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18 de marzo de 2011

El amor romántico y la desigualdad de género en el empleo





¿Por qué las mujeres se habituaron a sacrificar su vida personal, su formación y estudios y su desarrollo profesional por amor a un hombre?, ¿cómo han asumido mujeres y hombres la división artificial de sus tareas y actividades como algo natural?, ¿qué cuentos nos cuentan cuando somos pequeñas para que creamos que hay labores que sólo pueden ser desempeñadas por hombres?, ¿por qué las tareas domésticas y la reproducción son actividades consideradas femeninas,  sin remuneración (o con unos salarios y unas condiciones laborales precarias), sin prestigio ni reconocimiento social?, ¿por qué, en cambio, cuando un hombre cose o se pone el delantal gana millones de euros?.








Hoy son muchas las mujeres occidentales que, aún teniendo una formación y un desarrollo profesional de éxito, siguen condicionando sus vidas en torno al amor romántico. Creo que, del mismo modo que es importante seguir desarrollando las políticas de igualdad que favorezcan la plena integración laboral de las mujeres, también es necesario trabajar en el ámbito de los afectos, para luchar no sólo por la autonomía económica, sino también para acabar con la tradicional dependencia emocional femenina.

Estoy convencida de que el último reducto de la desigualdad entre mujeres y hombres se encuentra en el epicentro de nuestra cultura, y por lo tanto en lo más hondo de nuestras emociones. Las representaciones simbólicas femeninas aún están fuertemente estereotipadas y en los relatos los protagonistas siguen siendo mayoritariamente masculinos, lo que condiciona nuestra identidad y nuestro modo de relacionarnos. La cultura, a través de los relatos,  influye en nuestros sentimientos, modela nuestro deseo y dirige la creación de nuestros anhelos y expectativas.




La mayor parte de las historias de amor romántico están basadas en un modelo heterosexual idealizado en el que hombres y mujeres nos complementamos a la perfección porque los papeles y la función de cada uno dentro de la pareja están claramente diferenciados. Las mujeres y niñas protagonistas de los cuentos y las películas casi siempre cumplen un papel pasivo (princesa encerrada en su castillo esperando años y siglos). Nosotras aparecemos en los cuentos, las películas, los anuncios publicitarios, las series de televisión, siempre en relación a los protagonistas, normalmente para esperarles, apoyarles incondicionalmente, darles placer, ternura y cuidados que los repongan de las batallas.








El Hombre corre aventuras y lucha contra las fuerzas del mal, convirtiéndose al final en un adulto valiente, responsable y maduro que se ha superado a sí mismo y es capaz de automantenerse. El mito masculino más corriente es el príncipe azul cuya principal función es la de salvar a la mujer (de la pobreza, del trabajo asalariado, del aburrimiento o del maltrato de otras mujeres: madrastras, hermanastras, brujas y reinas malvadas).  

En los relatos tradicionales las mujeres, salvo excepciones, no han sido representadas luchando contra el miedo, ni asumiendo su plena responsabilidad sobre su presente y su futuro, dado que su único fin en la vida es esperar a que algo externo cambie su situación. El amado irá a buscarla, se casará con ella y la mantendrá  de por vida como a una princesa. Y es que las princesas no necesitan ser autónomas, ni económica, ni emocionalmente: su gran ocupación va a ser cuidar de él y de los hijos e hijas en un hogar idealizado lleno de dicha y amor.




Hablamos, obviamente, de los sueños y aspiraciones de las mujeres del siglo XIX pertenecientes a la clase alta y clase media, dado que las campesinas y las obreras han tenido que trabajar desde siempre, toda su vida, en el ámbito productivo, reproductivo y doméstico, sin más aspiraciones que sobrevivir.














 A lo largo del siglo XX, sin embargo, el romanticismo se extendió progresivamente a todas las capas sociales gracias a los medios de comunicación de masas y a la globalización de la cultura occidental. Es así, a través de las industrias culturales, cómo los ideales románticos han llegado a la posmodernidad en forma de utopía emocional individualista,  que paradójicamente perpetúa un sistema amoroso de relaciones basado en la desigualdad. 

Las historias de amor romántico siguen, aún, promoviendo una admiración por la masculinidad y la fuerza física, el éxito económico, la libertad, la independencia, todos rasgos asociados a la virilidad. Las mujeres encerradas y apartadas del mundo público admiraban de los hombres sus privilegios de género, sus habilidades técnicas, su desarrollo intelectual, su autonomía, su capacidad para cambiar las cosas y construir sistemas. Esta admiración femenina se torna en deseo de posesión del hombre  y todo lo que él representa, disfrazado con las galas del amor romántico. Y es que tener a un hombre al lado ha significado, para muchas,  la seguridad y estabilidad necesaria para fundar una familia, ya que hasta hace poco eran ellos los encargados de suministrar los recursos para las féminas que debían quedarse al cuidado del hogar.



Cuando a las mujeres burguesas se les prohibía trabajar, el único modo de adquirir bienes o de tener poder era el matrimonio heterosexual, una institución que liga a hombres y mujeres en pactos contractuales en el que cada uno aporta algo diferente. Ellas, afectos, ternura, cuidados y placer. Ellos, posición social y económica. Ellas aportaban su capacidad reproductiva y su rol de asistenta doméstica; ellos el dinero, la protección y los recursos.

No es de extrañar por tanto que dependencia económica y dependencia emocional vayan dadas de la mano bajo la fórmula te quiero-te necesito, el  eres mía y yo soy tuyo. Las mujeres de las culturas patriarcales han sido educadas para asumir su inferioridad, para esperar, para aguantar, para amar incondicionalmente, para cuidar su imagen, ser bellas (condición indispensable para poder ser las elegidas), y sobre todo para aprender a sacrificarse por amor




Paralelamente, los hombres han sido educados para asumir su obligación de aportar dinero a la casa familiar, y también para asumir su superioridad, para contener sus sentimientos, para sentirse libres, para tomar el mando, para alcanzar el éxito económico. También han sido educados para necesitar una mujer a su lado que lo nutra, que le limpie el uniforme de trabajo y el traje de los domingos, que le dé hijos, que le cuide cuando enferma,  y que lleve una vida en torno a sus necesidades, siempre dispuesta para agradarle. Son muchas las mujeres heterosexuales que han sacrificado su vida personal, su profesión y sus propias metas para propiciar el desarrollo profesional de sus maridos.






Antiguamente, por mandato expreso de la ley; actualmente, obligadas por la carga reproductiva que asumimos sin ayuda del Estado, y por la discriminación salarial y la desigualdad de oportunidades. Además, se nos seduce a través del amor romántico, que nos hace ver en sus happy end que el día más importante en la vida de una mujer es el de su boda con un hombre. El romanticismo patriarcal  nos hace creer que debemos competir con otras mujeres, que tener un hombre al lado es todo lo que necesitamos para ser felices, y que lo importante es no perderlo, aunque para ello tengamos que olvidar nuestros sueños, aspiraciones y metas.









El sacrificio entendido como una capacidad propia de la naturaleza femenina ha mantenido a muchas mujeres en un eterno segundo plano con respecto a sus maridos. Cuando logramos incorporarnos al mercado laboral, el patriarcado reservaba para nosotras oficios relacionados con la belleza (azafatas, modelos, peluqueras, maquilladoras), el servicio doméstico (criadas, asistentas, camareras), la crianza y la educación (maestras, profesoras), la salud (enfermeras, cuidadoras), labores de limpieza e higiene, corte y confección, o tareas administrativas (secretariado, coordinación), todas ellas asociadas a las tareas del ámbito doméstico, y peor pagadas que las profesiones consideradas masculinas.







En la actualidad la división genérica de roles ya no es tan rígida como antaño, y por fin las mujeres hemos accedido masivamente a la educación y al mercado de trabajo gracias a la lucha feminista. El aspecto más negativo de esta "igualdad" es, sin embargo, que las mujeres tienen una doble jornada laboral; emplean ocho horas en trabajar asalariadamente, y otras tantas en las tareas domésticas y reproductivas, con lo cual viven sobrecargadas de trabajo y con muy poco tiempo para descansar. La falta de un espacio y tiempo propios pasa factura a la larga, porque sienten que su vida está dedicada a los demás (a las empresas e instituciones en las que trabajan, a los hijos, hijas y maridos) y muchas veces la dificultad de conciliar vida laboral, familiar y personal hace que posterguen su desarrollo profesional en pos de las necesidades del resto. 






Afortunadamente, existen hombres que apoyan la batalla por la Igualdad, y son muchos los padres, hermanos y maridos que han apoyado la emancipación femenina, en la fábrica, en la oficina, en la calle y en el hogar. Progresivamente, aumentan los hombres que asumen las tareas domésticas como algo propio o compartido, que disfrutan de la crianza de sus hijas e hijos, y que apoyan los proyectos vitales de sus compañeras.






Y en España, al menos, los hombres pueden disfrutar del permiso de paternidad, a pesar de que es muy corto comparado con los países europeos del norte, y a pesar de que aún las empresas miran con recelo a los hombres que quieren disfrutar de su paternidad y acompañar y ayudar a su compañera tras el parto.





Y es que, a pesar de que el mundo laboral no permite la crianza plena de niños y niñas, algo está cambiando en las relaciones eróticas y afectivas entre hombres y mujeres; prueba de ello son las parejas que tratan de construir relaciones igualitarias y que comparten por igual las tareas productivas y reproductivas. Más allá de la tradicional relación amorosa de dominación y sumisión, estas nuevas parejas trabajan en equipo, ayudándose mutuamente con el cuidado de niñas, y familiares enfermos  o ancianos, las labores domésticas y el desarrollo profesional de ambos miembros, compartiendo el peso de las tareas de una manera equilibrada.

Una forma de crear una sociedad más igualitaria sería poder diferenciar el amor y la necesidad, construir redes de ayuda mutua y solidaridad más allá de la pareja,  y empoderar a las mujeres para que puedan ejercer la profesión que deseen sin renunciar a nada, sin tener que sacrificarse por nadie.

Aún queda mucho camino por recorrer y muchas resistencias (femeninas y masculinas) que superar; pero es fundamental, creo, potenciar la autonomía de mujeres y hombres, y acabar con la discriminación laboral y económica que nos ata, a unas y a otros,  a relaciones afectivas basadas en la dependencia mutua.




Coral Herrera Gómez




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