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13 de septiembre de 2010

El Mito del Matrimonio por amor





“El matrimonio es la tumba del amor salvaje” 
Benedetto Croce.



El siglo XIX puso de moda el matrimonio. Hasta entonces, casarse era una práctica exclusiva de las clases poderosas, que teniendo patrimonio, necesitaban legalizar un contrato económico entre dos familias que se unen a través de sus futuros descendientes. El matrimonio ha sido, tradicionalmente, una institución basada en el intercambio genético y la actividad reproductiva, y también en el intercambio de bienes y propiedades del patrimonio familiar.

Los matrimonios, eran, pues, cosa de reyes y reinas, condes y condesas, marquesas y marqueses, vizcondes, etc. Eran actos públicos que tenían normalmente unas consecuencias políticas relevantes para los Estados y para la vida cotidiana de sus ciudadanos. 

Mediante estos enlaces nupciales se configuraban y desconfiguraban los reinos, se cambiaban los mapas de la época, y se lidiaban los asuntos políticos de los gobernantes de cada país. Ahora que los países ya no son propiedad de los monarcas, las bodas reales siguen manteniendo sin embargo su poder simbólico, porque su visionado por televisión sigue vendiendonos un modelo de pareja muy concreto, heterosexual, mongámico e idealizado, manteniendo los sueños de mujeres que quieren ser princesas.


Y lo curioso es que desde sus inicios, y hasta el Romanticismo, amor y matrimonio no tenían nada que ver. El amor no ha sido nunca un requisito para la firma del contrato entre dos familias. De hecho, muchos autores defienden la idea de que el amor ha sido siempre un fenómeno extramatrimonial, es decir, de carácter adúltero; un ejemplo de ello es el amor cortés, del que aún conservamos restos en nuestra cultura amatoria.

En el matrimonio, las cuestiones económicas iban por un lado, y las cuestiones amorosas por otro. Ha sido así a lo largo de los tiempos hasta que cambió la tendencia; en la actualidad la mayor parte de las parejas se unen por amor (en España, por ejemplo, el amor es citado en las encuestas como principal motivo para unirse legalmente a alguien).


Los primeros intentos de institucionalizar el matrimonio tuvieron lugar en Europa alrededor del siglo XII, en el seno de la religión cristiana. Según Amando de Miguel (1998), la poligamia comenzó a perder aceptación en el siglo VIII, y la monogamia fue abriéndose camino poco a poco, especialmente en la mayoría de las comunidades judías (excepto la española).

Por otro lado, la práctica del concubinato era muy común en el mundo Mediterráneo; tan común que no es raro encontrar verdaderos contratos de concubinato en los registros notariales de la Baja Edad Media, según Leah Otis-Cour (2000). En Italia toda una generación de juristas de Ferrara defendió su legitimidad, pero en Francia, Alemania e Inglaterra los tribunales eclesiásticos procesaban a los hombres que vivían en concubinato; muchos de estos casos acababan en matrimonio.

Según Otis-Cour (2000), en el Norte de Europa la mayoría de las relaciones de concubinato parecen haber sido equiparables al matrimonio; era incluso habitual que los amantes compartiesen sus propiedades como cónyuges. Cuando había hijos, sin embargo, se podían casar para evitar su bastardía o ilegitimidad. Con el tiempo, el concubinato fue progresivamente degradado social y simbólicamente; el siglo XV fue una época de endurecimiento progresivo de las normas morales, tanto por parte de las autoridades eclesiásticas como los intelectuales y las autoridades civiles.

Fue alrededor de los siglos XII y XIII cuando se instituyó el matrimonio como un sacramento indisoluble. Ahí comenzó la lucha de la Iglesia cristiana contra el concubinato, la poligamia y el incesto: el clero quería evitar la endogamia de los poderosos, que se casaban entre sí creando grandes concentraciones de tierras y riqueza.

Además se intentó que las clases populares adoptaran las mismas costumbres que las clases altas, pero como hemos visto, a la gente en la Edad Media no le gustaba casarse y preferían  las relaciones que se adoptan libremente sin la mediación de ningún factor externo como el Estado o la Iglesia. Debido a las resistencias de la población , la Iglesia tuvo que ofrecer una razón convincente a los campesinos para que accedieran a regularizar su situación ante las autoridades religiosas, o al menos, una motivación que encubriera la necesidad de la Iglesia de tener presencia en todos los momentos importantes en la vida de las personas: nacimientos, uniones, entierros… 


La teoría legitimadora del sacramento matrimonial se basó en presentar el erotismo como pecado, condenando así la relación sexual fuera de la tarea reproductiva. Se hizo énfasis en el amor, que se erigió como factor importante entre los cónyuges. Dado que iban a permanecer toda su vida unidos trabajando la tierra, lo mejor era que lo hiciesen en armonía, llevándose bien, respetándose mutuamente, cuidándose el uno al otro. 


En el siglo XVIII, momento en el que la clase media adquirió protagonismo y aumentó en número, la nobleza y la burguesía acomodada no disimulaban en absoluto la conveniencia en el matrimonio. Eduard Fuchs, en su “Historia Ilustrada de la Moral sexual” (1911), aporta multitud de ejemplos que permiten documentar “cuán cínicamente se prescindía en todas partes del más mínimo disimulo ideológico, evitándose el uso de la palabra amor en la boda, prohibiéndose incluso en ocasiones, como cosa risible y pasada de moda. (…) En el caso de la mediana y pequeña burguesía no podemos hablar de un cinismo semejante. Aquí el carácter comercial del matrimonio está cargado de embellecimiento ideológico. El hombre decía cortejar durante mucho tiempo a una joven, hablar únicamente de amor, ganarse el respeto de la joven cuya mano solicitaba y debía ganar su amor demostrando cuán digno era de ella”.


Boda de Grace Kelly con Rainiero de Mónaco

Lady Di y el Príncipe Carlos de Inglaterra


  Así vemos como cuando no se puede por la fuerza es mejor utilizar medios más sutiles: seducir a la mujer mitificando el amor y la figura de la feliz casada. El segundo paso fue la sujeción legal y económica de la mujer al hombre por medio del matrimonio. Esta realidad afectó sobre todo a la burguesía, porque los campesinos seguían labrando juntos la tierra y porque no tenían patrimonio que legar a sus descendientes.

El tercer estadio, el momento clave, sucedió cuando el libre consentimiento se instituyó como la base del matrimonio: es entonces cuando el amor y el matrimonio quedaron firmemente unidos. Los contrayentes empezaron a elegir pareja, y los cabezas de familia dejaron de decidir sobre el destino de las vidas de sus hijas e hijos; los hombres y las mujeres empezaron a elegir por su grado de afinidad y sus sentimientos. Gracias a esta libertad se constituyó el mito del amor legalizado, que invisibiliza por fin la dimensión económica del matrimonio y lo hace una práctica más sentimental que contractual.


Es cierto que esta dimensión económica solo se tiene en cuenta cuando la gente se casa por amor con alguien de una clase social muy superior; entonces hay gente que emite sus sospechas. Si un hombre de clase social baja se une a una mujer de clase alta los rumores sociales suelen ser: “se casa por dinero”, “se casa por prestigio”, “vaya braguetazo ha dado”, etc. como sucede con el novio de la duquesa de Alba, con el que además de diferencia social y económica, se lleva más de treinta años. En el caso contrario, el ejemplo de la boda real del príncipe heredero español con una mujer de la clase trabajadora madrileña, muchos pueden pensar que él está enamorado, pero que ella es una mujer ambiciosa.


El amor posee una dimensión no sólo económica, sino también política: la gente se siente atraída y se enamora de la gente con poder y recursos. Es lógico en unas sociedades donde existe la propiedad privada, y donde la competición es la norma. Enamorarse de una persona con recursos, según los sociobiólogos, es una ventaja adaptativa que surge frente a la crueldad e injusticia de un sistema desigual en el que impera la ley del más fuerte.

La falta de autonomía femenina (a las mujeres burguesas no se les dejaba trabajar y los sueldos de las obreras han sido siempre inferiores a los de los varones) ha propiciado la dependencia económica de las mujeres en torno a sus padres o sus maridos. El matrimonio ha sido siempre, hasta la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral, una forma de salvación porque ser elegida por un hombre implicaba tener asegurados los recursos para las mujeres y sus hijos e hijas.

Quedarse solterona era una desgracia que minaba la autoestima de una mujer, porque se la señalaba como fracasada, rara, víctima social o lesbiana. En la sociedad patriarcal, las “señoras” tienen más estatus que las mujeres solteras, y el anillo nupcial es un tesoro que los hombres patriarcales otorgaban a una mujer, pero no lo hacen con cualquiera ni a cualquier precio.


En las películas de Hollywood siempre se representa a los hombres como eternos furtivos, seres que huyen al galope del compromiso hasta que por su edad no les queda más remedio que asentar la cabeza junto a alguna mujer buena. Mientras, las mujeres buenas imponen el anillo como condición para estar juntos: “yo te doy mi virginidad, tú me das el anillo”. Es una tarea difícil (ablandar su corazón para que se deje querer y para que sepa valorar la ternura que ella le ofrece), pero en los happy end las heroínas lo logran con bondad, autosacrificio, discreción y sobre todo, lealtad.




Son muchos los relatos que nos han hecho creer que  
el día más importante en la vida de una mujer es el de su boda. Curiosamente, las mujeres casadas también se ilusionan con las bodas ajenas porque aunque su matrimonio no haya sido la panacea de la felicidad, siguen creyendo en el mito de que la mejor demostración de amor de un hombre es casarse con una mujer. De modo que las mujeres son más propensas a desencantarse con el matrimonio porque le ponen más expectativas que los hombres, que identifican menos las aventuras románticas con el compromiso nupcial.


La Reina Sofía y la Duquesa de Alba, ejemplos de novias felices y realizadas. 

Y sin embargo, a pesar de que el matrimonio aparece siempre como la máxima aspiración vital y profesional de las mujeres, creo que no se han estudiado a fondo las ventajas del matrimonio para los hombres, que obtienen, creo, muchas más que las mujeres. En el matrimonio tradicional, los hombres al casarse consiguen una asistenta doméstica que les cuida, que les da hijos, que les alimenta, que les viste, que les desnuda, que les espera en casa.


El problema radica precisamente en lo que cada uno espera del matrimonio. Ahora que las mujeres podemos trabajar y algunas pueden ser independientes económicamente, tener un hombre al lado ya no es suficiente razón para renunciar a la libertad de la soltería. Las mujeres dicen casarse por amor y desean una relación intensa, profunda y romántica, pese a lo imposible de mantener la pasión del inicio durante años. Cuando ésta decae por el paso del tiempo y la convivencia, existe una frustración que flota en el ambiente conyugal, un malestar al hacerse evidente que la armonía y la felicidad matrimonial son un cuento que nos han contado.
En la actualidad, son las mujeres las que interponen las demandas de divorcio, y son muchas las personas que vuelven a enamorarse de nuevo, y a casarse de nuevo, creyendo que por fin ha encontrado el amor eterno que no se agota ni decae. Esta utopía del matrimonio como fuente de felicidad es paradójica, porque todo el mundo conoce las cifras de divorcios y separaciones, pero no parece que desistamos en nuestra idea de encontrar a la media naranja, a la persona ideal, a la pareja perfecta que nos colme por completo y para siempre.


Según Denis de Rougemont (1976) la característica más peculiar del matrimonio en el siglo XX fue que trató de conciliar amor romántico con el matrimonio, cuando son conceptos contrarios entre sí, porque el amor pasional caduca y el matrimonio está concebido para durar para siempre. El matrimonio ofrece estabilidad, seguridad, una cotidianidad, una certeza de que la otra persona está dispuesta a compartir con nosotros su vida y su futuro. El amor pasional en cambio es un amor basado en la contingencia, el miedo a perder a la persona amada, el deseo de poseer lo inaccesible, el delirio arrebatado, el éxtasis místico, la experiencia extraordinaria que nos trastoca la rutina diaria. 



Es por esto que existe la crisis del matrimonio burgués, avalada por la cantidad de divorcios que se producen, según De Rougemont. Muchos depositan unas esperanzas pasionales en el amor domesticado que no casan con la realidad; a causa de estas expectativas surge la frustración. A los seres humanos nos cuesta resignarnos a la idea de que no se puede tener todo a la vez: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina. Por eso creo que no hay crisis, sino al revés, que el matrimonio hoy es un acto masivo; incluso gays y lesbianas han querido sumarse a esta práctica. 

Pese a la idealización del matrimonio, éste es hoy en día un dispositivo más de consumo, un ritual sentimentalizado e idealizado que luego revela su verdadera dificultad, porque todas las relaciones humanas son dolorosas, difíciles, hermosas, rompibles, indestructibles, intensas, y complicadas.

Si además no somos seres perfectos, ¿cómo vamos a crear estructuras sentimentales perfectas?. El caso es que de utopías nos alimentamos….



BIBLIOGRAFÍA
1)     De Miguel, Amando: “El sexo de nuestros abuelos”, Espasa Calpe, Madrid, 1998.
2)     De Rougemont, Denis: “El amor y Occidente”, Editorial Kairós, Barcelona, 1976  (8 ed.).
3)     Fuchs, Eduard: “Historia Ilustrada de la Moral Sexual”.  Vol I. Renacimiento.   Alianza Editorial,. Madrid, (1909), 1996.
4)     Fuchs, Eduard: “Historia Ilustrada de la Moral Sexual”. Vol.II La época galante. Alianza Editorial,. Madrid, (1911), 1996.
5)     Fuchs, Eduard: “Historia Ilustrada de la Moral Sexual”. Vol.III. La época burguesa.(1912), Alianza Editorial,. Madrid, 1996.
6)     Othis-Cour, Leah: “Historia de la pareja en la Edad Media. Placer y Amor”, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 2000




Coral Herrera Gómez

5 de agosto de 2010

Los mitos del Amor Romántico









"La supervivencia de creencias míticas en nuestra forma de pensar la ciencia, el mismo arquetipo del antimito, debería invitar a nuestra curiosidad y exigir investigación. Los mitos que no se examinan, donde quiera que sobrevivan, tienen una potencia subterránea, afectan a nuestro pensamiento de formas de las que no somos conscientes y, en la medida en que nos falte esa consciencia, queda socavada nuestra capacidad para resistir a su influencia”. 

Evelyn Fox Keller, física, escritora y feminista estadounidense.




Qué son los mitos 

La palabra "mito" proviene del vocablo griego “mythos”, comúnmente interpretado en nuestra lengua como "narración" o "relato". Los mitos ayudaron a los seres humanos a explicar los fenómenos naturales y poseyeron siempre un poder de trascendencia, una dimensión emotiva, religiosa y espiritual que se expresaba simbólicamente a través de relatos. Platón y Aristóteles lo usarán como término opuesto a logos, que es el discurso razonado y objetivo. La palabra mythos en la Antigüedad, posee así unas connotaciones emotivas y ficcionales; los mitos eran explicaciones del mundo no racionales, y por tanto no servían para explicar la realidad ni para acceder al conocimiento, aunque ni Platón ni Aristóteles consiguieron elaborar su Filosofía sin recurrir a ellos.


Eros y Psique

Entre todas las definiciones que hemos encontrado, nos parece que la definición de Carlos García Cual es una de las más eficaces y concretas: “Mito es un relato tradicional que refiere la actuación memorable y ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano. (…) El relato mítico tiene un carácter dramático y ejemplar. Se trata siempre de acciones de excepcional interés para la comunidad, porque explican aspectos importantes de la vida social mediante la narración de cómo se produjeron por primera vez tales o cuales hechos”.

Por su parte, Karen Armstrong (2005) afirma que los mitos más impactantes tratan sobre situaciones límite y nos obligan a ir más allá de nuestra experiencia. Tratan de lo desconocido; su función es ayudarnos a hacer frente a los conflictos humanos. En este sentido, los mitos han sido la base de todas las culturas humanas, porque han otorgado a la sociedad modelos de conducta y actitudes, han ofrecido héroes y heroínas que superaban situaciones difíciles con valentía, inteligencia, astucia o estrategias. En los orígenes, ayudaban a las personas a encontrar su lugar en el mundo y su verdadera orientación, porque ayudan a saber de dónde venimos (mitos sobre antepasados), a dónde vamos, y también ayudan a explicar esos momentos sublimes en que nos sentimos transportados más allá de nuestras preocupaciones prosaicas.

Todas las mitologías hablan de un mundo paralelo al nuestro; es una realidad invisible pero más intensa que a veces se identifica con el mundo de los dioses. A esta creencia se la ha llamado “filosofía perenne” porque ha impregnado la mitología y la organización ritual y social de todas las sociedades antes del advenimiento de nuestra modernidad científica, y todavía hoy sigue influyendo en las sociedades tradicionales. Los mitos explicaban cómo se comportaban los dioses para permitir a hombres y mujeres imitar a esos seres poderosos, y así experimentar ellos también la divinidad.

Armstrong cree también que el mito es una guía, que transmite un código ético y que, además, ha configurado la base de todas las religiones. En el caso de las religiones monoteístas como la cristiana, la musulmana y la budista, todas se han forjado a partir del mito del viaje heroico, que nos explica qué tenemos que hacer si queremos convertirnos en seres humanos completos: “El héroe tiene la sensación de que en su vida o en su sociedad falta algo. Por eso abandona el hogar u emprende peligrosas aventuras. Lucha contra monstruos, escala montañas inaccesibles y atraviesa oscuros bosques, y mientras su antiguo yo muere y el héroe descubre algo o aprende alguna habilidad que después transmite a su pueblo. (…) El mito del héroe está tan arraigado que hasta la vida de figuras históricas como Buda, Jesús, o Mahoma se cuenta siguiendo ese esquema arquetípico probablemente forjado en la era paleolítica”.

El mito, pues, ha estado siempre asociado a la experiencia de lo trascendente, inherente a la condición humana. Los humanos necesitan irrupciones en la rutina y la realidad de la vida cotidiana para trascenderla, para experimentar otras dimensiones temporales gracias a la intensidad de lo vivido. Siempre han necesitado esos mecanismos de escape que les sitúen en otra realidad, que les arrebaten, que les hagan entrar en éxtasis o en trance para sentir que pueden superar el aquí y el ahora.




 El beso de Rodin

Joseph Campbell (1964) afirma que una de las funciones del mito es apoyar el orden social en vigor, para integrar al individuo. Según él la función social de una mitología y de los ritos que la expresan es fijar en todos los miembros del grupo en cuestión un “sistema de sentimientos” que habrá de unirle espontáneamente a los fines de dicho grupo. Kirk (1990) cree que los mitos surgieron como trucos narrativos que utilizaron los humanos para socializar a los niños y facilitar su integración psíquica en la sociedad. Son, desde este punto de vista, narraciones contra el terror que provoca lo desconocido, explicaciones del mundo que guían a los humanos en sus primeras fases de socialización.


Los mitos, sin embargo, no han permanecido invariables; cambian con las culturas, se adaptan a nuevas realidades socioeconómicas y políticas que se consolidan gracias al apoyo del sistema simbólico y mitológico creado para sustentarlo. En Occidente, pese al proceso de desacralización de la sociedad característica de la posmodernidad, los mitos siguen cumpliendo estas funciones, aunque con variaciones.





Denis De Rougemont (1939) cree que necesitamos los mitos “para expresar el hecho oscuro e inconfesable de que la pasión está vinculada con la muerte y que supone la destrucción para quienes abandonan a ellas todas sus fuerzas. (…) La oscuridad del mito nos permite, así, acoger su contenido disfrazado y gozar de él con la imaginación, sin tomar una conciencia lo bastante clara para que estalle la contradicción”. El mito expresa esas contradicciones y actúa en todos los lugares “en que la pasión es soñada como un ideal y no temida como una fiebre maligna”. También en los lugares en que la fatalidad es requerida, imaginada como una bella y deseable catástrofe.




Tristán e Isolda




Los mitos amorosos


El principal mito que encontramos en el romanticismo es la frase que concluye los relatos de amor: “y vivieron felices, y comieron perdices”. La estructura mítica de la narración amorosa es casi siempre la misma: dos personas se enamoran, se ven separadas por diversas circunstancias, obstáculos (dragones, bosques encantados, monstruos terribles) y barreras (sociales y económicas, religiosas, morales, políticas). Tras superar todos los obstáculos, la pareja feliz por fin puede vivir su amor en libertad. Evidentemente, como mito que es, esta historia de obstáculos y superaciones está atravesada por las ideologías patriarcales, que ponen la misión en manos del héroe, mientras que la mujer espera en su castillo a ser salvada: él es activo, ella pasiva (el paradigma de este modelo es la Bella Durmiente, que pasó nada más y nada menos que CIEN!!!!! años dormida esperando a su príncipe).






Y es que los dos principales mitos del amor romántico son el príncipe azul y la princesa maravillosa, basados en una rígida división de roles sexuales (él es el salvador, ella es el descanso del guerrero) y estereotipos de género mitificados (él es valiente, ella miedosa, él es fuerte, ella vulnerable, él es varonil, ella es dulce, él es dominador, ella es sumisa). Estos modelos de feminidad y masculinidad patriarcal son la base de gran parte del dolor que experimentamos al enamorarnos y desenamorarnos, porque se nos vende un ideal que luego no se corresponde con la realidad.



Principalmente porque todos somos fuertes y frágiles, activos y pasivos, dominadores y sumisos; pero curiosamente nos encajonamos en unas etiquetas que determinan nuestra identidad, sentimientos, actitudes y comportamiento para toda la vida. Estas etiquetas nos dan una seguridad (soy el abuelo en la familia, soy el profesor en la escuela, soy la esposa complaciente, soy la ejecutiva agresiva, soy el adolescente problemático, soy el chico romántico, soy la joven alocada, soy el jefe tiránico…), pero nos quitan libertad para reinventarnos, para cambiar, evolucionar o aprender nuevas formas de relacionarnos. La pareja, por ejemplo, es una categoría social mitificada como el lugar donde hallar gozo, paz, calma, tormento, alegrías, estabilidad, bajo la promesa de la fusión total. Son muchos los enamorados y enamoradas que desean levantar cuanto antes su amor sobre la estructura sólida de la pareja feliz, un mito que ayuda a concluir los relatos y que se presenta como el paraíso sentimental gracias al cual evadirnos de esta realidad.

Hasta ahora la feminidad pasiva ha sido mitificada en los relatos para tranquilizar a los machos y suavizar su ancestral miedo a las mujeres, por un lado, y para ofrecer modelos de sumisión idealizada a las mujeres, por otro. Muchas de las mujeres de las culturas patriarcales han sido educadas para asumir en muchos casos el rol de mujer fiel cuya máxima en la vida no es alcanzar la libertad (deseo masculino por excelencia), sino el amor a través de un hombre (lo que se supone que es normal en las mujeres).






La princesa del cuento es una mujer de piel blanca y cabellos claros, rasgos suaves, voz delicada, que se siente feliz en un ámbito doméstico (generalmente un lujoso palacio, al cuidado de sus padres) y cuyas aspiraciones son muy simples: están siempre orientadas hacia el varón ideal de sus sueños. La princesa es leal a su amado, lo espera, se guarda para él, como hiciera Penélope durante más de veinte años esperando a Ulises. La princesa encontrará su autorrealización en el gran día de su vida; la boda con el príncipe. La princesa es una mujer discreta, sencilla, llena de amor y felicidad que quiere colmar de cuidados y cariño a su esposo y que además le dará hijos de cuya paternidad podrá estar seguro. Es una mujer buena frente a las mujeres malas, aquellas representadas como seres malvados, egoístas, manipuladores, caprichosos, insaciables, débiles y charlatanes. Las malas disfrutan pasionalmente del sexo, pero a pesar de que atraen a los hombres por su inteligencia y sus encantos, no ofrecen seguridad al macho, que casi nunca las eligen para ser princesas ni les piden matrimonio. Son tan atractivas como peligrosas, por eso evitan enamorarse de ellas, como fue el caso de Ulises con Circe.








El príncipe azul es otro mito que opera en el imaginario femenino porque se nos ofrece siempre como figura salvadora, del mismo modo que Jesucristo o Mahoma salvaron a la Humanidad de sus pecados. Notesé que Eva es la mujer mala por cuya curiosidad y desobediencia los seres humanos fuimos condenados al dolor y la muerte. Sólo un Hombre como Jesús podía venir a salvarnos; pero ni con su muerte logró que su padre nos perdonase.

Jesús es un hombre bueno y valiente que cree en las causas justas y no le importa sacrificarse por ellas. Del mismo modo, el príncipe azul es un héroe porque pone la misión (matar al dragón, encontrar al tesoro, derrotar a las hordas malvadas, devolver el poder a algún rey, etc) por delante de su propia vida. El príncipe azul es un hombre activo, saltarín, espadachín, gran atleta, buen jugador, gran estratega, noble de corazón. Es joven, travieso, algo ingenuo; a las mujeres les derrite este modelo porque es un ser valiente y bueno que necesita campo para correr y que pese a su gallardía, es tierno y dulce en la intimidad. El príncipe se convierte en Hombre en todos los relatos, porque la aventura que vive es su rito de paso de la juventud a la adultez, dado que tiene que superarse a sí mismo para poder lograr su triunfo (el amor de la princesa rosa). Así podrá protegerla, enseñarla, amarla para siempre y hacerle muchos hijos.




Estos dos mitos de género y la mayor parte de los mitos amorosos surgieron en la época medieval; otros han ido surgiendo con el paso de los siglos, y finalmente se consolidaron en el XIX, con el Movimiento Romántico. De ellos nos quedan, según Carlos Yela García (2002), unos cuantos que configuran nuestras estructuras sentimentales en la actualidad:

Mito de la media naranja, derivado del mito amoroso de Aristófanes, que supone que los humanos fueron divididos en dos partes que vuelven a unirse en un todo absoluto cuando encontramos a nuestra “alma gemela”, a nuestro compañero/a ideal. Es un mito que expresa la idea de que estamos predestinados el uno al otro; es decir, que la otra persona es inevitablemente nuestro par, y solo con ella nos sentimos completos. El mito platónico del amor expresa un sentimiento profundo de encuentro de la persona consigo misma, “y su culminación es recuperar los aspectos que nos fueron amputados y de esa manera, recuperar nuestra propia y completa identidad. Es decir, poder ser todo lo que somos y lo más plenamente posible” (Coria, 2005). El mito de la media naranja sería una imagen ingenua y simplificada del mito platónico que intenta transmitir esa búsqueda de la unidad perdida, pero su principal defecto es, según Coria, que uno más uno termina resultando uno, lo cual es un grave error, no sólo aritmético, que es asimilado mayoritariamente por mujeres.

• Mito de la exclusividad: creencia de que el amor romántico sólo puede sentirse por una única persona. Este mito es muy potente y tiene que ver con la propiedad privada y el egoísmo humano, que siente como propiedades a las personas y sus cuerpos. Es un mito que sustenta otro mito: el de la monogamia como estado ideal de las personas en la sociedad.

• Mito de la fidelidad: creencia de que todos los deseos pasionales, románticos y eróticos deben satisfacerse exclusivamente con una única persona: la propia pareja.

• Mito de la perdurabilidad (o de la pasión eterna): creencia de que el amor romántico y pasional de los primeros meses puede y debe perdurar tras miles de días (y noches) de convivencia.

• Mito del matrimonio o convivencia: creencia de que el amor romántico-pasional debe conducir a la unión estable de la pareja, y constituirse en la (única) base del matrimonio (o de la convivencia en pareja). Esto nos crea problemas porque vimos que la institucionalización de la pasión, y el paso del tiempo, acaban con ella. Por eso nos divorciamos y buscamos nuevas pasiones que nos hagan sentir vivos, pero en seguida la gente vuelve a casarse, cometiendo el mismo error que la primera vez. El matrimonio en la Era de la soledad ha visto, así, aumentada su dimensión mitológica e idealizada: “La idolatría del matrimonio es la contrapartida de las pérdidas que produce la modernidad. Si no hay Dios, ni cura, ni clase, ni vecino, entonces queda por lo menos el Tú. Y la magnitud del tú es el vacío invertido que reina en todo lo demás. Eso significa también que lo que mantiene unido al matrimonio y a la familia no es tanto el fundamento económico y el amor, sino el miedo a la soledad” (Ulrick y Elisabeth Beck, 2001).

• Mito de la omnipotencia: creencia de que “el amor lo puede todo” y debe permanecer ante todo y sobre todo. Este mito ha sujetado a muchas mujeres que han creído en este poder mágico del amor para salvarlas o hacerlas felices, pese a que el amor no siempre puede con la distancia, ni los problemas de convivencia, ni la pobreza extrema.

Mito del libre albedrío: creencia que supone que nuestros sentimientos amorosos son absolutamente íntimos y no están influidos de forma decisiva por factores socio-biológicos-culturales ajenos a nuestra voluntad.

El mito del emparejamiento: creencia en que la pareja es algo natural y universal. La convivencia de dos en dos ha sido, así, reificada en el imaginario colectivo, e institucionalizada en la sociedad.







Gracias a nuestra actividad racional, la Humanidad puede no solo construir mitos, sino también deconstruirlos, porque en ellos están insertos los miedos, las motivaciones, el sistema de creencias, los valores, la ética, los modelos a seguir y los deseos de los miembros de esa cultura. En el caso del romanticismo patriarcal, creo que es fundamental exponer las entrañas de sus mitos para poder acabar con la desigualdad y con el patriarcado a nivel narrativo, emocional e ideológico. Es importante mostrar la falsedad de esas idealizaciones que nos encajonan en unas máscaras sociales, que empobrecen nuestras relaciones y nos hacen sufrir porque chocan con la Realidad, generalmente menos bella y maravillosa que la fantasía amorosa.

La simplicidad de los estereotipos de género invisibiliza la amplia gama de modos de ser, de estar y de relacionarse que existen para hombres, mujeres y gente transgénero. Nos encierra en unos supuestos sobre lo que deberíamos ser, cómo deberíamos estar y sentir. De igual modo, los mitos amorosos crean unas expectativas desmesuradas que luego causan una intensa decepción, más hoy en día que no tenemos tolerancia al no; nos frustra todo enormemente porque nos ilusionamos con las promesas que nos venden en los relatos de la sociedad globalizada. El modelo de amor idealizado y cargado de estereotipos aprisionan a la gente en divisiones y clasificaciones perpetuando así el sistema jerárquico, desigual y basado en la dependencia de sus miembros en el que vivimos.




El beso de Gustav Klimt

Además, provocan dolor en la gente porque el amor no es eterno, ni perfecto, ni maravilloso, ni nos viene a salvar de nada. La utopía del amor romántico, con sus idealizaciones, es la nueva religión colectiva que nos envuelve en falsas promesas de autorrealización, plenitud, y felicidad perpetua. De ahí la insatisfacción permanente y la tensión continua entre el deseo y la Realidad que sufrimos los habitantes de la posmodernidad.

Y es que nos pasamos la vida sufriendo decepciones precisamente por estas “ilusiones” que nos invaden en forma de espejismo. Es cierto que nos ayudan a evadirnos, pero quizás estamos en un momento en el que deberíamos dejar de entretenernos y de escaparnos tanto de la Realidad que no nos gusta. La desigualdad, la pobreza, el hambre, las guerras, el engaño de políticos y empresarios a las comunidades, el destrozo medioambiental y la sensación de que nada es lo que parece (ni la democracia, ni la paz, ni los Estados) invaden los telediarios. Y mientras, las mujeres siguen esperando a su príncipe azul y los hombres a sus princesas virginales en un círculo vicioso que no se completa jamás, porque no existen y porque las personas somos infinitamente más complejas y contradictorias que los personajes planos de los cuentos patriarcales.

Lo lógico debería ser poder transformar los relatos, contar nuevas historias, cambiar los modelos idealizados que han quedado obsoletos, construir héroes y heroínas de carne y hueso, crear nuevos mitos que nos ayuden a construir unas sociedades más justas, igualitarias, ecologistas, cultas y pacíficas. Encaminar nuestros esfuerzos al bien común, trabajar para proponer otras realidades, luchar por construir otras nuevas en lugar de huir de lo que hay mediante paraísos emocionales y promesas de salvación individuales.



Coral Herrera Gómez






Presentación en imágenes: 






Este artículo forma parte del libro digital: 


"Los mitos del amor romántico en la cultura occidental." Los libros del Rincón de Haika









BIBLIOGRAFÍA




1. Armstrong, Karen: “Breve Historia del Mito”, Salamandra, Barcelona, 2005.

2. Asimov, Isaac: “Las palabras y los mitos”, Laia, Barcelonam, 1974.

3. Barthes, Roland: “Mitologías”, Siglo XXI, Madrid, 1º Edición En Francés, 1957, 10º Ed. En Español, 1980.

4. Beck, Ulrich, y Beck-Gernsheim, Elisabeth: “El normal caos del amor. Las nuevas formas de relación amorosa”, Paidós, Barcelona, 2001

5. Blanco Martín, Carlos Javier: “La reproducción del mito”. A parte rei, num 26.

6. Campbell, Joseph: “Las máscaras de Dios: Mitología occidental”, Alianza Editorial, 1964.

7. Coria, Clara: “El amor no es como nos contaron… ni como lo inventamos”, Paidós, Buenos Aires, 2005.

8. De Rougemont, Denis: “El amor y Occidente”, Editorial Kairós, Barcelona, 1976 (8 ed.).

9. Morin Edgar, Complejo de amor, Gazeta de Antropología, Nº 14, 1998, CNRS, París. http://www.ugr.es/~pwlac/

10. Sanpedro, Pilar: El mito del amor y sus consecuencias en los vínculos de pareja

Revista Disenso, num 45, mayo de 2005


11. Yela García, Carlos: “El amor desde la psicología social. Ni tan libres, ni tan racionales”, Ediciones Pirámide, Madrid, 2002.


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