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28 de junio de 2010

Adictas al Amor Romántico





“Al principio, el amante se conforma con ver a su ser amado de vez en cuando.
Pero a medida que la adicción aumenta, necesita cada vez más dosis de “droga”. (…) Si la persona amada rompe la relación, el amante muestra todos los síntomas característicos de la abstinencia de las drogas, incluyendo la depresión, accesos de llanto, ansiedad, insomnio, pérdida de apetito, (o atracones de comida), irritabilidad y asilamiento crónico. Al igual que todos los adictos, el amante está dispuesto a pasar por todo tipo de experiencias nada saludables, humillantes e incluso físicamente peligrosas para conseguir su narcótico. Los amantes también reinciden, como los drogadictos. (…) Racine tenía razón cuando calificó al amante de “esclavo de la pasión” . Helen Fisher, 2004.


Erich Fromm denominó a esta época posmoderna "La Era de la Soledad", un tiempo que se caracteriza por el triunfo del individualismo, el anonimato, y el miedo a sentirse solo. Yo estoy convencida de que la gran utopía posmoderna es el amor romántico, provocada por el hambre de sentimientos y la sed de emociones que nos posee. 


Unos acuden a la fiesta, otros a los deportes de riesgo, y otros buscan a su media naranja con desesperación, esperando salvarse del aburrimiento y de la tiranía de la soledad. Los hay que, cuando se enamoran y son correspondid@s, abandonan amigos, aficiones, hábitos y rutinas, proyectos individuales y colectivos, y se encierran en una burbuja de amor que dura... lo que dura.


Y es que mientras dura, el amor pasional es un torrente de felicidad y una borrachera de ternura, deseo, sentimientos positivos, sensación  de euforia, intensidad en la alegría de vivir.  Creo que hemos sido much@s l@s que hemos podido experimentar ese estado de embriaguez que nos anula el raciocinio y nos mantiene un 90% del día pensando en nuestro amado/amada, así que solemos mostrar comprensión cuando vemos a un ser cercano pasar por esa etapa en la que se nos olvida todo, nuestro rendimiento en el trabajo disminuye, nuestra vida social se estrecha o se anula, y todo nuestro cuerpo se prepara continuamente para hacer el amor y ser amados/as sin control, sin mediciones, sin barreras. 


Helen Fisher afirma que el amor es una droga, porque posee una dimensión adictiva muy fuerte que provoca reacciones desatadas en nuestro organismo. Cuando nos enamoramos, el cuerpo experimenta una especie de tormenta química y segrega unas sustancias anfetamínicas como la dopamina, la norepinefrina, la testosterona, la adrenalina, la oxitocina y la vasopresina, entre otras; todas sustancias placenteras que genera nuestro cuerpo y que se encuentran en las drogas (naturales y sintéticas).


La analogía entre el estado de enamoramiento y el producido por los efectos de algunas sustancias psicotrópicas como el LSD está clara: sensación de euforia, hiperactividad, falta de concentración, exageración, vivencias intensas, obnubilamiento, pérdida del sueño, del hambre y del cansancio físico, etc. o como la morfina, con sus correspondientes fases de “subida” (enamoramiento), síndrome de abstinencia y tolerancia.






En sus experimentos de IMRf con personas enamoradas, Fisher se dio cuenta de que “Directa o indirectamente, casi todas las drogas afectan a un mismo recorrido cerebral, el sistema de recompensa mesolímbico, activado por la dopamina. El amor romántico estimula partes de este recorrido con la misma sustancia. De hecho, cuando los neurólogos Andreas Bartels y Semir Zeki compararon los escáneres cerebrales de sus sujetos enamorados con los de los hombres y mujeres que habían consumido cocaína u opiáceos, comprobaron que se activaban muchas de las mismas regiones cerebrales, incluida la corteza insular; la corteza cingulada anterior el caudado y el putamen”.


Muchos psicólogos defienden también esta idea de que el amor es una adicción porque el enamoramiento provoca estados de euforia, depresión y sobre todo dependencia afectiva. La pasión es extraordinariamente difícil de controlar y produce, entre otras emociones, ansiedad, obsesión, compulsión, distorsión de la realidad, dependencia emocional y física, cambio de personalidad y pérdida del autocontrol. El amante que está bajo este influjo muestra los tres síntomas clásicos de la adicción: tolerancia, abstinencia y reincidencia.




El hecho de que los amantes puedan permanecer despiertos toda la noche conversando y haciendo el amor es debido, según el psiquiatra Michael Liebowitz, al baño natural de anfetaminas que inundan los centros emocionales del cerebro, que contribuyen al optimismo y la energía desbordante que sentimos. Sin embargo, también el enamoramiento puede ser tremendamente doloroso: los enamorados sufren cuando se separan, por ejemplo, en los viajes de negocios o las vacaciones. Liebowitz piensa que durante la separación los enamorados se ven privados de su dosis diaria de drogas narcóticas naturales. Los niveles de endorfina bajan, y comienza la nostalgia y la melancolía, y en algunos casos, la desesperación.




La literatura, tanto científica como no, ha puesto de manifiesto que el enamoramiento no correspondido es una de las situaciones vitales que mayor sufrimiento acarrea para el ser humano (Yela García, 2002). El enamorado no correspondido puede llegar a perder no sólo la concentración en sus responsabilidades laborales e interpersonales, sino incluso el sueño, el apetito, y la propia motivación por la vida sin su amada. En esta línea, Fisher afirma que es posible que este circuito romántico sea en parte la causa de que algunos hombres y mujeres se muestren dispuestos a tolerar los malos tratos psicológicos y físicos: algunos amantes rechazados se comprometen a cosas ridículas o aceptan castigos horribles por temor a perder al ser amado. Liebowitz cree que estos adictos al amor sufren de bajos niveles de las drogas narcóticas naturales, de modo que se aferran a la persona amada porque lo prefieren antes que el riesgo de la baja de dichos opiáceos. Como los adictos a la heroína, están químicamente casados con sus parejas.





La noción de adicción estuvo ligada en su origen casi totalmente a la dependencia química, del alcohol o de drogas de diversos tipos. Según Anthony Giddens (1995), una vez medicalizada la idea, fue definida como una patología física cuando se expresa en una conducta compulsiva, y se mide por las consecuencias que tiene el hábito para el control del individuo sobre su vida: “Una compulsión es una forma de conducta que un individuo encuentra muy difícil, o imposible, de detener sólo con el poder de su voluntad. Obrar a impulsos de las mismas produce una liberación de tensiones. La conducta compulsiva se asocia al sentimiento de pérdida de control sobre el Ego. La adicción puede ser definida como un hábito estereotipado que se asume compulsivamente”.


Todas las adicciones son esencialmente narcotizantes, pero el efecto químico no es un elemento esencial de la experiencia adictiva; es más importante su dimensión psicológica.




La adicción es una reacción defensiva, una vía de escape, un reconocimiento de falsa autonomía que amenaza la integridad de nuestra autonomía. Anthony Giddens (1995) define a una persona codependiente como alguien que, para reforzar su sentido de seguridad ontológica, necesita otro individuo o conjunto de individuos. Esto es visible en la gente que se siente incapaz de vivir sol@ y que siempre encadenan parejas, una tras otra; al final no importa tanto con quien como el mismo hecho de tener pareja, que se puede convertir en una obsesión compulsiva.







Colette Dowling (2003) sostiene la idea de que la dependencia ha afectado más a las mujeres que a los hombres, y que es la principal fuerza que mantiene sujetas hoy día a las mujeres a situaciones de dominación y sumisión. A este fenómeno lo denomina “complejo de Cenicienta”: “un entramado de actitudes y temores largamente reprimidos que tienen sumidas a las mujeres en una especie de letargo que les impide el pleno uso de sus facultades y de su creatividad. Como Cenicientas, las mujeres esperan hoy algo que, desde el exterior, venga a transformar su vida”. La autora reconoce que la dependencia es completamente normal en los humanos, porque somos seres gregarios que necesitamos a los demás para sobrevivir. Sin embargo, en la sociedad patriarcal a las mujeres se las ha inclinado hacia la dependencia “hasta un grado realmente malsano”; a los niños se les educa para que sean independientes, y a las niñas se las cuenta relatos de princesas que esperan en su castillo a que venga un príncipe salvador que llene sus vidas; “el único salvador que conoce el muchacho, en cambio, es él mismo”.


También la dependencia masculina forma parte de la dinámica amorosa patriarcal, de modo que volvemos a insistir en la idea de que más que una adicción química o física, el enganche de la gente con el amor también es cultural. Porque se nos inocula el virus pasional mientras vemos películas, series, novelas, etc. de forma que mucha gente se pasa la vida enamorándose o suspirando por tener una relación que sea una continua borrachera de sentimientos y emociones.


Lo curioso es que esas borracheras duran poco porque el cerebro no puede pasarse años segregando continuamente esas metanfetaminas; por eso la gente cambia de pareja y quiere vivir nuevas aventuras, saborear la intensidad de las drogas naturales y alargarla lo más posible. El amante abandonado, en cambio, se queda con el mono; su cuerpo ya no segrega esas sustancias y entra en una fase de depresión tras la euforia. Viene la rabia, el síndrome de abstinencia, el deseo exacerbado, la melancolía... que también son emociones anfetamínicas que disminuyen hasta desaparecer con el tiempo. 


Coral Herrera Gómez



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