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26 de octubre de 2008

El mito de la normalidad



Esta semana he estado dando clases en Donosti sobre la comunicación con discapacitados psíquicos y físicos. He estado todos los días pensando y hablando sobre los ciegos, los sordociegos, los autistas, los paralíticos cerebrales, los minusválidos, y toda la gente que ve seriamente dañada su autonomía por una deficiencia psíquica, sensorial o física. Hay casi 4 millones de discaspacitados en nuestro país... un número de gente, pues, como para ser tenido en cuenta.


Lo que más me impacta es que ellos perciben la realidad de otro modo, diferente al nuestro, y por tanto, la entienden de otro modo. La mayor parte de los discapacitados se comunica con el mundo de otra manera diferente a la nuestra; por ejemplo, a través de la comunicación no verbal. Ellos obtienen información sobre el mundo y sobre nosotros a través de nuestra postura, nuestra expresión facial, nuestra energía, nuestra velocidad al hablar, el tono de voz, la forma de tocarles, la manera de andar... perciben señales que para nosotros son generalmente inconscientes. Para nosotros, es difíci de entender la importancia que tiene para ellos un gesto cariñoso, un abrazo, una sonrisa o unas palabras amables. El simple contacto físico para ellos puede ser tranquilizador y calmante; tambien es importante para ellos sentirse valorados, y sobre todo que se les escuche. Son un colectivo sin voz, y a menudo a nosotros, los normales, nos cuesta ponernos en su lugar, empatizar con sus problemas de comunicación y las barreras (arquitectónicas, económicas, sociales) que encuentran a cada paso.


Para los ciegos, por ejemplo, no es fácil vivir en un mundo basado en la percepción visual y las imágenes. Para los autistas, es difícil comunicarse con nosotros porque sus códigos son relativamente diferentes a los nuestros, porque el tiempo para ellos transcurre a otra velocidad, porque su mente trabaja de modo diferente al nuestro. Muchos son muy inteligentes, pero tienen una pantalla entre su mundo interior y el exterior, y nosotros no podemos acceder, de modo que tratamos de que ellos nos entiendan a nosotros. Es como si habláramos los normales por una frecuencia de radio y los raros por otra, sin llegar a encontrarnos en la misma onda.


Nuestra cultura establece las pautas de la normalidad y todo lo que no se ajuste a ella es considerado anormal, desviado, retrasado, y por tanto, lo margina. Los grupos de poder, a través de las ideologías, imponen el concepto de lo que es normal y lo que no se ajusta a los cánones de lo normal, es decir, lo extraño, lo raro, lo diferente. La normalidad está asociada a los criterios que rigen las mayorías El concepto de lo que es normal, sin embargo, es subjetivo, y varía de cultura en cultura. Hay sociedades, por ejemplo, donde se piensa que los discapacitados psíquicos son gente especial, e incluso se les venera por considerar que están más cerca de la divinidad. En las culturas patriarcales, en cambio, a las niñas y los niños raros, deformes o enfermos se los asesinaba sin contemplaciones: el infanticidio sigue siendo una práctica común en gran parte de este planeta. Los raros siempre se han visto marginados en la cultura de la fuerza bruta, y de alguna manera han sido asociados a la locura, la delincuencia, la drogadicción, la enfermedad y la indigencia. Tener un raro en la familia siempre ha sido un tabú, un motivo de vergüenza y muchos de ellos han permanecido de por vida entre cuatro paredes, escondidos a las miradas ajenas, sin posibilidad de aprender y de obtener estímulos externos al hogar.


La Ciencia ha investigado y catalogado estas discapacidades y hoy en día los grupos de padres y familiares se han unido para formar asociaciones de discapacitados. En estas asociaciones han impulsado la visibilización de los raros en la sociedad, han impulsado campañas de concienciación para que la sociedad los acepte y se sensibilicen frente al problema. Han exigido que se respeten sus derechos, y mayores recursos sociales para la integración plena de estas personas en la sociedad. Sus objetivos suelen ser mejorar su calidad de vida, incidir en sus potencialidades, trabajar para lograr aumentar su autonomía, y, para que se sientan útiles y valoradas. Las familias necesitan asesoramiento psicológico, económico y legal, e información sobre las ayudas a las que pueden tener acceso. Se han creado centros de día, talleres ocupacionales, centros especiales de empleo, residencias de corta y de larga estancia, y actividades de ocio y tiempo libre para que los discapacitados se socialicen, aprendan a trabajar en equipo, vean su autoestima aumentada, para que sepan convivir con gente, para que mejoren su capacidad de comunicación, y sobre todo, para que se diviertan aprendiendo.


Los discapacitados, además, encuentran otras dificultades para adaptarse a nuestra sociedad porque en un mundo competitivo, ellos no son productivos. No tienen capacidad adquisitiva por sí mismos, de modo que no pueden consumir ni practicar el tipo de ocio que tiene la mayoría de la gente, que está basada en el consumo: ir al cine, cenar con amigos, visitar museos, ir al centro comercial, tomar el aperitivo, etc. Tampoco suelen ser muy agraciados físicamente, especialmente en el caso de las personas que presentan rigidez o malformaciones, de modo que no son mediáticos, ni deseables, ni tampoco tienen representación en los medios hoy en día. Su vida sexual y sentimental está muy limitada y en ocasiones es nula. No tienen acceso al placer y al cariño como nosotros; las limitaciones en este sentido vienen dadas por la dificultad para tener intimidad, por la dependencia de la familia, y por que en nuestra sociedad el sexo entre discapacitados es un tema tabú. A menudo se les medica para rebajar su libido porque no se reprimen como nosotros hacemos constantemente.


Su visibilidad social es escasa, su imagen se estereotipa en los medios de comunicación, y su capacidad para conocer gente y tener amigos está limitada por sus problemas de comunicación. También el miedo a lo diferente les aisla socialmente, porque muchos de nosotros no sabemos muy bien cómo comportarnos cuando entramos en interacción con ellos. Aunque lo mejor es comportarse con naturalidad, la falta de costumbre hace que la gente:
- grite a los ciegos
- obligue a los que van en silla de ruedas a levantar el cuello para poder mirarles a la cara
- les traten con compasión o paternalismo
- les hablen como si fueran tontos
- se impacienten con ellos porque tienen otro ritmo vital
- se les diga que sí a todo aunque no les hayamos entendido
- se les trata con brusquedad o como si fueran muebles.


Esto dificulta las relaciones igualitarias basadas en el respeto mutuo, y se debe probablemente a que el desconocimiento es la base de todos los prejuicios, y a lo alejados que están los mundos de los normales y de los diferentes. También se debe a nuestro desconocimiento de los códigos que utilizan para comunicarse: el sistema braille, la lengua de signos, el código morse, o las herramientas que usan (comunicadores, lectores de texto, etc.).


El esfuerzo del Estado y de los gobiernos locales debería ser mayor, quitándole a la Iglesia o al Ejército sus elevados presupuestos (por ejemplo). Hasta 1982, la ONU no reconoce los derechos de las personas discapacitadas. En nuestro país, el artículo 9.2. de la Constitución otorga a los poderes públicos la responsabilidad de “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos/as los/as ciudadanos/as en su vida económica, política, cultural y social”.
El art. 49, establece que “los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos.”


Como siempre, los artículos de la bienamada Constitución española son solo buenos propósitos, no realidades. Pero bueno, quería aportar documentación interesante. Las leyes que obligan a las empresas con más de 50 trabajadores a tener un tanto por ciento de discapacitados empleados no se cumplen en este país, de modo que la marginación de este gran colectivo no es sólo social, sino también económica y política. No sólo eso: en un mundo creado por y para normales, la arquitectura y los edificios, el transporte y los servicios no ofrecen sino barreras continuamente. Las personas sin movilidad propia encuentran difícil desplazarse de un sitio a otro: solo ir al cine puede convertirse en una odisea. Es cierto que lentamente se van derribando barreras arquitectónicas y que se van adaptando los transportes y los edificios a estas personas; pero como todo cambio a mejor, sucede demasiado lentamente.


A parte de la Ley de Integración Social de los Minusválidos de 1982, creo que la Ley de Dependencia (sobre todo si alcanzase a todas las personas que necesitan ayuda) es positiva, porque de lo que se trata es de cuidar al cuidador. Los padres y familiares de personas con discapacidad necesitan ayuda profesional porque a menudo ellos también son víctimas de la marginación social que sufren sus hijos o familiares discapacitados. El esfuerzo, el tiempo y la energía que invierten en ellos son descomunales, y a menudo se sienten aislados, especialmente en el caso de las personas discapacitadas con problemas de conducta. Esta problemática afecta especialmente a las mujeres: son millones las que cuidan de ancianos, discapacitados o enfermos en sus hogares. Estas mujeres no tienen vacaciones, ni bajas por enfermedad, ni pueden tampoco trabajar o ser independientes económicamente. Sus redes sociales se ven drásticamente mermadas, y a menudo están entregadas a su tarea las 24 horas, sin tener tiempo ni espacio para ellas mismas. Esta esclavitud puede verse mermada si el resto de la familia la sustituye, si pueden tener días de descanso, si pueden dedicarse a ellas mismas y sus aficiones, sus amistades, el resto de la familia, etc.


Aún queda muchísimo por hacer, porque evidentemente son un colectivo muy numeroso de gente que ve muy limitadas sus opciones de poder llevar una vida normal; por eso a menudo se cierran en ghettos donde no se sienten minusvalorados y donde nadie les mira mal.


Piensa por ejemplo lo que sería pasar un día entero con sordos que hablan en lengua de signos... el raro serías tú, y probablemente te chocaría sentirte diferente y sin posibilidad de comunicarte con ellos. Peor aún te sentirías, claro, si se rieran de ti por tu incapacidad para hablar la lengua que ellos utilizan. Si tuvieras que ir al médico, al banco, o a realizar cualquier trámite con alguien que te tradujese, porque yendo solo no te entendería nadie.

A menudo nos cuesta ponernos en lugar de otras personas porque damos por supuesto que la capacidad de ver, de oler, de oír, de andar o de pensar es algo natural, que es lo normal. Por eso se mira a los discapacitados como víctimas, como gente a la que les falta algo, gente que despierta lástima. Por eso las secuelas, por ejemplo, de los accidentes de tráfico nos parecen una desgracia brutal, pero tratamos de no pensar en ello. Si empatizasemos más, seríamos capaces de darnos cuenta de lo importante que es para cualquier persona su autonomía, su libertad para moverse y decidir, su autoestima, sus habilidades sociales, su capacidad de aprender. Valoraríamos más nuestra salud y nuestra autonomía, y dejaríamos de quejarnos por cualquier tontería. De algún modo, lo que para nosotros es algo corriente, para ellos es un mundo. Nosotros podemos permitirnos el lujo de deprimirnos, pero ellos luchan a diario contra sus limitaciones personales y los obstáculos sociales.


El problema, creo, es que dividimos la realidad en pares de opuestos, jerárquicamente. En un grupo está lo superior, la perfección, lo bueno, lo normal, el orden y la lógica. En el otro está lo inferior, la debilidad, la maldad, la desviación, el caos y la imperfección. Cuando logremos pensar en todos los matices entre los extremos y deconstruir el mito de la normalidad, podremos relacionarnos entre todos admitiendo las diferencias de raza, lengua, cultura, género, etnia, religión y capacidades. Entonces dejaremos de tener prejuicios y de marginar a las minorías, admitiendo que la sociedad está formada por multitud de minorías, y que el concepto de mayoría es relativo (por no decir inexistente). Entonces, sí, aprenderemos a ver el mundo como cuando jugábamos a ser ciegos y nos llevaban del brazo por la calle. Es fácil recordar el vértigo ante el espacio abierto, la inseguridad, el miedo al vacío, la desorientación y las ganas de quitarnos la venda y soltarnos del brazo, para ser libres e independientes de nuevo.


Coral Herrera Gómez