8 de abril de 2010

El egoísmo romántico posmoderno




celos, egoísmo, falta de empatía 




 “Si tú no vas a la cena de empresa de esta noche, anulo mi cita con mi ex novio”

 “Si no vas a la acampada de tu grupo de montaña, yo paso de la despedida de soltero de mi amigo”


Los celos son un claro síntoma del egoísmo del amor romántico. Nos ponemos celosos y celosas cuando nuestro objeto de amor desvía su foco de atención de nosotros a otra persona o actividad. Hay amantes que no solo tienen celos de una persona atractiva o deseable, sino también de la madre, el padre, los hijos, los amigos o las amigas de su amada. Hay amantes que no soportan las pasiones propias de su amado o amada, porque le quitan tiempo al celoso para disfrutar del amor. Por ejemplo, es muy común que la gente exija al otro que deje atrás sus hobbies (esquiar, ir al teatro, pintar, leer, viajar, aprender bailes del mundo…) cuando se unen en pareja. Al amado le puede parecer que ese acto de sacrificio es una prueba de amor, pero en realidad es otra forma de “cercar” al amado, de tenerlo para sí, de conseguir que su tiempo sea para él, de que comparta todos los espacios y todos los momentos. 

En ocasiones no sólo se dejan los hobbies, sino también las pandillas, y se pasa a un modelo más individualista: tú y yo, y si acaso dos parejitas más como tú y yo. Porque solteros y solteras provocan inquietud o desasosiego; son un elemento solo, desclasificado, desemparejado, y a veces se interpreta su presencia en un evento social como un peligro para los casados o las casadas.Por eso a las parejas les gusta estar con otras parejas, y comparten con ellas la filosofía de vida basada en la felicidad del dúo, a menudo sostenida por el miedo a que esa unión se rompa por la mitad.

El egoísmo de la gente enamorada me asusta. Sobre todo la gente que está deseosa de darlo todo; porque normalmente se da todo para recibirlo todo, no para malgastar gratuitamente tiempo y energía. Es como una especie de inversión: te lo doy todo, me hago imprescindible para ti, y a ti no te queda más remedio que ser tan intenso y “generoso” como yo. Es la gente que te reprocha que lo hace todo por ti y tú no estás a la altura. Es la gente que quiere que te adaptes a su ritmo aunque tú lleves otro. Es la gente que te cuida para que se lo agradezcas, y para que correspondas. Si no sucede así, ya está el sentimiento de culpa judeocristiano para recordarte que no estás dando lo mismo que estás recibiendo.

El enamorado egoísta quiere que cambies una reunión de trabajo solo para que le demuestres lo importante que es para ti. Al enamorado egoísta le encanta que anules una cena con los amigos y que lo hagas por él/ella, le entusiasma que no acudas a un concierto que para ti es importante si a él/ella no le apetece mucho. El enamorado egoísta jamás te anima a que llames a ese amigo que hace mucho que no ves, ni aunque sepa que vas a disfrutar mucho. El egoísta considera que los mejores momentos de tu vida tienes que vivirlos con él, y no se hace a la idea que tu mundo afectivo sea rico y variado, y que esté compuesto por familia y gente a la que aprecias y es fundamental en tu vida. El egoísta quiere cubrir el puesto más alto de tu jerarquía emocional, quiere constreñir tu sexualidad con el contrato de fidelidad en la mano, quiere ocupar todo tu tiempo libre y limitar tu libertad de movimientos.





“(Yo) lo hago todo por ti y tú no haces nada por mí”, “(Yo) necesito que me cuides”, 



“(Yo) quiero que te sacrifiques por mi”, “(Yo) no quiero que te vayas”, “Siempre soy 



(yo) el que llamo”, “Siempre soy (yo) la que empiezo”, “Nunca me dices que me 


quieres” , “Si tú me dejas (yo) me muero”….




En los celos y en el egoísmo yo veo mucho miedo, pero también mucho egoísmo; nos aferramos de un modo tan enfermizo a la gente porque no queremos estar solos, porque necesitamos ser lo más importante para alguien, como si eso le diese algún sentido a la existencia humana, como si eso nos asegurase la eternidad. Ser especiales para alguien, serlo todo incluso después de la muerte; es un anhelo de omnipotencia y eternidad muy humano. Por eso compartir el afecto de alguien a quien amamos con toda su gente resulta poco menos que imposible para un amante posesivo, celoso y egoísta.

El romanticismo está, inevitablemente, centrado en el yo; en el siglo XIX se ensalzó la subjetividad como modo de relacionarse con el mundo. Tanto en las artes y las ciencias, como en la vida cotidiana, el yo es la fuente de inspiración romántica, el lugar donde se crean los sueños,  allí donde se pretende confundir la realidad con el deseo. Los escritores y sus protagonistas son personajes excesivos que transforman imaginariamente su realidad porque no les gusta tal y como es. No soportan la soledad inherente al ser humano moderno, por eso tratan de mitigarla o anularla con la grandiosidad de la fusión erótica entre dos personas, elevándola a la categoría de la eternidad y lo sublime. Desde mi punto de vista, el prototipo del sujeto romántico es infantil, narcisista, sufridor, protagonista de la historia de su vida. Y la posmodernidad ha heredado esa ñoñez hipersensible, caprichosa y vulnerable.

El romanticismo es egoísta porque siempre se parte desde el ego para crear o para pensar el mundo, porque este ego se alimenta de soñar con voluntades ajenas doblegadas por el amor, porque incurre en continuos procesos de victimización y autodestrucción heroica y grandilocuente que le hará un hueco en la Historia. Por eso nuestra forma de amar actual, heredera de aquel movimiento decimonónico, está basada en la posesividad, en la apariencia por encima del ser, en el apego y el miedo, en la necesidad más que en la libertad. Los más egoístas suelen ser aquellos que están enamorados del modelo de amor idealizado, todos los que tratan de que nos quepa el zapatito de princesa, o que el sapito que nos encontramos se convierta en príncipe azul de la noche a la mañana, o poco a poco. Nos enamoramos del amor más que de las personas, a las que no solemos querer tal y como son, sino tal y como nos gustaría que fuesen. 

Si los románticos son proclives a la decepción es porque el amor no es tan bonito como lo pintan y porque la gente no es tan maravillosa como parece. Una vez que se nos pasa el colocón de anfetaminas del amor, la gente es como es, con sus virtudes, defectos y miserias. 

La frustración que nos genera no encontrar a nuestra "media naranja" es porque la fusión entre dos personas no es nunca total; somos unidades, absolutos en sí; no seres imperfectos a la espera de ser completados. De modo que por mucho que tratemos de vivir el amor como una ola arrasadora en la que toda nuestra vida (trabajo, amigos, familia, y otras pasiones) queda sepultada, la realidad es que nadie puede, por sí solo, cubrir todas las necesidades de una persona.

También es desgarrador pensar que nadie puede eliminar de nuestra vida la soledad que nos acompaña de la cuna a la tumba; la realidad es que la gente no nos pertenece, sino que nos acompaña en el camino un tiempo. Nuestros padres se mueren, nosotros acompañamos un tiempo a nuestros hijos e hijas, pero también nos vamos. Por nuestra vida pasan amantes, amigos, conocidos, pero nos resistimos a dejarles marchar porque sentimos que esas personas a las que queremos son "nuestras". Sin embargo, los amantes nos dejan, los amigos emigran, y otras veces somos nosotras las que nos vamos. 

El amor no correspondido, decía Freud, es uno de los dolores emocionales y psíquicos más duros para el ser humano. La muerte y el desamor nos privan de las personas a las que amamos, y cuando se van no sólo dejan un vacío, sino que además,  hemos de recomponer toda nuestra estructura vital para poder sobrevivir, porque ésta se desploma si la hemos concebido para no vivirla en solitario.

Creo, además, que el romanticismo aumenta exageradamente nuestra sensación de soledad, precisamente porque dejamos la responsabilidad sobre nuestra propia felicidad en manos de otra persona. No podemos pedirle a alguien que su misión en la vida sea querernos y tenernos continuamente distraídos para no pensar en nuestra soledad, en la muerte, en el dolor o el miedo. 
Probablemente nuestras relaciones serían más bonitas nos relacionásemos desde la generosidad, disfrutando mientras nos damos, nos compartimos, nos hacemos la vida más fácil y bonita. Pero no sólo con la pareja, sino con toda la gente que está en nuestras vidas. 

Una de las cosas en las que me fijo cuando empiezo una relación con alguien es cómo se relaciona con su entorno, si tiene amigos y amigas, si es una persona generosa con el entorno que la rodea, si se lleva bien con sus ex o le odian, si trata bien a los animales. Por ejemplo, para mí es esencial observar cómo la persona con la que me relaciono se comporta con la gente que trabaja.  Entiendo que conmigo esa persona es generosa porque tiene un interés en mí, y quiere causarme una buena impresión. 

Para mí es fundamental saber que la persona con la que estoy es generosa porque no puedo estar con gente que no me respeta el espacio o que me exige todo mi tiempo. Yo cuando amo a alguien también amo su libertad, sus relaciones con gente querida, su tiempo y sus espacios propios.

Pero creo que en nuestra sociedad individualista, en general nuestra forma de amar es egoísta. No nos es fácil ser generosos porque vivimos en un mundo en el que cada cual persigue su interés personal, y son pocas las personas que se implican en proyectos colectivos que persigan el bien común. No estamos acostumbrados, por ejemplo, a pensar en las necesidades de los demás, sino en las propias. Cuando nos enamoramos de alguien nos marcamos unos objetivos: quiero gustarle, quiero que se enamore de mi, quiero darle un beso, quiero que duerma conmigo, quiero tener sexo salvaje, quiero que me llame, quiero que me presente como su pareja, quiero quiero quiero... 

Decía D.H Lawrence que la pareja es una fórmula individualista de practicar el "egoísmo a dúo". 
En una sociedad  jerárquica y desigual como la nuestra, y en el entorno urbano donde vamos perdiendo las redes de ayuda mutua y cooperación, la pareja es un oasis de igualdad y de ayuda mutua enormemente valioso. No sólo para la reproducción (obviamente es más duro criar a un bebé en solitario), sino también para hacer frente al mundo y a los avatares del mercado laboral. Las ventajas de tener pareja en nuestro mundo deshumanizado son muchas: aunque no destaques entre las masas, puedes sentirte especial para alguien. Aunque en el trabajo no valoren tus capacidades y tus esfuerzos, tu pareja te quiere por como eres. Además cuando llegas a casa tienes a alguien que te abraza si lo necesitas, alguien que te escucha, alguien que te consuela o te proporciona momentos de placer intenso, que te anima en momentos de bajón, que te sostiene cuando te quedas sin empleo, que te mima cuando sientes que no puedes más de cansancio. Estamos hablando de una pareja igualitaria, equilibrada, con dos personas muy generosas que se entregan por igual al amor, que se cuidan mutuamente y se apoyan cuando se necesitan. Cuando logramos construir parejas desde el compañerismo y no desde la batalla de la dominación, disfrutamos mucho y nos sentimos reconfortados sabiendo que damos y recibimos equitativamente. 

Sin embargo, no es fácil construir este tipo de relaciones basadas en el trabajo en equipo. Este equilibrio en el dar y recibir requiere de mucha atención por parte de las dos personas, y en realidad nos es muy difícil darnos sin recibir nada a cambio. Cuando solo un miembro de la pareja lleva a cabo muchas más renuncias y sacrificios en pro del otro, el equilibrio se rompe. Lo más probable es que la persona que se sacrifica y siempre cede se sienta mal porque no se le valora lo que da, o porque no recibe ni la mitad de lo que da. En ese desequilibrio surgen el rencor y los reproches, elementos perfectos para acabar con la relación erótica y afectiva entre dos personas.

A menudo pedimos más de lo que damos porque vivimos en una sociedad en la que la gente acumula riquezas y recursos para sí mismo aunque eso suponga que los demás tengan menos. Amamos capitalistamente, es decir, en base a los intereses personales: yo te amo, entonces comparto contigo mis riquezas, con nadie más.

Dentro de la propia pareja tampoco podemos evitar ser egoístas y exigir lo que nos gustaría que nos diesen, por eso son muchas las parejas que dedican tanto tiempo a los reproches mutuos. Generalmente lo queremos TODO  y ya, de ahí que más que amar, las metas de la gente suelen ser encontrar a alguien que los ame. Erich Fromm decía, con razón, que el fenómeno del amor es relativamente inusual y extraordinario en esta era de la soledad. Una soledad narcisista en la que todos soñamos con encontrar  "compañía" y en concreto, una compañía que nos ame, nos admire, nos comprenda, nos proteja, nos apoye, nos... 

Parte de la frustración que nos genera el amor es que no encontramos el modo de conseguir que una sola persona nos llene todos los vacíos, que nos saque del aburrimiento mortal, que nos cubra todas las necesidades intelectuales, sexuales, afectivas. La pareja no es ni debería ser la única fuente de afecto y emociones positivas. Nuestras redes sociales y familiares son imprescindibles aunque nos hagan creer que con nuestra "media naranja" no necesitamos a nadie más. 

La gente con la que interaccionamos a diario, los compañeros de trabajo y vecindario, las personas que nos atienden cuando contratamos un servicio, los compañeros y compañeras de la Universidad, la gente con la que compartimos aficiones.... estas redes nos estimulan, nos enriquecen, nos ofrecen otros puntos de vista sobre la realidad, y nos hacen sentir que tenemos un lugar en el mundo. Por eso el aislamiento de la pareja, creo, es perjudicial para el funcionamiento de nuestras sociedades. El capitalismo y el patriarcado nos quieren divididos y encerrados cada uno en sus hogares, para que no estemos en las calles trabajando por nuestros derechos y libertades. 

A las mujeres educadas en sistemas patriarcales como el nuestro, se nos ha enseñado a ser mimosas, a reclamar un trato delicado y especial, a exigir el rango de reinas, a pedir que se nos tape cuando tengamos frío, que se nos defienda de otros hombres, que se nos proteja como a niñitas asustadas. A los hombres se les ha enseñado a ser protectores, pero también quieren compañeras incondicionales, comprensivas, que estén atentas a sus necesidades y deseos, que les cuiden cuando enferman, que les refuercen la autoestima cuando florecen sus inseguridades.

Hombres y mujeres hemos sido enseñadas a establecer relaciones de dependencia mutua en el que dos egos son más que suficientes. Cada uno de esos egos con sus intereses personales, sus deseos, sus miedos y sus frustraciones. A menudo esos egos se relacionan desde el capricho, el miedo, el temor a perder a la persona amada, de modo que resulta muy difícil la práctica del desapego y la generosidad.


Conclusión

Lo mejor sería disfrutar del presente y de la gente a la que queremos sin miedo a perderla. Lo ideal sería que nos relacionásemos desde la libertad, y no desde la necesidad, desde la generosidad y no desde la exigencia. Desde esa generosidad, somos felices cuando las personas a las que amamos son felices, aunque sea sin nosotras, cuando disfrutan en otros espacios y con otras personas que no somos nosotras. 

Lo ideal sería aprender a llenar nuestro vacío con cosas nuevas, sin exigirle a nadie que lo llene. Aprender a disfrutar de la soledad, aceptarla como compañera de viaje. Aprender a repartir y compartir el amor de nuestra amada o amado con mucha más gente, en lugar de aislarnos en nuestra casa y aislar a la otra persona. Expandir el sentimiento amoroso, no constreñirlo y enfocarlo en un solo ser humano. Diversificar y ampliar nuestras redes de afecto y cariño, y cuidarlas para crear intercambios de cariño y ayuda mutua. 


Lo ideal, sería practicar más a menudo ese sentimiento gozoso que nos invade cuando practicamos la empatía y la generosidad, dos de los pilares básicos de las relaciones humanas que podrían expandirse más allá de la pareja a toda la comunidad de gente con la que nos relacionamos. Disfrutaríamos más del amor. Y de la vida, creo yo. 


Coral Herrera Gómez





28 de marzo de 2010

El Romanticismo Patriarcal


Foto de Eduardo Morales, es una seta abulense


Herrera Gómez, Coral: EL ROMANTICISMO PATRIARCAL, Marzo 2010.

El Amor Romántico


Nuestra cultura amorosa occidental es hija de la gran ola romántica del XIX, una época en la que los hombres eran ciudadanos de pleno derecho y las mujeres meros objetos de deseo. Como si de una droga se tratase, a través de la mujer idealizada los enamorados emprendían su búsqueda hacia el conocimiento, hacia la trascendencia, la belleza sublime, la felicidad eterna. La imagen estereotipada del romanticismo que compartimos es una época de abundante creatividad literaria y artística en la que los hombres son los artistas que escriben, que piensan, que pintan, esculpen y aman, y las mujeres son las amadas, damas distantes que provocan dolor. Los románticos no se enamoraban de campesinas o de proletarias, sino de princesas, mujeres etéreas confinadas en espacios asfixiantes, féminas imposibles de alcanzar por diversos motivos (están casadas, comprometidas, están reservadas a hombres de mayor rango...).


Lo que nos ha llegado del Romanticismo son los sentimientos exacerbados, la individualidad a ultranza, la profundidad y el arrebato de las emociones, el tormento que se vive desde y para el interior de uno mismo. Más que la persona amada, lo que importa a los románticos es la rebeldía contra una realidad que no se adecúa a sus deseos, y por tanto, la necesidad de evasión a mundos fantásticos o paisajes exóticos. El romántico está dominado por la insatisfacción permanente del que ama y la necesidad de perder el tiempo en elucubraciones poéticas en torno a sus zozobras sentimentales. Lo motiva a crear el deseo de alcanzar cúspides utópicas, perfectas y eternas. Por eso se suicida si no lo logra, en lo que hoy interpretaríamos como una especie de tolerancia cero a la frustración, en una oposición salvaje al no y a la realidad pura y dura.


El romántico está fascinado por la búsqueda de la fusión primigenia, el encuentro con la totalidad, pero desde el sentimiento de pérdida y desesperanza. Es un niño que quiere volver al vientre materno, un lugar lleno de paz y de necesidades colmadas, y que emplea el resto de su vida en soñar con el paraíso perdido a través de la figura de la amada. El Yo trágico se verá representado en la figura del genio, surgida en el Renacimiento, recuperada por el neoplatonismo, y exacerbada en el Romanticismo, según Rafael Argullol (1984) . En el siglo XIX, el artista genial (pensado en masculino, insisto) adquiere la clara conciencia de su total independencia de las reglas y de las normas; su arte se basa en la inspiración. El artista y el escritor romántico buscan en su Yo más profundo la materia prima de su creatividad; por eso quizás la egolatría y el deseo de grandeza del creador, que ha de demostrar que “su mundo no es este” a través de actos heroicos como el suicido o los actos de autodestrucción.


El Romanticismo, sin duda, introdujo un elemento novelesco dentro de la vida individual, una especie de neoplatonismo idealizante, un sentimiento trágico de la vida mezclado con grandes dosis de victimismo y una serie de barreras autoimpuestas para experimentar el dolor más desgarrador. En las novelas del siglo XIX sus protagonistas se desenvuelven en angustias existenciales, deseos de plenitud y desbordamiento emocional. Los románticos y las románticas necesitaban subidones de adrenalina, incendios del alma, desesperación por alcanzar la eternidad, frustración continua por no poder alcanzar la felicidad. Los enamorados se declaraban esclavos de sus amados y amadas, y cometían todo tipo de locuras y excesos irracionales por amor.


En el XIX, la novela alcanza su máxima expresión con el sentir romántico. En ella, los grandes ideales a alcanzar eran el amor y la libertad, dos abstracciones a través de las cuales lograr la autorrealización, encontrarse consigo mismo y encontrar un por qué a la existencia. A través del deseo de fusión, el romántico realiza una búsqueda de sentido, pretende hallar una respuesta a las preguntas, una forma de acabar con la incontingencia, una manera de controlar el futuro. El amor romántico es, así, un instrumento para elevarse por encima de la miseria humana y para enajenarse, evadirse, vivir otras realidades, llevar la propia hacia el extremo.


La reivindicación del Romanticismo fue la individualidad frente a la colectividad, el yo frente a la masa; es el sálvese quién pueda, por eso la actitud romántica nace con el capitalismo y la clase acomodada de la burguesía. El romanticismo es, de este modo, individualista, aristócrata y libertaria a un tiempo. El artista se siente desengañado del mundo, pero también se siente el centro de su mundo, el lugar desde el que se relaciona con los demás. Por ello si la realidad que se le impone no le gusta, tiene derecho a expresar su rabia, como un niño mimado, en forma de angustia sublimada.


El Romanticismo expresa un sentir dramático, una especie de tormento narcisista, una forma infantil de relacionarse con el mundo y una manera de soñar utopías irrealizables de carácter egoísta. El romántico se rebela, pero en lugar de luchar huye hacia lugares de ensueño, paisajes exóticos, atardeceres sublimes, lugares remotos donde la realidad no le alcanza. Desea cambiar el mundo, pero como no sabe organizarse políticamente con el resto de los descontentos, prefiere huir e imaginar un mundo mejor, construido imaginariamente a su medida. El poeta romántico siempre está insatisfecho, no se adapta a las convenciones, reniega de la realidad y pretende trascenderla a través del amor.


Los héroes románticos son seres solitarios, asociales; como héroes trágicos se hallan en guerra perpetua contra el universo carcelario que les rodea y que advierten también en su interior. Huyen de la soledad, pero la necesitan, del mismo modo que desean sufrir. Denis de Rougemont (1939), defiende la idea de que el amor romántico está basado en el tormento continuo, que nos eleva espiritualmente. El sufrimiento y la idea de la muerte intensifican la realidad cotidiana, dotándola así de una dimensión grandiosa. Por eso los románticos asumen el dolor y el placer como hermanos inseparables. Es más, sufren innecesariamente porque se pasan el día subyugados por la fuerza de lo subjetivo, por el narcisismo ególatra que les impide pensar en otra cosa que no sea su ego, y sus sentimientos.


El amor romántico entre dos personas, entonces, constituye una utopía emocional colectiva, porque por definición el deseo es aquello que nos mueve a alcanzar algo que no poseemos; por ello siempre, o casi siempre, va acompañado de frustración. El amor romántico es un sentimiento idealizado que utilizamos para calmar nuestro miedo a la vida y a la soledad; es un amor insaciable y además no es un fin en si mismo, sino un medio para ser feliz, para autorrealizarse, para huir de la soledad que nos acompaña toda la vida, o para sentir emociones que nos hagan sentir vivas. Pero nunca logramos que ese estado de embriaguez dure mucho tiempo, principalmente porque va acompañado de una tormenta química que se agota con el tiempo. Por eso, en general, los románticos no disfrutan del amor real, vivido en pareja, anclado a la cotidianidad. En el XIX, el que ama románticamente lo vive como una condena, y, es incapaz, “como le ocurre a Hyperion (de Hölderlin), de ser feliz incluso en las situaciones que aparentemente deberían reportarle felicidad, aspira a tal riqueza que se pierde en los espacios del deseo” (Argullol, 1984).






El Romanticismo Femenino 


La posición del sujeto femenino en el Romanticismo fue muy contradictoria, porque, pese a las ansias de libertad e igualdad de los románticos, estos seguían (continuando con la cerrazón de la Ilustración) refiriéndose al sujeto masculino al hablar del ser humano. El sujeto femenino en realidad era objeto de deseo, de devoción, más que sujeto de pleno derecho, como sucedió en el siglo XII con las damas del “amor cortés”, objetos de deseo y admiración encerradas en palacios y castillos.


Por una parte, el Romanticismo parecía fomentar la participación de las mujeres mediante la revalorización del sentimiento y la individualidad, que hasta entonces habían sido considerados despreciativamente como cosas de mujeres, debilidad del espíritu, flaqueza de voluntad. Así, fue un gran avance que los hombres comenzaran a hablar el lenguaje sentimental de las mujeres y lo embellecieran, pero de algún modo se reapropiaron de ese mundo, en el que brillaron como grandes artistas, relegando a las poetas, pintoras y escritoras románticas al anonimato o a esconderse tras pseudónimos masculinos. Fue el caso de Amandine Aurore Lucile Dupin, que triunfó como George Sand. Los intelectuales románticos a menudo se burlaron de las creadoras, minimizaron el impacto de sus obras, y criticaron con saña su condición de mujeres cultas. Sin embargo, a nuestros días han llegado las novelas de Mary Shelley, las Hermanas Brönte, Jane Austen, lo que demuestra que las mujeres escribían grandes novelas de amor. Aquí se hicieron un hueco en la literatura, entre otras, Rosalía de Castro, Carolina Coronado o Emilia Pardo Bazán.


Según el estudio de Susan Kirpatrick (1991), las mujeres encontraban difícil asumir la pasividad a las que se las confinaba como objeto de deseo; su necesidad de verse como sujetos estaba en contraposición a la norma social de la mujer encerrada en el ámbito doméstico, sin posibilidad de vivir aventuras, de trascender su mundo, de dirigir libremente sus pasos hacia la felicidad, o hacia la belleza, o hacia el amor. Por ello algunas escritoras románticas pusieron al descubierto en sus novelas la falsedad y la naturaleza opresiva del modelo de la subjetividad femenina como ángel doméstico.


Con respecto a las lectoras románticas, Gilles Lipovetsky analiza en La Tercera Mujer (1999) los efectos del romanticismo y afirma que la ideología amorosa de nuestra sociedad patriarcal ha contribuido a reproducir la representación social de la mujer dependiente del hombre por naturaleza, incapaz de acceder a la plena soberanía de sí. El autor cree que el amor ocupa un lugar privilegiado en la identidad y los sueños femeninos debido principalmente a tres fenómenos: la asignación de la mujer al papel de esposa, la inactividad profesional de las mujeres burguesas, y su consiguiente necesidad de evasión en lo imaginario.


En este siglo, el amor romántico incide más en las mujeres debido a la promoción moderna del ideal de felicidad individual y la legitimación progresiva del matrimonio por amor. Muchas ven en esta institución la posibilidad de alcanzar una autonomía, de lograr la libertad a través del amor, de sumergirse en la armonía y la felicidad conyugal. Ello propició lo que Shorter denomina la “primera revolución sexual”, que se acompaña de una mayor atención hacia los propios sentimientos, un compromiso femenino más completo con la relación amorosa, una “sexualidad afectiva” que privilegia la libre elección de la pareja en detrimento de las consideraciones materiales y de la sumisión a las reglas tradicionales. Las consecuencias de esta revolución fueron, según Lipovetsky, el aumento de la actividad sexual preconyugal y de los nacimientos ilegítimos.


A medida que retrocedía la costumbre de imponer un marido a las jóvenes, éstas soñaban con integrar el amor en su vida matrimonial, aspiraban a mayor intimidad en las relaciones privadas, a oír hablar de amor, a expresar sus sentimientos. En el siglo XIX “no hay muchacha que no sueñe con enamorarse, con encontrar el gran amor, con dar el sí al príncipe azul”, probablemente a causa de que el romanticismo sentimental femenino se vio exacerbado por un frenesí de lectura de novelas románticas publicadas por entregas en las revistas femeninas . En aquel tiempo proliferó toda una literatura destinada a las mujeres, centrada en la vida de pareja, las pasiones, y el adulterio.


El fenómeno pronto causa alarma social, porque se piensa que estos folletines “trastornan la imaginación de la joven, dan al traste con su inocencia, provocan secretos pensamientos y deseos desconocidos”, por ello resulta imperativo controlar lo que se lee: “En las familias burguesas, los padres prohíben a las muchachas la lectura de las novelas de Loti, Bourguet, Maupassant, Zola; creyentes y anticlericales suscriben la idea de que “una joven honesta jamás lee libros de amor”. (…) Con toda evidencia, tales condenas no consiguieron sofocar la violenta pasión femenina por la lectura, y numerosas jóvenes leían a escondidas de sus padres novelas sentimentales en ediciones baratas” (Lipovetsky, 1999).


Son muchos los teóricos que afirman que las mujeres en las novelas románticas modernas poseen un gran poder, porque son independientes e inteligentes, y poseen una energía arrasadora, como es el caso de la protagonista de Cumbres borrascosas, según Lourdes Ortiz (1997), la novela más “inconformista y brutal de la primera mitad del siglo XIX”. Fue escrita por una mujer de 28 años, Emily Brontë, quien descubre una verdad que espantaba a la moral victoriana de su tiempo: los hombres y las mujeres son iguales y ambos aman con la misma pasión.


Sin embargo, lo curioso de los escritores románticos es que creaban también personajes femeninos poderosos, aunque siempre las condenaran a la muerte o el ostracismo (Emma Bovary, Anna Karenina, la Regenta, Carmen). Castigar su libertad individual y su desbordante apetito sexual y amoroso es una especie de catarsis, una forma de ahuyentar el miedo masculino al poder devastador de la fémina insaciable. Este mito ancestral representa un miedo masculino muy antiguo, ya presente, por ejemplo, en la cosmogonía griega, plagada de diosas vengativas y crueles y monstruos femeninos perversos y devoradores.


En el siglo XX los personajes femeninos se dulcifican y se pretende instaurar en el colectivo imaginario el estereotipo de la mujer buena, abnegada y entregada por completo a la aventura del amor (probablemente la única aventura que va a vivir en su vida). Sin embargo, hemos de destacar que este proceso de invasión del amor romántico en la vida de las mujeres sólo tuvo lugar en el seno de las clases medias, ya que las mujeres trabajadoras eran en su mayoría analfabetas y no tenían tiempo de entregarse al ocio romántico, ni necesidad alguna de mitificar el matrimonio, que no las sacaba de pobres. La realidad era que muy pocos proletarios y obreros podían casarse (recuerden los míseros sueldos y las interminables jornadas laborales que sufrían). Las mujeres que anhelaron el amor romántico fueron las mujeres que no tenían doble jornada laboral, ni ancianos, ni enfermos, ni decenas de chiquillos hambrientos a su alrededor.


Sólo con el desarrollo de las clases medias y la globalización en la era de los medios de comunicación de masas, el romanticismo se ha extendido por todo el planeta, gracias principalmente a la industria cinematográfica de Hollywood y sus happy end representados simbólicamente a través de la boda (el día más importante en la vida de una mujer).


El proceso de expansión del romanticismo como modelo amoroso se consolidó a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando la prensa del corazón, la literatura llamada “rosa” y las fotonovelas inundan el mercado cultural. En E.E.U.U. el sector de las novelas sentimentales prospera como nunca; algunas mujeres compran hasta 80 libros al año. En Italia el público de las fotonovelas se estima en 12 millones de personas; se publican 10.000 títulos entre 1946 y finales de los años 60. La famosa colección Harlequín aparece en 1958 y en 1977 alcanza una difusión de 100 millones de ejemplares .


Todas estas publicaciones difundieron a gran escala el ideal romántico femenino, y con él las virtudes de la fidelidad y la virginidad, la imagen de la “mujer Cenicienta” (Dowling, 1992) que espera realizarse tras la llegada de un hombre extraordinario. En ellas siempre se da por supuesto el deseo imperioso de la mujer por lograr el objeto de deseo (el hombre) para luego domesticar el amor, y domesticarlo a él, salvando todos los obstáculos y logrando un final feliz a través de la boda que le da una dimensión dramática y narrativa al romance.


En la actualidad el romanticismo sigue siendo tan importante para las mujeres porque nos ofrece, en forma de mitos y relatos, una especie de utopía libertaria, un ideal de pareja en el que nuestro amado nos considerará sus compañeras y nos tratará como a iguales y nos querrá para siempre, tan incondicionalmente como nuestro padre nos ama. Esta necesidad de enamorar a un hombre viene reforzada dada por una imposición social y económica, pues nuestro mundo está ideado para que la gente se aúne en grupos de dos, empezando por el qué dirán y terminando con las ventajas fiscales del matrimonio.


Anthony Giddens (1995) ha señalado que si las mujeres leen apasionadamente novelas románticas es porque adquieren leyéndolas una perspectiva moral que permite contemplar el curso de la vida como aquel terreno de juego donde se puede realizar un proyecto vital: la construcción en común de un destino compartido. En cambio, el atractivo del amor romántico para las mujeres reside, según Enrique Gil Calvo (2000), en que ellas son las protagonistas, sujetos que desean: “la absorción del otro queda integrada en la orientación característica de la “búsqueda”. La búsqueda es una odisea, en la que la identidad del yo espera su validación del descubrimiento del otro. Tiene un carácter activo y en este sentido la novela moderna contrasta con las historias medievales, en las que la heroína es habitualmente pasiva”.


Según Georges Duby , hemos sobrevalorado el amor porque implica un reconocimiento del derecho a ejercer cierto dominio sobre los hombres, porque preconiza comportamientos masculinos que toman más en consideración la sensibilidad, la inteligencia y la libre decisión de las mujeres. También Lipovetsky opina que a través del amor la mujer aspira a un reconocimiento y una valoración de sí en cuanto persona individual, incambiable, única.


Y es que el amor nos hace sentirnos protagonistas del relato, nos hace sentir especiales para otra persona, diferenciadas del resto. A menudo, una mujer que nace en una sociedad donde no se le permite trabajar o dedicarse a la investigación o la cultura, sólo alcanza prestigio a través del matrimonio. Por eso se nos educa en la cultura patriarcal para que seamos narcisistas, sumisas, dependientes y susceptibles de ser amadas y deseadas por un hombre.


Así, que como vemos, el amor romántico por un lado es transgresor y liberador, y por otro lado reaccionario y preñado de la ideología patriarcal. En el amor romántico el uno necesita al otro para fusionarse: el mito de la media naranja nos hace creer que no somos un ser completo hasta que nos juntamos a otra mitad. Además, el romanticismo está basado en un modelo de pareja heterosexual y en la repartición de roles tradicional que crean hombres que necesitan mujeres, y mujeres que necesitan hombres. La necesidad, sin embargo, no tiene que ver mucho con la libertad y el deseo.


Y a pesar de ello, tampoco las relaciones amorosas homosexuales han logrado aún trascender el reparto de roles tradicionales, las relaciones de dominación y las luchas de poder. El amor homo y hetero comparten asimismo la idolatría del otro, el entusiasmo ante la conquista, y la posterior decepción cuando cesa la tormenta química y el paso del tiempo les descubre que el amor es un mito. El romantcisimo es entonces una especie de religión individualista en la que depositamos nuestros anhelos de alcanzar la felicidad eterna.


Las mujeres hemos sido más vulnerables a la tragedia romántica porque nos han educado para que nos pasemos la vida deseando que un hombre nos salve y nos colme la existencia (como Isolda, Melibea, Julieta, la Bella Durmiente, Cenicienta, Blancanieves…). En este sentido, las conquistas legales, jurídicas, sociales y económicas de las mujeres en materia de igualdad deben acompañarse también de una lucha por liberar al amor de la necesidad. Es decir, de lograr que las mujeres tengan otras metas en la vida más importantes que lograr un hombre que las ame, para que así puedan relacionarse con ellos en un plano de igualdad y de libertad.


A pesar de que muchas mujeres tienen independencia económica, vida social intensa y en ocasiones éxito en su desarrollo profesional, todavía son muchas las que no se sienten completas sin un hombre a su lado. Quizás porque las películas, los relatos, las canciones, nos siguen seduciendo con el mito del príncipe azul o la princesa rosa, y sus finales felices, que causan una tremenda frustración en casi todos nosotros, más grande cuanto más idealizamos las relaciones de pareja.Así pues, la mayor parte de nosotras nos hemos creído el cuento de hadas; en definitiva, nos han seducido para que nuestra mayor meta en la vida sea encontrar un hombre ideal, o al menos, no quedarnos solas, como si las mujeres fueramos dependientes por naturaleza.


Prueba de que esto no es cierto es la cantidad de mujeres viudas, divorciadas y solteras que declaran vivir mejor sin aguantar o sin ser criadas de nadie. En la madurez las mujeres se empoderan porque ya saben que la idea que les vendieron es falsa, que la felicidad no reside en otras personas sino en una misma, y ya han asumido e incluso disfrutan de la soledad y la independencia que las permite viajar, aprender, y llevar una vida intensa y al margen de una relación de dependencia mutua.




La transformación del romanticismo


Mientras el patriarcado va eliminandose de las estructuras legales y económicas de nuestra sociedad, sigue sin embargo muy arraigado en la cultura, y en los relatos amorosos. En la producción de sentido, en la creación cultural es donde creadores y creadoras han de aportar su granito de arena en la representación de modelos amorosos más igualitarios. Por ello creo que hay que comenzar a construir personajes femeninos que protagonizan la historia de su vida, que toman las riendas de sus problemas, que no esperan toda la vida a que las salve un príncipe azul o una princesa rosa.


Se trataría de (de)construir los estereotipos tradicionales que representan a las mujeres como seres débiles, sumisas, incapaces de hacer nada, victimistas, infantilizadas, caprichosas, y perversas. Y comenzar a representar modelos positivos de mujeres que luchan, que tienen conciencia de su poder, que crean redes sociales de apoyo mutuo, que logran que su identidad y su autoestima no varíen dependiendo de si un hombre las valora. También sería esencial construir, paralelamente, personajes masculinos que sepan compartir el protagonismo y valorar las habilidades de su compañera de reparto.


Lo ideal sería trabajar en la transformación cultural del patriarcado, paralelamente a la lucha por la igualdad política, social y económica. Así, podríamos innovar en la creación de contenidos antipatriarcales, en definitiva, crear representaciones simbólicas de relaciones amorosas menos egoístas e interesadas, y alejadas del patrón dominio-sumisión tradicional. Sólo así podremos transformar el romanticismo patriarcal, en nuestra era posmoderna, en un romanticismo igualitario, construido desde la necesidad humana de dar y recibir afecto, que en definitiva es la base del amor.




Otros artículos de la autora: 



El Mito del Matrimonio 





KATE Y GUILLERMO: Las bodas reales como acontecimiento mediático







BIBLIOGRAFÍA


1) Argullol, Rafael: “El héroe y el único. El espíritu trágico del Romanticismo”, Taurus, Madrid, 1999
2) Bornay, Erika: “Las hijas de Lilith”, Ensayos Arte Cátedra, Madrid, 1998.
3) Bou, Nuria: “Diosas y tumbas. Mitos femeninos en el cine de Hollywood”. Icaria, 2006.
4) Cerceda, Miguel: “El origen de la mujer sujeto”, Colección Metrópolis, Tecnos, Madrid, 1996.
5) De Rougemont, Denis: “El amor y Occidente”, Editorial Kairós, Barcelona, 1939.
6) Dowling, Colette: “El complejo de Cenicienta”, Mondadori, Barcelona, 2003.
7) Giddens, Anthony: “La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas”, Cátedra, Madrid, 1995.
8) Gil Calvo, Enrique: “Medias miradas. Un análisis cultural de la imagen femenina”, Anagrama, Barcelona, 2000.
9) Kirkpatrick, Susan: “Las Románticas. Escritoras y subjetividad en España”, Feminismos, Cátedra, Madrid, 1991.
10) Lipovetsky, Gilles: “La tercera mujer”, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.
11) Ortiz, Lourdes: “El sueño de la pasión”, Planeta, Barcelona, 1997.




 Coral Herrera Gómez

20 de marzo de 2010

La estereotipación negativa de los feminismos y la invisibilización de los estudios de género






Los estudios de género deberían formar parte del contenido curricular en la educación básica y en la Universidad. No es justo que todas las obras y hazañas de mujeres en el área de la ciencia, de la política, de las artes están invisibilizadas y apartadas de los ámbitos académicos. Cuando yo comencé a leer sobre teoría feminista, me di cuenta de que lo que yo había estado estudiado durante veinte años seguidos era la Historia de los Hombres. Excepto Cleopatra y la Reina Isabel la Católica, todos los reyes, príncipes, emperadores, zares, caudillos, gobernantes, condes, marqueses, militares y papas han sido hombres. 

Seneca Falls


No sólo en Historia: en Literatura todos los poetas, escritores y editores son hombres; solo recuerdo a Santa Teresa de Ávila y a Rosalía de Castro como ejemplos de mujeres creadoras. En Filosofía, todos los autores importantes (Aristóteles y Platón, San Agustín y Santo Tomás, Rousseau y Hobbes, Locke y Erasmo, Ortega y Marx...), pero nada de María Zambrano o Hanna Arendt hasta que llegué a la Universidad. Yo he estudiado a los grandes artistas (Miguel Ángel, Velázquez, Beethoven, Mozart, Picasso) y también he leído sobre los científicos más grandes (Galileo, Newton, Einstein), pero sólo recuerdo a una mujer científica importante: Madame Curie.


Cuando empecé a leer sobre mujeres que gobernaron países, que escribieron, que pintaron, que pensaron, que compusieron música, que descubrieron cosas importantes para la Ciencia, me pregunté cómo era posible que nadie me hubiera hecho notar la invisibilidad de las mujeres en los libros de texto mientras me contaban las guerras y las batallas de los Hombres. 



Empecé a leer sobre las mujeres que a lo largo de los siglos se han organizado para luchar por sus derechos y sus libertades;  muchísimas de ellas han sufrido y sufren aún ostracismo social, torturas y vejaciones. A lo largo de los siglos, las mujeres feministas han sido encarceladas, violadas y asesinadas sólo por defender la igualdad. 





Cuando me paro a pensar en los logros de esa lucha en las democracias actuales, me doy cuenta de la importancia que ha tenido para mí y para mi generación porque gracias a ellas puedo estudiar y trabajar, elegir con quién comparto mi sexualidad y mis emociones, elegir el momento de mi maternidad, configurar mi proyecto vital yo sola, etc. Y me emociono comparándome con mi abuela, que vivió toda la dictadura franquista y asumió su ideología católica y misógina, y con mi madre, que salió a las calles para luchar por sus derechos y por los míos.


Lo terrible no es solo es silenciamiento de estas luchas, sino que además muchos piensan que ya es suficiente porque la ley nos reconoce la igualdad de derechos que reclamábamos, a pesar de que las cifras muestren que esas leyes no se cumplen.  Los feminismos gozan de escasa reputación porque al poder le ha interesado transmitir una  visión estereotipada y negativa del feminismo; muchos siguen creyendo que el feminismo y el machismo son lo mismo, y nos acusan a las feministas de ser odiadoras de hombres, pese a que nosotras no deseamos imponer el poder femenino para instaurar un sistema violento y jerárquico como el patriarcado en el que dominen las mujeres. 





Los feminismos no quieren imponer un matriarcado basado en la violencia contra el hombre, como ha sido el patriarcado hasta ahora. No desean dejarlos sin voto, ni violarlos en las guerras, ni mutilar sus genitales en pro de una tradición cultural, ni confinarlos en el ámbito doméstico, ni quiere matarlos por adulterio. Los feminismos no pretenden que los hombres sean propiedad de sus madres y luego de sus mujeres, ni desea que los hombres cobren salarios más reducidos, ni tampoco querría desterrarlos de las cúpulas de poder mediático, empresarial y político. No quiere traficar con cuerpos masculinos para el disfrute de los femeninos, ni desea que los niños varones estén desnutridos o abandonados en orfanatos, ni, por supuesto, promovería 
su marginación social o económica. Tampoco vetarían el acceso a la escuela a los niños varones, ni les prohibirían el acceso a la Sanidad y la Universidad. 

Comprendan que eso es una locura que no promueven los feminismos, que han luchado siempre por la igualdad entre mujeres y hombres. 



el feminismo no quiere esta imagen al revés





Es una cosa muy simple de entender que los feminismos son algo más diverso, más complejo y más fascinante que el estereotipo hembrista que circula por el espacio social. Sin embargo, cuando en mis clases cuando pregunto quién es feminista, nadie levanta la mano, ni hombres ni mujeres. Cuando pregunto por qué, el argumento es siempre el mismo: "es que yo estoy a favor de la igualdad, no de que las mujeres dominen el mundo". El feminismo, sin embargo, no es una ideología anti-hombres llena de odio, rencor y miedo. Prueba de ello es la cantidad de hombres feministas que existen, y que han colaborado en esas luchas desde los años 60 en Occidente.




Los feminismos del siglo XX son, de igual modo que el pacifismo y el ecologismo, una extensión en la lucha por los derechos humanos.  Defienden la igualdad entre hombres y mujeres, y trabajan contra la discriminación que sufren las mujeres en las sociedades patriarcales. Las mujeres nos reunimos para pensar(nos), para organizarnos, para reflexionar y visibilizar la discriminación y la violencia. Los feminismos pretenden poner en cuestión las tradiciones patriarcales, reclaman un mundo más igualitario, denuncian la violencia ejercida contra mujeres y niñas en todo el planeta. 



El problema es que estas luchas de mujeres han quedado desprestigiadas por un estereotipo negativo que se ha extendido en la conciencia colectiva: la feminista que odia a los hombres y protesta por todol. Esta imagen de mujer amargada y masculinizada ha hecho mucho daño a la lucha por la igualdad; al ecologismo le pasó lo mismo cuando se comenzó a construir una imagen del movimiento como un grupúsculo de radicales irracionales.

Así que las feministas y las ecologistas son mujeres "locas", o "histéricas", o "desviadas", y eso le conviene al patriarcado para que no cunda el ejemplo.



Por eso me parece fundamental que en las escuelas, en los medios de comunicación, en los espacios públicos se visibilicen los logros de los feminismos, que son 


redes que tejemos, conglomerados de escuelas, corrientes teóricas, grupos de activismo muy variado. Los feminismos tienen un objetivo común, que es la igualdad de derechos y oportunidades, pero existen muchas ideologías en esa red de luchas y reflexiones: feminismo progre, feminismo institucional, feminismo punk, feminismo radical, feminismo comunista, feminismo anarquista, feminismo burgués, feminismo multicultural, feminismo lesbiano, post feminismo... y estudios de masculinidad que investigan cómo el patriarcado ha afectado a los hombres, a su salud mental y psíquica, a sus emociones y a sus relaciones afectivas. 

Además, dentro de los estudios de género también están los estudios gays y lesbianos, la teoría marica... y la teoría queer, que propone ir más allá del feminismo y diluir las barreras de género, integrando a la especie humana en un todo en el que caben mujeres masculinas, hombres femeninos, travestid@s, transexuales, y gente que no se siente ni una cosa ni la otra.

En ese entorno tan vasto de posibilidades, existen profundos choques entre las diferentes corrientes, pero en cualquier caso lo interesante de los estudios de género es la puesta en común de un análisis en torno a cómo el patriarcado ha afectado a la vida cotidiana de mujeres y hombres, a nuestras relaciones sexuales y afectivas, a nuestras formas de organización política, económica y social , a nuestras expresiones artísticas y nuestras producciones culturales... es simplemente analizarlo y proponer vías para que las mujeres no sigan estando invisibilizadas en los libros de texto. 


Esto en el caso de los países desarrollados, que son pocos comparados con el resto del planeta. No hace falta recordar que fuera de estas islas de privilegio (Europa y Norteamérica) 100 millones de niñas son mutiladas y privadas de su derecho a la sexualidad y al placer, a la educación y al trabajo remunerado, son apedreadas en el mundo árabe hasta la muerte, se trafica con ellas y sus cuerpos como negocio en todo el mundo, son más pobres y analfabetas y están más desnutridas que los hombres, trabajan el doble o el triple que ellos. En esos países hay muchísimo trabajo por hacer y el activismo feminista es fundamental para poder garantizar la vida de muchas mujeres. Por eso es importante proteger a las activistas amenazadas de muerte, y promover la cultura de la igualdad para lograr que más mujeres y hombres se unan al trabajo por los derechos humanos.

En el ámbito de la investigación lo justo sería visibilizar el papel de las mujeres en la Historia, sacar a la luz la cantidad de mujeres astrónomas, matemáticas, biólogas, médicas, filósofas, poetas, políticas, escultoras, arquitectas, etc. que han hecho grandes aportaciones a la Humanidad y que han sido reconocidas o despreciadas en su época. Su importancia ha quedado silenciada porque en el pasado sufrieron las burlas de sus colegas de profesión y en el presente no se las estudia en los colegios ni en las universidades. 






A mí me parece increíble que se estudie la crítica de Erich Fromm a la crítica de Marcuse sobre Freud, pero que no se hable de la crítica de Mary Wollstonecraft a Jacques Rousseau, hombre que creía en la igualdad y en la libertad, pero no en la de todo el mundo, sino solo la de los hombres. También que me parece increíble que me expliquen la Revolución Francesa sin contarme que las mujeres exigieron, al inicio de las revueltas, que la carta de derechos fundamentales del hombre también fuese para la otra mitad de la población. Lo mismo con las revoluciones socialistas: mujeres comunistas y anarquistas exigieron que antes de derribar las diferencias de clases había que derribar la inferioridad de la mujer y la superioridad del hombre, porque si no la Revolución no sería una Revolución, ni una lucha real por la igualdad de todos los seres humanos. 

El desprecio de las luchas de emancipación femenina que mantuvieron los hombres revolucionarios del siglo XVII hasta hace bien poco deslegitima, desde una perspectiva libertaria, la lucha socialista por el fin de las clases sociales y de las relaciones de dominación entre ricos y pobres, porque al mantener las jerarquías de género siguen proponiendo sistemas políticos no igualitarios.



En cualquier caso, ya va siendo hora de que las instituciones se esfuercen por dar la importancia que se merece a la lucha feminista dentro de la Historia Universal, y de que se impliquen en acabar con la idea de que las mujeres somos inferiores sólo porque a nuestras antepasadas se las prohibió el acceso a la educación, al prestigio intelectual, y a la disciplina científica. Que los grandes de la Historia hayan sido Hombres es normal en una cultura patriarcal; ya se sabe que son los vencedores los que escriben el relato histórico que la ciudadanía tendrá que estudiar y asimilar.

Ahora que las leyes democráticas fijan la igualdad de mujeres y hombres, hay que comenzar también a visibilizar una parte de nuestro pasado y nuestro presente que no nos han contado en las escuelas. Sólo para que las niñas y los niños del futuro sepan que muchas mujeres dieron su vida por alcanzar la igualdad, y que en la actualidad, muchas siguen arriesgando su libertad y su vida por los derechos de todas. 

Es necesario visibilizar estas luchas y darles la importancia que merecen, los feminismos recorren el planeta entero tratando de acabar con  la violencia y la discriminación que sufren a diario millones de mujeres en el mundo. Para ello es importante, entonces, seguir derribando mitos, estereotipos y roles, y unirnos, mujeres y hombres feministas, para poder seguir trabajando en esos cambios en la cama, en la casa, en las calles, en las instituciones, en el mundo laboral, en la cultura, en las escuelas y universidades, en los congresos y en las redes sociales.  



Coral Herrera Gómez Blog

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