tienen deberes, límites, y prohibiciones, por ser miembros de una determinada cultura, y otros específicos por ser mujeres.

Una de las razones por las que existen entre 85 y 114 millones de niñas y mujeres mutiladas en el planeta es porque se piensa que sin capacidad para tener orgasmo, serán mujeres fieles a sus maridos. Si se mutilan masivamente es porque se sabe que todas las mujeres tienen una sexualidad tan “fuerte” o mayor que la del hombre, y por eso se trata de eliminarla. Porque se entiende el cuerpo femenino como para ser usado por un hombre, no para ser disfrutado por la propia mujer. Y también porque se entiende que la sexualidad femenina ha de ser controlada, constreñida, arrancada, para que no se desparrame y provoque el caos social y económico. El fantasma de la promiscuidad femenina sigue planenado en nuestra cultura como un peligro que atenta contra la inocencia de los niños y niñas, la estabilidad de las familias, el orden de las cosas.

Otro asunto es la promiscuidad masculina, inevitable ante la naturaleza del macho que necesita esparcir sus millones de espermatozoides por doquier. De ahí la doble moral sexual, que entiende que en ellos es un pecadillo perdonable, y en ellas una monstruosidad aberrante.


Coral Herrera Gómez






Bibliografia


1)    Barash, David P y Lipton, Judith Eve: “El mito de la monogamia”, siglo XXI, Madrid, 2003.
2)    Bornay, Erika: “Las hijas de Lilith”, Ensayos Arte Cátedra, Madrid, 1998
3)    Bourdieu, Pierre: “La dominación masculina”, Anagrama, Colección Argumentos, Barcelona, 2000.
4)    Bruckner, Pascal, y Finkielkraut, Alain: “El nuevo desorden amoroso”, Anagrama, Barcelona, 1979.
5)    Fisher, Helen: “El primer sexo”, Taurus, Madrid, 2000.
6)    Yela García, Carlos: “El amor desde la psicología social. Ni tan libres, ni tan racionales”, Ediciones Pirámide, Madrid, 2002.


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